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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (10 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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—¡Por favor! —Gair apretó con fuerza los dientes. «Sé luz y consuelo para mí.» Si pudiera estirar las piernas, plantar los pies, que apenas sentía. «Ahora y en la hora de mi muerte.»—. Pero ¿qué queréis?

—Tan sólo respuestas a nuestras preguntas, Gair. —Vozsuave sonaba resignado—. Danos los nombres.

—No conozco ningún nombre —replicó Gair, casi sin aliento. El sudor le cubría la piel. Cómo le dolían los hombros, por la diosa—. No hay nadie más.

A su espalda oyó un culebreo serpentino, cuero desenrollado sobre piedra. Se le secó la boca. Cuando intentó tragar, la garganta emitió un chasquido.

—¡No sé qué queréis que os diga!

Entonces restalló el látigo y la espalda le ardió.

Gair se espabiló de pronto, con el corazón latiéndole con fuerza en la garganta. Por los santos, apenas podía recuperar el aliento. El miedo le atenazaba los pulmones, y tamborileaba en sus oídos. Una sombra se movió a su lado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Alderan.

Gair asintió, pues no quería hablar. La brisa nocturna le había helado el cuello empapado en sudor. Al incorporarse, se apoyó en las rodillas y esperó a que su pulso recuperase el ritmo normal.

Alderan sacó de las alforjas una botella de agua que tendió a Gair.

—Ten, bebe.

—Gracias. —Le supo a cuero, pero al menos le hizo olvidar el sabor que tenía en la boca.

—Puedo darte algo para ayudarte a dormir.

«Déjame en paz.»

—Estoy bien.

—Necesitas descansar, Gair. Te he visto la espalda. Te han despellejado como una alfombra qilim.

«Lo sé.»

—He dicho que estoy bien. —Gair tomó otro sorbo de agua.

—Si cambias de opinión, sólo tienes que decírmelo.

«No lo haré.»

—Lamento haberte despertado.

—No importa. De todos modos tenía que levantarme.

Alderan le dio una palmada en el hombro y se dirigió hasta unas matas, de donde surgió al cabo el sonido de una vejiga aliviada. Cuando hubo terminado, volvió a su sitio y se cubrió con la manta sin decir palabra.

Gair dio otro sorbo y contempló el páramo. Tres días y un centenar de millas entre él y la ciudad santa, medio camino recorrido hasta la frontera belisthana, y seguía sin ser capaz de dejarlo atrás. Se frotó los ojos. Le sería imposible conciliar de nuevo el sueño. Era esa hora de la noche. Lumiel, la segunda luna, apenas se había inclinado hacia el amanecer; era la hora favorita de los interrogadores, el momento que media entre Segunda y la salida del sol, cuando la bajamar tira de las aguas del alma, cuando la resistencia es menor. Ese momento de la noche en que los sueños se antojan más reales.

Se miró la mano hinchada y probó a doblar los dedos. Ya no parecía dolerle tanto, pero tenía menos fuerza con la mano que una salchicha cruda. La huida a caballo no había facilitado las cosas. Qué cansado estaba, por los santos. Cansado, dolorido y a la deriva en plena oscuridad, aguardando aún la llegada del alba.

—Si todo va bien llegaremos a Belistha a finales de semana —dijo Alderan a la mañana siguiente, cuando volvió a ensillar el bayo—. Unas tres semanas de allí a Mesarilda, si el tiempo acompaña.

Gair gruñó mientras se las ingeniaba para poner los arreos. Podía cinchar con una mano en cuanto pasaba la correa por la hebilla, pero era precisamente eso lo que suponía un problema. Un insecto le hizo cosquillas en la frente. Soltó la cincha y dio un manotazo para espantarlo, pero el cosquilleo se volvió más intenso, como si tuviera insectos bajo la piel. Lanzó un juramento.

—Alderan, siento la presencia del cazabrujos. —Gair se envaró para echar un vistazo en torno al páramo, en dirección a Dremen. Brezo rojo y aulaga. Las colinas rocosas asomaban del blando terreno como huesos a través de una manta podrida. No vio indicios de persecución—. No veo a nadie.

—Aquí estamos muy lejos de la jurisdicción de Goran —aseguró Alderan sin demasiada convicción.

—¿Por qué sigue husmeando ese cazabrujos?

Gair se volvió hacia el paciente caballo e hizo un esfuerzo por poner las cinchas entre juramentos de frustración.

—Tómatelo con calma, muchacho, tranquilo. Deja que lo haga yo.

—Puedo apañármelas solo —gruñó Gair, que a la tercera logró ajustar la lengüeta de la hebilla en el agujero correspondiente.

«¡Por fin!», pensó antes de tomar las riendas y montar. Miró en torno del campamento para asegurarse de haber dejado el menor rastro posible. Habían dispersado las piedras que reunieron para cercar el fuego y prensado el terreno. En uno o dos días la hierba volvería a cubrirlo todo. Era cuanto podía hacerse.

—Quiero alejarme de aquí, Alderan —dijo—. Cuanto más lejos, mejor.

—De acuerdo, lo entiendo —aseguró el anciano en tono conciliador, abrochando la última correa de las alforjas. Se encaramó a la silla—. ¿Aún sientes su presencia?

Gair asintió.

—Débil, pero sigue ahí.

—Es persistente, eso se lo concedo. Goran debe de haberle pagado con generosidad.

Cuatro días más tarde, una piedra del camino, erosionada por el viento, fue el único indicio de que habían franqueado Dremenir para adentrarse en la zona más meridional de Belistha. A Gair el paisaje le recordó a Leah, más concretamente al pie de las colinas de Laraig Anor. Había viajado legua a legua hasta aquel lugar cuando apenas era un muchacho subido a un poni recio, atento al paso de las estaciones: del invierno a la primavera, del verano al otoño. Se apresuró a apartar de la mente esos recuerdos. Nada bueno resultaría de aferrarse a ellos. Ya no había nada en Leah que le perteneciera.

Los caminos principales estaban atestados de caravanas. Levantaban inmensas nubes de polvo que lo cubrían todo de una capa de arenilla en media legua a la redonda. Alderan dejó atrás el camino principal, en favor de otros más estrechos que serpenteaban a través de cotos de caza hasta alcanzar verdes llanuras. Tres semanas después de partir de Dremen, tomaron el amplio camino imperial al llegar a Flota, en Arennor, y luego giraron hacia el sur, en dirección a Mesarilda. Tras dos días de camino, Gair sintió primero el hormigueo y luego los pinchazos que de nuevo delataban la cercanía del cazabrujos.

—Está más cerca —dijo.

Alderan apartó la vista del fuego donde había puesto a calentar un puchero de estofado. Había demostrado ser un cocinero razonablemente bueno, capaz de improvisar deliciosas comidas a partir de los ingredientes que dispusiera en cada momento o de lo que pudiera cazar por ahí, como esa liebre, sazonada con un puñado de hierbas que había recogido de camino.

—¿Nuestro amigo de la mirada acuosa? —Y cuando Gair asintió—: ¿Sabrías decirme dónde está?

Gair se puso en pie y giró lentamente a su alrededor, contemplando las imponentes hayas que bordeaban el campamento. La sensación se intensificó un poco cuando encaró el noreste. Señaló.

—Hacia allí.

—¿Alguna idea de a qué distancia está?

—No. Pero está cerca, o aprieta el paso.

—¿Cómo lo sabes?

—No lo sé. Lo intuyo. —Se volvió al ver que el anciano no decía nada, y lo encontró contemplando el puchero como si la salsa se hubiera espesado, inmóvil con la cuchara en la mano—. ¿Alderan?

—La cena está lista.

—Alderan.

Le tendió un plato de estofado, junto a una hogaza de pan.

—Acabas de señalar en dirección a Dremen, sin desviarte un milímetro —aseguró el anciano—. Me encantaría saber qué hiciste para que Goran se haya tomado tantas molestias. ¿No lo pillarías metiéndole mano a un monaguillo, o algo por el estilo?

Gair se sentó con el plato en el regazo.

—Hasta que se presentaron los cargos apenas sabía de quién se trataba. —Empujó la carne por el plato, en busca de apetito, recordando el restallido del látigo. Los sueños no habían cedido—. Después, cuando supervisó mi interrogatorio, tuvimos ocasión de conocernos mejor.

—¿Eran sus interrogadores? —preguntó Alderan.

—Eso creo.

—No me sorprende. ¿Lo sabe Ansel?

—No tengo ni idea. —«No quiero hablar de ello», pensó.

—Avisa si vuelves a notarlo. —Alderan señaló el plato intacto—. ¿Vas a comerte eso?

A la mañana siguiente había desaparecido la presencia del cazabrujos. En torno a mediodía, hicieron un alto a la sombra de una arboleda. Gair ató los caballos a un árbol y se subió a una valla para sentarse junto a Alderan. El verano había madurado en otoño y había empezado la siega. Las hoces resplandecían en los campos, y los tresnales se repartían en las laderas, adelantándose a los nubarrones que se amontonaban en el borde del valle.

—¿Habías viajado tan a poniente, muchacho?

El anciano le tendió una botella de agua.

—No. Nunca fui más allá de Dremen.

Gair bostezó.

—No parece muy distinto, ¿verdad? Una granja es una granja, aquí o a seiscientas millas de distancia. Eso es lo que llevamos recorrido, puede que un poco más. El resto lo haremos en barco. Tomaremos una falúa que nos lleve de Mesarilda a Puertos Blancos, y luego navegaremos rumbo a las islas.

—¿Cuánto tardaremos? —Gair ahogó otro bostezo.

—Tendríamos que llegar para San Simeón. ¿Cansado?

—Un poco.

—¿Duermes bien?

—Como un tronco.

Alderan lo miró de soslayo.

—¿Y qué tal si me dices la verdad?

La verdad era que había vuelto a soñar, tal como hacía casi todas las noches. A veces despertaba de esos sueños bañado en sudor, el cuerpo tenso para encajar el golpe. En ocasiones, como la pasada noche, soñaba con los ojos de lechón de Goran, que relucían mientras él echaba atrás el cuero pesado.

—No muy bien —admitió Gair—. Mejor de lo que solía, pero no muy bien.

—Llevará su tiempo.

—El aire fresco ayuda. La luz del día.

—¿Te tuvieron a oscuras?

—La celda estaba forrada con planchas de hierro. Apenas podía ver lo bastante para evitar orinarme en los pies. —Gair puso el corcho en la botella y se la devolvió—. ¿A cuánto estamos de Mesarilda?

—Llegaremos a tiempo de cenar. Se asienta en el próximo valle.

Al cabo de una hora, el camino los llevó al borde de un amplio valle poco profundo, bisecado por un tremulante trecho del Gran Río. Sobre una roca con forma de cuña situada en la confluencia con el río Awen, se alzaba una enorme fortaleza sobre las cimas del acantilado, como alumbrada del vientre de la tierra. Por la cara posterior del acantilado caía en cascada la ciudad, envuelta por hileras e hileras de murallas, como si Mesarilda y su expansión se hubieran visto forzadas a aflojar agujero tras agujero del cinturón. Gair dejó descansar el caballo en el camino y contempló el lugar con los ojos muy abiertos.

—¡Es enorme!

—Cada vez más. —Alderan señaló las diminutas figuras que subían por la cicatriz parda que habían dejado los recientes terraplenes—. Mira, la muralla exterior no tiene más que doscientos años y ya están excavando los cimientos de la siguiente.

—¿Para qué?

—La diosa sabrá. No ha habido guerra en Elethrain en novecientos años. Supongo que es para dar trabajo a los albañiles. ¿Estás preparado para marchar?

Gair espoleó al caballo.

—¿Pasaremos la noche allí?

—Probablemente. Depende de si encontramos pasaje en la siguiente falúa. ¿Por qué?

El joven se encogió de hombros antes de responder.

—Es la capital. Es la primera vez que la visito.

—Ésa es tan buena razón como cualquier otra. Vamos.

Costaba determinar dónde empezaba Mesarilda. Algunas casas bordeaban el Camino Norte, a medida que discurría hacia el valle en dirección sur, y luego había algunas más, antes de las calles laterales, las fondas, las caballerizas y los establos. Al cabo fue imposible ver la campiña que rodeaba los edificios. El olor a tierra y heno fue sustituido por el de humo y basura. Las casas se fueron apiñando, cada vez más altas, de hasta tres, incluso cuatro plantas. Los ciudadanos más prósperos podían permitirse decorar las ventanas con vidrieras, algo que Gair sólo había visto antes en iglesias. En Leah, las ventanas eran marcos de plomo sin adornos, con recias contraventanas para mantener a raya las tormentas. Nunca las había considerado ornamentos, sino elementos funcionales.

Alderan permaneció impasible ante la asombrosa extrañeza de la urbe, y mantuvo un aire ligeramente aburrido, confiado, mientras Gair no podía evitar mirarla con asombro, como un patán. Intentó imitar la compostura del anciano, pero le resultaba imposible cuando cada recodo del camino ofrecía algo nuevo a su mirada. Edificios con columnatas que enmarcaban amplias plazas con fuentes donde se amontonaba el gentío. Estatuas con las manos levantadas, rogando la bendición de la diosa, o mirando con arrogancia en dirección al horizonte, junto a avenidas bordeadas por árboles de amplias hojas, a cuyos pies crecían flores con más colores de los que podía enumerar. Mirar, mirar era lo único que podía hacer para evitar quedarse boquiabierto.

Para cuando llegaron a la tercera puerta de la ciudad, una espaciosa arcada de rojizo granito elethrainiano, la tarde menguaba y su paso se había reducido a una marcha lenta. El montón de gente que los precedía hizo que los empujones en la puerta de Anorien, en Dremen, semejaran la cola que se hacía para comprar el pan, pero al cabo de un buen rato salieron a un prado. La masa de gente raleó a medida que algunos tomaron un camino y el resto otro, hasta que todas las espaldas con las que Gair había acabado familiarizándose durante la larga espera habían desaparecido como gotas de lluvia en la corriente de un arroyo.

Alderan condujo el caballo a la izquierda, hacia una calle lateral. Gair lo siguió.

—¿Adónde vamos?

—Es tarde y ya no podremos sacar pasaje, así que tenemos que encontrar un lugar donde pasar la noche.

—¿Aquí arriba? ¿Por qué no nos acercamos a los muelles?

—Porque prefiero no compartir el lecho con criaturas que tienen más patas que yo. Ahí abajo hay ratas del tamaño de un terrier.

—¿Ratas? —A Gair le rugió el estómago.

—Salen de las embarcaciones que transportan grano. Son enormes, llenas de pulgas.

—Comprendo. —Se sintió mareado.

Alderan se volvió para mirarlo.

—¿No me dirás que te dan miedo las ratas?

—No, miedo no. No es eso, pero… —Gair tragó saliva ruidosamente. Le vino a la mente el recuerdo de rincones oscuros y malolientes, y de un niño que tropezaba y caía de cabeza en un nido de invisible pelaje que chilló y chilló y le mordió. Sintió un escalofrío—. Simplemente no me gustan.

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