Ay, Babilonia (22 page)

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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Ay, Babilonia
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Randy no volvió a oír a la señora Van Bruuker Brown, ni apenas tuvo noticias o instrucciones de las otras estaciones que emitían en un canal de ondas ni el domingo ni el lunes. Oyó a la V.S.M.F. anunciar que estaría en el aire sólo dos minutos cada hora puesto que operaba con electricidad auxiliar. Sabía que el HosDÍtal de San Marco poseía un generador auxiliar Diesel. Dedujo que esta fuente de energía estaba siendo explotada, de hora en hora, para hacer funcionar la estación de radio.

Cada sesenta minutos la estación del condado Conelrad repetía avisos... hiervan toda el agua de beber, no tomen leche fresca, no usen el teléfono y, la mañana del domingo horas después de la destrucción de Orlando, avisos de que se cobijasen y se protegieran contra la caída de polvo radiactivo y la radiacción directa. No se entregó leche y los teléfonos no funcionaban desde aue la primera seta atómica floreció en el sur: no habían en la actualidad cobijos en Fort Repose. Todo el domingo insistió Randy en aue Helen y los chicos se quedasen en casa. Sabía aue cualquier cobijo, incluso un tejado inclinado, aislamiento, paredes y techo, era mejor que nada. No había tiempo de escavar. El tiempo de escavar El Día. Tras lo de Orlando, fabricar galerías parecía perder el tiempo. De todas maneras, habían muchísimas otras cosas que hacer, cada crisis menor exigía atención, al instante. Mientras la radiación fuese un peligro, que no podía ser visto ni notado, y hubiesen otros peligros, más visibles, estos parecerían más imperativos.

II

A las dos de la tarde del lunes Helen estaba en el apartamento de Randy y escuchaban la sombría emisión Conelrad cuando entró Ben Franklin y anunció:

—Casi estamos sin agua.

—¡Eso es imposible! —dijo Randy.

—La culpa es de Peyton —contestó Ben Franklin—. Cada vez que va al water tira de la cadena. La bañera del cuarto de baño está vacía y ella ha estado sacando agua también del cuarto de mamá.

—Peyton es una niña fastidiosa —dijo Helen—. Después de todo, una de las primeras cosas que aprende una criatura siempre es tener limpio el water. ¿Qué vamos a hacer?

—Por ahora —contestó Randy—, Ben Franklin y yo iremos hasta el muelle y traeremos cuantos cubos, bañeras, jofainas y demás queden junto al río, no se puede beber agua fluvial sin hervirla, pero servirá para la limpieza. Y de ahora en adelante Peyton... todos nosotros... no podremos ser tan condenadamente limpios. Lavaremos los cuartos de baño sólo dos veces al día. Me parece que será necesario que construyamos letrinas en el seto porque no podré estar siempre sacando agua del rio. Es cuestión de gasolina.

Randy miró hacia el seto, advirtiendo una débil capa de polvo en los ojos. Había sido un día muy seco. Las jornadas finas, claras frescas y con baja humedad eran maravillosas para la gente, pero malas para la cosecha de naranjas. Tendría que duchar a los Arboles...

Dio un puñetazo en el mostrador del bar y gritó:

—¡Soy un estúpido del diablo! ¡Tenemos el agua que deseamos!

—¿Dónde? —preguntó Helen.

—¡Allí fuera! —Randy agitó los brazos—. ¡Agua de un pozo artesiano, sin limites!

—Pero eso es en el huerto, ¿no?

—Estoy convencido de que podemos canalizarla hasta dentro de la casa. Después de todo, es la misma agua que los Henry usan cada día. Creo que hay unas cuantas tuberías grandes en el garaje y Malachai sabrá cómo hacerlo. Vamos, Ben, vayamos a ver a los Henri.

Randy y el muchacho bajaron por el viejo sendero de grava y arcilla que iba del garaje, por el huerto, hasta el rio. Las naranjas Navel de Randy habían sido recogidas, pero las Valencia seguían en los árboles. Este año no se recogerían. Acompasando sus zancadas con las de Randy, Ben Franklin dijo:

—Se me acaba de ocurrir algo.

—¿Sí?

—Ya no tendré que ir más al colegio.

—¿Y qué te hace pensar que no tendrás que ir más al colegio? En cuanto las cosas vuelvan a la normalidad, regresarás al colegio, amiguito. ¿Quieres hacerte mayor siendo un ignorante?

Ben Franklin dio una patada a una piedra, mirando de reojo a Randy y sonriendo.

—¿A qué colegio?

—Oh, al colegio de Fort Repose, claro, hasta que puedas volver a Omaha, o a donde destinen a tu padre.

Ben se detuvo.

—Sólo un momento, Randy. No quiero engañarme Nadie volverá a Omaha, quizás jamás. Y no creo que volvamos a ver nunca a papá. El Agujero no era un lugar seguro, ya lo sabes. Quizá así lo pienses. Sé que mamá lo considera. Pero no quiero engañarme, Randy, y no trates de hacerlo tú.

Randy puso las manos sobre los hombros del niño y le miró a la cara, midiendo la profundidad del valor detrás de aquellos ojos pardos, encontrándolo cuando menos tan hondo como el suyo propio.

—Está bien, hijo, seré sincero contigo. Me pondré a tu nivel y tendrás que hacer tú lo mismo conmigo. Creo que Mark ha muerto. Me parece que de ahora en adelante eres tú el hombre de la familia.

—Eso es lo que papá decía.

—¿De veras? Bueno, eres un hombré que aún debe ir al colegio. No sé dónde, o cómo. Pero nada más un colegio abra las puertas en Fort Repose, o en cualquier lugar próximo, irás. Quizá tengas que andar.

—¡Cielos, Randy, andar! ¡Hay cinco kilómetros hasta la ciudad.

—Tu abuelo solía ir andando al colegio en Fort Repose. Cuando tenía tu edad no habían autocares para los alumnos. Si no lograba que lo llevasen en tartana, o en unos de los primitivos automóviles, andaba —Randy rodeó con su brazo el hombro del muchacho—. Adelante. Creo que los dos tendremos que volver a aprender a caminar.

Anduvieron muelle abajo y luego siguieron un sendero que les condujo a través del denso cañizar hasta el claro en donde estaban las tierras de Henri.

La casa de los Henri estaba dividida en cuatro partes, representando cuatro distintos periodos de su fortuna e historia. La sección más vieia había sido originalmente una cabana de madera de una sola habitación. Era la única estructura superviviente de lo oue antaño fue el aDosento de los esclavos y Randy recordaba aue su abuelo siempre se refería a casa de los Henri nombrándola como «las viviendas». En años recientes la cabaña había sido apuntalada, poniendo unos cimientos de cemento por debajo de los recios troncos de ciprés. Los troncos, originalmente cubiertos de arcilla roja, estaban atados con cuerdas y ligados con blanco mortero. Eso era ahora la sala de estar de los Henri.

A últimos del siglo XIX una cabaña de dos habitaciones de pino se añadió a la construcción anterior. Por los años veinte otro cuarto y un baño, más firmemente construidos, se adjuntaron. En los años cuarenta, después del matrimonio de Tuo Tone con Missouri, la casa fue ampliada con un dormitorio y una cocina nueva, hecho todo con bloques de cemento labrados. Era un lugar confortable, su fealdad oculta bajo toda una masa de enredaderas rojas y verde claro. Una parra cubría el porche llegando hasta la orilla del río y el muelle. En el corral trasero había un gallinero, y una corraliza hecha de alambre para los cerdos y en el antiguo establo de ciprés sin pintar apoyado cansinamente contra el tortuoso tronco de un cerezo, se conservaban los animales de tiro. Allí estaba Balaam, la mula, el coche modelo A y una carnada de conejos blancos.

A unos cincuenta metros ladera arriba, Henri y Balaam labraban solemnemente la tierra, moviéndose en silencio y con uniformidad, como si se comprendiesen perfectamente uno a otro. Caleb estaba tumbado panza abajo al final del muelle, mirando las sombreadas aguas tras un montón de inquietos gusanos para pescar. Tuo Tone se sentaba en el porche, meciéndose lánguido y llevándose una lata de cerveza a los labios. Desde la cocina llegaba la voz profunda y rica de una mujer cantando un espiritual. Debería ser Missouri, lavando los platos. Un humo negro y cálido de piñas piñoneras salía de las dos chimeneas de ladrillo. Parecía un lugar pacífico en tiempos de paz.

Ben Franklin gritó:

—¡Eh, Caleb!

El rostro de Caleb se volvió.

—Hola, Ben —respondió—. Ven acá.

—¿Qué estás pescando?

—No pesco, sólo juego.

—Si quieres puedes hacerlo hasta el muelle —dijo Randy—. Pero, Ben, probablemente dentro de un momento necesitaré tu ayuda.

Ben le miró sorprendido.

—¿Mía? ¿Necesitarás mi ayuda?

—Sí —dijo Randy—. El hombre de la casa tiene que hacer el trabajo del hombre.

Preache Henri dejó caer las riendas y gritó:

—¡Soop! —y Balaam se detuvo. Preache cruzó el polvoriento campo, donde en febrero plantaría maíz, para salir al encuentro de Randy. Malachai salió del establo. Había estado debajo del modelo A. Tuo Tone dejó de mecerse, puso en el suelo la lata de cerveza y salió del porche. Dentro, Missouri cesó de cantar.

Randy caminó hacia la puerta trasera y los Henri convergieron sobre él, sus rostros aprensivos.

—Hola, señor Randy —dijo Malachai—. Espero que todo vaya bien.

—Tan bien como permiten las circunstancias. ¿Y por aquí?

—Como siempre. ¿Cómo esta la pequeña? Missouri me dijo que estaba casi ciega.

—Peyton va mejor. Ahora ve y dentro de pocos días podrá salir otra vez fuera. No quedará lesión permanente.

—¡Alabado sea el Señor! —exclamó Preacher Henri—. El Señor nos ha perdonado la vida, por ahora. Yo sabía lo que tenía que venir, porque todo estaba escrito. «¡Ay. Babilonia!» —los ojos de Preacher giraron hacia el cielo. Preacher era corpulento, como Malachai, pero ahora los músculos se le habían hundido en torno a los huesos y la edad, y las preocupaciones arrugaron y ensombrecieron profundamente su rostro.

Randy se dirigía a Preacher, porque Preacher era el padre y cabeza de familia.

—No tenemos agua en casa. Quisiera poner unas m cañerías para sacarla del huerto y conectarlas al sistema artesiano.

—¡Sí, señor, señor Randy! Dejaré de arar y les ayudaré.

—No, siga con su trabajo, Preacher. Pensé que quizás Malachai y Tuo Tone podrían ayudarme.

Tuo Tone, al que se le llama así «Dos Tonos», porque el lado derecho de su cara era dos tonos más claros que el lado izquierdo, parecía impresionado.

—¿Se refiere ahora? —preguntó.

Malachai sonrió.

—Ya oíste al hombre, Tuo Tone. Se refiere a ahora.

Los tres, con Ben Franklin y Caleb para ayudarles, necesitaron dos horas para levantar las cañerías y conectar la conducción al pozo artesiano en la ca— r samata de la bomba extractora.

Fue el trabajo más duro que Randy pudo recordar,, desde ascender y cavar trincheras en Corea. La palma de la mano derecha estaba despellejada de rozar i contra la tubería y le habían salido ampollas, algunas de las cuales se reventaron. Estaba exhausto y sudoroso a pesar del frío de la tarde. Se sintió agradecido cuando Malachai se ofreció a llevar las herramientas al garaje.

—Gracias. Malachai —dijo—. ¿Te acuerdas de los doscientos dólares que te presté?

—Sí. señor.

—Pues considera cancelada la deuda.

Ambos sonrieron.

Randy v Ben Franklin volvieron al interior de la casa. Randy abrió el grifo de la pila de la cocina. Borbotó, tosió, escupió y luego dejó pasar el agua.

—¿No es hermoso? exclamó Helen.

Randy se lavó la suciedad de las manos, con el agua j escociéndole en los arañazos y llagas. Llenó un vaso.

El agua artesiana seguía oliendo a huevos podridos. Dio un sorbo. Tenia un gusto maravilloso.

Poco después de amanecer en la tercera jornada después de El Día un helicóptero flotó sobre Fort Repose y luego giró hacia la parte superior del Timucuan. Randy y Helen, al oírlo, subieron a la atalaya del tejado. Pasó muy cerca y distinguieron la insignia de las Fuerzas Aéreas.

Este fue también el dia de la desastrosa superabundancia.

Aquella mañana, cuando Helen aprensivamente abrió la puerta del congelador, encontró varios centenares de elegida y bien empaquetada carne flotando en un mar nocivo de helado fundido y de manteca licuada. Como cualquier ama de casa haría en tales circunstancias, lloró.

El desastre era perfectamente predecible, comprendió Randy. Había sido un estúpido. En vez de comprar carne fresca, debió adquirir carne enlatada para el caso. Había una cosa que ciertamente debió prever, era la falta de electricidad. Incluso de haber escapado Orlando, la electricidad hubiese muerto al cabo de pocas semanas o meses. La electricidad era creada por quemar petróleo en las fábricas de Orlando. Cuando se agotara la gasolina, no se podría reponer en todo el caos de una guerra. Ya no había sistema de ferrocarriles ni centros ferroviarios, ni cisternas yendo de costa a costa en misiones de suministro civil. Deducía Sam Hazzard que pocos puertos importantes habían escapado. Después de la primera oleada de proyectiles dirigidos de los submarinos, podían ser alcanzados por torpedos atómicos, bombas atómicas, minas atómicas o proyectiles desde aeronaves. Deducía Sam Hazzard que habían sido los grandes puertos transformados ahora en enormes cráteres llenos de agua. Incluso aquellas partes del país que escaparon por entero a la destrucción se quedarían sin luces. Su energía duraría sólo mientras durasen las existencias de combustible a mano.

Se quedaron mirando al congelador, Helen lloriqueando, Randy como atontado, Ben Franklin fascinado. Ben hundía el dedo en una charca de chocolate líquido y se lo lamió.

—Tiene buen sabor, pero no está fresco —dijo—. ¡Todo es helado de vainilla! Pude pasar el día de hoy comiéndolo, igual que Peyton.

Helen dejó de llorisquear.

—La carne durará otras veinticuatro horas. Voy a salvar lo que pueda.

—¿Cómo? —preguntó Randy.

—Hirviéndola, salándola, conservándola, ahumándola. Tengo unas docenas de jarras de cristal en el armario. Debe de haber más en alguna parte. Quizás puedas conseguir otras tantas en la ciudad, Randy.

—Ir a la ciudad y volver significa gastar cinco litros de gasolina —dijo Randy.

—Valdría la pena, si pudiesen encontrar tarros. Y necesitaremos más sal.

—Está bien, lo probaré. Puede que encuentre jarros en la ferretería, si Beck la mantiene abierta.

Helen sacó dos filetes del congelador, de casi cinco centímetros de grueso y un peso de dos kilos. Volvió a repetir la operación con otros más, más gruesos.

—Filetes, filetes. Por todas partes filetes. ¿Cuántos filetes puede comerse Graff esta noche? ¿Le gustan a Graf los filetes asados?

Graf, tumbado en el umbral de la cocina y de la alacena, las orejas tiesas y alerta al sentir su nombre, alisqueó la maravillosa aroma de carne madura en abundancia.

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