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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

Bangkok 8 (48 page)

BOOK: Bangkok 8
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Interpretamos «El americano severo», un género con el que no estoy familiarizado. Por lo visto, cuanto más severo te pones, más probabilidades tienes de resolver el problema. Pero, ¿qué problema? Me cuesta bastante darme cuenta de que detrás de la fachada severa representamos una farsa con la que estoy plenamente familiarizado. Las leyes de la burocracia son en gran medida
como
las de la física, parece que son idénticas en cualquier rincón del mundo. Ahora lo veo: estoy en el espléndido despacho de la embajadora por el formalismo. Habrá un minucioso registro de la entrevista de la embajadora en persona y su delegada con el detective Jitple— echeep, a raíz de la alarmante noticia de la desaparición de Warren. Tras asegurarse de que ningún acto de terrorismo parecía estar implicado, no tuvieron más elección que permitir a la policía local que investigara a su manera, en colaboración con los agregados jurídicos del FBI, quienes recibieron una dura (severa) reprimenda por su evidente negligencia al no proteger a un ciudadano americano prominente. En paralelo al acta abierta, habrá un memorándum secreto en el que se registrará el hecho de que Warren es un psicótico de mala pinta que es probable que esté atado en una choza de madera en algún sitio recibiendo su merecido, sin riesgo para la seguridad de Estados Unidos o para cualquier otro ciudadano americano en el sudeste asiático

—Es una cuestión que nos tomamos muy en serio —digo despacio, por si alguien quiere citarme. La delegada es perspicaz y me ofrece una sonrisa cuyo atractivo me sorprende.

—Es un alivio saberlo —dice, también despacio.

—Estamos convencidos de que en este caso no está involucrado el terrorismo.

Nape casi sonríe y a Rosen le impacta que alguien que no es americano sepa jugar a este juego.

—Puedo refrendar eso —dice, atrayendo la mirada de la delegada con una sinceridad patológica.

En teoría, podríamos acabar ya, pero es un poco corto y la reunión pide a gritos algo de relleno. De todos modos, tengo ganas de alardear. Ha pasado un tiempo, pero la manera de pensar es extrañamente adictiva.

—Mientras que Tailandia es una sociedad humanitaria budista comprometida con los derechos humanos y la dignidad de sus ciudadanos, los países más ricos del mundo deben comprender que no siempre disponemos de los recursos necesarios para alcanzar esos elevados niveles de cumplimiento de la ley que, francamente, son un lujo que sólo pueden permitirse los países que se industrializaron primero. —Hay rápidos parpadeos de la delegada hasta que ha entendido qué estoy haciendo.

—¿ Puedo repetir eso?

—Por supuesto.

Una señal con la cabeza a Rosen, que hace otra señal con la cabeza a Nape, que saca un bolígrafo.

Ahora la entrevista ha acabado, y parece que todo el mundo está encantado de que el policía local sea tan experto en el noble arte de salvar el culo. Nape insiste en acompañarme de regreso a Tailandia. En la puerta, me dice

—Lo tiene esa
katoy,
¿ verdad? ¿ Crees que quedará algo cuando haya acabado? ¿Quizás un dedo gordo del pie y un par de rótulas?

Lo miro un largo instante, luego hago señas a un moto— taxi.

De vuelta en mi casucha me lío un porro. Son las doce y cincuenta y seis de la noche según el reloj de mi móvil.

Cincuenta y uno

Esperar es difícil sólo para los acuciados por la falsa ilusión del tiempo. La droga ayuda, por supuesto. Han pasado semanas, Jones me ha llamado tres veces desde Estados Unidos, cada vez en domingo. La soledad de los
farangs
es una enfermedad que te consume, y la agente del FBI descubrirá tarde o temprano que Tailandia quizás sea la única cura. La sensación de seguir los pasos de mi madre es muy turbadora para mí, pero no dejo que me deprima. Después de todo, hay mucho que hacer. El bar de Nong ya ha abierto de manera extraoficial y tiene un éxito increíble. Hay cuentas que verificar, reuniones de la junta directiva a las que asistir, provisiones que pedir. Entonces llega la llamada.

El doctor Surichai es tirante y formal por teléfono, no me trata como a un paciente ni usa su encantador tono vulgar. Creo que es la voz que pone en los consejos directivos del hospital, cuando se habla de los balances. Habla muy poco, desde luego, tengo la sensación de que preferiría no hacer la llamada. A petición de su paciente, me invita a su casa en la Soi 30 de Sukhumvit, muy cerca del centro comercial Emporium.

Es más una mansión que una casa, con una verja eléctrica y agentes de seguridad uniformados. Además de los guardas del médico, hay por ahí media docena de chinos bien vestidos con aspecto huraño y de estar atentos. Uno de ellos grita algo en lo que creo que es el dialecto chiu chow cuando

liego yo, sin duda les ha dicho a los otros que no echen mano a los bultos de debajo de las chaquetas. Una sirvienta me deja entrar en la casa y me hace pasar a un salón grande donde me siento en un sofá y espero. Surichai sale de un pasillo con un chaleco de color amarillo canario y pantalones, el ceño un poco fruncido y una única hoja de papel en la que hay escrita una declaración en alfabeto tailandés, con una elegante firma en alfabeto occidental al final. La estudio con detenimiento, se la devuelvo asintiendo con la cabeza, sin estar sorprendido del todo. Parece que las partes en pugna han llegado a una de esas soluciones orientales que serían impensables en Occidente, necesitado de opciones.

—Me pidieron que lo alojara como paciente en mi casa. Como es natural, no quiere estar en ningún lugar público. He tenido que traer mucho equipamiento del hospital. Bueno, por algún motivo quiere verle. Una cosa así puede provocar cambios enormes y radicales de personalidad. Ha decidido que usted puede ser la única persona en el mundo que lo entienda. ¿Ha sido amigo íntimo de usted?

La actitud enérgica de Surichai me ha irritado y no me molesto en contestar su pregunta.

—¿Hizo un trato con Fatima?

—No, fueron sus amigos. Estos chiu chow que han invadido mi casa. No tiene ni idea de lo medieval que puede ser la mente de estos chinos. No son gente moderna en absoluto. Según lo ven ellos, la solución al tipo de problema sexual que tiene su amigo Warren es muy sencilla, aunque la cura es algo radical y, probablemente, estilo Ciudad Prohibida. Fatima los puso en un aprieto. Si le dejaban matarlo iban a perjudicar su imagen sólo con la sugerencia de que no tuvieron la capacidad de proteger a su hombre. Si lo protegían, de todos modos ella iba a destruirlo al hacer pública la cinta en Internet, y quizá soltando a sus jemeres. Fue un acuerdo que hasta Warren aceptó, tal como atestigua su firma en ese papel. Por supuesto, era eso o morir. Fatima accedió después de que él pusiera más de la mitad de su fortuna a nombre de ella. Debe de ser la mujer más rica de Tailandia. Quizás el transexual más rico del mundo. Ande, pase. Le operé ayer. Aún está muy débil, pero como digo lo principal es el cambio total de personalidad. Me temo que mentalmente está muy inestable. Ya lo verá. —Una pausa—. Sufrió un shock al momento después de la operación. Tuve que embutirle cantidad de tranquilizantes o habría muerto. Incluso entonces tuvo las funciones vitales interrumpidas durante un par de minutos.

Me examina la cara durante un momento, me inspecciona en busca de algo de comprensión, pero no tengo ni idea de qué insinúa.

Me lleva por un pasillo de una anchura sorprendente para una casa privada, en cuyas paredes me impresiona ver los lienzos originales de Krung Thep, del siglo xix. Giramos a la izquierda en lo que debe de ser un añadido tardío al edificio y entramos en un solárium construido con acero y cristal; las vistas del jardín en su mayor parte quedan ocultas por unas cortinas que van de pared a pared. Con la cabeza apoyada sobre la almohada, es casi irreconocible; no es que los rasgos hayan cambiado, sino que la personalidad que habita este cuerpo casi no guarda ningún parecido con la del antiguo inquilino. En tanto que estudiante del Camino me fascina esta transformación: el nuevo residente ha heredado un cuerpo y un grupo de células de la memoria con las que no está familiarizado, y que debe intentar entender. A un espíritu más débil le habría dado una crisis nerviosa, pero éste simplemente ha elegido volverse loco.

Hace débiles señas con una mano para que me siente en una silla cerca de la cama.

—Bienvenido, querido amigo —dice en tailandés. Casi me muero del susto: era la voz de Pichai. La cara sonríe.

Dice, ahora en inglés—: No pasa nada, aún estoy en la zona de tránsito. Tu amigo te saluda. Tiene mucho talento, ¿sabes? ¿Verdad que la realidad es maravillosa?

De repente se echa a llorar.

—«Aquí yace un idiota que intentó joder a Oriente». ¿Sabe quién dijo eso, detective?

—No.

—Kipling, el poeta de ese otro imperio anglosajón. Que Dios nos guarde de nuestra ceguera. —Llanto—. Que Dios nos guarde. —Estira una mano para coger la mía—. Mira, mira mi vida. —Un gesto dramático. Aún no me había fijado en los tesoros que han sido colocados con sensibilidad por la habitación. Hay un caballo y un jinete sobre alabastro, y también algunas piezas valiosísimas de la colección Warren, incluidas unas joyas de jade de la Ciudad Prohibida. Desde luego el jade es omnipresente con su incomparable luz. Warren (por llamarle aún así) aprieta un botón que hay junto a su mano derecha y un motor eléctrico empieza a zumbar. Las cortinas se abren con majestuosa lentitud, y relevan un jardín deslumbrante repleto de hibiscos y buganvillas, rododendros, un árbol bodhi con raíces aéreas y un asiento de madera alrededor del recipiente; los parterres estallan en colores.

—Mira. —Doy un brinco, porque es Pichai otra vez hablando en tailandés, utilizando las cuerdas vocales de Warren—. Ésta es su alma: la vida está toda fuera, al otro lado del cristal. Dentro sólo hay piedra. Aquí tienes a tu
farang.

—Me cortó la mía, así que yo le hice lo mismo. —Ahora es la voz de Fatima la que habla entre dientes por su boca. Se me hiela la sangre y un cosquilleo horrible me sube y baja por la columna vertebral, pero la figura sobre la cama parece ajena a sus otros visitantes.

—¿ Sabes cuál es la última lección que aprende un
farang
que intenta engañar a Oriente? —dice con la voz americana de Warren—. Que le han estado jodiendo desde el principio. Sí, desde el principio. La clave es no decírselo hasta que es demasiado tarde. —Me agarra con fuerza una mano—. Tenéis más paciencia, más historia, más astucia, más magia, y el sol os llega doce horas antes que a nosotros. ¿Cómo podríamos ganar?

—El quería hacer personas como joyas —dice Fatima—. ¿Ahora quién va a comprarlo a él?

—Ten compasión —ruega Pichai.

—Y una mierda —dice Fatima.

—Si te metes demasiado a fondo en Occidente te vuelves tú mismo de piedra —dice Warren—. Es casi tan sencillo como eso. Tarde o temprano empiezas a vender a personas, de una manera u otra. Y si las vendes, ¿por qué no modificarlas? ¡Ah, la demoníaca belleza de la forma humana! ¿Quién puede resistirse a esculpirla como el mejor jade, una vez te has dado cuenta de que tienes esa capacidad? Cruzas ese umbral casi sin darte cuenta. América es el continente de la muerte. Esto se sabe hace miles de años. Lo he sido todo en la Gran Lotería Cósmica: mujeres, hombres, ladrones, príncipes y esclavos, y he estado demasiado en este mundo. El cuerpo es un muñeco, pero corrompe el espíritu. ¿Crees que soy el único? Es un demonio difícil de vencer, detective. Tentador más allá de las palabras. Quería una forma perfecta para desvanecerme, pero las formas no dejaban de desvanecerse primero. Ésa es la verdad sobre mí, lo tomas o lo dejas. —Hace un rápido examen de mi cara. ¿Pero quién hay detrás de esos ojos?—. Haciendo humanos de diseño con personas de usar y tirar, ¿crees que resistiremos una vez que el imperio americano llegue a la adolescencia?

Cuando se abre la puerta y Surichai entra en la habitación no puedo evitar lanzarle una mirada de total impotencia. Asiente con la cabeza dando a entender su absoluta comprensión.

—¿Ha hablado con la voz de Fatima? Es estremecedor, ¿verdad? No sé cómo podría explicarlo, al menos en los términos de la medicina occidental. Estoy seguro de que un meditador como usted tiene sus propias ideas. Ha usado otra voz también, en un tailandés impecable, muy vernáculo, mucho mejor que el que habla él. ¿Quién es?

—Mi compañero muerto —susurro.

Se encoge de hombros.

—Ningún
farang
lo entendería, pero para nosotros no es del todo descabellado, ¿verdad? Es mejor que ahora lo deje solo. Como digo, está muy débil. Puede volver mañana si quiere.

Cuando salimos de la habitación, a Warren le caen lágrimas por las mejillas.

En el pasillo digo:

—¿Va a haber una fase siguiente, o lo dejará así?

—¿ Se refiere a someterle a una operación de cambio de sexo? Eso depende de Fatima en exclusiva. —A mi mirada asustada añade—: Era parte del trato. Tiene (ah) los trozos en condiciones controladas en su ático. —Echa una mirada al reloj—. Y le quedan unas seis horas para decidirse. Hasta ahora ha sido de lo más negativa y sin el material no puedo hacer nada. Creo que usted le es más cercano. ¿Tiene Fatima compasión budista? ¿Tiene usted alguna influencia?

Cincuenta y dos

Dos meses después

Ya os dije que volvería. Aquí estoy, esperando en el aeropuerto internacional de Bangkok, con mi mejor camiseta sin mangas caqui, pantalones negros y unos zapatos negros con cordones horrorosos.

El vuelo de Thai Airways de San Francisco vía Tokyo y Hong Kong lleva una hora de retraso, pero ahora veo en las pantallas que ha aterrizado. Veinte minutos después, Kimberley Jones aparece en la zona de llegadas con traje chaqueta beige (pantalones). El pelo es su rubio natural, corto, pero no despiadadamente corto. Lleva tres pendientes en la oreja izquierda, sólo uno en la derecha. El carmín es de un recatado color rosa. Cuando aprieta la mejilla contra la mía a modo de saludo aspiro el perfume familiar que para mí lleva escrita la palabra «madre».

—Van Cleef y Arpéis —digo con una sonrisa.

—¡Muy bien!

No sé si ayudarla con el carrito cargado con una pila de maletas Samsonite de color púrpura. ¿Cuál es el protocolo en este caso? Una mujer tailandesa se ofendería mucho si yo no lo empujara, pero ¿quizás una americana se ofendería si lo hiciera? Decido dejar que Kimberley lo empuje hasta Ja parada de los taxis.

En la parte posterior del taxi Kimberley dice:

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