Ay, Babilonia (20 page)

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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Ay, Babilonia
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II

Randy despertó en la oscuridad. Graff estaba la— drando y oyó voces en el piso bajo. Encendió la luz. Eran las nueve y media. Había dormido casi cuatro horas. Se sintió fresco y bien para cualquier cosa que pudiera suceder por la noche. Se estaba poniendo los zapatos cuando se abrió la puerta y entró Helen en el apartamento, seguida por Ben Franklin y Dan Gunn.

—Precisamente iba a despertarte —dijo Helen—. Dan ha venido para mirar a Peyton.

Los ojos de Dan estaban hinchados y su rostro surcado por las grietas del cansancio.

—¿No has comido nada hoy, Dan? —le preguntó Randy.

—No lo sé. Me parece que no.

—Comerá, doctor, nada más haya visto a Peyton —dijo Helen—. ¿Quiere que les haga compañía?

—Randy y usted pueden venir conmigo. Pero no digan nada. Yo hablaré.

Entraron en la habitación de la niña. Randy encendió la luz del techo.

—Eso no —dijo Dan—. Al principio quiero una luz mortecina— encendió la lámpara del tocador.

Las manos de Peyton salieron de debajo de la sábana y se tocaron los vendajes de los ojos.

—Hola —dijo, su voz débil y asustada.

—Hola, hija —contestó Helen—. El doctor Gunn ha venido a verte. Recuerdas al doctor Gunn del año pasado ¿verdad?

—Oh, sí. Hola, doctor.

—Peyton, voy a quitarte el vendaje de los ojos —anunció Dan—. No te sorprenda si no ves nada. No hay mucha luz en la habitación.

Randy se dio cuenta de que contenia el aliento. Dan quitó el vendajé diciendo:

—Ahora, no te frotes los ojos.

Peyton trató de levantar los párpados.

—Los tengo pegados —dijo—. Los siento inmovilizados.

—Claro —afirmó Dan. Humedeció algodón en una solución de bórax y con suavidad limpió los ojos de Peyton—. ¿Así está mejor?

Peyton parpadeó.

—¡Eh, puedo ver! Bueno, un poco. Todo aparece borroso —Helen avanzó y Peyton dijo—: ¿Verdad que eres tú, mamá?

—Sí. Yo.

—Vuestras caras parecen como un globo, pero puedo distinguiros.

Dan sonrió y Randy asintió. Se pondría bien, sin duda.

Buscó en su maletín y sacó un equipo pequeño, una botella, un cuentagotas y un tubito.

—Peyton —ordenó—, ya no tienes por qué preocuparte. No te quedarás ciega. Dentro de una semana quizás verás estupendamente. Pero hasta entonces tienes que mantener en descanso tus ojos y hemos de tratarlos. Va a escocerte un poco lo que te voy a poner.

La mantuvo los párpados abiertos y con sus enormes manos, seguras y dúctiles aplicó gotas y una pomada.

—Una sulfamida —dijo—. Queda fuera de mi especialidad, pero recuerdo que el sulfato de butino era lo que utilizaba la patrulla de rescate Mar-Aire en los aviadores con lesiones oculares. Después de estar flotando en una balsa durante dos o tres días el resplandor les cegaba igual que está Peyton cegada ahora. Así se curaban y por tanto el procedimiento debe ser lo mismo con ella —Dan se volvió a Helen—. ¿Vio usted cómo lo hice?

—No me perdí detalle.

—Trataré de venir, por lo menos, una vez al día, pero si no lo consigo, tendrá que hacerle la cura usted misma.

—No tendré dificultad alguna. Peyton es muy valiente.

—Mamaíta no lo soy —interrumpió Peyton—. No soy nada valiente. He estado asustada todo el tiempo. ¿Todavía no hay noticias de papá? ¿Creeis que papá se encuentra bien?

—Seguro que está perfectamente, querida —contestó Helen—. Pero no podemos esperar tener noticias inmediatas. Todos los teléfonos están sin funcionar y supongo que el de papá también.

—Tengo hambre, mamá.

—Ahora te subiré algo —contestó Helen.

Apagaron la luz. Helen bajó. Dan entró en las habitaciones de Randy. Se quitó la arrugada chaqueta y se dejó caer en un sillón, diciendo:

—Ahora aceptaría un trago.

Randy preparó un doble de Borbon. Dan se bebió la mitad de un golpe y dijo, sorprendido:

—¿Es que no bebes, Randy?

—No. No me apetece.

—Esa es la primera buena noticia que recibo en todo el día. He visitado a dos individuos que bebían constantemente desde que amaneció. Tú podías haber sido el tercero.

—¿De veras?

—Bueno no del todo. Reaccionas delante de la crisis de la manera correcta. ¿Recuerdas lo que decía Toynbee? Su teoría del desafío y de la respuesta se aplica no sólo a las naciones, sino a los individuo?, también. Hay naciones y personas que se funden en el calor de la crisis y se evaporan como la mantequilla en la sartén caliente. Otros se enfrentan al desafio y se endurecen. Creo que vas a endurecerte.

—En realidad no soy un tipo muy duro —dijo Randy, mirando a través de la habitación a sus armas y pensando, singularmente, en el joven ciervo al que disparó cuando niño y de cómo nunca fue capaz de volver a disparar contra otro venado desde aquel dia. Para cambiar de conversación, dijo:

—Has debido tener un día muy atareado.

Dan apuró la segunda mitad de su borbón y agua.

—Tuve un día como jamás creí posible que ocurriese. Siete cardíacos han muerto y un par más no llegarán a mañana. Tres abortos y una de las mujeres falleció. No sé qué la mató. Puse «miedo» en el certificado de defunción que fue uno de los pocos que tuve tiempo de redactar. Tres suicidios... uno de ellos Edgar Quisenberry.

—¿Edgar... por qué? —preguntó Randy.

Dan frunció el ceño.

—Es difícil decirlo. Aún tenía tanto como cualquiera o más. Orgánicamente no estaba enfermo. Vuelvo a citar a Toynbee. Incapacidad para enfrentarse a un cambio súbito en el medio ambiente. Nadaba en un mar de dinero y cuando el dinero se convirtió en papel se quedó boquiabierto y confuso y murió. Has leído la historia de la crisis del veintinueve, ¿verdad?

—Sí.

—Docenas de personas se suicidaron por el mismo motivo. Crearon y vivieron en un medio ambiente de beneficio de papel y cuando este papel se convirtió en simple papel se suicidaron, al no darse cuenta de que su medio ambiente era antinatural y artificioso. Pero no son los adultos los que me preocupan, Randy, son los niños. Sírveme otra copa, pequeña.

Randy lo hizo.

—Ocho niños hoy, tres prematuros, tengo los prematuros en el Hospital de San Marcos. No sé si sobrevivirán o no. El hospital es un caos. Camas de extremo a extremo en todos los pasillos. La mayor parte son casos de accidente, unas cuantas heridas de perdigones, y todo esto. Fíjate, con sólo tres bajas causadas directamente por la guerra... tres casos de envenenamiento radioactivo.

—¿Radiación? —preguntó Randy—. ¿Por aquí? —de pronto la palabra tenía un nuevo e inmediato significado. Era ahora un vocablo siniestro de muerte acechante, como el cáncer.

—No. Refugiados de Tallahaasse. Me imagino que estuvieron marchando en coche por zonas gravemente afectadas. Calculamos en el hospital que recibieron de cincuenta a cien roentgens. De todas maneras, una dosis muy alta, pero no fatal.

—¿Recibimos radiacción, según tu criterio?

Dan meditó.

—Indudablemente, algo. Pero no creo que sea una dosis peligrosa. No hay ni un Geiger en la ciudad, pero sí hay un dosímetro en el hospital de San Marco y me imagino que recibimos lo que recibe San Marco. La mayor parte de las partículas radioactivas pierden poder rápidamente. Ya lo sabes. No es el cesio y el estroncio 90 o el cobalto o el carbono 14. Esos estarán siempre con nosotros.

—Por fortuna el viento sopla del este —dijo Randy y entonces quedó sorprendido por sus palabras. El peligro de la radiacción seguía allí y podía aumentar. Antes de que pasase este día los científicos habían estado preocupados con pruebas de armas nucleares, aún cuando efectuadas en áreas sin habitar y bajo rígidos controles. Ahora el peligro evidentemente resultaba muchísimo mayor, pero puesto que habían otros peligros más inmediatos —peligros que uno podía ver, sentir y oír— la radiacción se había convertido en cosa secundaria. No pensaba en su efecto sobre las generaciones futuras. Le preocupaba el presente. No estaba ejercitado con la caída boqueando de Tallahaasse por el ataque de Jacksonville. Se preocupaba por Fort Repose. Se imaginaba que se necesitaba un ajuste mental necesario para ayudar a la auto preservación. Como un nadador cansado luchando por llegar a la playa, no se preocupaba por morirse de hambre, después.

Cuando Helen llamó, bajaron y se sentaron en la mesa del comedor que, bajo tales circunstancias, parecía incongruente. La cena consistía sólo de sopa, ensalada y bocadillos, pero Helen había puesto la mesa con tanto cuidado como si Dan Gunn hubiese aceptado quedarse a cénar en una noche ordinaria. Cuando Ben Franklin se sentó. Helen dijo:

—¿No te lavas las manos?

—No, mamá.

La madre replicó:

—Bueno, pues, hazlo.

Y Ben desapareció y regresó con las manos lavadas y peinado. Escucharon la radio mientras comían, oyendo sólo las emisiones locales de San Marco a intervalos de dos minutos. Sus oídos eran sordos a los anuncios repetidos y sin importancia y a las prevenciones como los que viven junto a la costa dejan de oír al mar. Pero cualquier noticia nueva, o interrupción de la rutina, instantáneamente les ponía alerta y les hacía callar.

Varias veces oyeron un breve boletín: "Las autoridades de la Defensa Civil del Condado avisan a todo el mundo que no beba leche fresca que pueda haber estado expuesta a la caída de partículas radiactivas. La leche enlatada, o la leche entregada esta mañana antes del ataque, puede considerarse como inocua.

Dan Gunn explico que esta precaución probablemente era un poco prematura. Primariamente estaba diseñada para la.protección de los niños. El estreñido 90, con toda seguridad el más peligroso de todos los materiales caídos, destruía al calcio. Producía el cáncer de los huesos y la leucemia.

—Dentro de una semana o así la cosa será bastante difícil —dijo—. Todavía no puede serlo, porque las vacas no han tenido tiempo de ingerir en su forraje bastante estroncio 90. Sin embargo, cuando más pronto estos peligros sean anunciados, más gente se dará cuenta de ellos.

—¿Qué pasará con los niños? —preguntó Helen.

—La leche evaporada o condensada en latas es la respuesta... mientras dure. Después, la loche materna.

—Eso será un poco anticuado, ¿no?

Dan sonrió, asintiendo.

—Pero las madres tendrán que tener cuidado con lo que comen. —Miró la lechuga—. Por ejemplo, nada de verduras, ni lechuga, si su huerto ha recibido cenizas radioactivas. Lo malo es que uno no lo sabe, realmente, cuando su tierra o su comida es sana o no. Por lo menos sin un contador Geiser. Todos tendremos que vivir lo mejor que podamos día a día.

Ben Franklin miró hacia el techo, escuchando.

—¡Escuchen! —dijo.

Los otros lo oyeron, muy débil.

—Un reactor —dijo Ben—. Creo que do combate.

El sonido se desvaneció. Randy se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.

—Creo que sigue adelante —afirmó.

Helen dejó el tenedor sobre el plato Había comido muy poco.

—Tengo aue saber lo que pasa —dijo—. Es preciso. ¿No podríamos ir a ver a tu almirante retirado esta noche. Randy?

—Claro, podemos verle. ¿Pero qué hay de Peyton? No podemos dejarla sola.

Helen miró a Ben Franklin y el niño dijo:

—¡Eso es el lo que voy a convertirme... en un cuidador de niños, profesional?

Dan Gunn se levantó.

—Tengo que volver a la ciudad. He de pasar por la clínica y luego dormir un poco.

—¿Por qué no te quedas aquí esta noche, Dan? —le invitó Randy.

—No puedo. Me esperan en la clínica. Y, Randy, te traje este equipo de emergencia— —se volvió a Helen—. Ha sido una cena estupenda. Gracias. Tenía tanta hambre que me sentía débil. Pero no me daba cuenta.

Randy le acompañó hasta el coche.

—Esa pobre chica —dijo Dan.

—¿Peyton?

—No, Helen. La incertidumbre es lo peor. Se encontraría mejor si supiese que Mark estaba muerto. Te veré mañana, Randy.

—Sí. Mañana —volvió a la casa y se detuvo en el porche para mirar al termómetro y al barómetro. Este último estaba fijo, muy alto. La temperatura había bajado a trece grados. Esta noche haría más frío. Quizás marcase cinco grados de madrugada. Desde la otra parte del río, lejos, oyó el sonido de disparos. En esta quietud, y por la noche, y a través del agua, las detonaciones se oían kilómetros y kilómetros. No podía decir de dónde venía el sonido. Ni imaginar por qué, pero los disparos le recordaban a un centinela nervioso en su puesto disparando su carabina. Sonaba como una carabina, o una pistola automática.

Entró en la casa, con la cabeza baia y subió a su dormitorio y se nuso un jersey. Llamó a Ben Franklin a la sala de estar y Ben entró, seguido de su madre.

—Ben —dijo Randy—. ¿has disparado alguna vez una Distola?

—Sólo una, en el campo de tiro de Offutt.

—¿Y rifle?

—Disparé un 22. Soy bastante bueno en puntería.

—Está bien —dijo Randy—. Te voy a dar lo que es tu especialidad.

Se dirigió al armero. El Mossberg tenía adaptado un teleobjetivo de seis aumentos y un teleobjetivo no era bueno para disparar con viveza y difícil de usar por la noche. Bajo el Remington de palanca, un arma con punto de mira abierto, regalo de su padre cuando cumplió los trece años. Se lo entregó a Ben.

El muchacho lo tomó, complacido, hizo funcionar la palanca y miró dentro de la recámara.

—No está cargado ahora —anunció Randy—, pero desde este momento todas las armas de la casa estarán.cargadas. Espero que no tengamos nunca que utilizarlas, pero si se presenta un caso de emergencia no quisiera que nos faltase tiemoo oara cargar.

—Me olvidé decírtelo, Randy —dijo Helen—. No pude traer las diez cajas de municiones que querías, oero sí conseguí tres. Están en la cocina. Más tarde las traeré.

—Gracias —contestó Randy. Sacó un paquete de cartuchos de su caja de municiones y se lo entregó a Ben—. Carga el rifle, Ben —dijo—. Es tuyo ahora. No aountes jamás a un hombre a menos que trates de disparar contra él y nunca dispares si no piensas matar. ¿Comprendes eso?

Los ojos de Ben estaban desorbitados y su rostro muy serio.

—Sí, señor.

—Está bien, Ben. Ahora puedes cuidar a tu hermana. Volveremos dentro de una hora.

III

Cuando el contraalmirante Hazzard se retiró, se embarcó en lo que solía llamar «Mi segunda vida».

El y su esposa se habían preparado con cuidado para el retiro. Querían tener un huerto de naranjos como suplemento de su pensión y una cantidad grande de agua a la que mirar y en la que pescar. Mientras era todavía un oficial localizó aquel lugar en el Timucuan y lo compró por un precio razonablemente bajo. El agente de terrenos explicó con cuidado que el bajo precio incluía «negros por vecinos», refiriéndose a los Henri. Al mismo tiempo el agente gruñó renegando de los Bragg, que habían permitido a los Henri comprar su propiedad al borde del agua, en primer lugar, rebajando por tanto los valores a todo lo largo del río, según dijo.

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