Ay, Babilonia (35 page)

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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Ay, Babilonia
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Randy se sintió desalentado al pensar en Dan, y su condición, teniendo que cargar su estómago con caldo frío y pescado, jugo de naranja y los restos de la ensalada. Lo que necesitaba para salir del «shock» era el caldo caliente, nutritivo, de cebolla o de gallina. En ocasiones, cuando Malachai o Caleb descubrían el agujero de un topo y Hannah Henri convertía a su habitante en sopa, o cuando Ben Franklin con éxito mataba a una ardilla o conejo, se tenía asequible tal carne, pero esta noche no.

El pensamiento de un caldo sustancioso disparó su recuerdo.

—¡Las raciones de hierro! —gritó y corrió a su despacho. Abrió el cajón del cofre marino de teka y empezó a rebuscar.

Lib y Helen se plantaron tras él y lo miraron, perplejas.

—¿Qué te ocurre ahora, Randy? —preguntó Helen.

—¡No le deis nada de comer hasta que veáis lo que tengo? —estaba seguro de que había guardado el cartón envuelto en papel de estaño en el rincón más cercano del escritorio. No estaba allí. Se preguntó si es que lo había soñado, pero al concentrarse le pareció el hecho muy real. Había sido antes de El Día, después de su conversación con Malachai. En la cocina recogió unas cuantas cosas nutritivas, enlatado o cerrado herméticamente, las catalogó, raciones de hierro y las guardó para un tiempo desesperado. Ahora el momento era desesperado y no podía encontrarlas.

Halló el cartón en el cuarto rincón por el que buscó. Lo sacó, arrancó el papel de estaño y descubrió su contenido para que ellas lo vieran.

—Lo guardé para una emergencia. Se me había olvidado.

—Es precioso —susurró Lib. Examinó y casi acarició las latas y los tarros.

—Hay concentrado de buey aquí dentro... y otras cosas —les entregó el cartón—. Dadle lo que necesite.

Dan sorbió el caldo y masticó los caramelos. Randy quería interrogarle, pero Helen se lo impidió.

—Mañana —dijo ella—, cuando esté más fuerte. Helen y Lib estaban todavía en el dormitorio cuando Randy se tumbó en el diván de la sala de estar. Graff subió de un salto y se preparó una cama bajo el brazo de Randy, y hombre y animal se durmieron.

Randy despertó con un eco de disparos en los oídos, y Graff, rechinando, forcejeando por libertarse de su brazo. Oyó un segundo disparo. Era de la escopeta del 20, estaba seguro, y venía de la dirección de Ja casa de los Henri. Se puso los zapatos y corrió esca— leras abajo, Graff siguiéndole. Cogió el 45 de la mesa del recibidor y cruzó la puerta delantera. Ahora era el momento, deseó tener todavía pilas para las linternas.

La luna había subido, así que no resultó demasiado difícil el camino, corriendo por él. Por la altura del satélite dedujo que debían ser las cuatro o las tres de la madrugada. Entre los árboles vio el centelleo de una lámpara. Esperó a que Ben Franklin no hubiese disparado a las sombras.

Sin embargo, no estaba preparado para lo que vio en el establo de los Henri.

Les vio de pie allí, en círculo: Malachai con la lámpara en una mano y con la otra la antigua escopeta de un solo cañón que algunas veces disparaba; Ben con la escopeta abierta, extrayendo los cartuchos vacíos; el almirante en pijama; el predicador en camisón; Caleb, con los ojos desorbitados mostrando suj zona blanca, hurgando tentativo con su lanza a una forma oscura en el suelo.

Randy se unió al círculo y colocó la mano en elí hombro de Ben Franklin. Al principio pensó que era: un lobo. Luego se dio cuenta de que era el perro pastor alemán más grande que había visto jamás, sus fauces tremendas abiertas en un blanco gesto de desdén mortal. Llevaba collar. Graff, agitando la cola, olisqueó r al perro muerto, gruñó y se retiró.

Randy se inclinó y examinó la plaquita de latón del collar. Malachai acercó la linterna.

—Lindy —leyó en alta voz Randy—. Señora de H. G. Cogswell, Rochester, Nueva York. Hillside cinco tres siete nueve.

—Ese perro ha recorrido mucho trecho desde su casa aqui —dijo el predicador.

—Probablemente sus propietarios estaban de visita por nuestra comarca, de vacaciones —dedujo Randy.

—Bueno —afirmó Malachai—, comprendo por qué he estado perdiendo gallinas y ese cerdo. Era un perro grande y poderoso, muy poderoso. Cuando sea de dia me desembarazaré de él, señor Randy.

Caminando para casa Ben Franklin no dijo nada. De pronto se detuvo, entregó a Randy la escopeta, se tapó la cara con las manos y sollozó. Randy le apretó cariñosamente el hombro.

—Cálmate, Ben —Randy pensó que era la reacción después de los momentos tensos, de excitación y quizás de terror.

—Hice exactamente lo que me dijiste —murmuró el muchacho—. Le oí venir. No me atrevía a respirar. No disparé hasta no darme cuenta de que era imposible fallar. Cuando cayó patas para arriba y pensé que iba a levantarse, le hice fuego a bocajarro. No lo hubiera hecho si hubiese sabido que se trataba de un perro. Randy, creí que era un lobo.

Randy se colocó delante y le dijo:

—Mírame, Ben.

Ben obedeció, las lágrimas brillando a la luz de la luna.

—Era un lobo —dijo Randy—. Había dejado de ser un perro. En tiempos como éste los perros se convierten en lobos. Hiciste muy bien, Ben. Toma, te devuelvo tu escopeta.

El muchacho tomó el arma, se la colocó debajo del brazo y siguieron caminando.

P
ARTE
10
I

Randy estaba teniendo un insistente y agradable sueño de antes de El Día. Se despertaba en un hotel de Miami Beach y una camarera con cofia blanca le traía el café del desayuno en una mesita con ruedas. A veces la camarera se parecía a Lib McGovern y otras veces a una chica, de nombre olvidado, que conoció en Miami. Era camarera por la mañana, pero por la noche se convertía en una azafata de aviación y cenaban juntos en un pequeño restaurante francés en donde él la dejaba perpleja comiéndose seis tazones de chocolate con croissants. Ella decía, como siempre:

—Tu café, Randy querido. —El podía oírselo decir e incluso oler el café. Alzaba las rodillas y descolgaba los hombros y hundía más profundamente la cabeza en la almohada para no estropear el sueño.

Ella le sacudía por el hombro y Randy abría los ojos, oliendo café, para volverlos a cerrar en seguida.

La oyó decir:

—Maldita sea, Randy; si no despiertas y te tomas el café, me lo beberé yo.

Abrió los ojos del todo. Era Lib, sin cofia. Increíblemente, le estaba presentando una taza de café. El extendió la cara y lo probó. Le quemaba deliciosamente la Jengua. No era sueño. Puso los pies en el suelo y tomó taza y plato.

—¿Cómo? —preguntó.

—¿Cómo? Tú mismo lo hiciste, monstruo distraído. ¿No te acuerdas que guardaste un tarro de café en lo que JJamabas tus raciones de hierro? —No.

—Bien, lo hiciste. Un tarro de café instantáneo de media libra. Leche en polvo. Y, créelo o no, una libra de terrón de azúcar. Verdadero azúcar, en cuadritos: Te puse dos. Todo el mundo te bendice.

Randy alzó la taza, la niebla del sueño desaparecida por completo.

—¿Cómo está Dan?

—Muy dolorido y rígido, pero más fuerte. Se ha tomado dos tazas de café y un par de huevos y, claro, jugo de naranja.

—¿Ha tomado todo el mundo café?

—Sí. Florence y Alice vinieron para desayunar...: son las diez, has de saber... y llené otra jarra y se la llevé a los Henri. El almirante había salido a pescar. Le daremos su parte más tarde. Helen preparará el caldo y los hervidos para Dan hasta que mejore; y los caramelos serán para los niños.

—No os olvidéis de Caleb.

—No lo olvidamos.

De nuevo había dormido vestido y se sintió un poco molesto.

—Voy a ducharme —dijo, y entró en el cuarto de baño.

Al poco salió, una toalla en torno a su cintura,
y
empezó el desesperanzador proceso de suavizar el cuchillo de caza.

—¿No sabes? —dijo—. Sam Hazzard tiene una navaja de afeitar. Siempre la utiliza. Por eso su cara es tan rosada, limpia y sin cortes. Después de hablar con Dan iré a ver a Sam.

—¿Por qué?

—Es un militar y necesito ayuda para una operación militar.

—¿Puedo acompañarte?

—Cariño, eres mi brazo derecho. Donde yo voy, puedes venir tú... hasta cierto punto.

Ella le contempló mientras se afeitaba. Todas las mujeres, pensó, desde las más niñas hacia arriba, parecían fascinadas por sus penas y agonías.

Dan estaba sentado en la cama, la espalda apoyada en almohadas, su ojo derecho y el lado correspondiente a la cara ocultos por vendajes. Su ojo izquierdo enrojecido, pero no tan hinchado como antes. Helen se sentaba en una silla de respaldo alto cerca de las almohadas. Había estado leyéndole. De entre todas las cosas, ella leyó el diario del teniente Randolph Rowzee Peyton, que sacaron del cajón del arcón de teka durante la búsqueda de la noche anterior de las raciones de hierro.

—Bueno, estás vivo —dijo Randy—. Cuéntamelo todo. Empieza por el principio. No, empieza antes del principio. ¿Dónde has estado y dónde ibas?

—Si la enfermera me permite una taza más de café... sólo una... hablaré —dijo Dan. Habló con claridad y sin dudas. No había rastro cerebral nervioso de la grave prueba sufrida.

II

Cada día, cuando terminaba sus visitas, era costumbre de Dan Gunn detenerse en el kiosco de la orquesta de Marines Park. Una de sus columnas se había convertido en boletín especial, tablero de anuncios, en el que los habitantes de Fort Repose clavaban avisos, llamando al médico cuando había una emergencia. Ayer leyó una de tales noticias. Decía:

«Dr. Gunn:

»Esta mañana (viernes) dos de mis niños se han puesto muy enfermos. Kathy tiene una temperatura de 41 grados y desvaría. Por favor, venga. Envío esta nota mediante Joe Sánchez, que tiene un caballo.

»Herbert Sunbury».

Sunbury, como Dan, era nativo de Nueva Inglaterra. Había vendido una floristería, en Boston, seis años antes, para emigrar a Florida y abrir una pequeña clínica. Adquirió tierras, construyó una casa y plantó diversas especies vegetales en el Timucuan, a casi diez kilómetros corriente arriba de casa de los Bragg.

Dan llevó el modelo A hasta River Road. Más allá del edificio Bragg la carretera se convertía en una serie de curvas, siguiendo el aserpentinado curso del río. Dan había ayudado a nacer a los últimos dos niños de los cuatro hijos de los Sunbury. Le gustaban los Sunbury. Eran animosos, trabajadores y atentos. Sabía que a menos que la emergencia fuese real y acuciante.

Herb no hubiese puesto la nota.

Era verdadera. Tifus. Era el tifus que Dan se estaba esperando y temiendo por completo durante semanas, meses. El tifus era el más desagradable y diabólico desastre de todas las calamidades en las que el suministro de agua quedaba destruido o envenenado y atender a las necesidades normales de los hombres resultaba difícil o imposible...

Bétty Sunbury dijo que los dos niños mayores habían estado con dolor de cabeza y fiebre durante varios días, pero hasta el viernes por la mañana, a primeras horas, no se pusieron violentamente enfermos, un tinte rosado como deducción desarrollándose en sus torsos, i Por fortuna, Dan pudo hacer algo. Aspirina y compresas frías para reducir la fiebre, terramicina, que estaba muy cerca de ser un específico para la tifoidea, hasta vencer la enfermedad; y aún poseía terramicina.

Buscó en su maletín y sacó la botella, guardada para este momento. Pudo haber utilizado centenares de veces el antibiótico para curar a pacientes y otras enfermedades, pero siempre se las arregló con otra cosa, guardando esta simple botellita como un conjuro contra el mal diabólico. Ahora probablemente salvaría a los niños de Sunbury. Además, tenía bastantes vacunas para inocular a los mayores Sunbury, el niño de cuatro años y los pequeñitos, y aún le quedaría para Peyton y Ben Franklin, cuando regresase a casa. El proceder corecto sería vacunar a toda la ciudad.

Dan interrogó estrechamente a los Sunbury. Habían tenido mucho cuidado. El agua que bebían venía de un manantial claro y limpio que burbujeaba entre las piedras de un terreno alto a la otra parte del camino. Aún así, la hervían. Toda su comida, excepto los cítricos, la cocinaban.

Dan miró al río que se deslizaba lentamente cerca. Estaba seguro de que allí estaba la causa.

—¿No habéis comido pescado crudo, o crustáceos?

—Oh, no —contestó Herb—. Claro que no.

—¿Y qué hay de bañaros? ¿Nadáis en el río?

Herb miró a Betty.

—No —dijo Betty—. Pero Kathy y Herbert hijo han estado nadando en el rio desde marzo.

—Me imagino que eso es —dijo Dan—. Si los gérmenes están en el rio, con un solo sorbo de agua que se tome basta.

En algún lugar, cerca de las fuentes de Timucuan, o en los grandes y misteriosos pantanos que cruzaban las esbeltas corrientes en dirección al St. Johns, un portador del tifus había vivido, sin ser detectado. Quizás un eremita, o una respetable beata viviendo en una comunidad pequeña. Cuando fallaron las facilidades sanitarias para esta persona, las heces cargadas de gérmenes llegaron hasta los ríos. Así Dan reconstruyó el hecho, mientras volvía hacia la ciudad por el serpenteado camino.

Dan estaba tan absorto en sus deducciones y presentimientos que dejó de ver a la mujer sentada en el borde del camino hasta que casi estuvo a su altura.

Pisó los frenos con dureza y el coche se detuvo.

La mujer llevaba pantalones y camisa de hombre. Terna la rodilla derecha levantada casi hasta su barbilla y se sujetaba el tobillo con ambas manos, su cuerpo estremeciéndose de dolor. Un mechón de rubio pelo metálico le tapaba el rostro. Dan pensó al principio que la mujer se había torcido el tobillo; después, que podía ser el señuelo para una emboscada. Sin embargo, los salteadores rara vez operaban en carreteras poco frecuentadas y por tanto escasamente beneficiosas para su negocio, y nunca supo que estuvieran tan cerca de Fort Repose. La mujer alzó la vista, suplicante. Rápidamente y con facilidad Dan pudo haber cambiado la marcha y alejarse, pero era médico, y se llamaba Dan Gunn. Apagó el motor y bajó del coche.

En cuanto sus pies tocaron el pavimento advirtió, por la expresión de ella, que se había metido en una trampa. Lo que expresaba su rostro no era dolor. Cuando los ojos de ella se desviaron y sonrió, Dan comprendió que su representación acababa de terminar. Tras él habló un hombre: —Está bien, hermano, no avances más. Dan giró en redondo. El hombre que había hablado era uno del grupo de tres, todos raramente vestidos y armados. Habían salido de detrás de los palmerales a un lado de la carretera. El jefe era bajito y llevaba una gorra de golf a cuadros y pantalones cortos tipo Bermuda. Tenía los brazos anormalmente largos, con manos enormes. Llevaba una metralleta y la manejaba como si fuese un juguete. Su cuerpo tenía una panza enorme por encima de la cintura. Debía comer bien.

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