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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (3 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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Por un momento colgó suspendido. No ascendió, pero tampoco cayó, ni voló ni se precipitó, capturado como presa de un encantamiento en una esfera de delicadas islas de cristal. Los músculos se movieron, superpuestos y enfrentados unos a otros, cambiando hueso y tendón en una compleja danza que le permitió cabalgar el viento. Perfecto. Las alas susurraron su canto en derredor. La luz del sol le caía en los hombros para convertir su piel en oro y fuego. «Perfecto.»

Y entonces cayó al vacío.

Gair despertó de golpe con una fuerte sacudida. Se quedó sin aliento, el estómago encogido, precipitándose aún en el estruendoso silencio de las montañas. Excepto que ya no estaba en las montañas. Los perros ladraban en la distancia, los carros pisaban el empedrado. ¿En la ciudad? No en la casa materna; la cama donde estaba tumbado era demasiado blanda y las sábanas demasiado delicadas. Entonces, ¿dónde estaba?

Se incorporó, sintiendo la palma de la mano izquierda envuelta en fuego.

—¡Santa madre!

Se llevó la mano al pecho y se desplomó en la almohada. Un grito copó sus sentidos: «Santa madre, diosa querida, pero cómo duele». Cerró con fuerza la otra mano en torno a la muñeca para distraerse hasta que el dolor empezó a ceder.

—Bebe esto. Te ayudará con el dolor.

Una mano le arrimó un tazón de barro a los labios. Detrás del tazón, Gair no distinguió más que una vaga silueta oculta en sombras, allí donde debía de estar su interlocutor.

—¿Dónde estamos?

—En una fonda llamada Roble y Águila, frente a la callejuela Cobriza, en la parte occidental de Dremen. Te traje aquí desde la Puerta del Traidor.

—¿Eres físico?

—No soy más que un curandero. —Señaló con un gesto el tazón—. Eso te beneficiará más si te lo tragas. Sabe a rayos, pero confía en mí: te sentirás mejor después.

Gair tomó el tazón.

—¿Qué contiene?

—Athalina con un poco de corteza de sauce y malva blanca para tus heridas. Nada que vaya a perjudicarte.

La voz redonda de barítono resultaba reconfortante. Sin embargo…

—No sé quién eres.

—No te traje aquí para envenenarte en privado, muchacho. Bébetelo.

Gair contempló la sustancia lechosa de la taza y pensó que, después de todo, no tenía nada que perder. No le había mentido, pues sabía a rayos. Contuvo el aliento y tomó tres tragos. El hombre recuperó el tazón vacío y lo dejó a un lado.

—Y ahora, un poco de luz para que podamos vernos.

Abrió una de las contraventanas. La luz vespertina inundó la estancia, reluciente como un estandarte. Iluminó a un tipo de gran estatura y complexión esquelética, cuyos ojos, de un azul intenso, quedaban enmarcados por una barba corta cubierta de canas y unas cejas pobladas. El pelo, espeso y ondulado, blanco como la barba, se le curvaba alrededor de las orejas como la melena de un león pétreo.

—¿Demasiada luz?

—No, está bien.

Aunque Gair mantuvo los ojos entrecerrados, soportó bien la luz. El hombre acercó una silla, le dio la vuelta y tomó asiento, apoyando los brazos en el respaldo. Bajo la capa de vello plateado, los músculos nudosos del antebrazo tenían el color de la teca.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.

—Bastante bien. Algo dolorido.

—La athalina no tardará en hacer efecto. Mano de Hierro no es mala gente, pero algunos de sus alguaciles son muy aficionados a darle a la maza.

—¿Conoces a Bredon?

—Por su reputación.

La mano izquierda de Gair descansaba en el regazo, enroscada como las garras de un ave muerta. La gasa diáfana que le envolvía la palma desprendía un acre olor a hierbas. Marcado. ¿Qué aspecto tendría? ¿Hinchada y enrojecida, llena de ampollas que le cubrían la piel como las burbujas de un guiso? «Diosa, perdóname.» Se frotó los ojos, cansado.

—Procura dejar quieta la mano, a ser posible. Teniendo en cuenta lo que hicieron, no está tan mal. Curará bien, aunque te quedará cicatriz.

La marca de la brujería. Un ojo de mirada sesgada, fruncido, que miraba desde su palma para recordarle su pecado y para prevenir a otros contra él. Podía llevar guantes, tener siempre las manos sucias. Mantenerla oculta. Se le hizo un nudo amargo en el estómago. Verse desterrado no era algo precisamente nuevo para él. Por los santos, menudo dolor de cabeza.

—¿Por qué me has traído aquí?

—Necesitabas un lugar donde quedarte. Éste era tan bueno como cualquier otro.

—Podrías haberme dejado allí.

—No, no podía. Se había congregado una multitud que te esperaba a las puertas, dispuesta a terminar lo que habían empezado en la casa materna. No estaba dispuesto a cruzarme de brazos y dejar que te asesinaran.

—Pero tú sabes quién soy.

Una sonrisa le crispó la barba.

—Sé lo que la Iglesia piensa que eres, lo cual no es precisamente una y la misma cosa. —Le tendió la mano—. Me llamo Alderan.

Gair se lo quedó mirando. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué se había empeñado en ayudar a un extraño, cuando podría haber pasado de largo por la plaza sin inmiscuirse en cuitas ajenas? ¿Por qué buscarse problemas? La expresión franca y apacible de Alderan no experimentó el menor cambio, y mantuvo la mano tendida en dirección a la cama. Gair la estrechó lentamente.

—Gair.

—¿Y tu apellido familiar?

—No tengo familia.

—Los amigos son la mejor familia, tal como decía mi madre. Al menos son lo único que se puede escoger. —La silla crujió cuando Alderan se puso en pie—. Descansa un rato aquí, deja que la athalina haga efecto. Luego, cuando te encuentres mejor, seguiremos hablando. Mañana tendremos tiempo de sobra.

«Tienes hasta el anochecer de hoy.»

—¿Qué hora es?

—Pasan tres horas del mediodía. Alta tañó mientras dormías.

El miedo se extendió con tacto gélido por la columna vertebral de Gair.

—Al anochecer tengo que haber abandonado la parroquia.

—Hay tiempo de sobras.

—No lo entiendes. Debo irme ya.

Descolgó las piernas por el borde de la cama y se incorporó, pero la estancia giró a su alrededor. Eso había sido un error. Pero el tiempo pasaba, y no podía desperdiciarlo. Descargas amarillentas incendiaron encarnados latidos tras sus ojos, pero apretó con fuerza la mandíbula e intentó ponerse en pie. Alderan le puso una mano en el hombro.

—Espera.

—Aprecio lo que has hecho por mí, pero tengo que ponerme en marcha.

La mano ejerció mayor presión.

—Espera he dicho.

—Maldición, Alderan, ¡es que tengo que irme!

Gair hizo un esfuerzo por levantarse, pero al otro le bastó con mantener la escasa presión que ejercía para impedírselo. No tendría que haberle costado imponerse, pero ni siquiera pudo apartarse de la cama. Pataleó frustrado. Alderan se hizo a un lado con la agilidad de un bailarín.

—¡Por las doradas manzanas de la diosa, muchacho! —exclamó—. ¿Siempre tienes que complicarlo todo tanto?

Gair perdía fuerzas como gotas de agua que caen de un cubo agujereado, y finalmente se desplomó sobre las almohadas. Le dolía la cabeza horrores. Experimentó una fuerte náusea que desapareció, dejándole un regusto amargo en la garganta. El anciano lanzó un bufido y volvió a sentarse.

—Deja que te ayude. Dispongo de un caballo de más en el establo, así que podremos superar la frontera antes del anochecer sin llamar la atención de nadie. Si te empeñas en hacerlo a pie no lograrás salir de aquí a tiempo, los alguaciles se encargaron de ello cuando te dieron esa somanta de palos. Además, necesitas un baño y un afeitado, por no mencionar que no tienes nada que ponerte. Y ahora podemos discutir al respecto si quieres, o puedes quedarte bien quieto y reconocer que lo que digo tiene sentido. ¿Qué prefieres?

—No haces más que buscarte problemas. Podría conseguir un caballo si lo necesitara.

—¿Robándolo? ¿Y qué me dices de la ropa? ¿También la robarías?

—Si no tengo más remedio…

Alderan hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No lo creo. No dispones del tiempo necesario, y me atrevería a decir que careces del temperamento para acechar por la ciudad en cueros con el fin de sustraer al prójimo todo cuanto necesites. —Las arrugas que tenía alrededor de los ojos se ablandaron cuando la voz se le suavizó—: No pretendo hacerte daño, Gair. De veras. Confía en mí, por favor.

Si no se sintiera tan indefenso… Tenía que ponerse en marcha, salir de la ciudad sin demorarse más, pero apenas era capaz de mover un dedo. La cama era muy cómoda, las sábanas suaves al tacto en la piel, y su cuerpo maltrecho quería hacerse un ovillo y dejarse arrastrar por el sueño. Dormir, por todos los santos. Hacía tanto de eso. Cerró los ojos cuando la somnolencia acarició su mente.

—Tengo que salir de aquí.

—Pues deja que te ayude.

—Si me atrapan de nuevo acabaré en la hoguera.

—Sólo tenemos que asegurarnos de ir siempre unos pasos por delante de ellos —dijo Alderan con el amago de una sonrisa—. Por cierto, no creo que seas brujo. Lo único que veo es un joven con problemas a quien estoy en posición de ayudar. Si no quieres mi ayuda, es tu elección. No voy a obligarte a aceptarla. Puedes marcharte ahora mismo, pero créeme, tienes escasas posibilidades de lograrlo. Si los caballeros no te apresan, lo harán los lugareños.

Después de diez años en Dremen, Gair no necesitaba que le dijeran qué le sucedería a cualquier persona excomulgada, sentenciada a muerte en la ciudad santa. Le gustara o no, necesitaba a Alderan. Hizo un esfuerzo por mirarlo a la cara.

—He sido muy grosero. Lo siento. Gracias por tu ayuda.

—De nada. —No hubo asomo de rencor en la voz de Alderan—. Te espera un baño caliente al otro lado de esa puerta; te sugiero que lo aproveches. Yo me encargaré del resto.

—¿Qué vamos a hacer?

—Para empezar, salir de la ciudad. Después ya veremos. ¿Siempre haces tantas preguntas?

—¿Cómo sabes que no voy a convertirte en rana y robarte el caballo?

¿Podía hacerlo? Probablemente, si la magia no quemaba la fonda hasta los cimientos o le descomponía la cabeza en mil pedazos. Si la magia regresaba algún día.

—No dudo que puedas hacer tal cosa, pero no creo que lo hagas. —El anciano lo miró de soslayo con expresión divertida—. Además, ¿quién te dice a ti que yo no soy brujo? Y ahora, por el amor de Eador, ve a asearte, anda. Apestas.

El baño estaba alicatado con hermosa cerámica azul y blanca de Syfrian. Dominaba el espacio una bañera impresionante, honda, medio llena de agua caliente. Toallas dobladas y una pastilla de jabón descansaban en un taburete que había junto al lavamanos. Un amante del detalle había colocado una serie de esponjas, paños y un cepillo de mango largo sobre una repisa situada encima de la bañera.

Gair se encaramó a la bañera, cuidando de mantener la mano quemada en alto. Luego recostó la espalda hasta que el agua le cubrió las orejas. Silencio. Nada a excepción del susurro de la sangre corriendo por sus venas y la lenta pulsación de sus heridas. Por fin la athalina surtía efecto, despejándole el dolor de cabeza. Incluso el dolor de la mano empezaba a ceder. Era consciente de su presencia y de a qué obedecía, pero ya no era tan intenso, se había vuelto indistinto como un paisaje oculto por la bruma.

La música no había vuelto. Tanteó con cuidado el lugar donde la sabía, abriéndose paso en el vacío como quien prueba a encontrar con la lengua un diente perdido. No había nada allí. Hubo un momento en que le pareció notar algo, una presencia, como si otra persona estuviese detrás de él en un cuarto oscuro, pero fue tan huidiza la sensación que no estuvo seguro siquiera de haberla experimentado. Quizá había desaparecido para siempre, y con ella la tentación. Quizá estaba loco como un santo, y abriría los ojos en un instante para descubrir que todo aquello no había sido más que otro sueño, verse de nuevo en la celda, esperando a recibir la visita de los interrogadores.

No. No volvería a pensar en la habitación de hierro, ni en lo sucedido en el salón del rede. Aspiró aire con fuerza y lo expulsó lentamente. Todo aquello había quedado atrás. Músculo a músculo, hizo un esfuerzo por relajarse, por cerrar puertas a los recuerdos a medida que discurrían por su mente, para ponerlos a buen resguardo. Su peso se desvaneció con el sudor y la mugre que se desprendían de su piel. De acuerdo. Por ahora bastaría. Era hora de ponerse en movimiento. Se incorporó y recurrió a la pastilla de jabón para limpiarse los últimos restos de la casa materna.

Cuando hubo terminado, se frotó con la toalla tan bien como pudo y anadeó hasta el lavamanos, donde le habían dejado una cuchilla y un peine. Inclinó el espejo y éste se llenó de color. Las contusiones florecían en el vientre, en el esternón y la ingle. Azul violeta, verde musgo, el negro púrpura del lirio. Se secó con la mano las gotas de agua, recordando. Las magulladuras deberían de dolerle tanto que ni siquiera podría tenerse en pie, pero no sentía ningún dolor. Quizá tenía que agradecérselo a la sustancia que le había suministrado Alderan, o tal vez había encerrado el dolor en una caja junto al resto de sus recuerdos. No importaba. No volvería a pensar en ello. Salir de la ciudad ya era bastante preocupación. Se ató la toalla húmeda a la cintura y se enjabonó la barba.

Cuando Gair regresó a la habitación, cubierto por una túnica de lino que había encontrado colgada tras la puerta, Alderan estaba sentado a la mesa, junto a una bandeja cubierta por una servilleta. Levantó la vista al sentarse Gair.

—¿Te encuentras mejor?

Gair cabeceó en sentido afirmativo. No le había resultado fácil afeitarse con una cuchilla nueva, disponiendo únicamente de una mano. Tenía el rostro y el cuello sonrosados como los del joven que era. Alderan empujó la bandeja por encima de la mesa.

—Pensé que tendrías hambre —dijo, apartando la servilleta—. Da la impresión de que has perdido peso.

Varias porciones de coca de chicharrón se apilaban en un plato. Había pan recién horneado y mantequilla. Carnes varias a la brasa y encurtidos, además de un cuenco lleno de fruta y una jarra de leche fría para bajarlo todo. A Gair le gruñó el estómago. Con la mano izquierda trazó en el aire el signo de la bendición antes de acordarse de su situación. Apresuró el agradecimiento a la bondad de la diosa y dejó la mano en el regazo, donde no pudiera verla.

—Es la fuerza de la costumbre —se disculpó.

—Si yo hubiera pasado por lo que tú, también daría las gracias por una coca de chicharrón —aseguró Alderan, que pelaba una manzana—. Pero come tranquilo o te sentará mal. Doy por sentado que no te dieron de comer adecuadamente.

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