Bangkok 8 (9 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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—Cuando me suelten, te mataré. ¿Qué mierda de preguntas?

—Ayer, ¿vio llegar al Mercedes con el
farang
negro?

Escupió.

—Claro que lo vi, estaba sentado apoyado en la pared del puente bebiendo. Lo vi todo.

—¿Qué vio?

—Vi jemeres rojos.

Risotadas del público. Suspiré.

—¿Participó en la guerra civil de Camboya?

—Idiota, no he estado en ninguna guerra de mierda. Hace un par de semanas alguien trajo un DVD sobre un estúpido periodista norteamericano en Camboya que mena en un lío a su amigo, una película de mierda muy aburrida pero me gustó cuando el hombre hace un corte en la ijada de un búfalo con una hoja de afeitar y se bebe la sangre. Nunca se me habría ocurrido, esos camboyanos son unos animales.

—¿Qué tienen que ver los jemeres rojos?

—En la película, todos los jemeres rojos llevan pañuelos a cuadros rojos que les cubren sus estúpidas cabezas, así iban los que vinieron ayer.

—Lo de la película es verdad —dijo el jefe—. La vimos todos. Yo también me acuerdo de los pañuelos.

—¿Quiénes llevaban pañuelos?

—Los gamberros de las motos. Eran unos seis, unos elementos, por lo que yo pude ver.

—¿Llegaron antes o después del Mercedes?

—A la vez, más o menos. Lo rodearon.

—¿Vio si alguno abría la puerta?

El viejo Tou se echó a reír.

—No, hicieron lo mismo que tú y tu compañero. Se bajaron de las motos, se acercaron al coche y se echaron una especie de miradas y gruñidos, luego se pusieron a parlotear. No creo que fueran tan duros como querían aparentar. Luego, se juntaron para celebrar una especie de asamblea, y volvieron corriendo a sus motos y se marcharon.

—¿Hablaban tailandés o jemer?

—Estaba demasiado lejos. De todos modos, ¿cómo coño iba a saber si hablaban jemer o chino chiu chow?

—¿Había alguna mujer?

—Dame otro trago, capullo. —Hice un gesto hacia el jefe, que echó más whisky en la boca del viejo Tou.

—¿Una mujer? No, eran todos chicos, unos fantoches, ya sabes de qué tipo hablo, probablemente habían tomado
yaa baa
o fumado marihuana, no eran hombres de verdad, no tuvieron estómago para aguantar la escena del coche. Después de irse, me acerqué a ver por qué tanto jaleo. A ese
ja— rang
negro se lo estaba comiendo vivo una pitón. También había cobras.

—¿Qué hizo usted?

El viejo Tou se pasó la lengua por los labios.

—Bueno, no estaba seguro, ¿sabes? —La forma en que lo dijo hizo que parte del público se desternillara. Algunos se agacharon para reírse con más fuerza.

—¿No estaba seguro? ¿Por qué? —Más risas.

—Veo visiones. —La hilaridad se apoderó del público. Dos hombres y una mujer se tumbaron para echarse unas buenas risas. Algunos se apoyaron en una cabaña, dominados por las carcajadas.

El jefe tenía una amplia sonrisa en su rostro.

—Tiene muchas alucinaciones. Sobre todo ve serpientes.

—Así es. Por eso no podía estar seguro. Cuando me dijeron que las serpientes que había visto eran de verdad, tuve que tomarme un trago.

—¿No había ninguna mujer en el coche?

—No sea imbécil. Si hubiera habido alguien más en el coche, estaría tan muerto como el negro.

—¿Seguro que no vio a una mujer alta, medio negra, medio tailandesa, quizá saliendo del coche antes de que llegaran las motos?

—No. De una mujer me acordaría. Nunca tengo alucinaciones con mujeres. ¿Por qué debería tenerlas? Hace treinta años que no se me levanta. —Carcajadas, gente meneando la cabeza, el jefe dándose la vuelta para reírse.

—Muy bien. —Me volví hacia el público—. ¿Alguien más vio las motos?

La gente dirigió sus miradas hacia el jefe.

—Las motos eran de verdad, no fueron una alucinación suya, pero nadie quiere prestar declaración. Creen que fue un ajuste de cuentas entre bandas, no quieren verse involucrados.

—En general, ¿la gente está de acuerdo anónimamente con lo que acaba de decir el viejo, sin que se pueda atribuir una declaración a nadie?

—Eso suena bien, signifique lo que signifique. ¿Anónimamente? Sí, bastantes vieron las motos, y que el viejo Tou se acercaba al coche y miraba por la ventanilla y que luego se puso a dar cabezazos contra el coche. Todos lo vimos. Un grupo de gente fue hacia el coche. Usted los vio cuando llegó con su compañero.

El jefe echó más whisky en la boca del viejo Tou. La capacidad del hombre era asombrosa. Se bebió toda la botella de whisky de arroz antes de que el jefe considerara que estaba lo suficientemente borracho como para desatarle. A modo de precaución, sin embargo, dejaron otra botella cerca y se apartaron después de aflojar las cuerdas. El anciano fue derecho a coger la botella y se puso a beber a morro.

Di las gracias al jefe.

—Entonces, ¿no enviará al FBI para que nos investigue? El whisky de arroz es nuestra única fuente de ingresos, sin él estaríamos en la miseria.

Aquélla era la primera señal de debilidad y necesitaba explotarla. Sólo hicieron falta un intercambio de miradas y un movimiento de barbilla por su parte para que le siguiera hasta su cabaña, donde se destilaba el whisky, las gotas caían despacio desde el filtro de tela a una urna. El jefe cogió una botella de un rincón y encontró un par de vasos de plástico. Nos deseamos buena suerte, luego el alcohol puro golpeó mi garganta y se arrastró hasta mi estómago. Se estaba muy bien en la cabaña, con los humos de la malta cociéndose en las brasas de carbón.

—¿Usted pertenece al distrito 8, ¿verdad? —preguntó.

—¿Y? —Le miré fijamente.

Se encogió de hombros.

—Su coronel es famoso. Vikorn, ¿verdad?

—¿Le conoce?

Frunció los labios con cautela.

—No, personalmente no. Como le he dicho, es muy famoso.

—¿Quiere hablar con él directamente?

Su sonrisa me desarmó.

—No estaba insinuando nada. Mire, no queremos que el FBI ese, o lo que sea, merodee por aquí haciendo preguntas. La gente de aquí no sabe nada, de verdad. Estaban borrachos o jugando a las cartas. Al viejo Tou sólo le queda una neurona en el cerebro.

—¿Quizá usted sí que vio algo?

Un momento de duda.

—Bueno, resulta que yo estaba cerca de la salida de La autopista cuando llegó el Mercedes.

—Cuando le pregunté ayer, me dijo que no estaba aquí.

Se encogió de hombros.

—Regresaba de atender unos asuntos al otro lado de la ciudad.

—¿Y?

—Fue más o menos como le ha descrito el viejo Tou, excepto que el Mercedes se detuvo al principio de la salida y entonces llegaron unas motos. Alguien se bajó del coche y se montó en una de las motos, pero todo sucedió al otro lado del coche, así que no pude verlo muy bien. Una de las motos se marchó con su pasajero.

Sólo más whisky de arroz haría que su historia avanzara. Yo había tomado menos de un tercio del vaso, pero el vapor ya me embotaba la cabeza. El cabecilla sirvió dos vasos más, bebió un poco como un profesional y se relamió los labios. Intenté mantener la concentración mientras le miraba con la vista nublada.

—¿Qué más?

Una sonrisa irónica.

—Es usted bueno, ¿verdad? —Se acabó el vaso—. Los motoristas llevaban armas. Parecían esas pequeñas ametralladoras automáticas que se ven en las películas. Apuntaban al coche con ellas. Parecía que estaban secuestrando al
farang
negro. —Me miró a los ojos—. Evidentemente…

—Evidentemente usted decidió dar media vuelta. Lo último que necesitaba era ser testigo de un crimen y tener que declarar.

El jefe detectó que no había ironía en mis palabras. Sonrió con lógico alivio.

—Gracias por entenderlo.

Me acabé el whisky y me levanté.

—No creo que al FBI le interese su whisky de arroz. Puede que vengan por aquí. Si vienen, lánceles al viejo Tou. No se preocupe.

—¿Quiere dinero? —me preguntó el jefe—. Puedo darle un poco de las ventas de la semana pasada. La gente lo entenderá.

Negué con la cabeza.

—Buena suerte, hermano.

El jefe me ofreció su sonrisa más convincente.

—Gracias, hermano. Que vengues a tu compañero y vivas en paz.

Le agradecí sus palabras asintiendo con la cabeza.

Le había dicho al chófer de la moto que me esperara y le vi holgazaneando junto a su vehículo cerca del puente. No podía aplazarlo más. Había llegado el momento de hablar con el coronel.

Diecisiete

Una comisaría del Tercer Mundo. Es decir, una estructura de hormigón armado de dos pisos adornada con nuestra bandera y bustos de nuestro queridísimo rey, con una recepción enorme que ocupa la mayor parte de la planta baja, abierta por la parte alargada del edificio, como si hubieran olvidado levantar una pared. En esta zona abierta hay varias filas de sillas de plástico muy resistente unidas por barras situadas debajo de los asientos; los asuntos que pueden traer aquí a un ciudadano son infinitos.

Debéis recordar que somos budistas. La compasión es una obligación, aunque la corrupción sea inevitable. Los pobres vienen a por dinero y comida, los analfabetos a que les ayudemos a rellenar impresos, los que no tienen contactos vienen a que les demos cartas de recomendación y les ayudemos a encontrar trabajo, los turistas vienen con sus problemas, los niños porque se han perdido, las mujeres porque están hartas de que sus maridos les peguen, los maridos porque sus mujeres han desapareado con los ahorros de la familia. Las prostitutas vienen porque tienen problemas con sus mamasans, las familias enemistadas vienen con quejas y amenazas. No es raro que un hermano o un padre vengativos cuenten a la policía su promesa de sangre de matar al cabrón que ofendió a su esposa o hermana, quizá porque buscan que les digamos que en esas circunstancias la policía hará la vista gorda ante el asesinato propuesto, por un módico precio, por supuesto. A veces vienen jóvenes a averiguar quiénes son, ya que somos una sociedad polígama en la que a veces los bebés se entregan de por vida a familiares cercanos o amigos y no siempre está claro quién pertenece a quién. Borrachos y mendigos vienen a sentarse en las sillas, un monje ataviado con su túnica naranja espera su turno para pedir ayuda y consejo.

Aquí está el leproso local que pide limosna sujetando un cuenco de latón con los muñones y que por diez bahts deforma su rostro y lo convierte en algo realmente patético. Si las perspectivas son buenas, soltará un lamento desgarrador y se dará cabezazos contra el suelo hasta que uno de los polis amenace con pegarle un tiro. Y está el hombre que hace tatuajes que ejerce su oficio en una esquina de la calle con dos agujas muy largas y una gama de colores limitada (cualquiera mientras sea negro). Cuando llueve, el agente de servicio le deja entrar a sus víctimas en la recepción, donde les tortura en una de las sillas. Es un hombre importante, este tipo que hace tatuajes y que es medio artista del cuerpo, medio chamán. Boxeadores y obreros de la construcción de edificios altos están muy necesitados de la protección que les ofrece tatuarse la carta astrológica en la espalda o en el plexo solar.

Mis compañeros de rango inferior que están detrás de las mesas han desarrollado una actitud de bondad severa, la buena voluntad de ayudar suavizada por la precaución que dan los años de contacto con las artimañas de los pobres, puesto que el distrito 8 es la esencia de Krung Thep, su corazón y su cloaca. Apenas puedo creer que mi amigo Pichai ya no estará nunca más aquí para compartir todo esto conmigo, pues aquí es donde los dos alcanzamos la mayoría de edad, donde Pichai fue forjando su noble repugnancia y donde yo me enamoré por primera vez de la belleza corrompida de la vida humana. También es aquí donde aprendí a perdonar a

mi madre y a honrarla, porque pese al telón de fondo del distrito 8, la vida de Nong ha sido un éxito maravilloso y un ejemplo magnífico. Ojalá todas las mujeres pudieran ser como ella.

Mis compañeros apartan la mirada cuando entro en la comisaría. Todos los hombres se han ordenado monjes como mínimo durante tres meses de su vida, lo que significa que todos han pensado seriamente en la inevitabilidad de su propia muerte, la corrupción del cuerpo, los gusanos, la desintegración, la insignificancia de todo excepto del Camino de Buda. Nosotros no contemplamos la muerte como vosotros,
farangs.
Mis compañeros más próximos me aprietan el brazo y uno o dos me abrazan. Nadie me dice que lo lamenta. ¿Lamentaríais que el sol se pusiera? Nadie duda que he jurado vengar la muerte de Pichai. El budismo tiene sus límites cuando el honor está en juego.

—Detective Jitpleecheep, el coronel quiere verle. —La mujer diminuta que lleva una camiseta de manga corta azul, un cinturón negro y una falda azul es una agente de policía subalterna que hace de secretaria y edecán del coronel. También es sus ojos y orejas en la comisaría, su antena, ya que en nuestro país no existen los nombramientos no políticos. Asiento con la cabeza, subo unas escaleras, cruzo una puerta de madera en un pasillo desnudo al final del cual llamo a otra puerta de madera no más imponente que la primera, excepto por el hecho de que la arquitectura del edificio sugiere que este despacho será mayor que el resto, que tendrá mejores vistas.

Al fondo de la habitación, de suelo de madera sin enmo— quetar, un hombre de unos sesenta años espera. Lleva el uniforme de trabajo de un coronel de policía, que es también el superintendente de este distrito. Su gorra con visera cuelga a su izquierda de un clavo de la pared, una foto del rey en un marco dorado está colgada a su derecha. En su mesa de madera no hay nada, sólo un registro anticuado, un recipiente de plástico para bolígrafos y una foto suya con unos monjes ancianos, uno de los cuales es el abad famoso de un monasterio de la región. La tomaron el día en que la policía ejecutó sin juicio previo a quince traficantes de
yaa baa,
lo que requirió que posteriormente el abad diera su bendición al acto para conciliario con la opinión pública, que había sido enardecida por periodistas subversivos (que habían insinuado abiertamente que los traficantes muertos pertenecían a una conocida organización del ejército que competía con la conocida organización policial de Vikorn). Con un poco de ayuda del abad, nuestros sensatos ciudadanos vieron de inmediato que tal difamación, aunque estuviera justificada, no desvirtuaba la justicia de la rápida eliminación de los villanos por parte del coronel, y que de esta forma se ahorraba una pequeña fortuna en juicios y costes penitenciarios. No mucho tiempo después, el coronel financió un ala dormitorio nueva para el monasterio del abad, con electricidad y agua corriente, donde los monjes novicios podrían meditar en paz y con tranquilidad.

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