El general escribió en el diario de servicio de Ace Atkins: «Las armas entregadas al C.E.A. A las 11.44, Zulu». El diario de Operaciones según hora Greenwich.
—Lo cronometré —dijo Mark—. Un minuto y treinta y cinco segundos.
—Espero que no los necesitemos —dijo Hawker—. Pero me alegro de haber ahorrado ese tiempo. —Las arrugas de preocupación se hicieron menos conspicuas en torno a su boca y ojos. Su espalda y sus hombros se enderezaron. Ahora que la responsabilidad era suya, con complicaciones y enredos minimizados, la aceptaba lleno de confianza. Su conducta decía que si llegara el momento lucharía desde aquí y que por Dios ganaría, ganaría tanto como pudiera ganarse.
El general se sirvió otra taza de café. Ace Atkins le dijo:
Con su permiso, voy a esparcir el cincuenta por ciento de nuestros cisternas en Bluie West Uno, Thule, Limestone y Casüe. Allí serían un blanco seguro para los proyectiles dirigidos desde ios submarinos. Ahora están bajo el punto de mira. Necesitarán quince minutos. —El general asintió. Ace accionó dos conmutadores del intercomunicador y dictó una orden.
Junto al escritorio de Ace, un magnetofón giraba incesante, grabando las conversaciones telefónicas y las llamadas. El general lo miró de reojo y dijo:
—¿Se dan ustedes cuenta de que cuanto se ha hecho en esta habitación está siendo registrado para la posteridad?
Todos sonrieron^ En el conjunto de relojes pasó un minuto.
La línea directa desde NORAD, Defensa Aérea Norteamericana én Colorado Springs, zumbó. Ace cogió el aparato y dijo:
—Atkins, Operaciones del C.E.A. —Escuchó y volvió a decir—: Roger. Repito. Objeto, puede ser un proyector dirigido, disparado desde la base soviética de Anadyr Peninsular.
El teletipo de prioridad en emergencia desde NORAD comenzó a parlotear.
Es sólo uno, pensó Mark. Pudiera ser un meteoro. Podría ser un Sputnik. Debería ser algo.
La línea NORAD volvió a zumbar. Ace respondió y repitió un destello, como antes, para que el general lo apercibiera y el magnetofón le grabase.
—«DEW Line el radar de alta sensibilidad tiene ahora cuatro objetos en sus pantallas. La velocidad y la trayectoria indican que son proyectiles balísticos. Presque Isle y Homestead informan de otros proyectiles viniendo desde el mar. Estamos pasando el amarillo. Esto es su rojo de alerta.
El general dio una orden.
Mark es levantó y dijo:
—Creo que será mejor que vuelva a mi despacho. El general asintió y sonrió con debilidad.
Al principio Randy creyó que alguien sacudía el diván; Graf, anidado bajo su brazo, gruñó y saltó al suelo. Randy abrió los ojos y se incorporó apoyándose en los codos. Se notaba en el vado entumecido por dormir con las ropas puestas. Excepto el perro, oreja y cola en posición de alerta, la habitación estaba vacía. De nuevo tembló el diván. El mundo exterior siguió dormido, pero advertía un movimiento en la habitación. Sus cañas de pescar, colgando por las puntas en toda la longitud de un perchero, inexplicablemente oscilaban con ritmo. Había oído que fenómenos tales acompañaban los terremotos, pero nunca se produjo un terremoto en Florida. Graf alzó el hocico y aulló.
Entonces llegó el sonido, un rumor largo, profundo, potente, subiendo en un crescendo hasta que las ventanas vibraron, las tazas bailotearon en sus plati tos y los vasos del bar rozaron sus bordes y tintinearon de terror. El sonido lentamente disminuyó, luego bramó hasta una potencia más fiera, más próxima.
Randy se encontró de pie; la garganta seca; el corazón latiéndole con fuerza. Esta no era la estación de las tormentas, ni se habían predicho tempestades en el boletín meteorológico. Y esto era un trueno. Subió al porche superior. A su izquierda, en el este, un esplendor naranja era preludio del sol. En el sur, a la otra parte del Timucuan y más allá del horizonte, un resplandor similar disminuía lentamente. Sus sentidos se negaron a aceptar un sol naciente y un sol poniente. Durante quizás un minuto el espectáculo le turbó sus reacciones.
Lo que había sobresaltado a Randy desde su sueño —tardaría bastante tiempo en conocer los hechos, muchísimo tiempo— eran dos explosiones nucleares, ambas de la categoría megatónica, las cabezas bélicas de proyectiles dirigidos disparados por submarinos. El primero calcinó la C.E.A. de Homestead, es decir, toda la base, e incidentalmente hundió y devolvió al mar una zona considerable de la punta de Florida. Ground Zero, el punto de explosión del segundo proyectil, era el Aeropuerto Internacional de Miami, no muy lejos del corazón de la ciudad. El diván de Randy se vio conmovido por las ondas de choque transmitidas a través de la tierra, que viajaron más de prisa que por el aire; así que se despertó y estaba con los ojos abiertos cuando la llamarada y el sonido llegaron un poco después. Mirando el resplandor, al sur, Randy fue testigo, tenía una distancia de casi trescientos y pico de kilómetros, de la incineración de un millón de personas.
La puerta se abrió de pronto. Ben Franklin y Peyton, descalzos y en pijama, entraron en el porche. Helen les siguió. La visión de la marca roja de nacimiento de la guerra en el firmamento les dejó sin palabras. Helen se cogió al brazo de Randy con ambas manos como si estuviera a punto de caerse. Vagamente, habló.
—¿Tan pronto? —era un gemido, no una pregunta.
—Me temo que aquí está —contestó Randy, su mente ardiendo entre todas las posibilidades, incluyendo sus propios peligros, buscando una pista de lo que hacer, de lo que hacer primero.
Helen llevaba kimono floreado y zapatillas de raña, botín de uno de los viajes de inspección de Mark por el Lejano Oriente. Su pelo color nogal estaba despeinado; sus ojos, un profundo e inquietante azul, se desmesuraban de aprensión. Parecía muy ligera, necesitando protección de penas mayor que su hija. Era, en este momento, una persona con menos ánimos que los niños.
Ben Franklin mirando al sur, dijo:
—No veo ninguna nube en forma de seta. ¿Es que no siempre dejan esa clase de nubes?
—Las explosiones se produjeron muy lejos —contestó Randy—. Probablemente una buena cantidad de bruma, u otras nubes, entre nosotros y el lugar que impiden ver las setas atómicas. Todo lo que vemos es una reflexión en el firmamento. Ahora se muere. Cuando salí era mucho más brillante.
—Comprendo —dijo Ben Franklin, satisfecho—. ¿Qué piensas que destruyeron? Me imagino que Homestead y la base de la Marina en Boca Chica, en Cayo West.
Randy sacudió la cabeza.
—No creo que pudieran ser bombardeados desde distancia. Quizás dieron a Palm Beach y a Miami. Puede que fallasen y enviasen los dos proyectiles a las Glades.
—Quizás —admitió Ben, sin creer del todo en el fallo de los proyectiles.
Todo estaba muy tranquilo. Todo estaba equívocamente tranquilo. Temían oír sirenas o algo. Todo lo que Randy percibió fue el grito de un pájaro burlón entonando su aria mañanera.
Helen añojo su presión en el brazo de Randy. Sus pensamientos parecieron paralelos a los de él y dijo:
—No he oído aviones. Ni los oigo ahora. ¿No debiéramos escuchar el zumbido de los aviones de combate, o algo por el estilo?
—No lo sé —contestó Randy.
—Yo sí los oigo —dijo Ben Franklin—. Los oí. Eso fue lo que me despertó. Eran reactores... sonaban como B-47... ascendiendo. Iban hacia allá —mostró la dirección con un barrido de su brazo—. Es decir, suroeste a noreste, ¿no?
—Correcto —afirmó Randy y en aquel instante oyó el zumbido de otra aeronave, volando a plena potencia, siguiendo el mismo sendero. Todos escucharon—. Será uno de los de MacDill —decidió Randy—, cruzando el firmamento.
Antes de que el sonido se desvaneciese percibieron otro y luego un tercero.
Todos se agruparon ante la pantalla del porche, mirando a lo alto.
Muy arriba, en donde casi llegaba la luz del sol, vieron flechas de plata raudas en tres blancos penachos acuchillando osadamente el cielo azul, recién lavado de la mañana.
—¡Adelante, pequeños, adelante! —murmuró Ben Franklin.
El terror desapareció de los ojos de Helen.
—¿No podríamos subir a la atalaya del capitán? —preguntó—. Quiero verles. Son míos, ya lo sabes.
Ben y Peyton corrieron hacia la escalera de mano.
¡No! —exclamó Randy—. ¡Aguardad!
Ben se detuvo al instante. Peyton siguió corriendo. Su madre ordenó:
—¡Peyton! ¡Te mando que te detengas!
Peyton, la mano en la escalera, no siguió adelante.
—Cascaras —murmuró.
—Ya podéis comenzar a obedecer a vuestro tío Randy, como obedeceríais a vuestro padre, ahora mismito.
—¿Por qué no podemos subir hasta el tejado? —preguntó Peyton.
Randy había hablado por instinto. Encontró difícil traducir a palabras su objeción.
—Creo que es muy arriesgado —dijo—. Pienso que deberíamos estar en los sótanos, ahora; pero es que aquí no hay bodega y resulta demasiado tarde para empezar a excavar una.
—Tienes razón, Randy —dijo Ben Franklin—. Si ponían un huevo, cerca, arderíamos en un instante. Luego está la radiación. —El muchacho miró a la veleta sobre el empinado techo del garage—. El viento es del este, así que no debemos temer nada, por ahora. ¿Pero, y si ellos alcanzasen Patrick? Estamos exactamente casi al oeste de Patrick, ¿verdad? Patrick podría asarnos.
—¿De dónde oíste todo eso del peligro de la radiación y la dirección del viento? —preguntó Randy.
—Creí que todo el mundo lo sabía. —Ben frunció el ceño—. No creo que diesen a Patrick. Es un centro de pruebas, no una base de operaciones. Patrick no podría hacerles daño; pero MacDill y McCoy, sí. Y, hermano, se lo harán.
Randy, Helen y Ben Franklin miraban hacia el este, en donde estaban instaladas las rampas de pruebas de proyectiles dirigidos de Cabo Cañaveral y donde el grueso y rojo sol ahora asomaba por encima del horizonte. Peyton, con la nariz aplastada contra el cristal aún trataba de seguir las estelas de los B-47. Un fogonazo blanco y cegador envolvió su mundo.
Bandy notó el calor en el cuello. Peyton gritó y se› tapó la cara con las manos. Al suoeste; en dirección ae Tampa, San Petersburgo y Sarasota, otro sol antinatural había nacido, mucho mayor e infinitamente más fiero que el sol del este.
Automáticamente, como un buen jefe de escuadra haría, Randy miró a su reloj y anotó el minuto y segundo en su memoria. Esta vez sabría el punto del impacto exactamente, utilizando el sistema del destello y del sonido aprendido en Corea.
Un grueso pilar rojo se alzó sobre sí mismo en el suroeste, teniendo como base el sol artificial.
La parte alta de la columna se abrió hacia fuera. Esta vez el hongo atómico estaba allí.
No hubo ningún sonido en absoluto excepto el sollozar de Peyton. Tenía sus puños apretados contra los ojos.
Un pájaro chocó contra el cristal y cayó al suelo, seguido por una lluvia de plumas revoloteantes.
Dentro de la columna y de la nube se desplegaron colores fantásticos. El rojo se convirtió en naranja, relució blanco, tornóse de nuevo rojo. Y los de verde y de púrpura se retorcieron hacia lo alto a través de la columna y extendieron tentáculos por toda la nube.
El alegre hongo atómico creció furioso con increíble velocidad, venenoso, maligno. Creció hasta que el borde de su sombrerete parecía la cresta de una ola gigante marina, negra, púrpura, naranja, verde; una especie de cancerosa avenida creada por el hombre.
Retrocedieron temblorosos.
—¡No puedo ver! —gritó Peyton—. ¡No veo, ma— maíta! Mamaíta, ¿dónde estás? —Sus ojos estaban desorbitados, su rostro mojado por las lágrimas, inválido. Los brazos extendidos, cruzaba el porche con pasitos rígidos, inseguros.
Randy la cogió en brazos. La niña parecía sin peso. Helen abrió la puerta y él se precipitó en la sala de estar. Le hablaba, diciendo: nándose a Fort Repose. El lechero pasaba siempre un poco tarde en sus entregas dominicales, puesto que los pedidos eran mayores que los días de entre semana. Apenas debía haber empezado su ruta cuando las primeras explosiones iluminaron el cielo del sur. Ahora volvía a casa con su esposa y sus hijos.
Cuando Randy alcanzó su vehículo oyó el bramido ondulante de la sirena de lo alto de la casa de los bomberos de Fort Repose. Algo redundante, pensó. Sin embargo, no hay sonido como el de una sirena gimiendo la alarma para agitar a la gente e impulsarla a una acción constructiva... o dejarla paralizada de miedo.
Randy alcanzó y pasó al camión lechero antes de dar la curva de la carretera. Un minuto después vio un sedán nuevo y grande volcado en la cuneta, las ruedas todavía girando. Disminuyó la marcha y vio que la parte delantera del coche estaba arrugada, su parabrisas hecha girones; llevaba matrícula de Nueva York. En el lomo del camino yacía una mujer, los brazos extendidos, una pierna desnuda grotescamente retorcida por debajo de su espalda. La carne pálida aparecía por debajo de los estrechos pantaloncitos cor tos azules y amarillos, a cuadros. Su rostro medio vuelto tenía una mancha roja y Randy consideró que estaba muerta.
En este segundo Randy tomó una decisión importante. Ayer se habría detenido, al instante. Sin la menor duda. Cuando se producía un accidente y se producía algún herido los hombres se detenían. Pero ayer era un período pasado en la historia, con leyes y normas arcaicas tan antiguas como las de Roma. Hoy las leyes habían cambiado igual que la ley romana cedió paso al barbarismo atávico cuando el imperio cayó ante los hunos y los godos. Hoy el hombre se salvaba a sí mismo y a su familia y al infierno con los demás. Ya debían haber muertos por millones y otros millones de mutilados, o condenados a la muerte contra el diván, murmurando, tranquilizadora, palabras maternales. Randy advirtió que Ben Franklin no estaba en el cuarto. El estampido y la honda sonora los sorprendió, sumergiéndolos a todos, impidiéndoles captar cualquier otro sonido y sensación. De nuevo la vajilla y las baterías de la cocina, vasos y porcelana, bailotearon. Un jarrón delicado de cristal vienés se hizo polvo sobre la repisa de la chimenea. El cristal que protegía una acuarela delicadamente pintada por Lee Adams, se pulverizó en su marco con gran estampido.
Helen, mirándole atentamente, acariciaba el cuerpo tenso de Peyton con sus dedos, mirándole y comprendiéndole, también, dijo:
—¿Qué fue?
—MacDill —contestó Randy—. Seis minutos y quince segundos. Esto da una distancia de ciento veinte kilómetros, precisamente la que nos separa de MacDill.