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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

Bangkok 8 (10 page)

BOOK: Bangkok 8
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El coronel tiene el porte militar, la mandíbula fuerte y la mirada sincera e imperturbable de un sinvergüenza redomado. Nadie sabe cuánto dinero tiene; probablemente, ni él mismo tenga ni idea. Aparte del yate de un millón de dólares que confiscó a un traficante holandés y que después compró por diez mil bahts en una subasta en la que él era el único pujador (porque no se invitó a participar a nadie más), posee grandes extensiones de tierra en el noreste a lo largo del Mekong, un centenar de bungalows en Ko Samui que alquila a turistas, y una mansión en el noroeste cerca de Chiang Mai. En Krung Thep vive en un apartamento modesto como corresponde a un poli humilde, con su primera esposa y el menor de sus cinco hijos. ¿Por qué quiero a este hombre?

Por razones que se me escapan, el coronel ha colgado en la pared de detrás de su mesa un mapa de Tailandia suministrado por la División de Represión del Crimen, que muestra las áreas geográficas en las que se supone que la complicidad de la policía con el crimen organizado está peor. Flechas de distintos colores señalan casi todo el mapa. A lo largo de las fronteras con Laos y Camboya la policía ayuda a introducir drogas y especies en peligro de extinción con destino a China; a lo largo de la frontera con Birmania ayudamos a pasar suficientes metanfetaminas a la semana como para mantener despierta a toda la población durante un mes. A lo largo de la costa, la policía trabaja codo con codo con el servicio de aduanas para asistir a la industria petrolera clandestina, para la cual la mayor parte de la flota pesquera del país ha adaptado sus barcas: la mayoría de noches se hacen a la mar hacia los petroleros anclados a unas millas de la costa y recogen el gasóleo de contrabando en tanques de acero inoxidable diseñados a tales efectos; más del doce por ciento del gasóleo de Tailandia es de contrabando. Alrededor de todo Krung Thep y en cientos de poblaciones rurales, la policía protege garitos de apuestas ilegales, principalmente de otras policías y del ejército, que está siempre intentando meterse por medio. Al nivel de la calle, el talento comercial de la policía genera algunos de los mejores puestos de comida de la ciudad, que pertenecen y están dirigidos por agentes de policía jóvenes que son inmunes a la persecución que sufre la venta ambulante ilegal. El mapa es un laberinto alucinante de flechas rojas, verdes, amarillas y naranjas que marcan las distintas infracciones de cada zona, con sombreados fosforescentes, advertencias serias en cuadros, notas al pie pesimistas y cabeceras escuetas. No soy el primero en observar que el coronel es la única persona de la habitación que no tiene el mapa en su campo de visión.

He contemplado este mapa en muchas ocasiones. Teniendo en cuenta que, por lo general, la policía facilita los chanchullos de los demás, empieza a parecer como si sesenta y un millones de personas participaran en una empresa criminal exitosa de uno u otro tipo. No me extraña que mi gente sonría tanto.

Mi coronel, un líder nato, se levanta mientras me acerco a su mesa. Junto las palmas de las manos cerca de la frente y se inclina en un
waia
cortésmente. El coronel rodea su mesa para abrazarme. Un abrazo firme, varonil, afectuoso que hace que las lágrimas asomen a mis ojos.

—¿Vas a matarme, Sonchai? —Me señala con la mano una silla que hay junto a la mesa.

Me siento mientras el coronel hace lo propio.

—¿Debería?

El coronel se encoge de hombros.

—Todo depende de si os tendí una trampa o no, ¿verdad? Si lo hice, entonces mátame, por supuesto. Yo lo haría en tu lugar.

—¿Nos tendió una trampa?

El coronel se frota la barbilla.

—Siento que soy culpable de negligencia, pero ése ha sido mi único crimen. —Asiento con la cabeza. Es, de algún modo, la respuesta que esperaba—. Sonchai, llevo toda la mañana esperándote y no he comido. Vamos a almorzar a mi bar. —Levanta el auricular de un teléfono-intercomunicador antiguo, aprieta un botón y habla—. Vamos a Pat Pong. Llama al bar y diles que no abran. Si ya lo han hecho, diles que echen a todo el mundo. Y quiero escolta, no quiero pasarme el resto del día en un atasco. —Cuelga el auricular—. ¿Vamos?

Dieciocho

El coche del coronel es un viejo Datsun blanco, pero bien podría haber sido la limusina real por cómo esquiva el tráfico. Ayuda tener una escolta de dos motos con sirenas gimiendo. Nos aproximamos a Pat Pong desde el lado de Sara— wong, y el conductor se detiene por fuera del Princess Club, que está en una
soi
secundaria que desemboca en la calle principal de Pat Pong. El coronel sabe que mi madre trabajaba en esta calle y me pregunto si está tratando de decirme algo. Al detenernos para entrar en el bar, me veo tal y como debía de ser hace más de veinte años: un chico delgaducho a quien desconcertaba e intrigaba el negocio de la carne.

La mamasan y media docena de chicas que llevan vaqueros y camiseta
waian
al coronel cuando entramos. Han preparado una mesa en el comedor, con mantel, tenedores, cucharas. Al momento empiezan a traernos una selección de platos de los restaurantes y puestos de comida que hay por los alrededores.

—¿Quieres que empecemos con cerveza o pasamos directamente al whisky? Tomemos una cerveza; vendemos Kloster por los turistas y tengo que admitir que tiene un sabor más limpio. También es un buen acompañamiento para los chiles.

Ya he asistido antes a los banquetes del coronel, es una de las formas favoritas que tiene el anciano de cimentar el espíritu de compañerismo (los viajes en su yate son otra), pero

nunca había sido el único invitado. Me parece un poco inquietante que me sirvan chicas que dentro de unas horas venderán sus cuerpos, como si fueran un equipo de criadas virginales. Se desviven por complacer al coronel,
waian
y le ofrecen sus mejores sonrisas. Sé que mi deber es emborracharme al ritmo del coronel, pero no estoy seguro de cómo reaccionará mi cuerpo después de los estragos del
yaa baa
de la noche anterior y de más de veinticuatro horas sin dormir, por no mencionar los dos vasos de whisky de arroz que se han asentado en mi estómago como carbón ardiendo. Tomo un trago de mi Kloster, que bebo directamente de la botella, igual que el coronel. Veo que mete la mano en una cesta de mimbre y saca un puñado de arroz con el que hace una bola compacta que mete en la ensalada de papaya. Con la cabeza, me indica que haga lo mismo. ¿Quizá vosotros,
farangs,
habéis torturado a vuestro estómago con pok-pok de papaya en una de vuestras visitas a mi país? Está hecho con doce chiles, machacados y mezclados con la salsa por lo que no puedes evitarlos. Incluso mi coronel ya está sorbiéndose la nariz tras el primer bocado. Dejo que el pimiento encienda despacio mi boca, antes de que baje poco a poco hacia mi estómago como lava fresca. Bebo un poco más de cerveza y experimento de inmediato el choque delicioso de la cerveza helada con el fuego de los chiles. El coronel me observa con atención. Tengo el deber de mostrarme cordial.

Degusto un poco de sopa tom-yum, que está casi tan picante como la ensalada, y luego pruebo el pollo estofado con salsa de ostras, que es más bien un plato chino que tailandés, pero que al coronel le gusta mucho. El pescado es una lubina sencilla pero muy bien frita, con una salsa excelente de chiles y paté de pescado, y el sapo crudo picado está muy bien preparado con cebolletas y, por supuesto, más chiles. En el fondo de mi estómago vado, abrasado por el
yaa baa,
es como si alguien me restregara un chile por una herida, y le

prendiera fuego. Me acabo rápido lo que queda de cerveza y una de las chicas me trae otra inmediatamente. También pido un agua, lo que hace que una sonrisa aflore al rostro del coronel. Ahora una chica nos trae una sopera enorme de caracoles grandes, cocinados en su jugo con una salsa marrón. El coronel rebaña la salsa con una bola de arroz y luego sorbe ruidosamente el extremo del caracol hasta que el cuerpo entra en su boca. Hago lo mismo, intentando no sentir náuseas.

Mi jefe se acaba su cerveza, pide otra y abre la botella de whisky del Mekong que las chicas han dejado sobre la mesa. Sirve dos vasos y les añade hielo que saca de un cubo.

—Bueno, Sonchai, ¿por qué no me cuentas qué piensas del caso por ahora? —No se trata de una pregunta inocente.

—Sólo llevo un día. —Chupo un caracol para tener tiempo para pensar—. Aún no he encontrado nada significativo. Por cierto, ¿por qué nos ordenó que siguiéramos al
farang
negro?

Chasquea la lengua con desaprobación y menea la cabeza.

—¿Por qué siempre tienes que ir al grano? No me extraña que seas tan impopular.

—Soy impopular porque no acepto dinero.

—Eso también. Ni tú ni tu último compañero habéis hecho ni una sola aportación al bote común en diez años. Erais como los monjes que van siempre pidiendo limosna.

—¿Por qué nos aguantó?

—Porque mi hermano me lo pidió.

—Creo que lo que quiere es hacer méritos. Puede que nosotros seamos lo único bueno que ha hecho en su vida.

—No te pavonees. Gracias a mi hermano os protegí de que os procesaran por homicidio. ¿Qué hay de bueno en eso?

¿Qué puedo decir? Me quedo mirando la sopa tom-yum y los fragmentos rojo intenso de los chiles.

—¿No va a decirme por qué seguíamos a Bradley?

—¿Crees que quizás el FBI me pidió que le siguiéramos?

Niego con la cabeza.

—El FBI no supo nada hasta ayer. Ni siquiera sabían dónde vivía.

—Te refieres al FBI de la embajada. Yo hablo del FBI de Washington.

—¿Está en contacto con ellos?

—Claro que no. Ellos están en contacto con alguien que se pone en contacto conmigo.

—¿En serio?

—Porque la CIA se pone en contacto con el FBI. Al menos de vez en cuando. ¿Y sabes con quién está en contacto la CIA? —Me encojo de hombros—. Con la misma gente con la que nosotros nos ponemos en contacto en Laos, Birmania, Camboya. La CIA paga con dinero, nosotros pagamos con la inmunidad en procesos por violaciones aduaneras. Al final, todos obtenemos la misma información. —Coge el arroz—. Algo relacionado con el jade. —Añade esto tímidamente, para ponerme a prueba.

—No se lo crea. ¿Por qué unos traficantes de jade usarían serpientes para eliminar a la competencia? De todas formas, ¿cómo podría meterse en serio un
farang
negro en el negocio del jade? Está dominado por los chinos chiu chow. Negocian en un lenguaje de signos secreto. ¿Y por qué iba a importarle al FBI?

Frunce el ceño.

—Muy bien, pues no fue por el jade.

—¿Por yaa baa?

—¿Por qué
yaa baa
? ¿Por qué no heroína?

Me obligo a tragar una bola de arroz para apagar el fuego.

—Porque el Departamento Antidroga está muy encima del tráfico de opio. La heroína es para desesperados. El
yaa baa
es más seguró y el mercado crece permanentemente.

Abre las manos.

—Bueno, pues ya has resuelto el caso. Seguro que ha sido por
yaa baa.

—No me ha contado nada.

—¿Acaso es trabajo mío contarte cosas? Tú eres el detective, yo sólo soy el tipo que está en la oficina.

—Coronel, señor, mi compañero murió ayer. Quiero saber por qué seguíamos al
farang
negro. —Un momento de verdad cuando nuestros ojos se encuentran. Nadie duda que el coronel tiene fuertes vínculos con el tráfico de
yaa baa.

Juega con la idea de sostenerme la mirada para obligarme a bajar la vista, algo que sabe muy bien cómo hacer, pero decide adoptar una postura de docilidad y aparta la mirada.

—Lo siento, Sonchai, lo siento muchísimo. La verdad es que no sé por qué seguíais a Bradley. Acababa de pasar la orden a todo el mundo. ¿Fue el FBI? ¿Nuestra División de Represión del Crimen? ¿Fue otro departamento? ¿Quién sabe?

—Usted es el jefe del distrito 8. Nadie le da órdenes sin darle una explicación.

—Me dijeron que le había caducado el visado. —Quiero echarme a reír, pero ahora el coronel tiene una expresión sombría, casi pomposa—. Que un miembro de una fuerza armada extranjera prolongue su estancia con el visado caducado es un delito grave. No es como si lo hace un civil.

—¿Habla en serio?

Asiente con la cabeza.

—Esa fue la explicación oficial que me dieron. Te enseñaré el expediente si quieres. —Se inclina hacia delante—. Yo no soy como tú, Sonchai, no hago preguntas indiscretas. Por eso yo soy coronel y tú nunca pasarás de ser un detective.

—Entonces, ¿el que le dio la orden era lo bastante importante como para tener que ser discreto? —Niega con la cabeza. Sin duda, soy un caso perdido. Entonces, cambia de

actitud y adopta un encanto y un candor asombrosos, ese ca— risma de doscientos voltios al que no me puedo resistir. Su humildad y compasión son totalmente convincentes.

—Te juro, Sonchai, que no tenía ni idea de que Bradley iba a morir ayer. Y no me interpondré en tu camino, da igual adonde te lleve la investigación. —A mi mirada interrogativa, añade—: Le prometí a mi hermano que cuidaría de los dos. Ya es bastante malo haber perdido a uno. Mi hermano es un
arhat.
Uno mantiene su promesa con un hombre así, sobre todo cuando tenéis la misma sangre. Te doy mi palabra. De todas formas, fuera lo que fuera lo que Bradley se traía entre manos, no tenía nada que ver conmigo.

Un momento extraño, antes de que sigamos comiendo y bebiendo. Digo con indiferencia:

—He averiguado la dirección de Bradley a través de Internet. He ido a su casa. El coronel alza la mirada.

—¿Sí? ¿Has encontrado algo?

—Si le hago una pregunta relacionada con el caso, ¿será franco conmigo? ¿O soy un títere de algún juego que está usted jugando con la CIA de Laos, o el FBI de Washington, o la embajada norteamericana?

—Sonchai, te lo prometo, que Buda me mate si te estoy mintiendo.

—Una mujer impresionante, entre los veintimuchos y los treinta y pocos, medio negra, medio tailandesa, alta, quizá uno ochenta, piernas largas y bonitas, pecho abundante y firme, una cara preciosa, el pelo teñido con todos los colores del arco iris, un piercing pequeño y discreto en el ombligo con una bolita de jade unida a un aro de oro. ¿Quién es? El coronel bebe un sorbo de whisky.

—¿Se supone que tengo que saberlo?

—Éste es su bar, y está en el centro de la prostitución. Las chicas van y vienen de aquí a Nana, prueban en todos lados

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