Pensaba con anticipación. Habrían otros salteadores y esto era armamento para su compañía.
—¿Qué hay de esto? —preguntó Bill, señalando con la escopeta a los cadáveres.
—Déjelos —alzó la vista. Los buitres habían acudido—. Volveré mañana o enviaremos a alguien. Lo que quede de ellos... lo echaremos al río —y volvió a mirar a los negros pájaros que revoloteaban dando vueltas por encima de sus cabezas.
Uno de los salteadores que le siguió había sido Leroy Settle, el vaquero de la farmacia. Cuando Randy examinó sus dos pistolas quedó sorprendido al encontrar que eran sólo del calibre 22, réplicas ligaras, excepto en sus funciones, de los grandes Colt del 45 modelo frontera. La pistola de su compañero en apariencia había caído al río, porque no estaba en el puente aunque llevaba municiones en el bolsillo.
Entonces Randy se inclinó sobre el jefe. Vio que sus disparos habían sido bien dirigidos, tres en el vientre agrupados, casi cortándole en diagonal. Cuando cogió la Thompson, el brazo del muerto sorprendentemente se levantó con el arma, colgado como si sus dedos estuviesen pegados a la culata. Randy tiró con fuerza y vio que en realidad estaban pegados, con una especie de pegamín. Las manos del hombre estaban manchadas de miel casi seca.
Fue después de oscurecer cuando Randy embocó hasta los escalones delanteros de la casa. Cuando cortó el motor oyó los ladridos de Graff. Todas las ventanas del piso bajo mostraban luz. Lib salió por la puerta y bajó corriendo la escalera, le vio ante el volante y se plantó allá con los brazos abiertos y los labios jugosos antes casi de que pudiera bajar.
El predicador Henri apareció, y Tuo Tone, Florence Wechek y Alice Coocsey, Hannah y Missouri, los niños, Dan Gunn salió el batín revoloteando, llevando una lámpara. Todos habían estado esperando.
El almirante y Bill estaban en la parte trasera con el prisionero y Malachai. Bill bajó, empuñando una pistola y luego lo hizo el hombre, llamado Casey, con la punta del cañón de la escopeta de Sam Hazzard en la espalda. Sam bajó y sólo quedó en el coche Malachai. Malachai tras el primer kilómetro perdió el conocimiento. Hasta que llegaron a Fort Repose, la carretera había sido malísima.
—Matamos a tres, cogimos a este —dijo Randy —Hirieron en la cintura a Malachai. Mírale, Dan. ¿Sigue con vida, Sam?
—Lo estaba hace un minuto. Agonizando —dijo el almirante.
—Ben Franklin, trae vendas —ordenó Randy—. También cuerda.
—¿Vamos a ahorcarle ahora? —preguntó Ben, no con indiferencia sino como si se lo esperase.
—No. Lo ataremos.
Dan entró en el camión. Alzó la lámpara, sacudió la cabeza exasperado y luego se arrancó el parche de su ojo derecho. Lo tenía todavía hinchado pero no del todo cerrado y cualquier ayuda a su ojo izquierdo sería bien acogida. Salió y dijo:
—Está en coma, y no debiéramos moverlo, necesita una transfusión. Pero tenemos que trasladarle, si tengo que hacer algo con él. ¿Sobre qué?
Había una puerta abandonada en el almacén. La trasladaron utilizándola como camilla.
Pusieron a Malachai en la mesa de billar de la sala de juegos y luego reunieron lámparas y velas para que Dan tuviese luz.
—Tengo que hacerle reaccionar —anunció Dan—. Tiene una hemorragia interna masiva. Tengo que cortarla o no habrá posibilidad de sobrevivir. ¿Cómo? ¿Con qué? —dio una palmada al borde de la mesa, tambaleándose, no de fatiga o debilidad sino de agonía y frustración. Gritó—: ¡Oh, Dios!
Dan dejó de tambalearse.
¿Un cuchillo, Randy?
—El mío de caza. ¿Te va bien ese que es con el que me afeito? Está tan afilado, como una navaja de afeitar.
—No. Demasiado grande, demasiado grueso. ¿Qué hay de los cuchillos de mesa?
—Claro, cuchillos de mesa.
Las cortas hojas de acero de los cuchillos parecían casi como lancetas. El juez y la madre de Randy trajeron todo el juego danés de su viaje por Europa en el año 44. Eran los cuchillos más finos y afilados que Randy usó jamás. Los encontró en el cajón de la plata y gritó:
—¿Cuántos?
—Dos.
Desde el comedor se oyó la voz de Helen:
—He puesto agua a hervir... un gran cacharro.
El fuego del comedor había estado encendido. Helen colocó troncos gruesos de modo que ahora estaba en su esplendor y Dan tendría pronto medios de esterilizar sus instrumentos.
Randy los colocó dentro del cacharro para que hirvieran. Después de eso, siguiendo órdenes de Dan, metió sedales y anzuelos de pesca. Florence Wechek cruzó la carretera para traer agujas de coser. Lib encontró pinzas de metal para el pelo capaces de obturar una arteria. El sedal de Randy del carrete de la caña de pescar serviría para las suturas. Había jabón bastante para que Dan se lavase las manos.
Dan entró en el comedor, castañeteándole los dientes, esperando a que hirviese el bote de agua con sus instrumentos. Sabía que era desesperanzados A pesar de todo tenían que esterilizar lo inevitable, pero ahora estaba el coma y la hemorragia que él no podía derrotar. Se preguntó si sería posible preparar una solución salina para hacer dicha transfusión. Tenía los ingredientes, sal, y fuego; y, en algún lugar, ciertamente, un tubo de goma. No renunciaría a luchar por Malachai. Quería salvar a Malachai hombre capaz, silencioso y fuerte, más de lo que quiso salvar a nadie en sus años de médico. Había mucha gente que moría por nada. Malachai moría por algo.
En la sala de juego, Helen trabajaba rápida y competente. Había encontrado la última botella de whisky escocés, a excepción de lo que podía quedar en la botella de vidrio labrado que tenía Randy en su apartamento y estaba limpiando con el licor la herida.
Randy y Lib se plantaron a su lado. El charco de sangre del agujero redondo fluyó y no volvió a alzarse.
El agua hervía en el gran cacharro de hierro cuando Randy entró en el comedor y tocó el hombro de Dan.
—Lo siento —dijo—. Me temo que haya muerto.
En un oscuro rincón del cuarto en donde ella pensó que no molestaría a nadie. Hannah Henri estaba sentada en una antigua y vetusta mecedora. La mecedora comenzó a moverse en una lenta cadencia y ella gimió al compás por el muerto, los brazos plegados sobre sus pechos vacíos como si tuviesen a un niño, excepto que donde debía haber estado el niño, no había nada.
Dan Gunn entró en la sala de juegos y vio que Randy tenía razón, que Malachai había muerto. Los hombros le cayeron pesadamente. Se dio cuenta de que le dolía la cabeza y que le escocían los ojos. No, había nada más que hacer excepto vaciar el improvisado esterilizador con sus ridículas y también improvisadas herramientas. Lo hizo en el sumidero de la cocina. Sin embargo, cuando vio los cuchillos y las pinzas del pelo y los plegadores despidiendo vapor, se dio cuenta de que no eran en realidad tan ridículos. Si mostraba mucho cuidado y pericia podría arreglarse con tales herramientas. No habían salvado y probablemente tampoco habrían podido hacerlo en el caso de Malachai. Sin embargo, podían salvar a otras personas. Un siglo atrás las herramientas no eran mejores y el conocimiento infinitamente inferior. Fuera de la muerte, la vida; una verdad inmutable. Helen estaba a su lado.
—Gracias, Helen —la dijo—, por intentarlo. Eres la mejor enfermera no diplomada del mundo.
—Lamento de que de nada sirviera.
—Quizá no fue un sacrificio inútil. Conservaré esto y trataré de mejorarlo. ¿Y no podríamos encontrar un pequeño maletín en alguna parte? Un bolso de viaje serviría.
—Tengo uno. Un maletín de tren.
—Lo meteremos aquí, pues, y prepararemos otro equipo —le dolían los ojos. ¿Quién en Fort Repose podría fabricarle otro par de gafas, o proporcionarle ojos nuevos?
A las nueve en punto de aquella noche, las rodillas de Randy empezaron a temblar y su cerebro se negó a trabajar más y exigió el descanso, una ración, sabía, a la lucha en el puente y lo que ocurrió antes y después y a la falta de sueño. Sin embargo, era su noche de bodas. Se había casado a medio día, lo que parecía increíble. Medio día quedaba a una eternidad atrás.
Pero ahora que estaba casado, pensó que él y Lib tenían una habitación para ellos y la intimidad consiguiente a una pareja de recién casados. Todo el espacio de dormitorios estaban ocupados y le sabía mal trasladar a nadie. Después de todo, eran sus invitados. Sin embargo, resultaba inevitable que las camas y los cuartos sufrieran alteraciones, la victima tendría que ser Ben Franklin, puesto que Ben era el hombre más joven. Ben tendría que dar su cuarto y ocupar el diván del apartamento de Randy y el señor y la señora de Randolph Bragg se trasladarían al cuarto de Ben.
Estaba sentado en el diván, tratando de dominar sus temblorosas piernas, la cara en las manos, pensando en esto. Lib se sentaba tras del mostrador, tomando zumo de naranja caliente. Ella también pensaba en el problema pero no se mostraba ganosa de mencionarlo, dándose cuenta de que era obligación del marido y que tenía que dejarle que tomase sus decisiones.
Entro, su padre. Un delgado y descolorido César con sus sandalias y su túnica blanca. Bill McGovern había estado montando guardia ante el prisionero atado, preguntándose si después de haber matado a un hombre aquel día no sentía remordimientos ni ahora ni después. Era como pisar una cucaracha. Se sintió aliviado cuando Tuo Tone Henri le relevó, ya había dejado la casa del duelo para cumplir con su deber. Bill preguntó por Dan. Randy alzó la cabeza y le dijo que Dan, agotado por estar demasiado tiempo en pie, dormía.
—Bueno, te lo diré, entonces, pero no creo que sirva de nada esta noche.
Habló directamente a su hija.
—No sabía qué darte como regalo de bodas. Elizabeth. Hay una buena hacienda en Cleveland, pero supongo que ahora no valdrá mucho. Hay bonos y acciones en nuestra caja fuerte de Fort Repose y el dinero efectivo bueno, el dinero confederado del arcén de Randy debe valer poco más o menos lo mismo. Puedes quedarte con la casa y la propiedad del camino, si quieres, pero no creo que nadie pueda vivir allí a menos que vuelva a haber electricidad. ¿Qué podría dar a Lib y a Randy? Lo hablé esta mañana con Dan. Hice una sugerencia y decidimos ofreceros un regalo juntos, del padrino y del padre de la novia.
Bill miró de uno a otro y vio que estaban interesados.
Os vamos a regalar este apartamento entero. Dan se trasladará a vivir conmigo.
—¡Eso es maravilloso, padre! —exclamó Lib.
—Sólo que —empezó a decir Bill, dudoso—,...si Dan está dormido no creo que debiéramos molestarle, ¿verdad?
—No, esta noche no —contestó Lib. Besó a su padre y besó a su marido y cruzó el pasillo hasta su antigua habitación. Randy se dejó caer en el diván y se durmió. Al poco, Graff saltó a su lado y se acomodó bajo el brazo.
Al medio día del lunes, el hombre del bate fue ahorcado desde la vigueta más alta del tejado del kiosco de Marines Park. Todos los comerciantes normales y un número grande de forasteros estaban en el parque. Randy ordenó que no se bajase el cadáver hasta la puesta del sol. Quería que los forasteros, se quedasen impresionados y llevasen la noticia más allá de Fort Repose.
Mientras que él no lo había planeado, aceptó en este día los primeros alistamientos de lo que resultó ser la Tropa de Bragg, aunque en sus órdenes le llamase Compañía Provisional de Fort Repose. Siete hombres se presentaron voluntarios aquel día, incluyendo a Fletcher Kennedy, que fue piloto de combate de la aviación y Link Haslip, cadete de West Point, que estaba de permiso en su casa por navidades en El Día. Les nombró tenientes provisionales de infantería. Los otros cinco eran todavía más jóvenes... chicos que habían terminado sus seis meses de reserva de instrucción después de la escuela superior o que formaron parte de la Guardia Nacional.
Después de la ejecución, Randy clavó avisos que había escrito a máquina antes y que llevó al parque en el bolsillo de su uniforme.
El primero decía:
"El 17 de abril los siguientes salteadores fueron muertos en el puente cubierto: Mickey Cahane, de Las Vegas y
Boca
Ratón, jugador y pandillero; Arch Fleggert, de Miami, de ocupación desconocida; Leroy Settle, Fort Repose
.
"El 18 de abril, Thomas "Casey" Killinger, tam
bién de Las Vegas y cuarto miembro de la
banda que
asesinó al señor y la señora James Hikey y que robó y asaltó al doctor Daniel Gunn, fue colgado en este lugar."
El segundo aviso era más breve:
"El 17 de abril, el sargento técnico Malachai Henri (de la RESERVA de la aviación de los Estados Unidos) murió de una herida recibida en el puente cubierto, mientras defendía a Fort Repose"
.
A primeros de mayo, una lámpara de la radio del almirante se fundió cortando toda comunicación con el mundo exterior. Mientras estas comunicaciones habían sido siempre algo precarias y la información magra y confusa, el hecho de que desapareciesen por entero, resultó un golpe para todos. El receptor de onda corta del almirante había sido su única fuente de noticias de confianza. Era también una fuente de esperanza. Cada noche que la recepción era buena algunos se reunían en el cubil del almirante y escuchaban mientras él exploraba las longitudes de onda, esperando noticias de paz, de victoria, de socorro, de reconstrucción. Aun cuando jamás se oían tales noticias, siempre podían esperar con ansia que se recibiesen la noche siguiente.
Tras consultar con el almirante y los Henri. Randy colocó un aviso en su boletín oficial de Marines Park. Pedía un recambio para la lámpara y ofrecía un buen pago: un cerdo y dos pollos, o una colección de cinco años de viejas revistas. Nunca le ofrecieron la válvula adecuada. Antes de El Día el almirante se había visto obligado a pedir válvulas de recambio directamente de la fábrica de Nueva Jersey, así que no se mostraba muy optimista.
Aun cuando pudieran adquirir una nueva válvula, la radio no podía funcionar mucho tiempo, porque las baterías de automóvil estaban agotadas y fue en mayo cuando la gasolina se acabó por entero.
En junio, la cosecha de maíz del predicador Henri maduró, las dulces mazorcas oscilaban en el aire y los primeros tallos de la caña de azúcar de Tuo Tone cayeron ante los machetes. Junio fue el mes de la abundancia, el mes en que comieron mazorcas de maíz e hicieron pasteles con melaza. En junio todos engordaron.