Niego con la cabeza. Seguimos mirándonos fijamente, durante largos segundos, luego apartamos la vista. Estoy intranquilo y no comprendo la naturaleza de esta reunión, esta mañana, este día. Cuando tengo oportunidad, intento furtivamente meditar unos segundos para intentar dilucidar las profundidades de lo que está sucediendo, pero simplemente no puedo leer su pensamiento o el del jemer. Todo está mal, es artificial. Pienso que quizá el jemer sea su carcelero, que Warren tiene pruebas de que ella mató a Bradley y las está utilizando, así como a sus guardaespaldas jemeres para controlarla y, al final, utilizarla tal y como tenia previsto desde el principio. Sé que ésta es la teoría preferida de Kimberley y sin duda parece encajar con los hechos, si no con el ambiente. El FBI no repara en ambientes, por supuesto, y Kimberley está convencida de que me están tendiendo una trampa, ¿quizá Warren hará que me maten con el permiso de Vikorn? Logré enfurecer a Kimberley con mi indiferencia ante esta posibilidad
.
Después de colgarle el teléfono, medité mientras me fumaba un porro y me fui a la cama. Pichai estaba ahí, en mis sueños, resplandeciente y con una sonrisa.
Warren entra por la puerta que hay al fondo de la tienda, seguido del segundo jemer, que lleva la Uzi. El norteamericano lleva un pañuelo con un estampado de cachemir dorado, un suéter sin mangas de cachemir color crema, una americana azul marino de algodón muy fino, unos pantalones gris verdoso de Zegna y unos zapatos sin cordones Baker— Benje que son demasiado bonitos para mirarlos. Se cambia el cigarrillo y la boquilla de jade a la mano izquierda para estrecharme la mía con la derecha. Sus ojos grises escudriñan los míos. Como siempre, no puedo leer su pensamiento, mi brujería del Tercer Mundo no puede penetrar su capa protectora. Sin embargo, su rostro está sólo un poco demacrado, y esta mañana su afeitado no ha sido perfecto, ya que se ha dejado una línea de barba debajo del lado derecho de la mandíbula. De cerca, me convenzo de que la fragancia que lleva es de Joél Rosenthal, el joyero del número 14 de la Rué de Castiglione de París que lanzó su propia gama de perfumes, y me pregunto si no será ésta quizá una especie de referencia: ¿un joyero que se pasa a los perfumes?
—Me alegra que haya podido venir —me dice Warren con su encanto habitual que de hecho, me hace sentir como si de verdad se alegrara de verme. Sin embargo, yo simplemente asiento con la cabeza y espero. Por supuesto, me entiende a la perfección y con una expresión del rostro que es casi un guiño, aunque cansado, me indica que le siga por la tienda hacia el estante donde descansa el caballo y el jinete. Baja la pieza, la sostiene en la luz, y me la entrega. Como sucede con todos los ejemplares de jade, tenerlo en las manos es una experiencia sensual, su peso oculta la ligereza del diseño del artista. Sé muy poco sobre piedras preciosas, pero una voz interior me lleva a hacer una observación inspirada, que transformo en un inglés un poco forzado:
—La pieza irradia tanta luz que parece como si fuera a salir volando en cualquier momento. Cuando la coges te das cuenta de que, después de todo, tiene sus orígenes en la tierra, que el peso, la frialdad y la oscuridad de la tierra siguen encerrados de algún modo en ella. Pero una fuerza mágica expresa también la ligereza del mundo espiritual.
No es en absoluto el tipo de comentario que hago normalmente y, por un segundo, me pregunto si me he arriesgado demasiado y habré ido demasiado lejos. Sin embargo, Warren está de un humor poco habitual, y mis palabras escandalosamente pretenciosas, por estar inspiradas por el Buda, han penetrado al fin en su caparazón. Le he trastornado por un momento, durante el cual se me queda mirando con la hostilidad de alguien que ha sido descubierto, luego se recupera, me toca el brazo con el más tierno de los gestos (creo percibir un ligero temblor por su parte cuando lo hace) y me arrebata la pieza.
—Bradley me la estaba copiando —explica—. Mandé a alguien para que la recuperara, estaba en mi derecho, pues es mía después de todo. Supongo que mandé al tipo equivocado, pero piense que hacía muy poco que habían asesinado a Bill. No tenía ni idea de qué podría encontrar en la casa, así que mandé a alguien que supiera ser duro. Siento lo de su herida. Si la cicatriz queda mal, le mandaré a alguien de Estados Unidos para que le eche un vistazo. —Me mira fija mente mientras habla y percibo una necesidad profunda que emana de él. Si no supiera más, pensaría que es un grito de auxilio. Tiene los ojos llorosos. Fatima y los dos jemeres nos observan con atención.
—Fatima me dijo que usted y la agente del FBI estuvieron aquí la semana pasada —dice, recuperado ya del todo, mientras vuelve a colocar la pieza en el estante—. Así que pensé que usted y yo deberíamos hablar antes de que lo del FBI se descontrole de nuevo. Probablemente usted no sepa el precio que hay que pagar por el éxito en la tierra de los que son libres. Uno se convierte en una presa fácil para los funcionarios listillos que te ven como un medio para conseguir un ascenso. Ya tengo a alguien en Washington trabajando en este asunto, no espero que la agente especial se quede mucho más en el país.
Mientras habla, me conduce inexorablemente a la parte delantera de la tienda y al escaparate, que está protegido por otra persiana metálica interior. En un dispositivo situado en la pared, teclea un código, aprieta un botón y la cortina de acero sube. Es exactamente igual que ver a una mujer hermosa quitarse la ropa, algo que sólo superará el poder de su desnudez. El jade antiguo brilla bajo las luces y ahora, por primera vez, sin duda influido por la presencia de Warren, veo el talento que encierran muchos de los engarces modernos en plata y oro.
•-Todas estas ideas son suyas —digo. Ahora que he vislumbrado su espíritu puedo comprender su arte.
—«Ideas», correcto. Ya casi nunca creo diseños detallados, tengo gente que lo hace mejor que yo. Pero un artesano no tiene por qué ser necesariamente un artista. Necesita tener ese plus que sólo proviene del corazón frío del universo. —Me ofrece una sonrisa tenue y coge un grueso collar de jade engarzado en una cadena de oro. El jade ha sido trabajado en forma de unas bolas grandes de unos dos centímetros de diámetro—. Era de Hutton —dice Warren con total naturalidad—. De hecho, recorrió todo el circuito. Pu Yi se lo llevó consigo cuando huyó de la Ciudad Prohibida, luego se lo vendió a Koo, que se lo vendió a su mejor amiga Edda Cia— no. Edda se lo vendió a la pobre Bárbara, quien me lo vendió a mí un año antes de morir. A esas alturas estaba tan drogada que podría haberlo adquirido por un dólar, pero se lo compré a precio de mercado.
Fatima ha cruzado la sala para unirse a nosotros, al parecer atraída por el collar. Warren levanta una ceja, luego extiende la mano para quitarle las perlas. Veo una gran profesio— nalidad en este gesto, las manos delicadas que han adornado los cuerpos de reinas y princesas con sus creaciones. Toca las perlas como si tocara su cuerpo (con ternura infinita), las coloca sobré el terciopelo del escaparate y luego (con un gesto inesperado) me da el collar de jade. Pesa como una colección de balas de cañón de miniatura mientras lo coloco alrededor del cuello de Fatima. Se produce un caos eléctrico de miradas, gestos y mejillas que se giran mientras retrocedo unos pasos para admirarlo: sexo, dinero, paranoia y un millar de engaños crepitan bajo las luces.
—De hecho, el jade no es tu color para nada, cielo —dice Warren, y saca su pitillera, selecciona un cigarrillo, le da unos golpecitos suaves, lo coloca en su boquilla, lo enciende y se traga el humo y retrocede un paso, como debe de haber hecho con miles de mujeres. Su rostro vuelve a ser impenetrable y parece que Fatima experimenta un momento de miedo—. Bueno, te queda espectacular porque cualquier cosa te queda espectacular, pero nada te queda tan bien como las perlas. ¿Qué piensa usted, detective?
Tengo que estar de acuerdo. Me parece que el jade le queda bien, pero no transmite la impresión que producen las perlas en su cuello de chocolate. Cuando vuelvo a colocárselas, me doy cuenta de lo mucho que las he echado de menos, incluso durante ese breve instante. El efecto es casi único en el sentido que nunca llegas a acostumbrarte a él del todo. Apartas la vista un segundo, luego dejas que vuelva a centrarse en el objeto que contemplas y es como si experimentaras el efecto por primera vez. Fatima me ofrece una sonrisa maravillosa, acaricia el collar de jade un momento, y mira fijamente a Warren.
La mano que retira la boquilla de jade de sus labios tiembla ligeramente.
—De acuerdo —dice ásperamente—. Es tuyo. Quédatelo. El detective será mi testigo.
Me permito quedarme boquiabierto, pero Fatima no parece sorprendida lo más mínimo. Asiente con la cabeza como si fuera una especie de homenaje habitual, y se lleva el collar al fondo de la tienda. Observo incrédulo mientras lo mete en un bolso negro de Chanel. Warren me está mirando.
—¿Sorprendido? De hecho, puede tener lo que le apetezca. ¿Qué quieres del escaparate, cariño mío? ¿Algo de valor incalculable? Toda mi cueva de Aladino es tuya. Yo seré tu genio.
Fatima sujeta el bolso de Chanel contra su estómago. Aparece en su rostro una mirada oscura y simplemente se encoge de hombros. Warren se la queda mirando fijamente un instante desde el otro lado de la sala, luego mete la mano en el escaparate para coger el tigre blanco. Lo sostiene delante de mí para que lo mire y tengo la sensación extraña de que oyó a Kimberley cuando ésta lo admiró y me explicó su significado. «Para cualquier persona que entienda del tema, es de lo más intimidante.»
—Quiero que bajemos al almacén —me dice, y me da el tigre. Casi se me cae de lo asombrado que me deja al confiarme un icono tan valioso y creo que le lanzo una mirada de miedo. Warren sonríe, creo que para agradecerme mi veneración. De inmediato, empiezo a preguntarme si…
—Sí, es auténtico —me dice, leyéndome el pensamiento.
Sosteniendo el tigre entre mis brazos como una madre, le sigo a la parte trasera de la tienda y, bajo la mirada de los dos jemeres y de Fatima, salimos por la puerta de atrás, que ahora veo que sólo conduce a un único ascensor que parece tener los adornos de acero templado de la cámara acorazada de un banco. Sólo el zumbido del motor eléctrico Mitsubishi rompe el silencio. Ahora, Warren y yo estamos solos en el ascensor, evitando que nuestras miradas se crucen, como la gente suele hacer en estos espacios cerrados, a no ser que sean conspiradores o amantes. Warren y yo no somos nada de eso, por supuesto, lo que hace que me pregunte por qué percibo un deseo frustrado en él, un anhelo, una súplica silenciosa, incluso. Parece como si descendiéramos a las entrañas de la tierra. El viaje es más largo de lo que esperaba; debe de tener el almacén debajo de la última planta del aparcamiento.
—Ya hemos llegado, el auténtico escaparate, podría decirse. Los compradores profesionales no se preocupan demasiado por lo que tengo arriba. No lo pondría ahí si no supiera que se lo venderé a algún idiota tarde o temprano por un precio inflado. Aquí abajo, sin embargo, es donde un experto de verdad podría encontrar una ganga o dos. La belleza es una montaña enorme, detective, y la elegancia sólo ilumina un rostro cada vez. Tarde o temprano, otro aspecto empieza a centrar la atención y, bingo, el acaparador hace su negocio. Los acaparadores son las personas más difíciles a quienes vender, pero también con las que más te diviertes. —Esos ojos grises penetran intensamente en mi cerebro—. El mayor de los placeres que tiene la vida es que te comprendan, ¿no cree? Pero a un artista como usted o como yo, ¿quién nos comprende?
Estoy a punto de protestar, pero decido centrar mi atención en el sótano abovedado. Es mucho mayor de lo que podría haber imaginado desde la tienda, y el caos que hay en él es encantador. Calculo que quizá deba de ser la mitad de grande que el aparcamiento, con pasillos que van longitudinalmente de la parte delantera a la trasera.
—La mente no puede asimilar tesoros como éstos —le digo en tailandés, la lengua apropiada para la veneración.
—Deje que le ayude —me dice con una sonrisa. No entiendo por qué tendría que halagarle el homenaje patético que un detective del Tercer Mundo pueda hacer a su colección, pero, ¿por qué desearía engañarme? Me pongo a pensar cuando oigo que se cierran las puertas del ascensor y el zumbido del motor. Me pone una mano en el antebrazo un momento para tranquilizarme, pero su gesto provoca el efecto contrario. Aquí en su guarida, puedo ver su espíritu extraño con mucha más claridad, percibir su agonía.
—Me entiende, ¿verdad, detective?
—Creo que sí.
—¿Y qué respuesta tiene para mi angustia?
—Poseer algo requiere en gran parte hacer un enorme sacrificio, si no se quiere que la posesión destruya al poseedor —me hace responder el Buda. Warren gruñe y me suelta un discursito de vendedor, empezando por cinco Budas de piedra magníficos situados en una plataforma, sin duda robados de Angkor, y que llevan unas etiquetas, y se nos presentan como gigantes prehistóricos mientras doblamos por uno de los pasillos.
—La agente especial Jones es muy lista —dice Warren, que se detiene para encenderse un cigarrillo—, pero es una poli americana, carece de su nivel y su profundidad. Empecé a comprar todo el material de Angkor que pude poco después de que estallara la guerra civil. Como americano, me sentía responsable. El Pentágono bombardeó a saco el país y lo desestabilizó, luego la CIA apoyó a los jemeres rojos porque eran los enemigos del Vietcong, y nosotros, los americanos, no sabemos perder. Así que destrozamos un país. Bueno, no exactamente; estos reinos antiguos en realidad no mueren, se reencarnan. Pero yo quería salvar el arte jemer, sobre todo el de Angkor, y la única forma que tenía de hacerlo era comprarlo hasta que las cosas se calmaran. Ahora, estoy devolviéndolo todo, los gastos corren de mi cuenta. —Un suspiro—. Para serle sincero, no ha cambiado nada desde
El americano impasible;
cuando por fin destruyamos todo el mundo, será con la mejor de las intenciones. Mientras tanto, como americano que ha sido desprogramado por Asia, intento reparar el daño. Me cree, ¿verdad?
—Sí.
—¿Lo ve? Ésa es la diferencia. Jones no lo entendería, no querría creer que puedo ser un buen tipo. Los polis americanos son unos intolerantes respecto a la ambigüedad moral, de lo contrario no serían polis americanos, ¿verdad? No es que me importe.
Paso a paso, me lleva por el largo pasillo que está hasta los topes de Budas de oro, santuarios, cerámicas, esculturas " de madera de Ayutthaya, estanterías de diez metros de altura que van del suelo al techo dedicadas a cuencos para limosnas, otra sección con cientos de estatuillas de cerámica… Es todo increíble, valiosísimo, maravilloso. Y yo aún sostengo el tigre blanco.