Inmediatamente oyó una voz familiar, delgada y grave aunque puso todo el volumen: «...Contra las viudas».
Randy se dio cuenta de que se había perdido la primera parte de las noticias. Luego oyó:
"Han habido informes aislados de desórdenes y de criminalidad en varias de las zonas contaminadas. Como resultado, la señora Van Bruuker-Brown, Presidente Actuante, en su capacidad de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, ha autorizado a todos los oficiales de la reserva y de la Guardia Nacional, no en contacto con sus comandantes o Cuarteles generales, a tomar acciones independientes para Reprimir la perservidad pública de aquellas zonas en donde la Defensa Civil se haya derrumbado o donde no existan unidades militares organizadas. Estos oficiales actuarán de acuerdo con su criterio tras proclamar la ley marcial. Cuando sea posible, llevarán el uniforme en caso de ejercer autoridad. Repito esta noticia.
La señal zumbó y desapareció, ftandy apagó el aparato. Aun cuando empezaba a asimilar el significado de lo que acababa de oír, se daba cuenta también de que Helen estaba de pie al otro lado del mostrador. En sus manos tenía un par de tijeras, un peine y un espejo con mango de plata. Sonreía.
—¿Oíste eso? —preguntó.
—Sí —contestó ella—. Hoy te toca cortarte el pelo, Randy. Es viernes —Helen le cortaba el pelo y la barba de Bill McGovern cada viernes y arreglaba también a Dan y a Ben Franklin los sábados.
—Ya sabes que estoy en la Reserva —dijo Randy—. Soy legal.
—¿Qué quieres decir?
—Tuve que sacar esta mañana mi revólver para conseguir enterrar a Porky Logan. Yo no tenía autoridad. Ahora la tengo legalmente —sus pensamientos de la proclamación, de momento, no fueron más adelante.
—Estupendo. Ahora siéntate en la silla.
Entró en su despacho. A causa del sillón giratorio era también la barbería. Helen ató una toalla en torno a su cuello y comenzó a cortar diestra y rápidamente. Era toda una mujer, pensó Randy. Bajo cualquier condición, ella mantenía la casa funcionando estupendamente En diez minutos el trabajo resultó hecho.
Con la mano alisó y luego peinó su cabello. El podía notar los senos femeninos, redondos y cálidos, apretados contra sus paletillas.
—Te están saliendo canas, Randy —dijo ella. El tono de su voz era más profundo que de ordinario.
—¿Y a quién no?
Ella le dio un masaje en las sienes. Sus deditos comenzaron a frotarle la nuca.
—¿Te gusta esto? —susurró ella—. A Mark le encantaba. Cuando venía a casa, tenso y preocupado, yo siempre le frotaba las sienes y la nuca de esta manera.
—Es estupendo —contestó Randy. Deseó que su cuñada no hablase así. Le ponía nervioso. Puso las manos en los brazos del sillón y empezó a levantarse.
Ella le obligó a sentarse e hizo girar el asiento para que la mirase. Los ojos de Helen estaban redondos. Podía ver puntitos de sudor en las aletas de su nariz y en la frente.
—Tú eres Mark —dijo ella—. ¿No me crees? ¡Toma, mira! —cogió el espejo de encima del escritorio y se lo colocó ante la cara.
El miró, preguntándose cómo podría escapar de aquel momento, preguntándose qué había de malo en ella. Era verdad que su cara, más flaca y más dura, se parecía a la de Mrrk.
—Sí, tengo un cierto párecido —admitió—. ¿Pero por qué no? Soy su hermano.
Los brazos de ella le sujetaron con fuerza inesperada, le besó frenética, como si su boca estuviese sedienta y pudiera dominarle, moldearle y cambiarle.
Las manos de él encontraron las muñecas de ella y la obligó a echarse atrás. El espejo cayó y se rompió.
—¡No! —gritó ella—. ¡No me apartes! ¡Eres Mark! ¡No puedes negarlo! ¡Eres Mark!
Forcejeó por salir de la silla, cogiéndola siempre de las muñecas, tratando de no lastimarla. Sabía que estaba como enloquecida y luchó para controlar el pánico dentro de sí mismo.
—¡Basta! —se oyó gritar—. ¡Basta, Helen! ¡Yo no soy Mark! ¡Soy Randy!
—¡Mark! —gritó ella.
La puerta estaba entreabierta. A su través llegó la voz de Lib, alta y bien recibida.
—¿Randy, estás listo? Si Helen ha terminado, venid. Quiero enseñaros algo.
Soltó las muñecas de Helen. Ella se apoyó contra el escritorio, la cabeza vuelta, los hombros temblando, con una mano conteniendo los sonidos que se le escapaban de la boca.
—Por favor, Helen... —dijo Randy con suavidad. Le tocó el brazo. Ella se le apartó. Randy huyó vergonzosamente a la sala de estar.
Lib estaba plantada a la puerta del porche, su rostro muy serio, calculando.
—Subamos al tejado —dijo a Randy—, donde podamos hablar.
Randy la siguió, sabiendo que Lib tenía que haber oído lo ocurrido y agradeciéndole su interrupción. De todas maneras era algo que tendría que decir a Lib. También se lo contaría a Dan. Aquella ruptura emocional podía derrumbar toda la casa. Era cosa de un médico.
En la atalaya, Randy se dejó caer cuidadosamente en una hamaca. La lona se pudriría antes del fin del verano. Le temblaban las manos.
—¿Lo oíste?
—Sí. Todo. Y también vi algo. No hace falta que ella lo sepa.
—¿Qué le pasa? —era una protesta más que una pregunta.
Lib se sentó al borde de la hamaca y puso sus manitas dentro de las de él.
—Deja de temblar, Randy. Sé que estás confuso. Era inevitable. Sabía que vendría esto. Te haré el diagnóstico lo mejor que pueda. Es una forma de fantasía.
Randy guardaba silencio, preguntándose por qué aquella frialdad indiferente de Lib.
—Es —prosiguió ella— la clase de transferencia que uno encuentra en los sueños... la sustitución de los sueños de una persona por otra. Helen se ha permitido caer en un sueño. Creo que es una mujer completamente honrada. Lo es, ¿verdad?
—Estoy seguro, o lo estaba.
—Sin embargo, es una mujer que necesita amor y que está acostumbrada a tenerlo. Durante muchos años un hombre fue la mayor parte de su vida. Así que sufre este conflicto... intensa lealtad a su marido y, sin embargo, necesidad de un hombre que reciba su abundancia de amor y de afecto. Trató de resolver el conflicto de manera irracional. Tú te convertiste en Mark. Fue una alucinación.
—Hablas como una profesional, Lib.
—No soy profesional. Desearía poder serlo. Hice estudios de sicología, ¿recuerdas?
Era algo que ella le contó, pero que había olvidado, porque le parecía incongruente y de la más mínima importancia. Lib parecía una niña que hubiese madurado practicando ballet y esquí acuático en Miami más que sicología en Sara Laurence. Sabía que trabajó durante un año seguido en una clínica de Cleveland y que abandonó el empleo sólo por la enfermedad de su madre. Cuando hablaba de este año, que era raras veces, lo hacía con nostalgia, como algunas chicas hablan de un año pasado en Europa o en el teatro. Sospechó que debió ser el año más compensador de su vida y ciertamente debió haber en él un hombre, u hombres.
—¿Lib, no creerás que está loca? —preguntó Randy.
—Helen no es sicótica. Está bajo una tensión terrible. Ella se ha dejado ir, pero sólo durante un momentó. Se permitió una fantasía temporal. Ahora ha pasado. Ahora estará avergonzada de sí misma. Lo mejor que puedes hacer es fingir que no ha ocurrido. Algún día ella te lo mencionará, quizás indirectamente, y se excusará. Eventualmente comprenderá por qué lo hizo y el sentido de culpabilidad la abandonará. Un día, cuando seamos mejores amigas, la haré comprenderlo. Tú sabes que hay un hombre en la casa para Helen... un hombre perfectamente estupendo. Voy a hacer de eso mi proyecto especial.
Randy se sintió aliviado. Miró hacia el río, contemplando su ignorancia de mujeres y la paz de la tarde. Al final del muelle Ben Franklin y Peyton estaban pescando. Tenía entendido que cualquiera, niño o adulto, podría ir a pescar antes del desayuno o después de realizar las tareas asignadas. Pescar no era sólo un recreo, sino una cosecha necesaria diaria de alimentos providencialmente nadando a sus pies. Al poco la campana de latón de un navio que estaba en el porche sonó con su clara y aguda nota marina. La campana era un recuerdo del teniente Randolph Rowzee Peyton, de sus aventuras y viajes en los barcos. Era la misma campana que la madre de Randy utilizaba para llamarles a él y a Mark y que volviesen del río, se lavasen y comieran. Allí había paz y continuidad en el sonido de la campana. La campana anunció que la comida estaba en la mesa y una mujer en la cocina. Así que no era sólo un mensaje para los niños, sino que también para Randy. Helen se había serenado. Miró cómo Ben y Peyton, seguidos por Graff, subían por el sendero del huerto. Graff todavía compartía el diván de Randy, pero durante el día seguía como una sombra al muchacho. Eso estaba bien. Todo chico necesita un perro. Todo chico también necesita un padre.
Cuando los niños estuvieron cerca de la casa, Randy les gritó:
—¿Qué pescasteis?
Ben alzó una ristra de percas.
—Dieciséis —gritó—, con gusanos y grillos. Yo pesqué quince, ella sólo uno.
Peyton se agitó indignada, su voz fina y aguda casi estalló:
—¿Y a quién le importa el pescado? ¡Cuando sea mayor no pienso ser pescadora!
Helen les llamó desde la ventana de la cocina. Los niños desaparecieron.
—¿Has oído alguna vez a una niñita decir «Cuando sea mayor»? —dijo Randy.
—No, nunca en ese sentido. Porque Peyton significaba «Si llega a ser mayor». Me produce escalofríos.
—La culpa no es suya —dijo Randy—, sino nuestra.
—¿Querías tener hijos, Randy?
Consideró la cuestión. Pensó en las abejas de Hickey y en el «Si» de Peyton y en la leche de una vaca con la que uno no se atrevería a alimentar a un niño en una zona contaminada, aunque tuviese la vaca y muchas otras cosas.
Lib aguardó largo rato una respuesta y luego se inclinó por encima de la hamaca, le besó y dijo:
—No intentes responder ahora. Tengo que bajar y ayudar a servir la cena. Tarda en bajar unos cuantos minutos, Randy. Te tenemos preparada una sorpresa.
A las siete, consciente de que no había oído regresar a Dan, Randy bajó. La mesa estaba puesta como para un banquete... mantel blanco, dos velas nuevas; plato hondo para ensalada y otro plano en cada lugar. Una ensaladera de caoba haitiana estaba en el centro del mantel. Guarneciendo el plato de pescado hervido había un collar de setas. Era delicada, variada y estupenda.
—¿Quién inventó esto? —preguntó. Hacía meses que no probaba las verduras.
Helen no le había mirado a los ojos desde que entró en el comedor.
—Alice Cooksey —dijo—. Alice encontró un libro en el que hablaba de las palmeras comestibles, hierbas y demás. Lib hizo la mayor parte de la elección.
—¿Qué hay en todo esto?
—Corazones de helechos, cogollos de palmera, cebollas silvestres, algunos de los pepinillos de adorno del almirante y los primeros tomates sacados del jardín de Hannah Henri.
—Espera que pruebes las setas —dijo Lib—. Eso fue idea de Helen. Tiene gracia; durante la última semana han estado corriendo por todas partes, ante nuestros ojos, y sólo Helen las reconoció como alimenticias.
—Supongo que no serán venenosas —inquirió Randy.
Helen sonrió y por primera vez le miró directamente.
—¡Oh, no! Alice también pensó en eso. He estado recorriendo el bosque con un libro ilustrado en una mano y un cestillo en la otra.
Ahora que podía ver que él consideraba el incidente de su despacho como algo que no había sucedido, recuperaba el control de sí misma.
—Helen —dijo Randy—, has de tener cuidado en ese bosque. Y, Lib, no te subas a las palmeras. No queremos ni mordeduras de serpientes ni piernas rotas. Dan ya tiene bastantes dificultades —bajó el tenedor—. ¿Dónde está Dan?
Nadie lo sabía. Dan volvía a casa de ordinario antes de las seis. En ocasiones llegaba tan tarde como ahora o más, siempre que se hallaba ante una emergencia. Sin embargo, resultaba imposible no preocuparse. En ocasiones como aquélla era cuando Randy echaba de menos sinceramente el teléfono. Sin comuncaciones, la más simple avería mecánica podía convertirse en una pesadilla y en un desastre. Acabó el pescado, las setas y la ensalada, pero sin apetito.
Randy estuvo remoloneando hasta las ocho y luego dijo:
—Voy a ver al almirante. Quizás Dan se quedó allí a cenar.
Sabía que esto era improbable, pero trataba en todo momento de visitar a Sam Hazzard cada noche y de verle peinar las frecuencias de su aparato de radio. Habían otros motivos. Se detuvo en casa de la Wechek y en la vivienda de los Henri, como el comandante de un regimiento revisando sus puestos avanzados. Eso lo hacía siempre. Dormía intranquilo a menos que supiese que todo iba bien en el perímetro a su cargo. Más impulsiva, Lib solamente le acompañaba. Era su oportunidad de estar un poquito a solas. Resultaba paradójico que aunque viviesen en la misma casa, comiesen codo con codo, durmiesen a menos de seis metros uno de otro, apenas tuvieran tiempo de estar a solas.
—Espera que recoja la escopeta, Randy —dijo Ben Franklin—. Iré contigo. Esta noche me toca guardia.
Y echó a correr escaleras arriba.
—¿Crees que de veras debes permitirle que lo haga, Randy? —preguntó Helen.
—Le destrozaría el corazón si no lo hiciese. Me parece que todo irá bien. Caleb le hará compañía. Malachai estará cerca. Malachai duerme con un ojo abierto.
—¿Y por qué le dejas que se lleve la escopeta?
—Porque si ocurre algo en torno al corral de los Henri quiero que dispare y acierte, no que asuste a lo que sea y lo haga huir por la oscuridad con ur 22. Le he enseñado cómo manejar la escopeta. Va car gada con perdigones del número 2. Lo hará bien.
Ben salió al porche llevando el arma.
—¿Me invitáis? —preguntó Lib.
—Seguro —dijo Randy. Se volvió a Bill McGovern—. Si aparece Dan, toquen tres campanadas, ¿quieren?
Tres golpes de campana significaban vuelta a casa, pero no era una señal de emergencia. Cinco campanadas era la alarma. La campana podía oírse en dos kilómetros de distancia a lo largo de la playa y a la otra parte del río.
Una lámpara amarilla y pálida lucía en las ventanas de los Henri. Randy llamó a Missouri, que, casi esbelta con la nueva cintura adquirida, abrió la puerta.
—Señor Randy. Me imaginé que era usted. Quiero darle las gracias por la miel. Estaba muy buena. ¿Quiere tomar un poco de té?
—¡Té! —Randy vio una tetera humeando sobre el horno de ladrillo de la chimenea.