—Sí —contestó Randy—. Lo querría muchísimo. No meter el camión en la carretera hasta última hora de la tarde... que es cuando los salteadores atacaron a Dan... así quedará tiempo.
—Estupendo —exclamó ella—. Será magnífico casarse el Domingo de Pascua.
La tomó de las manos, la levantó y la abrazó. Por encima de su hombro vio un par de ojos verdes y una sombra oscura deslizándose corriente abajo más allá del borde del muelle. Era primavera y los lagartos y caimanes salían de sus agujeros. Había oído en alguna parte que los seminólas comían carne de caimán. Convertían sus colas en filetes. Era una fuente de alimentos que debería investigar. Sabía que nadie debiera pensar en comer en este momento, pero volvía a sentir hambre.
Elizabeth McGovern y Randolph Bragg se casaron al mediodía del Domingo de Pascua. La novia llevaba el mismo traje de seda blanco que empleó en el servicio religioso de amanecer en Marines Park. Se mostraba insegura con tacones altos, porque desde El Día no había llevado esa clase de calzado.
El novio vestía su uniforme Clase A con las insignias de la Primera División de Caballería sobre el brazo y las cintas de la Guerra Coreana y la Estrella de Bronce en el pecho, junto con la insignia azul de la infantería de combate. Llevó el uniforme no por la boda, porque se requería en las?rdenes radiadas que en los reservistas se incorporaron al servicio ac tivo, ocupándose en reprimir los asaltos y el bandida je, cosa que tenía intención de hacer al presente.
A la novia la entregó su padre, W. Foxworth McGovern, el retirado fabricante de Cleveland. BiM McGovern, que había estado ayudando a Malachai a cortar aspilleras en los delgados costados de plancha y puertas traseras del camión, vestía pantalón de trabajo grasiento. El cincel sé le escapó y una de sus manos sangraba.
El padrino fue el doctor Daniel Gunn. Vestía un batín a listas que parecía la carpa de un circo. Sonriendo a través de su barba roja, la cabeza vendada, un parche cuadrado cubriéndole el ojo derecho, tenía el aspecto de un pirata del Mediterráneo.
Entre los invitados estaba el contraalmirante Samuel P. Hazzard (retirado de la Marina de los Estados Unidos) y llevaba pantalones cortos color caqui, cazadora del mismo color y durante la ceremonia mantuvo la gorra de plato
cga
adornos dorados a la altura de su estómago.
La primera dama de honor fue la señora Helen Bragg, presunta viuda del coronel Mark Bragg. Ella proporcionó el anillo de boda, quitándoselo de su propio dedo.
La ceremonia tuvo lugar en el alto salón de la casa de los Bragg. El matrimonio fue celebrado por el Reverendo Clarence Henri, pastor egregio de la Iglesia Bautista del Afro-Reposo.
Randy estaba seguro de que resultaba perfectamente legal. Se realizó bajo su Orden Número 4, redactada aquella mañana en casa de Sam Hazzard.
Malachai y Bill McGovern habrían estado trabajando en el camión y Randy desayunaba con Dan Gunn, cuando las mujeres y los niños regresaron de Marines Park. La función religiosa había sido maravillosa, dijeron, pero traía noticias terribles. Durante la noche los salteadores habían atacado la casa aislada de Jim Hickey, el apicultor, en Pasco Creek Road. Habían matado a Jim y a su esposa. Los dos niños caminaron hasta Fort Repose y encontraron la casa de su tía. Si era la misma banda que golpeó a Dan Gunn era cosa que no se sabía. Los hijos de Hickey estaban impresionados e histéricos de miedo.
Randy, rabioso de una venganza inmediata, corrió a casa del almirante con las noticias. La experiencia del almirante en enfrentarse al impredecible y las hazañas brutales de la guerra le evitaron una acción prematura o imprudente.
—¿No era esto exactamente lo que esperábamos? —preguntó Sam Hazzard.
—Supongo que si, pero, maldición...
—No creo que debiéramos cambiar nuestros planes ni por un minuto. Si salimos ahora con el camión, quemaremos combustible para nada. Esa gente opera como bestias, Randy. Habiéndose atiborrado por la noche duermen durante el día, quizás toda la jornada completa.
Randy reconoció el sentido de esto y se calmó. Hablaron de la boda y de los problemas legales concernientes a la ley marcial y el almirante le ayudó a dar forma a la Orden Núm. 4. Decía:
Hasta que las oficinas del condado reanuden las operaciones y se restablezcan las comunicaciones normales entre esta ciudad y el condado de Timucuan en la sede, las siguientes reglas regirán los matrimonios y nacimientos en Fort Repose.
Una copia de esta orden se guardará con los registros en la biblioteca. Esta orden es retroactiva hasta El Día, así que cualquier nacimiento o matrimonio ocurrido desde El Día serán adacuedamente registrados.
Randy signó la Orden Núm. 4 y dijo:
—Bueno, cuando las leyes están suspendidas hay que hacer las propias.
—Esta es buena —dijo Sam Hazzard—. ¿Cómo se las arreglarán en otras partes?
—¿Otras partes?
—Deben de haber centenares de ciudades en el mismo caso que nosotros... la autoridad local colap— sada o inoperante, las comunicaciones suspendidas. Me imagino que en otras partes no lo hacen tan bien.
—¿Y cómo podría hacerlo peor? —Randy pensaba en lo que pasó a Dan Gunn y a los Hickey.
—Es posible —dijo el almirante positivamente.
Randy fue después a ver al Predicador.
—Predicador —dijo—, usted es un ministro ordenado, ¿verdad?
—Seguro que sí —dijo el predicador—. No estoy sólo ordenado, sino que en mi iglesia puedo ordenar a otras personas.
—¿Le importaría casarnos a la señorita McGovern y a mí? No tenemos las normales licencias judiciales de matrimonio, naturalmente, pero ya lo he solucionado para hacer la ceremonia legal bajo la ley marcial.
—La señorita McGovern me dijo que iban casarse, señor Randy. Seré muy feliz efectuando la ceremonia. No necesita papeles. He casado a miles de parejas durante mi vida. Algunos tenían documentos, otros no. Algunos aguantaron, otros no. Los papeles no importan. Es la gente, no los documentos.
Así se casaron, en una habitación llena de flores de la temporada y muebles de siglos menos amargos y gente de todas las edades.
Randy extendió el certificado y cuando el predicador lo firmó lo hizo: «Reverendo Clarence Henri», y Randy se dio cuenta por primera vez que acababa de enterarse del nombre completo del predicador, a pesar de que siempre estuvo allí, como vecino suyo.
Randy había encontrado en su escritorio un mapa del condado a gran escala y planearon sus movimientos con tanto cuidado como el capitán de un barco Q trazaría el rumbo de su navio a través de un paraje transitado por los submarinos. Habían cuatro carreteras que partían de Fort Repose. River Road se extendía hacia el este al lado del Timucuan hasta que giraba hasta entrar en autopista hacia las playas. Pasco Creek Road marchaba hacia el norte. San Marco Road hacia,;el este, desde el puente a través del St. Johns. Un camino estrecho y axiliar seguía el curso del St. Johns hacia sus fuentes.
El mapa, con dos cruces para marcar donde los salteadores— detuvieron a Dan Gunn y mataron a los Hickey, estaba en el suelo del garaje. Se inclinaban sobre él, Randy trazando la ruta que tomarían. Los salteadores podían estar en cualquier parte. Podían ser una banda, o dos, o más. Hasta podían haberse marchado por entero. Todo eran deducciones y, sin embarco resultaba necesario planear la ruta tanto como para cubrir la mayor parte del territorio utilizando la mínima porción de gasolina.tcomo para preveer dónde,se quedaría el camión sin gasolina, que sería el final de la algarada. Allí no había reserva, ni en ninguna parte. Tomarían River Road primero porque era la carretera más próxima. Después de hacer millas un camino vecinal poco usado les conduciría a Pasco Creek y recorrerían el trecho hasta Pasco Cieek v mego cortarían por un atajo a Fort Repo: se. Asi, utilizando los.senderos de arcilla laterales y las torrenteras podrían evitar retroceder por la misma ruta y ahorrar unas cuantas millas.
A cuatro patas, con la gorra marina echada hacia atrás sobre su rosada cabeza, el almirante murmuró:
—Dadme un navio rápido porque intento meterme en un buen jaleo, Paul Jones. Recuerda, Randy, esto debería ser un navio muy lento. Cuanto más despacio vayamos se empleará menos gasolina y más oportunidades habrán que nos localicen.
Randy iba a conducir. Malachai, Sam Hazzard y Bill McGovern estarían ocultos en lo que fue el camión.
—No me gusta conducir despacio pero si puedo hacerlo —dijo Randy—. Creo que unos treinta kilómetros por hora será bastante. Más despacio despertaría recelos.
Revisó las armas. Se llevaban cuanto tenían a mano, el 16 automático para el almirante y la escopeta del 20 para Bill McGovern. Malachai utilizaría la carabina. El gran Krag, largo como un rifle de Kentucky de caza mayor y casi tan poco manejable, quedaría en reserva. Por la descripción de Dan de cómo actuaron los salteadores, Randy se imaginó que la primera pelea, cuando se produjera, sería desde muy cerca y las escopetas de mayor valor que los rifles. El mismo, sólo tras el volante, tendría únicamente la automática del 45 en el asiento de su lado. Eso, y el cuchillo de caza que estaba casi tan afilado como una navaja de afeitar, aunque no tanto, enfundado en su cinto.
Randy recorrió el camión dándole el vistazo final. Pensó que hacía algo que le resultaba familiar y luego se acordó de que había visto a los comandantes de los aviones efectuar una inspección de ese estilo antes del despegue. Examinó las gomas. Estaban en buen estado. El agua de la batería había sido rellenada y la propia batería recargada mediante el corto recorrido. Malachai y Bill hicieron un buen trabajo con las aspilleras, disimulándolas dentro de las grandes letras pintadas: «SUPERMERCADO AJAX». A cada lado, una tronera en la J y otra en la N. Camuflaje. Las agujeros de las puertas traseras por debajo de las diminutas ventanas de vidrio, resultaban más conspicuos. Randy salió y regresó con un puñado de barro. Lo extendió en los bordes de las aberturas, borrando el brillo del metal recién cortado.
Eran las cuatro, la hora de salir.
—Ya conocéis vuestros puestos —dijo—. Sam, usted tiene el lado de estribor. Bill ocupará la portezuela de babor. Malachai, la popa. Si veo que el fuego de ustedes no puede se efectivo desde dentro, gritaré: ¡«Fuera»! Y todo el mundo deberá salir lo más de prisa posible mientras yo les cubro.
Entonces, en el último segundo, se produjo un cambio.
Malachai sugirió:
—Señor Randy, quiero decir algo. Me parece que no debería usted conducir. Creo que sería mejor que lo hiciese yo.
Randy se puso furioso, pero se contuvo y bajó la voz.
No estropeemos las cosas ahora. Entra, Malachai.
Malachai no se movió.
—Señor, es el uniforme. No vaya al volante.
—No lo verán hasta que nos detengan —dijo Randy-% Entonces será demasiado tarde. De todas maneras, toda clase de gente lleva vestidos de diversas procedencias. Apuesto a que veremos salteadores de uniforme si logramos ponerles las manos encima.
—Eso no es todo, señor —dijo Malachai—. Es su cara. Es blanca. Es más probable que traten de atacar a un negro que a un blanco. Ellos verán mi cara y dirán: «ajá, aquí viene algo blando y probablemente desarmado». Así se confiarán. Quizás nos dé ese segundo extra que necesitamos, señor Randy.
Randy dudó. Tenía confianza en la manera de conducir de Malachai y en su criterio y valor. Pero era el conductor quien tendría que hablar, si es que se hablaba, y debería mantener las manos lejos de la pistola. Eso sería lo más difícil.
El almirante intervino, hablando con cuidado.
—Vamos, Randy, no trato de traicionarte. Tú eres el capitán. Tú mandas y las decisiones son tuyas. Pero creo que Malachai tiene razón. Pantalán de trabajo y el rostro de un negro son mejores que un uniforme y la cara de un blanco.
—Está bien —admitió Randy—. Tienes razón. Tú conducirás. Malachai... Llévate la pistola delante. Mantenía fuera de la vista. Sólo hay una cosa que recordar. Cuando nos detengan todos te estarán vigilando. No sabrán que estamos aquí Te mirarán y te matarán si tratas de empuñar la pistola. Así que déjala en paz hasta que comencemos nosotros el tiroteo.
Malachai sonrió y dijo:
—Sí, señor —y entraron en el vehículo y partieron.
Mirando a través del cristal de la puerta trasera, Randy vio a su esposa y a Helen y a Dan en el porche. Agitaban las manos. Peyton también estaba allí, pero no hacía el menor ademán. Tenía el rostro enterrado en el vestido de su madre.
Marcharon hacia el este por River Road. Al cabo de unos cuantos kilómetros Randy dijo a Malachai aue buscase señales del lugar en donde Dan Gunn fue engañado y golpeado. Encontraron un solo signo. Puesto que ya nadie se preocupaba del cuidado de las carreteras la hierba había crecido alta en las cunetas y en ningún lugar se veía pisoteada. Cerca de la cuneta, descubrieron pedacitos de cristal roto. Luego hallaron la montura retorcida de las gafas de Dan. La montura era inútil y sin embargo, Randy la cogió y se la guardó en el bolsillo. Un gesto de abogado, pensó. Pruebas.
Siguieron adelante, pasaron por casa de los Sunbury. Randy estuvo tentado de parar y preguntar por los chicos aquejados del tifus. A Dan le gustaría saberlo. No paró. Los Sunbury eran buenas personas y confiaba en ellos, pero el camión era un secreto, secreto militar, y era insensato descubrirlo.
River Road estaba limpio. Nada se movía en River Road. Tomaron el lateral hacia el norte. Incluso aun que Malachai evitaba los baches peores condujo con exasperante precaución; fue un mal viaje. Sacudió a Bill McGovern y a Sam Hazzard. Eran mayores y se cansaron más.