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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (8 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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El rubio capitán mostró de nuevo la dentadura.

—La acusación se debe a la desaparición de un objeto pequeño de las dependencias particulares del Anciano Goran. No es más que una bagatela, pero posee un inmenso valor sentimental. Tendremos que registrar vuestro equipaje. —Se encogió de hombros—. Eso podría llevarnos un rato.

—¿Te importaría decirnos de qué objeto se trata? Discúlpame, pero es que preferiría saberlo ahora, antes de que lo encuentres en mis alforjas.

Otro de los caballeros se dirigió a ellos:

—¿Qué, anciano, admitiendo tu culpabilidad?

—¿Yo? —Alderan extendió los brazos con las palmas de las manos vueltas hacia arriba—. Lo siento, amigo mío. No me cabe duda de que durante mi larga y ajetreada existencia habré sido culpable de muchas cosas, pero lamentablemente ninguna de las que imaginas.

El capitán frunció el ceño y ordenó avanzar a parte de sus hombres.

—¡Registradlos! ¡Registradlo todo!

Desmontaron cinco caballeros. Uno retuvo a los caballos, mientras los demás registraban las alforjas con torpeza debido a los gruesos guanteletes. Alderan observó al más cercano de los caballeros hasta que logró incomodarlo tanto que le devolvió la mirada.

—¿Qué estás mirando?

—Me preguntaba si sería buena idea. —Alderan señaló con la cabeza el brazo que el caballero hundía hasta el codo en las mudas limpias—. Me refiero a que nunca sabes qué vas a encontrar en el bolsillo de un brujo.

El caballero, ceñudo, volcó de nuevo su atención en el registro. De pronto lanzó un grito y sacó la mano de la alforja. Se quitó el guantelete para frotarse los dedos. Al cabo, los otros tres caballeros hicieron lo mismo. Gair miró de reojo a Alderan y vio que el anciano acortaba las riendas.

—¿Preparado?

Alderan no apartó en ningún momento la vista del capitán, que lanzaba gritos agudos y empujaba a sus hombres a reanudar la labor. Los demás caballeros los miraron en lugar de seguir pendientes de los prisioneros. Tan sólo necesitaban un instante.

Alderan lanzó un grito y espoleó al caballo hacia el hueco que había quedado en la barrera formada por el capitán y sus cinco hombres. Gair tardó un segundo en seguirlo, y el alazán se puso al galope. Cuando franquearon la barrera, Alderan azotó las grupas de los caballos que lo flanqueaban para encabritarlos y aumentar la confusión.

—¡Detenedlos! —rugió el capitán—. ¡Por la diosa que os arrancaré la piel a tiras! ¡Moveos!

Era demasiado tarde. Gair tenía el camino despejado hasta la cresta. Arriesgó una mirada atrás. Un puñado de caballeros había emprendido la persecución, espoleando a los caballos sin piedad, pero se hallaban a considerable distancia. Se agachó sobre el cuello del alazán, a quien animó en voz alta a mantener el paso.

—¡Mil yardas!

Alderan señaló una cresta al frente, donde el camino serpenteaba más allá de las sombras crecientes. Un mojón se alzaba recortado contra el cielo rojizo. En cuanto lo superaran se hallarían fuera de la diócesis de Goran y habrían superado el peligro. Gair clavó los talones en los flancos del animal, exigiéndole un último esfuerzo.

Quinientas yardas después el caballo mostró indicios de cansancio. Al millar, el sudor le cubrió el pelaje y empezó a soltar espumarajos. Cada exhalación surgía áspera por los orificios nasales, muy abiertos, pero siguió galopando, y cada paso los llevaba más cerca de la salvación.

Después de un centenar de yardas más, Gair le susurró al caballo: «Otras cien, y ya queda menos, apenas cincuenta, buen chico, sólo un poco más, vamos, ánimo, ojo, ahí hay una piedra», y de pronto habían dejado atrás el mojón. Se incorporó en la silla y tiró de las riendas para frenar el paso del caballo, para después desandar el trecho que lo separaba del límite que acababa de franquear. Abajo, en la pendiente, los caballeros se reunieron en torno a su capitán, quien apoyaba los antebrazos en la perilla y tenía los ojos muy abiertos.

—A Goran no va a hacerle ninguna gracia saber del fracaso de sus hombres —dijo Alderan, inclinándose para asir las riendas del caballo.

Gair separó la camisa de la espalda empapada en sudor.

—Eran cuarenta en total, Alderan. A muchos de ellos los enviaran tras nosotros.

—Por no mencionar al sabueso.

—¿Te refieres al cazabrujos?

—Durante la Inquisición, la Iglesia los llamaba «buscadores de la verdad». La mayoría de los que hoy en día se hacen llamar «cazabrujos» eran metomentodos que no tenían nada mejor que hacer que espiar al vecino por dinero, pero hay un puñado que realmente posee talento, como ese de ahí.

Los caballeros del camino habían formado en hilera para cabalgar de regreso a Dremen. A unas yardas a su espalda, un hombre poco digno de mención permanecía sentado en el poni con la vista vuelta hacia la cresta. El hormigueo que Gair sentía en la cabeza había perdido intensidad, pero permaneció ahí después de que el cazabrujos volviera grupas y trotara tras los soldados que se alejaban.

—Aún siento su presencia en la mente. ¿Cómo lo hace?

—Tal vez tenga de algún modo la habilidad de sentir lo que puedes hacer. —Alderan se encogió de hombros—. No lo sé. Pero no creo que sea la última vez que sepamos de él, a menos que Goran nos haga la merced de caer fulminado por un ataque de apoplejía. Los santos saben que está bastante gordo.

Gair abrió los ojos desmesuradamente, sorprendido por el tono venenoso de su compañero.

—¿Cómo?

—Digamos que he oído unas cuantas historias acerca del Anciano Ignatio Goran. Si la mitad de ellas son ciertas ni siquiera está capacitado para vestir la túnica escarlata. Vamos. Tendríamos que buscar un sitio donde descansar.

—Cree que lo que hace es por mi propio bien.

—En tal caso, ¡espero que la diosa nos libre de creyentes como él! ¿Salvar tu mente eterna de la condenación, purificando tu cuerpo con el fuego? ¿De veras piensas que eso es lo que ella quiere? —Alderan tendió a Gair las riendas de su caballo.

—Me educaron para creer que nadie se ha extraviado tanto como para que no pueda redimirse.

—Los mismos que te educaron te encerraron tres meses en una celda y te marcaron la palma de la mano con un hierro al rojo.

También le habían hecho otras cosas en nombre de la verdad y la redención. No todas fueron dolorosas. Algunas tuvieron por objeto humillarlo, degradarlo, quebrar su voluntad. Alderan tenía razón. En realidad no tenía ningún sentido. De pronto Gair sintió un cansancio súbito; estaba exhausto, más de lo que recordaba haberlo estado en la vida.

—Creo que la diosa perdona —dijo finalmente—. Sólo que la Iglesia no lo hace.

No lejos del mojón encontraron una hondonada al abrigo de una colina rocosa, donde un riachuelo danzaba hasta desembocar abajo, en el río. Después de abrevar los caballos, retiraron las alforjas y los almohazaron con puñados de hierba.

—¿Estás seguro de que no quieres cabalgar hacia el sur? —preguntó Alderan, poniéndose de puntillas para imponer la voz a la altura del animal—. Aún no es demasiado tarde.

—Estoy seguro. Allí no hay nada para mí.

—Un día de éstos podrías llevarte una sorpresa.

—Puede. —Habían pasado bastantes cosas ese día para abrir además las heridas del pasado—. Alderan, ¿se puede saber qué llevas en las alforjas?

El anciano irguió la postura y arrojó a un lado el manojo de hierba.

—Ratoneras —dijo.

—¿Ratoneras?

—¿Es que no has oído la de problemas que hay últimamente en las ciudades con los rateros? No puedes fiarte de nadie.

Disfrutaron de una cena fría, consistente en lomo y encurtidos, todo ello regado con té dulce caliente. Después, Alderan sacó una pipa de barro y una bolsita de tabaco y se recostó en la silla de montar para fumar. Gair se estiró sobre una manta e intentó conciliar el sueño. A pesar del cansancio y el dolor que sentía en las articulaciones, no se le cerraron los ojos. El arroyo parloteaba constantemente. Seres diminutos recorrían el monte de hierba, y las aves nocturnas se piaban unas a otras. El más imponente de todos era el sonido que no podía oír, el canto de la magia que se alzaba en su interior.

Una parte de él deseaba que no volviera, aunque sintiera un agujero en el estómago cuando pensaba en no oír la música nunca más, en no haber sentido jamás la dulce urgencia de su poder. En realidad no habría ninguna diferencia si permanecía en silencio; Gair ya se había condenado. Había dado la espalda a las enseñanzas de la diosa cuando se había rendido a la tentación, y lo había perdido todo por su pecado, excepto la vida.

Se puso boca arriba y cruzó las manos bajo la nuca. En lo alto, las estrellas centelleaban como agujeros en las cortinas del firmamento. Contó las constelaciones que conocía, de este a oeste: el Peregrino, que se alzaba en ese momento y que a mediados de invierno desaparecería; el Carro; Amarada en su trono; el Cazador y sus Tres Sabuesos; la Espada de Slaine con la Estrella Polar en el puño, clara como un diamante. La primera luna, Miriel, ancha y dorada, colgaba a hombros de las montañas Archen. Tras ella, la Cola del Dragón apenas se divisaba sobre los picos luminosos mientras perseguía lo que quedaba del día.

—¿No puedes dormir? —preguntó Alderan, sentado al otro lado del fuego.

—No oigo la magia. Es como si me faltara algo.

—Curiosa canción de cuna.

—Llevo mucho tiempo escuchándola. Me acabé acostumbrando a su presencia. No es la primera vez que desaparece, pero las otras veces fue diferente, era como si estuviera dormida. Ahora ha desaparecido por completo y, aunque sé que no debería, siento que eso es algo… malo.

—¿Malo?

—No sé cómo explicarlo —continuó Gair—. Cada uno de los sermones que he escuchado me ha prevenido contra el pecado. Cada una de las plegarias que he aprendido estaba destinada a mantenerme alejado de él. Pero cuando escuché la música por primera vez, me sentí tan bien que no pude luchar contra ella. Le abrí todo mi ser, aunque sabía que perdería la gracia de la diosa para siempre. —Se llevó la mano al pecho, al lugar donde había estado su pequeña medalla de plata de san Agostin antes de que los alguaciles se la arrebataran. Ni siquiera el santo patrón de los caballeros había conseguido mantenerlo en la senda de la luz.

—Sólo eras un niño —le dijo Alderan.

—Era lo suficientemente mayor como para conocer la diferencia entre el pecado y la virtud —le contestó el muchacho—, y aún así la ignoré.

—Todos los niños son curiosos.

—Al principio era curiosidad, pero luego ya no podía renunciar a la música. Sabía que estaba prohibida pero tenía que dejarla entrar. Era… gloriosa.

—Entonces, ¿qué fue lo que pasó en el camino? Me refiero a cuando me arrastraste hacia un puñado de caballeros suvaeanos y me diste un susto que probablemente me habrá costado cinco años de vida.

—Tan sólo pensaba en huir. La magia se había desatado y sentía que o bien actuaba o bien explotaba. Siento haberte espantado el caballo.

—No te preocupes por eso, no sufrió ningún daño. ¿Es así como sucede? Cuando se apodera de ti, quiero decir.

—A veces. —Hablar a oscuras resultaba más sencillo, era como confesarse—. De un tiempo a esta parte, las más de las veces, aunque al principio no era así. Cuando me asusto soy incapaz de controlarla y sé que algo terrible va a suceder.

—¿Algo aún más terrible que la condenación eterna?

—Me refiero a hacer daño a alguien —contestó Gair, como si no pudiera haber nada peor en el mundo.

Al otro lado del fuego se encendió la cazoleta de la pipa de Alderan.

—Ése es un peligro que corren quienes son capaces de alcanzar los cantos de la tierra —aseguró lentamente el anciano—. Con orientación y fuerza de voluntad aprenderías a usarla, y con el tiempo podrías cabalgar sobre tu don como un ave planea en el viento.

—Pero ¿cómo? ¿Quién va a guiarme, quién me enseñará a dominarla? —Se produjo una larga pausa—. ¿Alderan?

—Hay personas capaces de enseñarte —dijo, al cabo—. Si puedes dar con ellas y están dispuestos a ayudarte.

—¿Quién?

—Se hacen llamar los guardianes del Velo. Gracias a la Iglesia quedan muy pocos, pero aún encontrarías algunos. Ellos podrían ayudarte.

Gair se incorporó presa de una súbita alegría. No volver a lidiar a solas con la magia, dejar atrás el temor al futuro… ¿Era posible?

—¿Dónde podría encontrar a los guardianes? ¿Lo sabes? —preguntó.

Alderan negó con la cabeza, antes incluso de que Gair terminara de formular la pregunta.

—No sabría decirte. Temen llamar la atención, así que son gente discreta. Puede que la Inquisición haya desaparecido, pero aún hay miembros de la Iglesia que disponen de los medios y la voluntad para perjudicarlos.

De modo que estaría tan solo como siempre. La breve esperanza que había encendido el ánimo de Gair se apagó hasta convertirse en ascuas. No se extinguió completamente, no del todo, pero tampoco fue suficiente para mantenerlo caliente de noche. Se tumbó de lado y el viento suspiró sobre él. En lo alto, las estrellas rodaron infinitesimalmente hacia el amanecer.

—No entiendo cómo te las apañas para saber tanto, Alderan —dijo—. Soy capaz de hacer cosas que tan sólo he encontrado mencionadas en los libros de historia, o en cuentos infantiles, y tú hablas de ellas como si fueran lo más normal del mundo.

—Eso es porque son lo más normal del mundo. El canto forma parte del tejido de la creación. Sucede sencillamente que los demás han olvidado cómo escucharlo.

El ojo encarnado de la pipa borbolleó antes de apagarse. Alderan se aseguró de apagar el rescoldo sirviéndose del tacón de la bota, y luego utilizó el cuchillo para vaciar bien la cazoleta antes de llenarla de nuevo de tabaco.

—He llevado a cabo una especie de estudio del canto —explicó—. Es una afición. Si buscas en los libros adecuados está bien documentado, aunque la Iglesia se encargó de destruir muchas fuentes documentales. —Encendió las hebras prensadas en la cazoleta y devolvió la pipa a la vida—. ¿Sabías que una de las principales bibliotecas del Imperio está encerrada en las criptas que hay bajo la sacristía, de donde nunca saldrá? Miles y miles de libros perdidos para el conocimiento de todos, exceptuando a quienes mantienen los Índices.

—¿No son heréticos?

—¿Qué es la herejía, sino un punto de vista alternativo? Hay que compartir los libros, Gair. Todo el mundo tendría que poder consultarlos. En lugar de eso los apartan de la vista porque podrían, que los cielos no lo permitan, dar pie al libre pensamiento.

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