Axiomático (25 page)

Read Axiomático Online

Authors: Greg Egan

BOOK: Axiomático
13.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

En cualquier caso, no tenía sentido.

Le puse la llamada a Loraine, pero no pareció tomárselo demasiado en serio.

—Un bromista telefónico con buena tecnología sigue siendo un bromista telefónico. Recuerdo a mi hermano, cuando tenía diez años, llamando a número aleatorios, adoptando ridiculas voces agudas que se suponía sonaban a mujer... y diciéndole al que contestaba que estaba a punto de sufrir una violación en grupo. No hace falta decir que a mí me parecía totalmente desagradable y extremadamente inmaduro... yo tenía ocho años... pero sus amigos hacían corrillo muriéndose de risa. Treinta años más tarde, esto es lo mismo.

—¿Cómo puedes decir algo así? Los niños de diez años
no
poseen sintetízadores de vídeo de veinte mil dólares.

—¿No? Alguno puede que sí. Pero estoy segura de que hay muchos hombres de cuarenta años con el mismo sentido del humor sofisticado.

—Si: psicópatas de cuarenta años que conocen tu aspecto exacto, dónde vivimos, donde trabajamos...

Discutimos los detalles durante casi veinte minutos, pero no pudimos ponernos de acuerdo en el sentido de la llamada, o qué deberíamos hacer. Loraine evidentemente estaba deseando volver al trabajo, así que, renuente, la dejé ir.

Pero yo estaba destrozado. Sabía que ya no podría hacer nada, así que decidir cerrar la galería y volver a casa.

Antes de partir, llamé a la policía, contrariando los deseos de Loraine, pero como había dicho ella misma:

—Tú decides, no yo. Si realmente quieres malgastar tu tiempo y el de ellos, no puedo impedírtelo.

Me pusieron con el detective Nicholson de la División de Crímenes de Comunicación, y le mostré la grabación. Se mostró comprensivo, pero dejó claro que no podía hacer mucho. Se
había
producido un acto criminal —y una petición de rescate era un asunto muy serio, por rápido que se hubiese desenmascarado el engaño— pero identificar al autor sería prácticamente imposible. Incluso si el número de cuenta pertenecía realmente al que había hecho la llamada, llevaba el prefijo de un banco Orbital, que con toda seguridad se negaría a revelar el nombre del titular. Yo podía intentar que la compañía telefónica intentase localizar cualquier llamada futura, pero si la señal pasaba por alguna nación orbital, como era lo más probable, allí acabaría todo. Una década atrás se había preparado un proyecto de acuerdo para impedir el intercambio de dinero y datos con los satélites, pero seguía sin ser ratificado; aparentemente, muy pocos países podían permitirse rechazar las ventajas de estar conectados a la economía orbital semi-legal.

Nicholson me pidió una lista de posibles enemigos, pero no podía nombrar a nadie. A lo largo de los años he tenido disputas por negocios de diversos grados de animosidad, en su mayoría con artistas descontentos que se habían llevado su obra a otra parte, pero sinceramente no podía imaginarme a ninguno de ellos invirtiendo toda la energía necesaria para un acto de venganza tan cruel, pero al final tan ridículo.

Me hizo una última pregunta.

—¿Alguna vez han escaneado a su mujer?

Reí.

—Lo dudo. Odia los ordenadores. Incluso si el coste se redujese a una milésima parte, ella sería la última persona del planeta en someterse al procedimiento.

—Comprendo. Bien, apreciamos su cooperación. Si hay algún otro incidente, no vacile en ponerse en contacto con nosotros.

Mientras colgaba, tardíamente deseé haberle preguntado:


¿Y si
hubiese
sido escaneada? ¿En qué importaría? ¿
Los hackers
han empezado a entrar en los archivos de escán de la gente
?

Era una idea inquietante... pero aun si fuese cierto, no tenía nada que ver con la broma telefónica. No existía esa descripción conveniente y computerizada de Loraine, por lo que si los bufones habían reconstruido su apariencia, habían obtenido los datos por otro medio totalmente diferente.

Conduje a casa en manual, rompiendo el límite de velocidad —un poco— en cinco ocasiones, observando como las multas se iban sumando en la pantalla del salpicadero hasta que el coche entonó:

—Una violación más y le suspenderán el carné.

Fui directamente del garaje al estudio. Loraine estaba allí, claro. Me quedé en la puerta, observándola en silencio, mientras se afanaba con un bosquejo. No podía distinguir el tema, pero volvía a trabajar con carboncillo. A menudo me burlaba de sus métodos anacrónicos:

—¿Por qué glorificas las taras de los materiales tradicionales? Los artistas del pasado no tenían más opción que convertir la necesidad en virtud... ¿pero por qué seguir fingiendo? Si el carboncillo sobre el papel, el óleo sobre tela, es realmente tan maravilloso, entonces
describe
lo que te resulte tan sublime a un software de arte virtual y luego genera tus propios materiales virtuales que son dos veces mejores.

Y ella siempre respondía:

—Esto es lo que hago, esto es lo que me gusta, esto es a lo que estoy acostumbrada. No tiene nada de malo, ¿no?

No quería molestarla, pero tampoco quería irme. Si se dio cuenta de mi presencia, no lo manifestó. Me quedé allí y pensé:
La amo de veras. Y realmente la admiro: la forma en que mantiene la cabeza centrada en medio de...

Me contuve. ¿En medio de
qué
? ¿Que sus secuestradores la colocasen delante de una cámara? Nada de eso había sucedido en realidad.

No... pero conocía a Loraine, y sabía que
no se habría
desmoronado, que habría conservado el control. Todavía podía admirar su coraje y su sensatez, por extraños que fuesen los medios que me hubiesen recordado esas cualidades.

Cuando iba a irme, me dijo:

—Quédate si quieres, no me importa que mires.

Di unos pasos en el interior del estudio atestado. Después de los espacios desnudos y cavernosos de la galería, parecía muy acogedor.

—¿En qué trabajas?

Se apartó del caballete. El bosquejo estaba casi completo. Mostraba a una mujer que se llevaba a los labios un puño, mirando directamente al espectador. Tenía una expresión de fascinación incómoda, como si estuviese mirando algo hipnótico, atrayente, y profundamente inquietante.

Fruncí el ceño.

—Eres tú, ¿no? ¿Un autorretrato? —me había llevado un rato apreciar el parecido, y aun así no estaba seguro.

Pero Loraine dijo:

—Sí, soy yo.

—¿Puedo preguntar a qué miras?

Se encogió de hombros.

—Es difícil saberlo. ¿La obra a medias? Quizá sea un retrato de la artista en el acto de hacerse un autorretrato.

—Deberías intentar trabajar con una cámara y una pantalla plana. Podrías programar el software de estilización para construir una imagen compuesta de ti misma... mientras tú observas el resultado y reaccionas.

Agitó la cabeza, divertida.

—¿Por qué tomarse tanto trabajo? ¿Por qué no limitarse a enmarcar un espejo?

—¿Un espejo? La gente quiere que el artista se revele; no quieren verse a sí mismos.

Me acerqué y la besé, pero apenas respondió. Le dije con ternura:

—Me alegra que estés a salvo.

Rió.

—Yo también. Y no te preocupes... ahora no dejaré que nadie me secuestre. Sé que te daría una apoplejía antes de tener tiempo de pagar el rescate.

Le puse un dedo sobre los labios.

—No tiene gracia. Me aterré... ¿no me crees? No sabía lo que iban a hacerte. Creí que iban a torturarte.

—¿Cómo? ¿Por vudú? —se apartó de mi abrazo, y fue al banco de trabajo. La pared estaba cubierta de esbozos... "fracasos" que ella mantenía expuestos por "razones de salud mental".

Cogió una cuchilla del banco y dio dos cortes diagonales a uno de los dibujos, un viejo autorretrato, uno que me había gustado mucho.

Luego se volvió y me dijo, fingiendo asombro:

—No me ha dolido nada.

Me las arreglé para no volver a sacar el tema hasta esa noche. Estábamos sentados en el salón, acurrucados frente a la chimenea, listos para ir a la cama, pero sin ganas de abandonar un lugar tan cómodo (a pesar de que unas pocas palabras a la casa hubiesen reproducido las mismas condiciones de confort y calor en cualquier lugar).

—Lo que me preocupa —dije— es que alguien debe haberte seguido con una cámara... el tiempo suficiente para registrar tu cara, tu voz, tus gestos...

Loraine frunció el ceño.

—¿Mi
qué
? Esa cosa ni siquiera dijo una frase entera. No necesitaban seguirme a ningún sitio... probablemente interceptasen una de mis llamadas de teléfono, lo sacaron todo a partir de ahí. Pasaron la llamada directamente a través de las defensas de tu oficina, ¿no? Probablemente no sea más que un grupo de hackers aburridos... por lo que sabemos, incluso podrían vivir en el otro extremo del mundo.

—Quizá. Pero no una llamada de teléfono... docenas. Debieron acumular muchos datos, independientemente de cómo lo hiciesen. He hablado con artistas que crean retratos de simulación... diez o veinte segundos de acción, basados en horas de material... y dicen que aún así no es fácil engañar a alguien que conozca al modelo. Vale, debería haberme mostrado escéptico... pero, ¿por qué no lo hice? Porque era tan
convincente.
Porque era
exactamente
como te hubiese imaginado...

Se agitó en mis brazos, irritada.

—No se parecía en nada a mí. Era una actuación histriónica, computerizada y melodramática... y ellos lo sabían, razón por la que la hicieron corta.

Agité la cabeza.

—Nadie puede evaluar una imitación de sí mismo. Tendrás que aceptar mi palabra. Sé que sólo duró unos segundos... pero te lo juro,
acertaron.

Mientras la conversación se extendía a las primeras horas de la madrugada, Loraine aguantó en sus trece, y yo tuve que admitir que no había mucho más que pudiésemos hacer para que nuestra vida fuese más segura, independientemente de si el comunicante planeaba o no causarnos daño físico. La casa ya poseía un hardware de seguridad de primera, Loraine y yo llevábamos emisores de emergencia implantados quirúrgicamente. Incluso yo rechazaba la idea de contratar guardaespaldas.

También debía admitir que ningún aspirante serio a secuestrador nos hubiese advertido de sus intenciones con una broma telefónica.

Finalmente, cansado (como si tuviese que resolver en ese punto y en ese momento, para no seguir hablando hasta el amanecer), me rendí. Quizá había reaccionado en exceso. Quizá me molestaba que me hubiesen engañado. Quizá después de todo no se hubiese tratado más que de una broma.

Por muy enfermiza que fuese. Por técnicamente competente. Por muy aparentemente sin sentido que pareciese.

Cuando caímos en la cama, Loraine se quedó dormida casi de inmediato, pero yo me quedé despierto durante horas. La llamada en sí dejó al fin de monopolizar mis pensamientos, pero tan pronto como conseguí sacármela de la cabeza, otras preocupaciones vinieron a ocupar su lugar.

Como le había dicho al detective, Loraine nunca se había hecho un escán. Pero yo sí. Habían empleado técnicas de análisis de alta resolución para generar un mapa detallado de mi cuerpo, hasta el nivel celular: un mapa que incluía, entre otras cosas, una descripción de todas las neuronas del cerebro, de todas las conexiones sinápticas. Había comprado una forma de inmortalidad: independientemente de lo que me pasase a mí, la instantánea más reciente de mi cuerpo siempre podría resucitar como Copia: un complejo modelo informático, insertado en realidad virtual. Un modelo qué, al menos, actuaría y pensaría como yo: compartiría todos mis recuerdos, mis creencias, mis metas, mis deseos. En la actualidad, esos modelos se ejecutan más despacio que el tiempo real, tienen ambientes virtuales muy restrictivos, y los robots de telepresencia que se supone permiten la interacción con el mundo físico son una broma torpe... pero la tecnología mejoraba con rapidez.

Mi madre ya había resucitado en un superordenador llamado Coney Island. Mi padre había muerto antes de que el proceso estuviese disponible. Los padres de Loraine vivían los dos... y no tenían escán.

Yo me había escaneado dos veces, la última vez tres años atrás. Hacía tiempo que debería haber hecho una actualización, pero eso hubiese implicado enfrentarme a las realidades de mi futuro póstumo, una vez más. Loraine nunca me había recriminado mi elección, y aparentemente la idea de mi resurrección virtual no parece afectarle en absoluto, pero había dejado claro que no se uniría a mí.

Sus razonamientos me eran tan familiares que podía reproducirlos de cabeza sin tener que despertarla.

LORAINE: No quiero que un ordenador me imite después de mi muerte. ¿De qué me serviría a mí?

DAVID: No desprecies las imitaciones... la
vida
está compuesta de imitaciones. Cada órgano de tu cuerpo es reconstruido constantemente a su propia imagen. Toda célula que se divide muere y se reemplaza a sí misma con impostoras. Tu cuerpo no contiene ni uno solo de los átomos con los que naciste... entonces, ¿qué te dota de identidad? Es un patrón de información, no un algo físico. Y si un ordenador empezase a imitar tu cuerpo, en lugar del cuerpo imitándose a sí mismo, la única diferencia real sería que el ordenador cometería menos errores.

LORAINE: Si eso es lo que crees... genial. Pero yo no lo veo así. Y la muerte me asusta tanto como a cualquiera... pero que me
escaneen
no me haría sentirme mejor. No me haría sentirme inmortal; no me confortaría en absoluto. Por tanto, ¿por qué debería hacerlo? Dame una buena razón.

Y nunca me atrevía a decirle (ni siquiera entonces, en la seguridad de mi imaginación):
Hazlo porque no quiero perderte. Hazlo por mí.

Pasé la mañana siguiente tratando con la conservadora de una gran compañía de seguros, que estaba interesada en cambiar la decoración de algunos centenares de vestíbulos, ascensores y salas de reuniones, reales y virtuales. No tuve problemas para venderle algún papel pintado electrónico adecuadamente digno, obra de algunos jóvenes con talento adecuadamente reverenciados.

Algunos artistas muertos de hambre ponían en las galerías de la red versiones en baja resolución de sus obras, con la esperanza de alcanzar un equilibrio entre una versión tan tosca que le quitase todo el atractivo y una tan atractiva que hiciese superfluo comprar la real. Nadie paga por arte que no puede ver, y en las galerías de la red,
ver
es poseer.

Las galerías físicas —bien administradas— seguían siendo la mejor solución. A todos los visitantes los examinábamos en busca de microcámaras y grabadores de corteza visual; si alguien no pagaba, no salía del edificio sino con una mera impresión. De haber sido legal, hubiese exigido muestras sanguíneas, y le hubiese negado la entrada a cualquiera que tuviese predisposición genética a la memoria eidética.

Other books

Not Second Best by Christa Maurice
Thieves In Paradise by Bernadette Gardner
23 Minutes by Vivian Vande Velde
Burying Ariel by Gail Bowen
Wicked by Joanne Fluke
Agamemnon's Daughter by Ismail Kadare