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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (6 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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—Gair, no tiene sentido. Con su ayuda serían capaces de seguirte el rastro a cientos de millas a la redonda. Olvídalo.

—No. —El caballo movió la cabeza a un lado—. No puedo permitir que me alcancen. Tengo que dejarlos atrás.

El alazán no era un caballo de batalla, pero era firme y fuerte. Gair lo espoleó. La voz de Alderan, que pronunciaba su nombre, quedó atrás. No estaba dispuesto a retroceder.

—¡Alto en el nombre de la diosa! —voceó de nuevo el capitán.

Gair hizo caso omiso, acarició con los tacones el costillar del caballo y echó el peso del cuerpo hacia adelante, con la espada cruzada sobre el lomo del animal. Tan sólo disponía de una oportunidad para enderezar la situación. Moriría si fracasaba. Acabaría ensartado en una lanza, o ardiendo en la hoguera. No había nada que pensar.

Al frente, los caballeros permanecían sentados en la silla con aire indeciso. Eran pocos para bloquear con seguridad el camino, y demasiados para apartarse. Cuando el capitán le gritó de nuevo que se detuviera, Gair puso el caballo al galope y miró el hueco que separaba al segundo del tercer caballero. Las lanzas vacilaron a medio camino de verse puestas al ristre, y los guanteletes aferraron las riendas, pero para entonces ya era demasiado tarde. Entre gritos feroces cargó a través de la línea, camino abajo, ¡y logró atravesarla!

Más caballeros cubiertos con cota de malla doblaron al galope el siguiente recodo. Habían acodado las lanzas. Gair tiró de las riendas con tal fuerza que el alazán estuvo a punto de acabar sentado en el camino, y luego lo obligó a volver por donde había llegado.

«Santa madre, no quiero morir.»

Un trecho de roca partía del camino, fracturada hasta adoptar la forma de una escalera tosca. Llevó hacia allí el caballo y hundió los talones en los costados. El alazán pisó el primer peldaño, luego el otro; Gair levantó su peso de la silla para ayudarlo. Otro salto, las herraduras resbalaron, la aulaga tiró de las botas de Gair. Levantó la vista hacia la cresta, donde vio más caballeros.

Un temor ciego se crispó como un puño en el estómago de Gair. No tenía dónde ir. Los caballeros avanzaban, y la trampa que el mastín de Goran le había tendido estaba a punto de cerrarse sobre él. Al indultarlo, Ansel se había arriesgado por nada a despertar las iras de la curia.

De pronto reverberó en sus oídos una nota aguda.

4

EL GUARDIÁN DEL PORTAL

M
asen exhaló poco a poco, y el aliento trazó una espiral en el aire gélido, hasta desaparecer en las ramas desnudas de los árboles que lo rodeaban. Tenía que ser cuidadoso, no hacer el menor ruido, o su presa le oiría a pesar del rumor de las aguas del río. Aquel ciervo tenía un oído excepcional, incluso para un animal de su especie. No le extrañaba que no se hubiese dejado atrapar durante tanto tiempo.

Lo vio andar a través de los árboles, al frente, un fugaz resplandor blanco entre los oscuros troncos salpicados de nieve. El animal se hallaba muy lejos de su hogar. Ese bosque se extendía a lo largo de las montañas Brindling desde an-Archen meridional hasta Astolar, a mayor altura que las llanuras, casi hasta la línea que delimitaba las nieves. No era territorio para los ciervos, sobre todo para uno que luciera semejante cornamenta. Los ciervos sobrevivían gracias a su astucia y velocidad; no escogían un terreno tan accidentado como aquél, donde era fácil tropezar, ni cubierto de una vegetación tan densa, pues podían trabarse la cornamenta. Fuera lo que fuese lo que lo había llevado allí, le causaba tal pavor que el ciervo había desoído su instinto.

Masen ajustó imperceptiblemente la posición, basculando el peso de un pie al otro. Hubiese jurado que no había hecho ruido, pero el ciervo le oyó y salió disparado. Las pezuñas golpearon la piedra, chapoteando en el agua. En fin, si estaba alertado de su presencia allí, podía permitirse el lujo de no mostrarte tan cauto. Sacudió la red y se encaminó en dirección al río.

El ciervo estaba plantado sobre un montón de grava que asomaba del agua. Su piel relucía bajo los débiles rayos del sol, y cada una de las veinte puntas de la cornamenta resplandecía con luz argéntea. Lo miraba fijamente con los ojos azul marino muy abiertos, húmedos los orificios nasales mientras olfateaba su rastro.

Masen dio unos pocos pasos más para alcanzar la orilla. Mantuvo la red suelta en la mano derecha. El ciervo movió bruscamente la cabeza, como advirtiéndole, y el sol se reflejó fugaz en la cornamenta. Diecinueve puntas, no veinte; una la tenía rota y el resto cubierto de surcos y cicatrices de muchas batallas. «Es de los astutos», pensó el cazador. Había escogido enfrentarse a él en el punto del canal más hondo del río, donde el agua fluía con rapidez, y la oscuridad y el hielo salpicaban la piedra. A su espalda tenía los bajíos, en la parte exterior del meandro, preparado para una huida rápida. Masen sonrió. Astuto, sí.

Visto de cerca todavía era más imponente. Tenía una osamenta mejor perfilada que la de un venado de la montaña, pero no menos fuerte, con un pecho abultado que contenía unos pulmones que le permitían correr mucho tiempo, y fuertes caderas que lo impulsaran hacia adelante. La cabeza bien alta, las orejas atentas al menor ruido. Todos y cada uno de los músculos bajo la piel blanca dispuestos para escapar con rapidez. Allí no podía permitirse el lujo de cometer errores.

Lentamente, Masen cambió la red de mano para descolgar el arco y el carcaj. El ciervo resopló y dio un pisotón, echando guijarros al agua. Con mucho cuidado, colgó las armas de la rama de un árbol cercano y levantó la mano, apartándose de ellas. El ciervo movió la cabeza para mantenerlo en su campo de visión, todo ello sin dejar de mover las orejas. Un jabalí había enseñado a Masen que nunca debía subestimar a los animales. Cada vez que se desnudaba, la cicatriz del muslo le servía de recordatorio.

La brisa arrastró hasta él el olor del animal. Olía como cuando estaban en celo, y un sudor rancio le cubría el pelaje, el acre rastro del miedo. Se puso a hablar con un tono suave. No importaba lo que dijera, porque el ciervo no iba a responder; lo importante era el tono. Masen murmuró sinsentidos, tarareó fragmentos de canciones de cuna, cualquier cosa que le cruzara por la mente y sonase tranquilizadora. El ciervo hizo a un lado parte de la tensión. Distrajo la mirada fija un instante, y luego otra vez cuando se arriesgó a observar a su alrededor. Masen se agachó un poco más para ofrecer un aspecto menos amenazador, más insignificante, pero sin descuidar la red. El ciervo movió la cabeza en dirección al agua y sacó un instante la lengua púrpura. Estaba sediento, y el olor del agua podía con la precaución.

Cuando se agachó para beber, Masen se arrojó sobre él. Estiró las piernas y se lanzó con los brazos muy abiertos. La invisible red del canto cubrió volando el río, extendiéndose, cayendo, empujada por su voluntad. El ciervo levantó la cabeza, pero lo hizo demasiado tarde. La red se enredó sobre él; al cabo de unos instantes, se trabó en la orgullosa cornamenta y estorbó las patas del animal, que cayó de costado en la grava, donde baló frenético. Tenía los ojos en blanco, presa del pánico.

Masen saltó al montón de grava en mitad del agua y se inclinó sobre la presa.

—Shh, shh —murmuró—. No pretendo hacerte daño. He venido para llevarte de vuelta a casa.

Le acarició el lomo, tensa la red cuando introdujo la mano bajo ella. Tenía que hacerlo con cuidado para no dejar la mano en un mismo lugar durante mucho tiempo, ya que el ciervo tenía la piel fría como la nieve. Jadeaba y tensaba la red, mientras golpeaba la grava con las pezuñas grises.

—Descansa, mi príncipe. Todo va a ir bien.

Cerró los ojos negros. Reposó la cabeza en la piedra, respirando trabajosamente por los orificios nasales.

—Así, así. Todo va a ir bien, te lo prometo.

Masen sintió su cercanía como una sacudida en el aire, casi como si alguien se le hubiera acercado canturreando. No oyó más sonido que el del río, ni pisada alguna sobre el lecho de hojas, pero a su espalda el mundo había cambiado de forma, y fue consciente de la presencia del cazador.

Por si acaso, Masen preparó un escudo defensivo antes de ponerse en pie.

—Te estoy viendo, humano —oyó.

Se dio la vuelta. Vio el arco de cuerno a la altura de su pecho, y la punta de la flecha resplandeció como el hielo. El cazador se encontraba medio oculto en las sombras que caían en sentido contrario respecto a lo que hubiera dictado la posición del sol, proyectadas por enormes árboles que no se parecían a ningún otro de los que se alzaban en el bosque que los rodeaba.

—Mi señor. —Masen se inclinó—. Sé bienvenido.

—Tienes algo que me pertenece. Devuélvemelo.

—Lo devolveré a su reino, puesto que no pertenece a este lugar, pero no te lo confiaré a ti. No incumpliré la ley.

—¡Dámelo!

El cazador dio medio paso al frente hasta quedar iluminado por un rayo de luz. Unos ojos verdes de mirada fiera observaban a Masen desde el otro extremo del asta de la flecha, y la brisa sacudió la melena trenzada del hombre sobre los hombros. Masen le sostuvo la mirada.

—Tienes que respetar la ley de la caza, mi señor.

—Dame el ciervo, humano, o acabaré contigo.

—No, mi señor, no lo haré. Esa flecha tuya no franqueará la frontera que separa tu reino.

—Pues el ciervo lo hizo.

—El ciervo encontró un portal que atravesó por error. No hay ninguno por aquí.

El cazador maldijo entre dientes y bajó el arco, aflojando la tensión de la cuerda. Sin embargo, mantuvo la mirada amenazante.

—Llevo días siguiendo el rastro del ciervo. Lo tuve a tiro junto a la cascada, al alcance de la mano.

—Ya tendrás ocasión de cazarlo, de tenerlo a tiro de arco. No voy a obsequiarte tu presa.

—Eso te granjearía el favor de la reina.

—No busco el favor de tu reina, tan sólo quiero que se cumplan las leyes de la caza. Yo las acato, igual que tú.

El ciervo sacudió la cabeza a los pies de Masen. La reluciente y medio invisible red tejida por el canto presionaba la gruesa piel del animal que lo protegía de los rigores invernales. Sabía que la muerte andaba al acecho y forcejeaba con todas sus fuerzas para emprender la huida.

El cazador se relajó antes de devolver la flecha al carcaj de cuero que le colgaba del hombro. La ropa raída, verde, se fundía con el fondo sombrío del bosque que los rodeaba.

—De acuerdo, guardián del portal. Accedo. Pero la reina se enterará de lo sucedido.

—Estoy seguro de que lo hará —dijo Masen—. Éste es un ciervo real, uno de sus animales protegidos. Cazadores más grandes que tú han pretendido darles caza y han fracasado. Te sumas a una gloriosa compañía, mi señor.

El cazador lanzó un gruñido. Acercó la mano a la cintura y arrojó un cuchillo al pecho de Masen. La hoja se detuvo bruscamente con un destello de luz blanquiazul, como una chispa del yunque de la mismísima diosa. El cazador compuso una mueca, se dio la vuelta y se desvaneció en el bosque.

Masen extendió la mano hacia el cuchillo suspendido en el aire con la palma abierta en paralelo a la barrera invisible. La punta del cuchillo le rascó la piel, no lo bastante para herirlo, pero firme como un punzón que atraviesa una manta. Frunció el ceño. No tendría que haber sentido nada en absoluto. El cuchillo debió de caerse a los pies del cazador, no quedarse ahí flotando. Eso sólo podía suponer una cosa. La frontera se debilitaba.

Un escalofrío culebreó en la boca de su estómago. Hacía muchos años que el Velo no se debilitaba de ese modo. No desde la incursión. Había algunas fracturas en ciertos puntos, pequeños rasgones que vertían al mundo un poco del Reino Oculto, igual que un saco de grano derrama maíz con cuentagotas; sin embargo, era fácil barrerlo y remendarlo. Desde que se había convertido en guardián del portal no había visto nada que pudiera compararse. En ese preciso lugar, el tejido del Velo raleaba.

Observó la daga del cazador. Larga y lisa, la hoja estaba hecha de gélida luz azul con signos mágicos grabados. Desaparecieron ante su mirada hasta volverse ilegibles, y luego el cuchillo se disolvió en humo. Dejó de notar la presión en la mano.

Masen se sirvió del canto para tantear la escurridiza factura de la frontera en busca de un rasgón. No había hebras rotas, pero sí una distorsión provocada por la punta del cuchillo, como una zarza en el tejido de una camisa. Lenta y cuidadosamente entrelazó el delgado hilo del canto y alisó después el tejido. La luz desapareció al apartarse.

El ciervo se revolvió a sus pies. Su respiración se volvió más mesurada, pero tenía los ojos abiertos, vueltos hacia la orilla. Masen cobró la red con destreza para transformarla en una correa. El ciervo se puso en pie y salió disparado, pero, trabado como estaba por los cuartos traseros, no hizo sino arañar el aire con las pezuñas.

—Calma, mi príncipe. —Levantó una mano para acariciarle el rostro, pero el animal lo atacó con la cornamenta—. Lo entiendo, lo entiendo —dijo en un intento por apaciguarlo—. No quieres estar aquí. Estás asustado y solo, y no encuentras el camino de vuelta. A este lado no sientes la presencia de un portal, ¿verdad? Al menos no a esta distancia.

El ciervo resopló con la mandíbula bañada en saliva. La piel le temblaba, espasmos causados por la necesidad que tenía de huir. Con la correa tensa, Masen empezó a cantarle. Iba más allá de un tarareo, pero no llegaba a articular palabra. La melodía se extendió y enredó entre los árboles que el invierno había desnudado como si fuera un ser vivo, pues en cierto modo lo era. Su ritmo no respondía a ninguna convención musical. En lugar de ello semejaba el fluir del agua o las hojas mecidas por la brisa; era un constante cambio sin repetición, pese a lo cual mantenía en cierto modo la constancia. Fueron necesarios años de práctica para perfeccionar las técnicas de respiración adecuadas, a pesar de lo cual en su reino natal aquella compleja melodía era una canción de cuna, como la que una madre podría canturrearle a su hijo.

El ciervo movió las orejas en su dirección, curvadas para abarcar la totalidad del sonido. Los ojos azul oscuro se clavaron en los de Masen, que dejó de tirar de la correa.

—Bueno, mucho mejor. Vamos a devolverte a casa, mi príncipe. Seguro que tienes a la reina muy preocupada.

Dio un paso en el montón de guijarros que sobresalía en plena corriente, soltando un poco de correa. El ciervo efectuó un salto limpio de orilla a orilla, y desde el otro lado volvió la mirada como si fuera a preguntarle por qué tardaba tanto. Masen saltó a la orilla con una sonrisa en los labios y, juntos, se adentraron en el bosque.

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