Read Aventuras de «La mano negra» Online
Authors: Hans Jürgen Press
«La mano negra» observó con desconfianza al hombre que leía el periódico al revés. De pronto Kiki c. a. tiró de la manga de Félix.
—¡El maletín! —murmuró, y miró de reojo a la red de las maletas que estaba enfrente de ellos—. Antes de que entrásemos en el túnel, ese hombre no tenía ningún maletín.
Cuando poco después se detuvo el tren, el primero en bajar fue el extraño viajero. Los cuatro amigos saltaron tras él.
—¡Hola, niños! —gritó un hombre y les hizo señas con el sombrero.
Era el tío de Rollo. Pero no se fijaron en él, mirando al sospechoso que acababa de salir del andén.
—¡Mirad el número de su maletín! —ordenó Félix.
Sólo entonces saludó «la mano negra» a su anfitrión y al cochero, que se llamaba Luis.
—Y ahora subid, chicos —gritó tío Pablo.
«La mano negra» no obedeció porque estaba observando atentamente al hombre del tren, que abría la portezuela de su coche.
—Vaya, ¿dónde habrá dejado su maletín? —preguntó Rollo nervioso.
—Quizá en el maletero del coche —observó Adela.
Kiki c. a. pellizcó a Adela en el brazo y le guiñó un ojo. Luego dijo en voz baja:
—¡Estad tranquilos! Yo sé dónde está el maletín.
¿Dónde dejó el hombre el maletín?
Que el maletín del sospechoso estuviera precisamente bajo el pescante, cerca de Luis, seguía extrañando a Rollo. Y todavía por la noche en la cama continuaba cavilando. El reloj de la torre acababa de dar las 10, cuando oyó pasos fuera. Se levantó y miró por la ventana.
—¡Despertaos! —siseó.
El resto de «la mano negra» se levantó.
—¿Qué pasa? —preguntó Adela, y bostezó.
—Luis con el maletín —murmuró Rollo.
En seguida estuvieron todos completamente despiertos.
—¡Poneos los calcetines! —ordenó Félix.
Luego descendieron al piso de abajo. A los pocos pasos Rollo levantó la mano en señal de aviso.
—¡Allí, una luz!
A través de un agujero del suelo salía una luz mortecina. Rollo se arrastró con cuidado y contuvo la respiración. Miró por la rendija y vio la habitación del cochero.
En ese momento estaba abriendo el maletín y sacaba de él una lata. Luego cogía una navaja y, ¡zas!, levantaba la tapa. Luis echó el contenido en la mesa y comenzó a contarlo.
—¡Si yo pudiera ver qué cosas está contando! —murmuró Rollo.
También los otros miraron a través de la rendija del suelo y en último lugar lo hizo Adela. Cuando se levantó, se tocó la frente y suspiró:
—¡Ni os lo imagináis, muchachos! ¿Sabéis qué es lo que cuenta ese individuo ahí abajo?
¿Qué contenía la lata?
«La mano negra» pudo leer con claridad lo que estaba escrito en la tapa de la lata: «Cubitos para caldo».
—La cosa no me gusta nada —dijo Rollo más tarde en la cama-o Tenemos que mandar a la sombra a ese individuo.
La pandilla no perdió de vista a Luis. Pero fuera de que se bebía a escondidas, de vez en cuando, un huevo fresco en el gallinero, no pudo averiguar nada especial. Una tarde estaban justamente detrás de la verja, cogiendo luciérnagas, cuando de repente vieron a Luis salir de casa en dirección al pueblo.
—¡Vamos tras él! —ordenó Félix.
y todos le siguieron cautelosamente hasta que Luis desapareció en el bar El Jinete Azul.
—Esto sí que es una lata -dijo Kiki c. a., y señaló a una ventana, por donde miró al interior del tugurio-o Es un establecimiento lleno de humo -murmuró. De pronto se sobresaltó—. Ahí delante está sentado Luis —dijo jadeando—. Un hombre va hacia él y le da dinero. Y Luis le entrega una llavecita.
—¿Una llave? —preguntó Adela sorprendida.
—¿Para qué? —Kiki c. a. calló un rato, después continuó—: ¡Un truco extraño! Cubitos para caldo en el compartimento secreto. ¿Y sabéis dónde está el compartimento secreto?
¿Dónde está el compartimento secreto?
—El caso está claro —dijo Adela—. Los cubitos para caldo los guardan en una puerta secreta que aparece en el cuadro.
—Pero ¿por qué todo esto? —preguntó Félix pensativo.
A la mañana siguiente «la mano negra» fue otra vez al bar. En la entrada posterior estaba trabajando una señora de la limpieza.
—¿Entramos? —preguntó Félix.
En ese momento Kiki c. a. encontró algo muy sospechoso en el recogedor de la basura. Triunfante, sostenía en alto un pequeño objeto que parecía un cubito para caldo. Adela lo desenvolvió y olió.
—No huele a nada. —Luego tocó el cubito con la lengua—. ¡Uy, cómo amarga! —y lo escupió.
Una media hora más tarde «la mano negra» estaba en la farmacia del Ciervo. Llena de esperanza observaba cómo el farmacéutico examinaba el cubito. De repente dijo:
—¡Caramba! —Cogió un libro y lo hojeó.
—¿Puede decirnos ya lo que es? —preguntó Adela cortésmente.
—¿A vosotros? —preguntó furioso el farmacéutico—. ¡A vosotros no os interesa en absoluto! Esto es asunto de la policía.
Mientras él iba al teléfono, Rollo murmuró:
—¡Vamos, de prisa! Ahora sé exactamente qué es lo que contiene el cubito de caldo.
¿Qué era en realidad el cubito de caldo?
Los cubitos para caldo contenían una droga. ¡Quién lo hubiera pensado!
—Ahora todo me resulta claro —dijo Adela—. El asunto misterioso de la maleta y las idas y venidas de Luis.
—¿Qué? —preguntó Rollo.
—Esperad y mantened bien abiertos los ojos —dijo Félix.
«La mano negra» ayudaba diligentemente al tío Pablo en su trabajo. Pero en la granja no sucedía nada que ella no viese.
Un día por la tarde llegó un joven.
—¿Adónde vas? —preguntó Kiki c. a.
—A ver a Luis. Tengo una carta para él. Se la tengo que entregar personalmente.
«La mano negra» se puso en seguida alerta. Observó cómo el joven entregaba la carta al criado. Luis dejó el carro del abono y se fue a su habitación. Por la ventana vieron cómo abría el sobre.
—¡Mirad! -siseó Kiki c. a.
Luis rompió la carta en pequeños trozos y los tiró por la ventana.
Pasaron casi diez minutos hasta que la pandilla encontró todos los trozos, y en un rincón tranquilo del granero los pusieron en el suelo y los fueron ordenando. Hubo un largo silencio.
—¡Caramba! —dijo Félix—. Una noticia importante. Tenemos mucho trabajo, muchachos.
¿Qué decía la carta?
«Lugar de encuentro: el funicular, el domingo, a las 14.00 horas. El jefe», decía la nota misteriosa. «La mano negra» estuvo allí puntualmente y observó a su alrededor. Al poco tiempo apareció Luis con el maletín y luego llegó el hombre del tren. Esperaron donde estaba el empleado de aduanas. Minutos más tarde el funicular llegaba al andén. Los viajeros empezaron a bajar.
—¡Mirad! —murmuró Félix.
Un desconocido se había acercado a los que esperaban. Les hizo una seña con la cabeza, fueron juntos al restaurante del «lugar de encuentro» y pidieron cerveza. Miraron a todas partes y comenzaron a hablar.
«La mano negra» entretanto había establecido su puesto de escucha detrás de un seto.
—No entiendo una palabra —dijo Kiki c. a. enfadado, en voz baja.
—¡Chist! —dijo Adela. Después murmuró—: A las 17.10 ... a las 17.10 ... a las 17.10 ...
—¿Qué significa a las 17.10? -preguntó Félix cuando los hombres se hubieron levantado y desaparecido.
—Algo relacionado con el tren -dijo Adela—. Van a recibir mercancía. Probablemente en el túnel.
—Pero ¿qué día? —preguntó Rollo, impaciente.
Adela movió los hombros:
—No lo he entendido.
—Pues está claro —confirmó Kiki c. a., y se rió ligeramente—. Sólo puede ser un día de la semana.
¿En qué día se debía hacer el contrabando?
Sólo el sábado llegaba un tren a las 17.10. Lo había leído Kiki c. a. en un horario de trenes.
—¿Qué hacemos? —preguntó Rollo.
—Tenemos que ir al túnel —dijo Félix.
Ya era sábado por la tarde. «La mano negra» corría por el terraplén hacia el túnel. La entrada estaba cerca de la frontera.
—Id muy cerca de la pared —ordenó Félix.
Poco a poco fue oscureciendo, y Adela sacó una linterna. De pronto se paró aproximadamente en el centro del túnel.