Ay, Babilonia (16 page)

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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Ay, Babilonia
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Dan Gunn salió del cuarto de baño, secándose las manos.

—Tienes más problemas esperándote en tu cuarto —dijo Randy—. Una mujer que va a dar luz, o está a punto. La esposa de García.

Dan dejó caer la toalla al pie de la cama y subió la sábana tapando el cadáver.

—Todo el mundo propenso a tener un infarto de miocardio ha debido tenerlo ya —dijo—, y supongo que toda mujer que está esperando dar a luz en los próximos dos meses lo estará haciendo ahora. ¿Qué te pasa a ti, Randy?

—Peyton está ciega. Te acordarás de ella del año pasado, ¿verdad? La pequeña de Helen..., bueno, no tan pequeña..., once años. Sé que tienes mucho trabajo, Dan, pero...

Dan alzó sus inmensamnte largos y peludos brazos y exclamó:

—¡Oh, Dios! ¿Por qué? ¿Por qué esta criatura?

Parecía y sonaba como un rebelde profeta del viejo testamento. Parecía y sonaba como loco. Lo peor que podía imaginar Randy en aquel momento era que Dan Gunn perdiese su equilibrio mental.

—Eso nada tiene que ver —dijo Randy—. Eso fue estrictamente obra del hombre. Del que dejó caer la bomba sobre MacDill, o en algún lugar de la zona de Tampa. Peyton miraba hacia allá cuando estalló.

—Oh, el loco, destructor, asesino de niños, bastardo... ¡Esos hombres diabólicos, esos diabólicos y traicioneros individuos! ¡Dios los maldiga!

Utilizó la expresión como un juramento sincero y terrible y entonces los brazos de Dan cayeron y su cólera se esfumó. Visiblemente salió de aquel ataque de locura.

—Parece ser que se trata de una quemadura por destello de la retina —dijo—. Para el ojo humano es el equivalente de una película fotográfica con exceso de luz. Sus ojos se recuperarán.

Miró la forma del lecho.

—No puedo hacer mucho por los cardíacos. Este fue el tercero, aquí en el hotel. Quizás vivan los otros dos, durante una temporada. Es el miedo lo que les mata y el peor miedo es que tendrán un ataque y no i podrán llegar hasta un médico. Compadezco a todos los cardíacos de aquí, sin teléfono. Les compadezco, i pero no puedo ayudarles. Uno no tiene que preocuparse mucho de que las mujeres den a luz niños. Los tendrán esté o no presente yo y las posibilidades de que tanto la madre como el niño salgan con bien.

Y cogió el codo de Randy.

—Echemos un vistazo a la mujer de García y después veremos a Peyton Salieron de la habitación dejando al muerto, solitario.

Marie García dijo que los dolores le sobrevenían con intervalos de cuatro a cinco minutos.

—Será mucho mejor si puede dar a luz en su casa —contestó Dunn—. También para mí más fácil. Este v hotel no es sitio adecuado para tener a un niño. ¿Cree que podrá llegar?

Marie miró a su marido y asintió.

—¿Nos seguirá, doctor? —preguntó García.

—Iré tras de ustedes —prometió Dan. Ayudó a Marie a ponerse en pie. Apoyándose en John García salió ella, los labios apretados, aguardando la próxima arremetida de dolor, pero sin miedo.

Dan se metió en el cuarto de baño y salió con una botellita.

—Gotas para los ojos —dijo—. Cada tres horas. —Las metió en su maletín y entregó a Randy una caja de comprimidos—. Sedante. Un comprimido cada cuatro horas. Y dale un par de aspirinas en cuanto llegues a casa. Que se quede en una habitación oscura. Mejor aún, vendarla los ojos con un trapo negro. Mientras sepa que no puede ver, no esforzará los ojos. Y eso tampoco la asustará demasiado. Lo que da miedo es abrir los ojos y no ver. —Vas a venir, ¿no? —preguntó Randy.

—Seguro. En cuanto pueda. Tengo que ayudar a nacer a ese niño y después he de revisar la clínica... Dios sabe lo que me espera allí... y ver a Bloomfield. Sea como sea hemos de coordinar lo poco que podemos hacer. Pero en cuanto pueda iré a ver a Peyton. Realmente nada es posible que pueda hacer en su bien que tú no lo hagas ahora mismo. Y. Randy...

—¿Sí?

—¿Compraste lo que había en las recetas?

—No. No tuve tiempo.

—No te preocupes. Yo te lo daré. Llevaré el género cuando vaya a tu casa.

Salieron juntos del hotel. Una mujer gimoteante, la peluca rojiza torcida en su cabeza y con una boina mal puesta, se cogió al brazo de Dan. El se libertó. Ella trató de apoderarse del maletín. El la alejó y echó a correr.

Se separaron fuera. Randy cruzó la ciudad. El tráfico crecía. Los almacenes y tiendas que abrían temprano, los sábados, estaban atestados y habían grupos esperando a la puerta de otras tiendas y en las escaleras del banco. Todavía no se presentaba el desorden. Era una precipitación en comprar, como en la víspera de Navidad. En la esquina de St. Johns y Yelee vio a Cappy Foracre, jefe de policía de Fort Repose dirigiendo el tráfico. Se detuvo y gritó:

—Cappy, hay una mujer muerta en un accidente de River Road.

—Eso queda fuera de los límites de la ciudad —respondió con otro grito £appy—. No puedo hacer nada. Ya tengo bastante jaleo aquí.

Randy siguió adelante, sintonizando su radio a las frecuencias Conelrad, tratando de pillar noticias. Como antes, el canal 40, tenía soló un murmullo incoherente de voces lejanas, pero Happy Hendrix seguía radiando en la VSMF, de San Marco, en la sintonía 1240, aunque, obedeciendo las normas Conelrad no mencionaba el nombre de la emisora. El teletipo de la AP desde Jacksonville hablaba de una batalla mar y aire en la costa. El gobernador había dado a la publicidad una orden desde Tallahasse... todas las ciudades que pudieran ser objetivo de los enemigos tenían que ser evacuadas de inmediato; en las ciudades incluía Orlando y Jacksonville. No se hablaba de Miami ni de Tampa.

Randy se preguntó porque la orden de evacuación se producía en Tallahasse, en vez de salir del Cuartel General de la Defensa Civil. De la situación nacional no se daban noticias en absoluto. Hasta ahora parecía como si Florida pelease sola la guerra. Más que cualquier cosa Randy quería noticias... verdaderas noticias. ¿Qué había pasado? ¿Qué ocurría por todas partes? ¿Se había perdido la guerra? Si seguía luchándose, ¿quién ganaba?

En River Road adelantó a una docena de convictos, hombres blancos, con su uniforme azul y la tira blanca en la pernera del pantalón. Marchaban hacia Fort Repose. Dos de los convictos llevaban escopetas. Otro portaba una pistola metida en su cintura. Eso era malo. Pandillas de bandidos en la carretera en vez de guardias armados. Pero es que no habían guardias. No resultaba difícil imaginar lo que pasó. Algunos de los guardias eran hombres sádicos y tenebrosos, expertos en castigos extraordinarios y degradantes. Era probable que cualquier disposición de la autoridad del gobierno hubiera iniciado una revuelta de los prisioneros lanzándolos contra sus guardianes. Había un campo de trabajos forzados entre Fort Repose y Pasco Creek. Randy imaginó que aquellos prisioneros estaban siendo transportados por camión a la zona de confinamiento cuando se produjo el ataque nuclear. Al darse cuenta del caos, se revelarían y quizás asesinaron a los guardias obrando de manera casi instantánea.

Pasó por delante del coche siniestrado. El cuerpo de la mujer yacía junto a la carretera. El equipaje había sido saqueado. Vestidos, zapatos y ropa interior relucían en la cuneta. Un pijama de seda rojo colgaba de una baja palmera, triste gallardete para marcar el ñnal de unas vacaciones.

Cuando Randy llegó a su casa, el Chevrolet de Florence Wechek salió de su jardín. Le gritó:

—¡Eh, Florence!

Florence frenó. Alice Cooksey la acompañaba en el coche.

—¿Dónde van? —preguntó Randy.

—A trabajar —contestó Florence—. Llego tarde.

—¿No saben lo que ha pasado?

—Claro que sí. Por eso es muy importante que abra mi oñcina. La gente tendrá que enviar toda clase de mensajes. Esto es una emergencia, Randy.

—Seguro que sí —afirmó Randy—. Camino de la ciudad se encontrarán con algunos convictos. Están armados. No se detengan.

—Tendré cuidado —prometió Florence. Alice sonrió y agitó la mano. Reanudaron la marcha.

IV

El viernes por la noche Florence y Alice habían abierto una botella de jerez, un gesto desacostumbrado, permaneciendo levantadas hasta pasada la medianoche, intercambiando confidencias, opiniones y murmuraciones. Como resultado, Florence se olvidó de poner el despertador y las dos mujeres se durmieron. Las explosiones lejos hacia el sur las despertaron, pero hasta algún tiempo más tarde, cuando vieron el resplandor en el firmamento, no se le ocurrió a Alice poner la radio y por último comprender por las noticias lo que estaba sucediendo.

De inmediato, Florence quiso salir para su despacho. No teniendo parientes cercanos y acercándose a una edad más allá de la que no podía esperar razonablemente una propuesta de matrimonio ni siquiera que la mirasen dos veces ni los viudos solitarios o los solterones maduros; toda su vida la centraba en la oficina. Western Union no esperaba que abriese la estación hasta las ocho, pero llegaba de ordinario un poco temprano. Por las tardes ella temía el descenso brusco de las últimas horas del día, que al final, sobre las cinco, guillotinaba su jornada de trabajo. Después de esa hora nada la aguardaba excepto los tórtolos, los pececitos de colores y el precario viaje de regreso a siglos más románticos mediante el vehículo de las novelas históricas. En el despacho era parte de un mundo atareado y excitante, un lazo necesario de comunicación en los negocios de gran importancia de los demás. En este día de crisis, ella tenía que ser la persona más importante de Fort Repose.

Sin embargo, dejó que Alice la convenciese para no partir en seguida. Para ser una mujer tan avispada Alice parecía notablemente valiente y fría. Alice destacó que Florence debería de soñar antes porque necesitaría de todas sus fuerzas y pudieran pasar muchas horas antes de que tuviese oportunidad de comer. Y Alice se ofreció voluntaria para acompañarla a la ciudad, aunque Florence insistió en que no era necesario.

—¿Quién va a leer, hoy? —preguntó—. ¿Quién va a molestarse en ir a la biblioteca?

—Quizás muchas buenas personas deseen leer —contestó Alice—, una vez descubran que los folletos de la Defensa Civil están almacenados en la biblioteca. No es que probablemente sea de mucha ayuda esa literatura ahora para ellos, pero quizás si les sirva de algo. Bubba Offenhaus decía que ocupaban mucho espacio en su oficina. Así que me ofrecí para guardarlos.

—Fuiste previsora.

—¿Eso crees? Cuando dos navios van en rumbo de colisión y los timoneles infiexivamente mantienen ese rumbo, habrá choque. No es preciso ser previsora para darse cuenta.

Y Alice sugirió que sería prudente para ellas utilizar su tiempo y recursos en comprar provisiones mientras estaban en la ciudad.

—Conservas será lo mejor, me parece —dijo—, porque si la luz eléctrica desaparece, no habrá refrigeración posible.

—¿Y por qué tendría que suspenderse el suministro eléctrico? —preguntó Florence.

—Porque la energía de Fort Repose viene de Orlando.

Florence no entendió por entero este razonamiento. No obstante, siguió el consejo de Alice, poniendo en la lista elementos esenciales que necesitarían, llenando cubos y la bañera de agua, antes de marcharse.

Florence y Alice pasaron por delante de la mujer muerta y del saqueado coche, en su camino a la ciudad. Eso las asustó. Pero, cuando más adelante, Florence vio el grupo, de convictos y a dos de ellos armados, colocándose en el centro del camino para indicarle que parase, pisó el acelerador. El coche se lanzó en una velocidad que en su vida la mujer se había atrevido a emplear nunca. En el último segundo los dos individuos se pusieron a salvo y los otros sacudieron los puños, moviendo la boca, pero sin que pudieran oír sus maldiciones. Florence no disminuyó la marcha hasta llegar a Marines Park. Dejó a, Alice en la biblioteca. Aparcó detrás de Western Union, que ocupaba una fachada de seis metros en un bloque de tiendas de un solo piso de Yulee Street. Sus dedos temblaban y notaba torpes las piernas. Pasaron varios segundos antes de que su corazón recobrase el ritmo normal y encontrase valor bastante para entrar en su despacho. Catorce o quince hombre y mujeres, algunos de ellos forasteros, se agruparon tras ella.

—¡Un momento! ¡Sólo un momento! —dijo Fio— rence y se atrancó tras la protección relativa del mostrador.

Era la primera mañana en muchos años que llegaba tarde y asi, hoy, precisamente, esperando a la puerta, había más clientes de los que podía esperarse por costumbre en todo el día. Además, los sábados, Gaylord, su repartidor negro, tenía el día libre. Su bicicleta estaba en la parte trasera de la oficina.

—Ahora tendrán que esperar —volvió a decir—, mientras abro las líneas.

Fort Repose era una de las docenas de pequeñas ciudades de circuito local que se originaba en Jacksonville y terminaba en Tampa. Florence puso en funcionamiento su teleescritor y anunció: «AQUI FR VOLVIENDO AL SERVICIO».

Al instante la máquina respondió desde JX, que era el indicativo de Jacksonville: «ESTA USTED LIMITADO ACEPTAR Y TRANSMITIR SOLO MENSAJES DE URGENCIA OFICIAL DE DEFENSA. HASTA OTRO AVISO. NO SE ACEPTAN MENSAJES PARA PUNTOS AL NORTE DE JACKSONVILLE».

Florence acusó recibo y preguntó a Jacksonville: «¿ALGO RECIBIDO?».

JX dijo con sequedad: «NO. FI TAMPA ESTA AFUERA. HA SIDO ORDENADA LA EVACUACION DE JX, PERO SEGUIREMOS HASTA QUE LA DEFENSA CIVIL LLEGUE».

Florence se volvió a sus clientes de detrás del mostrador, empezó a hablar y se vio abrumada por las demandas:

—Estoy esperando un giro de Chattanooga esta mañana. ¿Dónde está?... Quiero que envíe esto a Nueva York en seguida... ¿No puedo mandar un telegrama desde aquí? Mi marido está en Londres y cree que yo me encuentro en Miami y no es verdad. ¿Cómo se llama esta localidad?... Esto es un mensaje muy importante. Traté de telefonear a mi agente y todas las líneas están cortadas. Es una orden de venta y quiero que la envíe en seguida. Le daré una buena propina... Ni siquiera puedo telefonear a Mount Dora. ¿Puedo enviar un telegrama desde aquí a Mount Dora?... Si pido dinero a Chicago, ¿cuánto cree que tardará en recibir respuesta?...

Florence levantó las manos.

—Por favor, silencio..., así está mejor. Lo siento, pero no puedo tomar nada, excepto mensajes oficiales de urgencia, de defensa. De todas maneras, nada puede llegar más lejos que Jacksonville.

Vio la transformación de sus rostros. Habían estado ceñudos, decididos, irritados. De pronto sólo estaban asustados. La mujer cuyo marido estaba en Londres murmuró:

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