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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

Bangkok 8 (21 page)

BOOK: Bangkok 8
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» También tienes que saber que Warren tuvo como mentor a un tal Abe Gump. Era un anticuario de San Francisco que empezó a interesarse por el arte oriental cuando sus piezas de mármol italiano, sus relojes franceses y casi todas sus demás posesiones quedaron destruidas en el terremoto de San Francisco. Era ciego, pero todo un experto. Era una leyenda en los años treinta porque era capaz de valorar una pieza de jade sólo tocándola. Fue el tutor de Barbara Hutton cuando ésta quiso aprenderlo todo sobre el jade.

»Así que cuando las grandes familias de la preguerra vieron que la guerra y las diversas revoluciones comunistas les habían dejado relativamente pobres, quizá incluso en la ruina, pensaron en vender los objetos de jade que tenían a gente como Abe Gump y más tarde a Sylvester Warren. Lo dice un antiguo proverbio chino: «Mejor invertir que trabajar, mejor acaparar que invertir». Probablemente lo habrás oído. Pues bueno, Sylvester Warren aprendió bien esa lección. Es un acaparador extraordinario. Pero incluso los acaparadores tienen que saber cuándo vender. Se puede decir que la señal llegó a todos los coleccionistas de jade en septiembre de 1994, cuando el collar de jade que Barbara Hutton llevó en su boda se vendió en una subasta en la Christie's de Hong Kong por 4,3 millones de dólares. Madame Chiang Kai-shek pujó por él pero perdió. Quería el collar como regalo de cumpleaños de su centenario. Pujó por teléfono desde su apartamento en Gracie Square en el Upper East Side de Nueva York. De repente, el jade volvía a ser lo más de la industria gemológica, pero había una trampa. El collar era de jade imperial, el de mayor calidad que existe, procedente de los montes Kachin, en Birmania, y se remontaba a la Ciudad Prohibida. Sin ese caché, puede que las piedras no hubieran alcanzado ni una décima parte de la suma que se pagó por ellas. Es como la guitarra de Elvis Presley. Sin ese pedigrí ilustre, sólo es una buena guitarra de segunda mano.

—¿Crees que Warren utilizaba a Bradley para falsificar esos objetos?

—No lo sabemos. Es una hipótesis, como dijo Nape. Al contrario de lo que dijo Nape, trabajo con gente en Washington que está muy interesada en Warren. Llevo tres años estudiándolo a él y a su negocio más o menos de forma continuada. Incluso soy una experta en arte del lejano oriente. Pregunta.

—¿Cuáles son las seis posturas del Buda que se representan normalmente en escultura religiosa?

-Vitarka mudra,
sentado con el pulgar y el índice de la mano derecha tocándose; sentado sobre la flor de loto con una mano sobre la otra en el regazo; sentado con una mano

en el regazo y ¡a otra en la rodilla; sentado con la mano derecha tocando el suelo; de pie con las palmas de las manos mirando hacia arriba; de pie con una palma hacia arriba y la otra señalando el suelo, conocida como «contener las aguas».

—Bien, muy bien. ¿Quieres examinarme de cultura occidental?

—¿ Cómo se llaman los siete enanitos? Creo que sé la respuesta a esa pregunta, pero no puedo recordarla sin la ayuda de la meditación.

Nos hemos quedado parados en un atasco donde Wire— less Road confluye con Rama IV. Justo delante, una pequeña luz roja se balancea hacia delante y hacia atrás a unos tres metros del suelo.

—¿ Estoy viendo lo que creo que estoy viendo?

—Tienen que llevar los pilotos encendidos de noche. Es obligatorio.

—Estoy alucinando. Debe de ser la única ley que se cumple en Bangkok.

Rodeamos al elefante para girar a la izquierda y tomar Rama IV, y el estadio está sólo unos cien metros más abajo. El chófer de Jones nos deja bajar y se marcha. La explanada que hay delante del estadio está repleta de puestos de comida y de gente comiendo y bebiendo, mientras que detrás de ellos la multitud ruge. Jones muestra sus entradas junto al ring y pasamos por un túnel que nos lleva directamente al cuadrilátero. Lo rodeamos, porque las localidades no están numeradas y hay un par de asientos libres en una esquina. El estadio está lleno, dos luchadores se están pegando. Hemos llegado a medio combate y los dos hombres están exhaustos. Ahora identifico a Mhongchai, que se enfrenta a su antiguo enemigo Klairput. No me extraña que haya tanta emoción. En el
Muay Thai
los luchadores se dan patadas mientras que los boxeadores occidentales se dan puñetazos. Los dos hombres tienen ambos lados del tórax amoratados y Mhongchai tiene una ceja abierta. Es su principal punto débil, de otra manera sería clara su superioridad sobre el otro. Klairput es demasiado lento cuando tiene que dar patadas en la cabeza, lo que permite que Mhongchai le tuerza el pie con los guantes. La táctica normal sería que lo tirara contra el suelo o lo lanzara por el ring, pero Mhongchai, el genio, adapta el movimiento dándole la vuelta y le ataca por detrás con un codazo en la cabeza. Ahora Klairput está tendido en la lona y el árbitro está contando. Klairput no se molesta en levantarse, ha perdido a los puntos de todas formas, así que, ¿para qué seguir sufriendo más castigo? La multitud emite un sonoro rugido cuando el árbitro declara vencedor a Mhongchai. En los tenderetes de apuestas, la gente va corriendo a exigir su dinero a los corredores, quienes sujetan los fajos de billetes entre los dedos y usan los nudillos de ábaco. Siempre he admirado la rapidez de los corredores de apuestas del ring. Hace unos setenta años yo era uno de ellos.

Jones pide una cocacola mientras esperamos a que empiece el siguiente combate. Bebe de la pajita mientras pasea la mirada por el estadio y me pone la mano que tiene libre en el muslo. La deja ahí unos provocativos treinta segundos antes de inclinarse hacia mí y susurrarme con disimulo:

—Detrás de ti, a las once cincuenta. Espera un momento, luego gírate con tranquilidad y como si nada. —Hago lo que me dice y examino las localidades que tengo detrás lo suficiente como para ver al sargento William Bradley y a su amante. Me recuesto en mi asiento y cierro los ojos para recrear la imagen de un negro enorme comiendo palomitas de un cubo de tamaño extragrande y a la mujer deslumbrante que tiene a su lado. Se ha quitado los colores, ya no tiene el pelo encrespado, y lleva una blusa de seda verde y pantalones lilas. Pensándolo bien, no se trata de William Bradley resucitado. Este hombre no es tan alto, no está en tan buena

forma y tiene el pelo gris. Tiene una barriga importante debajo de la camisa hawaiana, la cara hinchada y está repantigado en el asiento. Dudo que William Bradley se sentara así. El parecido, sin embargo, es extraordinario. Lanzo una mirada acusadora a Jones.

—Es su hermano mayor. Llevamos un par de días vigi— lándolo. Cogió un vuelo de American Airlines a París, luego uno de Air France a Bangkok, así que intenta pasar desapercibido. En su hotel me han dicho que venía aquí esta noche, ellos le vendieron las entradas. Pero no esperaba que apareciera con la mujer. Probablemente necesite un escolta así de grande, los hombres no pueden dejar de mirarla. Mierda.

Yo creía que estaba ofendida, pero resulta que lo que sucede es que se siente culpable. Jones ha girado demasiado la cabeza. Su mirada se ha cruzado con la del hombre negro un segundo, y el gigante se ha puesto en pie y ha guiado a la mujer por entre los tenderetes y el pasillo hacia la salida con una agilidad inesperada. No hay forma humana de acceder a la zona de los tenderetes desde las localidades del ring, así que nos dirigimos corriendo al túnel y vemos que el negro abre la puerta de un taxi para que la mujer suba; luego se mete él, deprisa y sin entretenerse. El taxi ya está bajando por Rama IV para cuando llegamos a la acera. Jones suelta un taco.

—No me imaginé que estaría sentado junto a los tenderetes. Un tipo como ése siempre se sienta cerca del ring.

—¿Te ha reconocido?

—No, no sabe quién soy, pero es un profesional. Tiene mucha experiencia, no corre riesgos. No ha sido una huida, sólo ha tomado las precauciones necesarias.

Otra persona habita el cuerpo de Jones. Está tensa, concentrada, tiene disciplina. La camiseta y los pantalones cortos y ceñidos pertenecen a la mujer que era hace diez minutos y ahora, mientras llama al chófer desde el móvil para decirle que nos recoja, están de más. Cierra la tapa del móvil y dice:

—Muy bien, esto es lo que haremos. Nos acercaremos a casa de Bradley y nos quedaremos ahí. Es imposible que Elijah haya hecho veinticinco mil kilómetros en avión y no se pase por la casa de su hermano y estoy segura de que todavía no lo ha hecho. Se acercará de noche, intentará ir de incógnito. Probablemente ha venido al combate de kickboxing a pasar el rato mientras decidía cuándo era el momento de ir a la casa.

—De
Muay Thai
—la corrijo al subirnos en el Mercedes.

En la parte de atrás del coche, Jones dice:

—William y Elijah eran chicos de Harlem que escogieron caminos totalmente distintos. Elijah ha traficado con farlopa, caballo, crack, anfetas… a lo grande. Empezó de adolescente y cuando tenía veinte años ya era millonario y tenía su propia banda. Se ve que a William no le tentaba ese mundo. Tenía una personalidad muy reservada, muy recta. Parece que practicaba deporte para poder salir del barrio, pero era de esos que son buenos en todo y no se especializan en nada. Era demasiado grande y lento para ser un peso pesado, no era lo bastante ágil para el baloncesto profesional, era demasiado grande para cualquier otro deporte. Se alistó en el ejército a los diecisiete y parece que allí se sentía como pez en el agua. Era de esos que optan por la vida militar con naturalidad cuando son jóvenes, quizá sin prever las desventajas. Se avergonzaba de su hermano mayor Elijah y creemos que no se hablaron durante más de una década. Pero el carácter de William se suavizó, los marines le desilusionaron. Durante estos últimos años hablaban mucho por teléfono.

—¿Estáis vigilando a Elijah?

—Más o menos todo el día. He conseguido que me mandaran algunas de las transcripciones por correo electrónico esta mañana.

—Pero en los archivos de Bradley no había ningún correo electrónico que le hubiesen enviado.

—Ya lo sé, y eso hace que aumenten mis sospechas. En su mayor parte, las conversaciones telefónicas son muy aburridas y ellos tienen mucho cuidado de no decir nada que pueda incriminarles. Tramaban algo. Probablemente usaban direcciones de correo electrónico que desconocemos a través de cibercafés. Sólo en un par de ocasiones durante esas conversaciones telefónicas Bill baja la guardia. A ese tío le preocupaba mucho de qué iba a vivir cuando se retirase. Habla mucho de lo caro que es su estilo de vida, se pregunta cómo va a llegar a fin de mes. En las primeras conversaciones, hay una preocupación real en su tono de voz que alcanza el punto máximo cuando unos prestamistas empezaron a amenazarle. Luego el miedo desaparece. Es la voz de un hombre que comprende por qué su hermano mayor hizo lo que hizo. Un hombre muy, muy desilusionado con el sistema al que lleva sirviendo toda su vida. Entonces, de repente, el tono cambia, ha salido el sol, William Bradley vuelve a ser feliz.

—¿Coincide ese momento con el inicio de los contactos con Warren?

Asiente con la cabeza marcando pausadamente el movimiento.

—Más o menos.

Tardamos más de una hora en llegar a Kaoshan por culpa del tráfico. Cuando estamos acercándonos desde el lado del río digo:

—Sabio, Feliz, Alérgico, Mudito, Tímido, Gruñón y Perezoso.

—Muy bien —dice Jones con aire distraído. Nos abrimos paso hasta Kaoshan y nos metemos en la
soi
estrecha que lleva a la casa de Bradley. Me impresiona que Jones sepa que hay que quitarse los zapatos en la escalera exterior, y aún más que tenga llave del piso de abajo. Abre la puerta sin hacer ruido y me indica con la mano que la siga dentro. Cruzamos la habitación de puntillas, que está casi a oscuras, y ponemos algunos cojines en el suelo. Apoya la espalda en la pared mientras que yo me pongo en cuclillas, a la espera de que los ojos se me acostumbren. Se oye un clic cuando Elijah Bradley enciende las luces.

Veo al negro enorme, luego mi mente lo borra del cuadro automáticamente al centrarse en sus dos compañeros, que llevan pañuelos a cuadros rojos en el cuello. Después de cruzar la habitación tras encender la luz, ahora Bradley está sentado incómodo en uno de los sillones de piel, mientras que los dos jemeres están en cuclillas uno a cada lado. Uno de los jemeres tiene una ametralladora que podría ser una Uzi, el otro mira fijamente a Kimberley Jones. Jones está mirando a Elijah, que me está mirando a mí. Despacio, Elijah se mete la mano en la camisa enorme y saca un sobre marrón rígido, y me lo lanza. Lo abro, extraigo un documento legal escrito en tailandés y lo leo. Jones me lanza una mirada.

—Es la última voluntad y testamento de William Bradley, quien lega todas sus propiedades en Tailandia, incluida esta casa, a su hermano Elijah.

—Lo que significa que han incurrido ustedes en un allanamiento de morada, ¿cierto? ¿No creen que nos deben una pequeña explicación, antes de que les echemos? —Tiene la voz grave y potente. Me sorprende que hable en un tono ligeramente dolido.

En tailandés, le explico al hombre de la Uzi que voy a meterme la mano en el bolsillo para enseñarles mi placa, y espero a que me dé su consentimiento con un movimiento de cabeza antes de hacerlo. Se la muestro a Bradley.

—¿Y la dama quién es?

—Soy del FBI —dice Jones.

Elijah asiente despacio, frunciendo el ceño.

—Bien, bien, bien. Desde el momento en que la vi en el combate, supe que algo iba mal. No tiene ningún derecho legal a estar aquí, ¿verdad?

—No —admite Jones.

—Y el poli tailandés tampoco tiene ningún derecho, excepto que en esta ciudad un poli puede hacer lo que quiera.

El choque cultural me fascina. Para Bradley y Jones yo he dejado de existir, igual que mi atención inmediata no se centra en los dos norteamericanos. No aparto los ojos de la Uzi excepto para vigilar al otro jemer, que ya ha desnudado a Jones unas veinte veces. Elijah se queda un rato largo pensando, mirando a Jones, mordiéndose el labio inferior, meneando la cabeza.

—De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer. El poli se marcha, tú y yo mantenemos una charla al estilo americano y vemos si podemos explorar algún interés en común. ¿Te parece?

—Muy bien —dice Jones.

—No —digo. Los dos norteamericanos me miran.

—No pasa nada —dice Jones—. Lo que dice es que tú serás la garantía de que no me va a ocurrir nada. ¿Quién va a intentar algo estando tú fuera? Podrías hacer que todo un ejército de policías estuviera aquí en diez minutos y sabes quién es este tipo. —Me explica la situación con amabilidad, como si fuera un niño—. En realidad, no hay peligro. Choque cultural.

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