Randy llamó a los McGovern. No hubo servicio fúnebre, no se habló palabra.
Todos permanecieron silenciosos durante un momento y luego Bill McGovern dijo:
—No tenemos siquiera una señal de madera que indique dónde está, ni un pedazo de piedra, ¿verdad?
—Sacaremos algo de la casa —sugirió Randy—, una estatua o un jarrón: cualquier cosa.
—No es necesario —anunció Lib—. Toda la casa será el panteón monumental de mi madre.
Esto era verdad. Volvieron de la tumba y regresaron a su trabajo.
Aquella noche Bill McGovern, con alguna ansiedad, caminó hasta casa de los Henri y habló con Malachai. Juntos recorrieron la orilla del río hasta la vivienda de Sam Hazzard y conferenciaron con él de un plan para suministrar energía para el receptor de onda corta del almirante.
Dan Gunn fue en el coche hasta Fort Repose para visitar a los sin hogar, algunos de ellos enfermos o con quemaduras, alojados en la escuela.
Randy y Lib McGovern estaban sentados solos en el porche delantero, utilizando como asiento los escalones, los codos de Lib sobre sus rodillas, la barbilla sujeta entre sus manos, los brazos de Randy dándole vuelta en torno a los hombros. Ella hablaba de su madre.
—Estoy segura de que nunca comprendió lo que ocurrió en El Día, y nunca hubiera podido. Quizás estoy sólo racionalizando, pero creo que su muerte fue un acto de piedad.
Randy oyó que alguien corría sendero arriba y luego vio una figura y reconoció a Ben Franklin.
—¡Ben! —llamó—. ¿Qué pasa?
Ben se detuvo sin aliento, y dijo:
—¡Algo le ha pasado a la señorita Wechek!
Randy se levantó, preparado para ir en busca de su pistola.
—¿Qué fue?
—No lo sé. Caminaba junto a su casa y oí que alguien gritaba. Creo que era la señorita Wechek. Luego la oí llorar.
—Será mejor que echemos un vistazo. Lib —dijo Randy—. Quédate aquí, Ben.
Una luz amarillenta de vela lucía en la cocina de Florence. Entraron por la puerta posterior. Florence lloriqueaba y Randy entró sin molestarse en llamar.
Cuando abrió la puerta pintada de verde, una serie de plumas amarillas revoloteó en torno a sus pies. La cabeza de Florence descansaba sobre sus brazos en la mesa de la cocina. Vestía una acolchada bata color rosa. La acompañaba Alice Cooksey llevando agua hasta una olla a presión para hervirla.
—¿Cuál es la dificultad? —preguntó Randy.
Florence alzó la cabeza. Su pelo rosado, desaliñado, estaba húmedo y pegajoso. Tenía los ojos hinchados.
—¡Sir Percy se comió a Anthony! —dijo. Se puso a llorar.
—La pobre ha tenido un día fatal —anunció Alice—. Trato de hacer té. Se sentirá mejor después de que se tome una taza.
—¿Qué es lo que ha pasado? —volvió a preguntar Randy.
—En realidad, empezó ayer —dijo Alice—. Cuando despertamos por la mañana el pez Angel estaba muerto. Ya sabes el frío que hizo la noche pasada y claro, sin electricidad, no hay calefacción para el acuario. Y esta mañana los demás peces habían muerto. De hecho, nada vive en el tanque excepto el pequeño pez gato y unos cuantos bichitos más. Y luego, esta tarde...
—¡Sir Percy, asesino! —interrumpió Florence.
—Calma, querida —la dijo Alice—. El agua hervirá dentro de un momento —se volvió a Randy—.
Florence no debería echar la culpa, en realidad, a Sir Percy. Después de todo, no tenía leche y carecía de casi todo lo demás. Y de hecho, llevábamos sin ver a Sir Percy tres o cuatro días... supongo que cazaba para comer... pero hace unos minutos, cuando Anthony voló a casa. Sir Percy estaba en el porche.
—Una emboscada para el pobre Anthony —dijo Florence—. Estaba al acecho. Le mató y se lo comió, ahí. en el porche. Pobre Cleo.
—¿Dónde está Sir Percy, ahora? —preguntó Randy.
—Se ha vuelto a marchar —contestó Alice—. Será mejor que no vuelva.
Randy se quedó pensativo. Los gatos cazadores serían un problema. ¿Y qué ocurriría con los perros? Todavía tenía unas cuantas latas de comida para Graff, pero no podía prever el t4empo en que los humanos pudiesen dejar de considerar la comida para perros como una golosina. Dijo en voz alta, pero hablando para sí más que para los demás:
—Supervivencia de los más aptos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lib.
—Los fuertes sobreviven. Los frágiles mueren. Los peces exóticos mueren porque en el acuario no hay calor. Los peces vulgares viven. Lo mismo le pasa al pez-gato. Y el felino de la casa se vuelve cazador y se come al pajarito mascota. Si no lo hiciese, moriría de hambre. Así es la ida y así tiene que ser.
Florence había dejado de llorar.
—¿Se refiere usted a los humanos? ¿Quiere decir que nosotros vamos a tener que volvernos salvajes, como Sir Percy? Bueno, no puedo soportarlo. No quiero vivir en esa clase de mundo, Randy.
—Vivirá, Florence —dijo Randy.
Volviendo a su propia casa. Randy anunció:
—Florence es un pez vulgar, un agradable pez vulgar. Por ello sobrevivirá.
—¿Y qué hay de ti y de mi? —preguntó Lib—. Tendremos que endurecernos. Tendremos convertirnos en peces vulgares.
Una mañana de abril, cuatro meses después de El Día, Randy Bragg despertó y contempló cómo un rayo de sol bajaba por la pared. Al pie del diván, Graff se agitó y luego salió de debajo de la manta. Durante el frío mes de enero Randy descubrió un nuevo uso para Graff. El perro hacía de calienta-pies más que satisfactoriamente, era móvil, automático y funcionaba con un mínimo de combustible que de todas formas tendría que consumir. Randy se quitó la manta y colocó sus piernas en el suelo. Tenía hambre Siempre estaba hambriento. No importaba lo mucho que cenase la noche anterior, siempre se sentía desmayado por la mañana. Jamás comía grasas bastantes, ni dulces, ni golosinas y la mayor parte de cada día se pasaba de ordinario en un esfuerzo físico de cualquier clase. Abajo, Helen y Lib estarían preparando el desayuno. Antes de que Randy lo consumiera se ducharía y se afeitaría. Esos eran lujos penosos, casi la única rutina permanente desde El Día.
Randy se acercó al mostrador del bar y comenzó a suavizar su navaja. La navaja era un cuchillo de caza de quince centímetros de largo. Afiló la hoja vigorosamente en un pedazo de piedra de afilar y luego la suavizó con la correa clavada a la pared. Un afeitado limpio, suave, indoloro era una de las cosas que mas echaba de menos, pero no lo más imprescindible.
Echaba de menos a la música. Había pasado mucho tiempo desde que oyó música por última vez. El tocadiscos y su colección de microsurcos eran inútiles, claro, sin electricidad. De todas maneras la música ya no se radiaba. De igual modo su segundo y último juego de pilas para la radio de transistores perdía fuerza. Prontísimo ya no tendría ni linternas ni medios de recibir radios excepto a través del aparato de onda corta del almirante. VSMF en San Marco ya no funcionaba. Algo ocurrió al grupo electrónico diesel del hospital que proporcionaba energía a la estación de radio y resultaba imposible encontrar recambios. Esta era la noticia que llegó de San Marco, a treinta kilómetros de distancia. Tardó dos días en llegar a Fort Repose.
Echaba de menos los cigarrillos, pero no demasiado. Dan Gunn todavía tenía unas cuantas libras de tabaco y le prestó una pipa. Randy encontraba más placer en una pipa después de la comida y en otra antes de acostarse, que el que halló jamás en todo un cartón de cigarrillos. Con el tabaco tan limitado, una pipa era un lujo, relajador y maravilloso.
No notaba en absoluto la falta de whisky. Desde El Día apenas había bebido nada ni halló necesidad de hacerlo. Ya no miraba el whisky como bebida. El whisky era el anestésico de emergencia de Dan Gunn. El whisky, el que quedaba de su suministro, se empleaba para uso médico y para comerciar.
Lo que más echaba de menos era el café de la mañana. Habían pasado, calculó, seis o siete semana:; desde que tomó café por última vez. El café era más preciado que la gasolina e incluso que el whisky. El tabaco podía cultivarse e indudablemente se cultivaba en una zona del noroeste de Florida, hasta en Mary— land y Florida; en las zonas rurales aún habitables. El whisky se podía fabricar, con el equipo adecuado y los ingredientes. Pero el café venía de Sudamérica.
Randy probó su navaja en un pedazo de papel. Estaba tan afilada como podía conseguirse. Entró en el cuarto de baño y se duchó. El agua fría ya no le impresionaba como ocurrió en enero y febrero. Se había acostumbrado. El jabón lo utilizaba con miramientos. La reserva de la casa había quedado reducida a tres largas pastillas.
Se secó y subió a la balanza. Sesenta y nueve kilos. Eso era exactamente lo que pesó, a los dieciocho, cuando entró en la universidad. Incluso después de tres meses en el frente de Corea sólo bajó a setenta y uno. Había perdido una media de medio kilo por semana durante el pasado mes y medio, pero ahora, advirtió, su pérdida de peso era más lenta. Se había mantenido en los sesenta y nueve durante los últimos tres días. Estaba más flaco y más duro y, a decir verdad, se sentía mejor que antes de El Día.
Llamaron a la puerta de la sala de estar. Sería Peyton. Se puso los pantalones cortos y dijo:
—Adelante.
Peyton entró, llevando cuidadosamente el pequeño bote de agua hirviendo que se le concedía para su afeitado matutino Colocó el bote ante el mostrador como si fuese un cacharro de cristal lleno de flores.
—Toma —dijo—. ¿Puedo mirarte esta mañana mientras te afeitas, Randy?
La vista de Peyton enriquecía las mañanas de Randy. Era llamativa y alegre, oscilando como un corcho de brillantes colores en un torbellino, sin hun dirse y sin miedo alguno.
—¿Por qué te gusta verme afeitar? —preguntó.
—Porque pones unas caras muy graciosas ante el espejo. Debieras verte.
—Ya lo hago.
—No, tú realmente no te ves. Todo lo que miras es el cuchillo, como si tuvieras miedo de cortarte la garganta.
Dan Gunn salió del dormitorio, vestido con pantalón de montar y una camisa deportiva a cuadros azules. Hasta El Día, Dan utilizó maquinilla eléctrica. Ahora, antes que aprender a afeitarse con un cuchillo o con cualquier cosa que fuese asequible, prefería no afeitarse en absoluto. Su barba había florecido espesa y de un rojo flameante. Parecía un minero de Klondike. O Paul Bunyan plantado en el trópico. En los raros días en que su barba estaba recién recortada y se vestía formalmente con camisa blanca y corbata, parecía un médico, modelo 1890, pero de tamaño grande.
—No puedes mirar hoy —dijo Randy a la niña—. Tengo que hablar con el doctor Gunn. —Vertió su agua caliente en la jofaina y devolvió el bote a Peyton. La muchacha sonrió a Dan y se fue.
Randy mojó y enjabonó su cara.
—¿Sabes que Einstein jamás usó jabón de afeitar? —dijo—. Einstein utilizaba jabón corriente como éste. Einstein era un hombre listo y lo que era bueno para él, también lo es para mí —se rascó la barba, parpadeó y dijo—: Einstein debía tener cada día una hoja nueva de afeitar. O una navaja estupenda. Apuesto a que Einstein jamás se afeitó con un cuchillo de caza.
—Anoche tuve un sueño terrible —anunció Dan—. Soñé que se me había olvidado pagar mis impuestos y que me había retrasado en la entrega de la pensión por alimentos y que los agentes del Tesoro y un par de comisarios del sheriff me perseguían por el patio, con escopetas. Finalmente me acorralaron. Discutían entre enviarme al presidio federal o a una prisión del Estado. Traté de escabullirme. Creo que me dispararon. De todas maneras, me desperté, tembloroso. Todo lo que pude pensar es que realmente no he pagado mis impuestos ni tampoco la pensión de mi ex-mujer. ¿Qué día es hoy?
—No sé el día, pero sí la fecha. Catorce de abril.
Dan sonrió a través de su roja barba.
—Mañana es día de pago de los impuestos. Y no tengo que devolver la ficha, Rand. No hay impuestos. Ni pensión alimenticia Contemos nuestras bendiciones. Nunca creí que vería un día como éste.
—No hay café —dijo Randy—. Pagaría con gusto mis impuestos mañana por recibir una libra de café. Dan, si vas a la ciudad hoy quiero acompañarte. Deseo hacer algún cambio por si consigo café.
Dan había desarrollado un sistema de trastrueques por sus servicios. Canjeaba cuatro litros de gasolina, si el paciente la tenía, por las visitas domiciliarias. Muchas familias habían logrado obtener y conservar unos cuantos bidones de bencina. Era su enlace con un pasado móvil, el seguro de movilidad en alguna emergencia futura. La enfermedad y las heridas eran emergencias por las que alegremente disminuirían su reserva de líquido. Dan ganaba poco. Quizás la mitad de sus pacientes eran capaces de pagar voluntariamente con gasolina. Con esto, logró mantener siempre el depósito del modelo A casi lleno y en sus vueltas continuamente cargaba las baterías. Bill McGovern había instituido un sistema rotor de utilizar las baterías del coche. Por turno, las baterías cargadas daban energía al receptor de onda corta del almirante Hazzard. No sólo era el transporte por coche el medio utilizado por el grupo de familias enlazadas por el agua de Randy, sino que resultaba necesario mantenerse a la escucha del mundo exterior. Y no es que ese mundo, precisamente, dijera mucho.
—Claro, Randy —contestó Dan—; pero me llevará toda la mañana. Hay una situación mala en la ciudad.
—¿Cuál es la dificultad?
Desde abajo oyeron la voz de Helen:
—¡El desayuno!
—Ya te lo contaré más tarde —dijo Dan.
Randy fue el último en llegar al comedor. Había un gran vaso de jugo de naranja en su sitio y un jarro grande también con jugo en el centro de la mesa. Cualquier cosa podía faltar menos jugo cítrico. Sin embargo, incluso el zumo de naranja desaparecería eventualmente. A últimos de jimio o a primeros de julio exprimirían las últimas naranjas Valencia y utilizarían los últimos frutos. Desde entonces la nueva cosecha de naranjas tempranas maduraría en octubre, por lo que los cítricos estarían ausentes de su dieta, durante aquel tiempo.
Vio que esta mañana había un solo huevo hervido, y una pequeña porción de pescado también hervido que quedó de la noche anterior.
—¿Dónde está mi otro huevo? —preguntó.
—Malachai sólo trajo ocho huevos esta mañana —contestó Helen—. Los Henri han estado perdiendo gallinas.
—¿Qué quiere decir con perderlas?
—Se las roban.
Randy dejó en la mesa su vaso de jugo de naranja. Cítricos, pescado huevos eran sus puntos fuertes. Una falla en el suministro de huevos era grave.