Cuando Randy halló a Bubba sentado en su terraza parecía un globo deshinchado. Los pantalones le caían por delante y por detrás y pliegues dé su piel casi le tapaban la boca. Dan le explicó lo de Porky. Bubba no se impresionó.
—Entiérrenle en Pistolville —dijo—. Métanle en un hoyo de su corral.
No se puede hacer eso —contestó Dan—. Porky es un peligro y la joyería es mortal. Bubba, lo que tenemos que hacer, es preparar un ataúd forrado de plomo. Enterraremos con él su tesoro.
—Sabes muy bien que sólo tengo uno en el almacén —dijo Bubba—. En realidad es el único ataúd que me queda y probablemente el último que hay en Timucuan. Es modelo de lujo, con asas de bronce forjado y acolchonado, con los bordes reforzados. Garantizado para toda la eternidad y que me maten si voy a regalárselo a Porky Logan.
—¿Para quién lo guarda, para usted? —preguntó Randy.
—No veo por qué has de mostrarte insultante, Randy. Ese ataúd me costó doscientos cuarenta y cinco dólares C. O. V. y además el impuesto de quinientos más. ¿Quién lo pagará? En realidad, ¿quién me reembolsará de los ataúdes y todo lo demás que he regalado desde El Dia?
—Estoy seguro que lo hará el gobierno, algún día— contestó Dan.
—¿Creen ustedes que el gobierno restaurará el parque «Repose en Paz»? ¿Piensan que me pagarán todos estos servicios que presté gratis? Muy divertido. ¿Acaso también querrán que enterremos a Porky en «Repose en Paz»?
—Esta es la idea general —afirmó Dan.
—¿Y esperan ustedes que utilice mi coche para llevar el cadáver?
—Alguien tiene que hacerlo, Bubba, y es usted el único que tiene lo adecuado y además está en la Defensa Civil.
Bubba gimió. La cosa más estúpida que había hecho en su vida fue aceptar el empleo de la Defensa Civil, En aquel momento le pareció todo un honor. Su nombramiento apareció en los periódicos de Orlando y Tampa y ocupó toda una página, con fotografía en el tSoutheast Notitian». Era indudable una cosa mayor que tener un despacho en la Cámara de Comercio. Su categoría aumentó, incluso ante su esposa. Kitty era de una vieja familia sureña, mientras que él se crio al sur de Chicago. Ella jamás le perdonó por entero su cuna, ni su profesión. En secreto, consideró la Defensa Civil como un enchufe, como una manera de gastar el dinero de los contribuyentes y despistar a los estados enemigos, al igual que se hacía construyendo cohetes y cosas por el estilo. Jamás se imaginó que hubiese guerra. Era verdad que después de El Día, Kitty y él fueron capaces de conseguir suministros en San Marco, que no hubieran tenido si él no hubiese estado en la Defensa Civil. Por una cosa, pudo conseguir gasolina del garage del condado. Pero los depósitos ya estaban secos desde hacía tiempo. Todos los demás suministros oficiales, agotados.
—Sólo tengo una carreta fúnebre que funciona —dijo—, y sólo unos cinco litros de gasolina. Lo guardo para una emergencia.
—Esto es una emergencia —contestó Dan—. Tendrá que emplearla ahora.
Bubba pensó otro obstáculo.
—Se necesitarán ocho hombres para llevar ese ataúd con Porky dentro, aun cuando haya adelgazado como yo.
—Los conseguiremos —contestó Randy—. Hay muchos hombres fuertes en Marines Park.
En el parque subieron al estrado de la orquesta. —¡Atención, todo el mundo! ¡Acérquense! —gritó Randy.
Los comerciantes improvisados se acercaron, extrañados.
Bubba pronunció un discursito. Bubba estaba acostumbrado a hablar en Jas comidas del club y en las reuniones típicas, pero este público, aunque muchos de los rostros resultaban familiares, no era igual. Ni se mostraba atento ni cortés. Habló de espíritu comunal y de cooperación y de unidad. Les recordó que enviaron a Porky Logan a la legislatura del estado y que sabía que Porky era amigo de la mayor parte. Ahora pidió voluntarios para ayudar a enterrar a Porky. Ninguna mano se levantó. Unos cuantos de los presentes rezongaron.
Bubba se encogió de hombros y miró a Dan Gunn.
—Es en su propio interés —dijo Dan—. Si dejamos sin enterrar a los muertos, comenzaremos una epidemia. Además, en este caso tenemos que desembarazarnos del material radioactivo que puede ser peligroso para quien lo encuentre.
—Bubba es el enterrador, ¿no? —gritó alguien—. Pues que lo entierre él.
Unos cuantos se rieron. Randy vio que estaban aburridos y que pronto se irían. Era necesario que actuase. Se colocó delante de Dan, levantó la tapa de su funda y sacó el 45. Sosteniéndolo con indiferencia, de manera que fuese una amenaza, pero para nadie en particular y sin embargo separadamente para cada uno de los presentes, montó el percutor. Con el índice señaló a los rostros de cinco hombres, todos corpulentos.
—Tú, Rusty, y tú, Tom, y usted, acaban de ofrecerse voluntarios como ayudantes de enterrador.
Le miraron confusos. Durante largo tiempo, nadie les había mandado nada. Durante largo tiempo no había jefatura alguna a la vista. Nadie se movió. Algunos de los «comerciantes» llevaban pistolas en la cadera o en fundas. Otros tenían escopetas apoyadas o rifles contra los bancos o la barandilla del kiosco. Randy vigiló cualquier movimiento. Dispararía contra el primer individuo que tratase de sacar un arma. Asi lo tenia decidido. No le importaban las consecuencias de su acción. Habiendo tomado la decisión y estando seguro de llevarla a cabo, se sentía tranquilo. Se dio cuenta de que los demás lo comprendieron. Bajó del estrado mirando a los cinco voluntarios.
—Está bien, vamos —dijo.
Los cinco le siguieron y Randy enfundó su pistola.
Así enterraron a Porky Logan. Con él sepultaron el botín contaminado de Porky y el sacado de la casa de Hernández. También iban en el ataúd las tenacillas con las que Dan Gunn manejó las joyas. Cuando la tumba estuvo llena alguien dijo:
—¿Es que nadie rezará por ese pobre bastardo?
Todos miraron a Randy.
—Que Dios acoja su alma —dijo Randy y añadió, sabiendo que las palabras circularían de boca en boca—: Y que Dios ampare a quien le desentierre para conseguir esas joyas. Le matarían lo mismo que mataron a Porky.
Dio media vuelta y se alejó despacio, la cabeza baja, hasta el coche, pensando. La autoridad se había desintegrado on Fort Repose. El alcalde, Alexander Getty, que era también presidente del congreso administrativo de la ciudad, estaba encerrado en su casa, sitiado por temores imaginarios e irracionales de que los rusos habían invadido América y trataban de capturarle, torturarle y violar a su esposa e hija. El jefe de policía había muerto. Los otros dos agentes abandonaron su trabajo público no pagado para luchar por sus familias. Los departamentos de incendios y de sanidad, con su equipo inmovilizado, ya no existían. Bubba Offenhaus estaba asustado, azorado y era incapaz de acción alguna o decisión. Por eso Randy tuvo que exhibir su pistola en aquel vacío. Había subido a la jefatura y no estaba seguro del por qué. Ya resultaba bastante molesto mantener viva la colonia de River Road. Sintió una soledad no extraña. Era como dirigir un pelotón en el ejército de Corea para ocupar algún puesto enemigo aislado. El mando, bien fuese de un pelotón o de una ciudad, er.a un estado de ánimo.
Cuando a mediodía regresaron a River Road, las botas de Randy estaban secas de la arcilla del cementerio. Estaba limpiándoselas en los escalones de la puerta principal, cuando un movimiento en el follaje tras la casa de Florence Wechek le llamó la atención. Alice Cooksey y Florence estaban plantadas bajo una alta palmera, sujetando una escalera. En lo alto de la escalera de mano, la cabeza y los hombros ocultos por las frondas, estaba Lib. Se preguntó qué hacía ella allá arriba. Deseó que sé hubiese quedado en el suelo. Corría demasiados riesgos. Podía lastimarse. Disminuyendo las medicinas —Dan ya se había visto obligado a utilizar la mayor parte de su reserva—, todos tenían que tener cuidado. Cada cual tenía su misión y si uno se hería significaba añadir cargas, incluidos los cuidados, a los demás. Una simple fractura hubiese resultado un desastre terrible.
Bill McGovern, Malachai y Tuo Tone Henri doblaron la esquina de la casa. Bill llevaba unos pantalones de franela gris cortados a tijera por encima de las rodillas, zapatos de tenis y nada más. Su mano derecha asía un manojo de herramientas. La grasa le manchaba la cabeza calva y la estupenda barba blanca. Ya no parecía un César, sino un desaliñado Júpiter armado con sus relámpagos. Antes de que pudiese hablar, Randy preguntó:
—¿Bill, qué hace su hija arriba de esa palmera? —No quiere decirlo —contestó Bill—. Ella y Alice y Florence están preparando alguna especie de sorpresa para nosotros. Quizás ha encontrado el nido de un pájaro. No lo sé.
—¿Y a qué viene esta delegación? —preguntó Randy.
—Es idea de Tuo Tone —dijo Bill—. Habla, Tuo Tone.
—Señor Randy —dijo Tuo Tone—, ya sabe usted que mi azúcar estará alta y dulce y que el maíz de papá estará listo en junio.
—¿Y...?
—Maíz y caña de azúcar significan whisky de maíz. Quiero decir que podemos prepararlo si usted da el visto bueno. Papá y el señor Bill, aquí presente, dicen que es cosa suya. Yo sugiero que se haga la prueba. Podíamos comerciar con el licor.
—Naturalmente que tú no beberías nada, ¿verdad, Tuo Tone?
—¡Oh, no, señor!
Randy comprendió que pedían de él algo más que el permiso. Sin embargo, si podían fabricar whisky de maíz, eso sería como haber encontrado granos de café. El whisky era una moneda muy negociable. En esta clima húmedo, tanto el maíz como la caña de azúcar se deteriorarían rápidamente. El whisky de maíz era distinto. Cuanto más se le guardaba, más valor tenía. Además, sólo quedaban una^ cuantas botellas de borbón y de escocés, y el borbón era estrictamente medicinal, el anestésico de Dan.
Randy dijo:
—Si tenéis permiso del predicador, por mí está bien. El maíz es del predicador.
—Yo ya he contribuido con mi Imperial —anunció Bill.
—¿Usted, qué?
—He contribuido con las tripas de mi Imperial. Mire, para hacér alambique tendremos que precisar una buena cantidad de tuberías de cobre. Hemos de construir espirales condensadores y se necesita instalar una tubería entre la caldera y el condensador, etcétera.
—¿Lo que usted quiere decir es que desea que contribuya con los conductos del gas de mi Bonnme— ville —dijo Randy despacio.
—Cierto. Las tuberías de mi coche no son lo bastante largas. También necesitaremos la apisonadora del jardín. Mire, antes que nada hemos de construir un molino para moler la caña. Tendremos que obtener jugo y hervirlo junto con la melaza antes de que se pueda hacer whisky, o por lo que importa, utilizarlo como jarabe. Balaam, la muía, caminará en círculo, con un arnés y una palanca a su lomo para hacer girar la apisonadora sobre losas de cemento. Eso será el molino. Así se hacía hace un par de cientos de años. He visto dibujos.
Randy sabia que resultaría.
—Está bien —dijo con tristeza—. Entren en el garaje. Pero yo no quiero mirar.
Había sido un coche hermoso. Se acordó de la predicción casual de Mark de que no le serviría para nada. Mark se equivocaba. Parte del coche iba a resultar útil.
El almuerzo se componía de pescado, con media lima. Jugo de naranja, todo el que se quisiese. Un pedacito de panal de miel. Dan y Helen estaban en la mesa. Los demás habían terminado ya. Helen siempre le esperaba, advirtió Randy. Ella estaba tan solícita que en ocasiones resultaba embarazador.
Dan miró a su plato y dijo.
—Una estupenda dieta para adelgazar. Si todos en el país hubiesen seguido este régimen antes de El Día, la cantidad de muertos por ataque al corazón hubiese quedado reducida a la mitad.
—¿Y de qué les habría servido? —preguntó Randy. Separó la miel y la probó, haciendo girar los ojos—. Tenemos que comerciar más con Jim Hickey. Hemos de averiguar qué es lo que necesita Jim.
Randy recordó lo que Jim le había dicho sobre que la mitad de sus abejas se habían vuelto locas después de El Día y de cómo Jim sospechaba que la culpa la tenía la radiación. Contó a Dan y a Helen lo que Hickey le dijera.
Dan miró con fijeza su plato, turbado. Cortó el panal, lo probó.
—Delicioso —dijo, pero su mente estaba en otra parte. Al fin levantó la vista y habló muy serio—. No debiéramos sorprendernos. ¿Quién puede decir cuánto Cesio 137 cayó en El Día? ¿Cuánto subió a la atmósfera y ha estado suspendido allí desde entonces? Los geneticistas nos previnieron del daño a futuras generaciones. Bueno, las abejas de Hickey están en una generación futura.
Helen parecía asustada. Randy se dio cuenta de que esto era un asunto más grave para las mujeres que para los hombres, aunque aterrador para cualquiera.
—¿Significa eso... que afectará a los humanos? —preguntó ella.
—Con toda certeza algún daño genético en la humanidad puede esperarse —contestó Dan—. Lo que ocurrirá en los nacimientos es pura deducción. Y, sin embargo, es la única manera natural de proteger a la raza. La naturaleza sigue la ley de Darwin de la selección natural. La abeja defectuosa, incapaz de reaccionar en su medio ambiente, es rechazada por la naturaleza antes de nacer. Creo que esto será cierto con el hombre. Se ha dicho que la naturaleza es cruel. No lo creo. La naturaleza es justa e incluso piadosa. Por selección natural, la naturaleza tratará de deshacer lo que el hombre ha hecho.
—Lo dices de manera consoladora —anunció Helen.
—Sólo es una opinión, basada casi en la ausencia de pruebas. Dentro de seis o siete meses sabré más. Pero para evaluarlo todo puede que se necesite un millar de años. Así que no te preocupes. Por ahora tenemos otras preocupaciones, como las cubiertas. Los neumáticos del modelo A están listos, Randy, y he de hacer un par de visitas fuera, en el campo. ¿Tienes alguna sugerencia?
—Ya pensé en las gomas —contestó Randy—. Las ruedas del viejo Chevrolet de Florence irán bien al modelo A. Dos son casi nuevas. Vamos a efectuar el cambio.
Era costumbre de Randy y Dan reunirse en el apartamento a las seis de cada tarde, escúchar las estaciones claras que pudieran oírse a aquella hora y, si estaban cansados y los rigores del día cumplidos, tomar un trago juntos. A las seis de aquella tarde del viernes, Dan todavía no había vuelto de sus visitas, así que Randy se sentó a solas en el bar con el pequeño transistor portátil. Las últimas baterías estaban muriendo. Temía el día en que ya no podrían recoger ni siquiera la señal más fuerte, o emitir ningún sonido, un día que no podía estar muy lejos. Asi, con la fuerza que le quedaba en las baterías que cuidadosamente racionaba, aquella tarde esperó oír algo. El receptor de Sam Hazzard a toda onda, funcionando con las baterías de automóvil recargadas, era realmente su única fuente de información de confianza. Puso la radio, sintió alivio al oír ruidos y trató de captar las frecuencias Conelrad.