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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

Bangkok 8 (20 page)

BOOK: Bangkok 8
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Todavía tengo muchas ganas de llorar y estoy mirando el colgante del Buda de Pichai mientras me lo paso de una mano a otra como si fuera un puñado de arena cuando oigo que llaman a la puerta. Nadie me visita nunca aquí, así que obviamente se trata de un mensaje de Pichai, lo que prueba que está cuidando de mí desde el otro lado. Cruzo la habitación de una zancada y abro el cerrojo.

La agente del FBI se ha reinventado a sí misma. Jones lleva una camiseta con el titular tantos hombres y tan poco tiempo en el pecho, unos vaqueros bajísimos de cintura y unas sandalias que se abrochan con velero. Se ha teñido el pelo color calabaza y se lo ha cortado a lo chico y de punta, y me ofrece una sonrisa que no le había visto nunca. Pintala— bios de aspecto mojado. No escondo mi asombro.

—Hola. Vaya, ¿molesto? No es un buen momento, ¿no?

—¿Cómo ha sabido dónde vivía?

—Lo he consultado en el ordenador. Oiga, obviamente no es…

—Lo que quería decir es, ¿cómo ha encontrado este lugar?

—Ah, vale. Bueno, he alquilado un coche con chófer. Aquí es superbarato. De todas formas, lo paga el FBI. Forma parte de mi trabajo cuidar de usted, pero me iré si he venido en mal momento.

Está mirando por encima de mi hombro. Me hago a un lado.

—Pase.

Cruza el umbral.

—Usted vive…

—Yo vivo aquí.

No me resulta difícil mirar con sus ojos. Mi cueva es un rectángulo sin ventanas de tres y medio por dos y medio, con una estructura inestable con forma de choza en una esquina para tapar el agujero del suelo. La ventilación viene de un apertura negra en la pared del fondo que da a un hueco que abastece a todos los demás pisos. En un día de viento sé lo que va
a almorzar
cada uno de mis vecinos. Tengo una foto del rey en una pared y una estantería estrecha donde cualquier persona normal hubiera puesto un televisor. Los libros están todos en alfabeto tailandés, le explico a Jones, quien intenta examinarlos.

—Budismo. Soy un ratón de biblioteca budista.

El único mueble que tengo es un futón en el suelo. Es evidente que Jones está atónita. En su honor diré que no intenta disimularlo.

—Yo… no sé qué decir, Sonchai. Nunca había visto… es decir…

—¿Nunca había visto un agujero como éste? —Soy desagradable con ella. Me gustaría restregarle esta realidad por las narices, pero mi depresión ha desaparecido milagrosamente.

Me mira fijamente.

—No, Sanchai, nunca había visto un agujero como éste. Lo siento.

—Bienvenida al Tercer Mundo.

El sexo es algo raro, ¿verdad? Una fuerza que puede cambiar tu estado de ánimo como una droga. Ahí está ella, rebosando salud y alguna clase de expectativa, y seguro que las imágenes de una cópula inmediata invaden su mente tanto como la mía. Los dos tosemos a la vez. Me sonríe con esos labios de intenso aspecto mojado.

—Imaginé que necesitarías que te animaran un poco, así que he comprado dos entradas para el combate de kickboxing que hay esta noche en el Estadio Lumpini. Es sábado. Me han dicho que es un gran combate. ¿Quizá te gustaría llevarme? Me lo tomo como parte de mi orientación. Pero si no quieres, si prefieres quedarte aquí y deprimirte…

El coche es un Mercedes blanco. En el asiento de atrás, Jones dice:

—Anoche intenté ver la televisión tailandesa. Creo que pillé un culebrón, pero no se parecía a nada que hubiera visto antes. La gente no paraba de morirse y de resucitar y de seguir con la conversación que tenían antes de morir, y había fantasmas y un montón de magos que podían desafiar la gravedad y vivían en una tierra encantada a unos ocho kilómetros del suelo. ¿Dirías que representaba la mente tailandesa?

—En lo de los ocho kilómetros tienes razón. Pero has olvidado el esqueleto.

—Es verdad, había un esqueleto humano que seguía a la pareja protagonista a todas partes. ¿Qué hacía?

—Tienes que tener en cuenta que somos un pueblo holístico. No podemos coger trocitos de la vida, como dos amantes que pasean al atardecer, y fingir que ya está todo dicho.

De camino a Lumpini, siento la necesidad de darle una clase de cultura.

—No deberías llamarlo kickboxing. Ése es un deporte artificial que tuvieron que inventarse después de todas esas pelis de Bruce Lee. El
Muay Thai
es otra cosa.

—¿Ah, sí? ¿Qué reglas tiene?

—De hecho, no tiene reglas.

Jones emite un gruñido.

—Al menos no las tenía hasta que tuvimos que inventarnos algunas para que fuera aceptable para la televisión internacional. Ahora los boxeadores llevan esos guantes ridículos. En los viejos tiempos, los boxeadores metían gasas en un bote de pegamento, se envolvían los puños con ellas y echaban cristal molido por encima.

—Qué bonito.

—Es nuestra defensa nacional. Hasta hace relativamente poco nuestras guerras con Birmania (siempre entramos en guerra con Birmania) consistían principalmente en combates cuerpo a cuerpo. Primitivos en extremo, ¿no? Por otro lado, no había bajas civiles, ni muertes por fuego amigo, nadie perdía su hogar. De hecho, era raro que más de mil hombres o así de cada bando murieran en una guerra declarada.

—Ya lo capto. El mundo ha avanzado mucho desde entonces, ¿verdad? —Se recuesta, hundiéndose en el asiento como una niña.

—El
Muay Thai
no se valoró de verdad hasta los setenta cuando los cinturones negros de las artes marciales de Japón, Taiwán y Hong Kong desafiaron a nuestros chicos. La flor y nata del karate, el kung-fu, el judo y demás vinieron aquí a celebrar un gran campeonato. —Me callo para crear suspense.

—Muy bien, estoy intrigada. ¿Qué pasó? Supongo que perdieron los otros, o no tendrías esa mirada.

—Ninguno de los otros duró más de un minuto en el ring con un boxeador tailandés. No estaban acostumbrados a que les pegaran patadas en la cara. Nuestros chicos reciben patadas en la cara desde los seis años, que es cuando empiezan a entrenarse. Los otros parecían profesores de baile y no luchadores.

—Deja que adivine la moraleja. No te metas con un tailandés, ¿verdad?

—Hacernos enfadar es un error.

Nos quedamos en silencio durante cinco minutos enteros. Mi estado de ánimo empieza a ensombrecerse de nuevo.

—¿Quieres hablar de ello? —pregunta Jones sin mirarme—. En Estados Unidos siempre decimos que es bueno hablar de las cosas que le preocupan a uno. Seré franca contigo, Sonchai, realmente asustaste a Tod Rosen con el pequeño comentario que le hiciste cuando os conocisteis. Se sentiría mucho mejor si tú y yo nos conociéramos mejor.

—¿Sí? ¿Metí la pata?

—Dijiste que ibas a cargarte al responsable de la muerte de tu compañero. A Rosen no le importó mucho cuando parecía que había sido un ajuste de cuentas entre bandas tailandesas. Pero ahora que ha salido el nombre sagrado de Sylvester Warren, Tod se ha puesto nervioso.

—¿Las celdas de Estados Unidos tienen ventanas?

—No te importa una mierda, ¿verdad? Aún no he conocido a un hombre al que no pueda entender. Pero tú… —Niega con la cabeza.

—Creo que a Rosen le ponen nervioso muchas cosas. ¿Por qué está aquí? Bangkok no es precisamente un buen destino para la carrera de un hombre como él. La cagó, ¿verdad?

—Su tercera mujer pidió el divorcio y Rosen se dio a la bebida. Es un buen hombre, muy justo, y a la gente le gusta trabajar para él.

—¿Y Nape?

—¿Nape? Jack Nape es uno de esos occidentales que llegan a Bangkok un día y al siguiente ya prometen que no se marcharán de aquí nunca. Supongo que podría decirse que es un refugiado del feminismo. Se casó con una tailandesa, y en el momento en que el FBI le diga que tiene que volver a Estados Unidos, dimitirá. Probablemente conseguirá un trabajo en un bufete norteamericano con despacho aquí. Es muy inteligente, conoce muy bien el país. Dicen que no habla mal tailandés.

No le cuento que en su vida anterior Rosen era un médico que sufrió una crisis nerviosa terrible a la que todavía intenta hacer frente. Nape era una mujer, un ama de casa que envenenó a su marido. Jones era un hombre, un gángster mujeriego con un apetito voraz. Fue el hombre a quien envenenó Nape, razón por la cual se han vuelto a encontrar en esta vida, y gran parte de la hostilidad anterior sigue viva.

—¿Y tú?

—¿Yo?

—¿Por qué has cambiado de opinión? Creía que querías ceñirte al papel de modosita.

Jones me lanza una mirada hostil.

—¿Quieres saberlo? Me he hartado de ser invisible en esta ciudad de mierda. Las mujeres tenemos nuestro ego, es el mensaje principal del siglo xxi, así que mejor que te vayas acostumbrando.

—¿Nadie se giraba para mirarte? Un silencio provocativo.

—No culpo del todo a los occidentales que se quedan aquí. Anoche conocí a la mujer de Nape. Es imponente y camina como si sus padres se hubieran gastado un millón de dólares en clases de comportamiento. Pero casi todas las mujeres de aquí se mueven así, ¿verdad? Incluso las que no han recibido una educación.

—¿Han servido de algo el peinado y la camiseta?

—No. ¿Podemos hablar de ti?

—No soy adecuado para este trabajo. Pregunta al coronel, si no. En diez años no he hecho ninguna contribución provechosa al cuerpo.

—Te sientes culpable por no aceptar sobornos.

—Debes entenderlo, la Policía Real tailandesa siempre se

ha adelantado a su tiempo. Está dirigida como una industria moderna, todos los policías son un centro de beneficios.

—Sí, ya me lo han comentado. Supongo que un policía disfruta de inmunidad para casi todo, ¿verdad?

Esta respuesta tengo que pensarla.

—Que un policía testificara en contra de otro policía en un juicio no sería bueno para el compañerismo. Las infracciones se solucionan internamente.

—¿Ah, sí? ¿Qué les sucede a las manzanas podridas? ¿Les prohiben aceptar sobornos durante una semana?

—Algo así, a no ser que estén podridas de verdad. —Le pica la curiosidad. Huele la sangre y una historia genial para contar a los chicos cuando vuelva a casa.

—Vamos, dale, ¿qué castigo medieval se reserva a los que putean de verdad a los coroneles?

—Suicidio obligatorio —murmuro—. Somos un cuerpo caballeroso y se espera que los infractores extremos se comporten como hombres, después del debido proceso.

—¿Un tribunal improvisado?

Una imagen cruza mi mente. A mí normalmente no me invitan a estos procesos secretos. Sólo he asistido en una ocasión: un ambiente sombrío en una habitación grande y vacía excepto por un montón de sillas, polis de todos los rangos seleccionados de todos los distritos de Krung Thep, un sargento muy asustado sentado en la silla del acusado, una pequeña mesa delante de él con un revólver y un vaso de agua. Quiero cambiar de tema.

—No todo es malo. Imagina que pillan a un
farang
joven con algo de marihuana. Paga cinco mil bahts al poli que lo ha pillado, una suma razonable. Sale del apuro con una lección y un buen susto. Si lo procesaran y lo mandaran a la cárcel de Bang Kwan, sin duda su vida quedaría destrozada. Correría el riesgo de contraer toda clase de enfermedades, probablemente acabaría teniendo un problema grave con las drogas. Nuestro sistema es humano y compasivo. También es rentable. El poli recibe un plus sin ninguna carga impositiva extra. Con los salarios que cobran los policías, se habrían muerto todos de hambre.

Jones es incapaz de decidir si hablo en serio o no.

—Bueno, esta forma de ver las cosas está muy lejos de la que tenemos en Estados Unidos. Todo el mundo sabe que nuestras leyes se aplican por igual a todos los ciudadanos. La alternativa es la corrupción total.

—En ese caso,.¿por qué no estamos investigando a Sylvester Warren?

Gira la cabeza bruscamente y se pone a mirar por la ventana.

—Te crees muy listo, ¿no?

Un largo silencio. Al final, vuelve la cabeza despacio hacia mí.

—De hecho, es exactamente lo que estamos haciendo. Pero no se lo digas a nadie.

Treinta y dos

De camino a Lumpini, pasamos por delante de la embajada norteamericana en Wireless Road donde el tráfico es moderado. Jones y yo echamos una mirada al grueso muro blanco. Hace unos días fue el cumpleaños del rey y una de las puertas de la embajada tiene una pancarta que reza larga vida al rey. Es la clase de detalle que agradecemos que tenga el Tío Sam.

Jones aparta la mirada de la embajada.

—Cada vez que alguien desempolva el expediente sobre Warren, el mismo Warren se entera. Presión y poli. Memorándums y mensajes de correo electrónico que exigen saber por qué desperdiciamos nuestros recursos en un caso que se basa en insinuaciones y chismorreos. Una vez apartaron del cuerpo a un jefe de policía. Pero tenemos polis íntegros, como tú. Hay un equipo reducido que se dedica en secreto al caso Warren. Por eso estoy aquí. Rosen no lo sabe y Nape tampoco. Creen que la cagué en algún caso y que me han asignado este puesto como castigo. No importa. Es lo que quiero que crean. Así que no abras la boca. Te lo cuento porque vas a ayudarme. He dedicado mucho tiempo de mi carrera a este tema y va a conseguirme un ascenso. Lo sé todo sobre Warren y su jade.

—Cuéntame.

—¿Te suena de algo el nombre de Barbara Hutton? ¿Y Woolworth? Su padre había construido el rascacielos más

alto de Manhattan hasta que el Chrysler lo superó. ¿Los Sassoon? Eran una familia muy importante en Shangai antes de la revolución china. La lista es casi interminable e incluye a Madame Chiang Kai-shek, a Edda Ciano, que era la
hija
de Benito Mussolini, a Edwina Mountbatten, la madre de la reina de Inglaterra, y así hasta llegar a Henry Pu Yi. ¿Sabes quién es? —Niego con la cabeza—. Es más conocido por ser el último emperador de China. —Un silencio reverencial—. ¿Qué tienen en común toda esta gente? Eran los jugadores más importantes de la economía global antes de que nadie la llamara así. Eran los alegres años treinta, los locos años cuarenta. Y empezaron una nueva moda en piedras preciosas. Antes que ellos sólo los chinos y algún especialista occidental apreciaban de verdad el jade. Después de ellos, si no tenías como mínimo unas cuantas piezas de «la piedra del cielo» para lucir en las cenas, no te invitaban a ninguna. Por supuesto, ahora todos están muertos o son demasiado mayores como para preocuparse por el jade, pero el jade era su pasión, tenían eso en común. No puedes investigar su vida privada sin que salga este tema. Y todos tienen herederos, que también son bastante viejos.

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