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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

Bangkok 8 (11 page)

BOOK: Bangkok 8
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para ver si pueden conseguir un trato mejor. Conoce el negocio de la carne como la palma de su mano.

—¿Me estás diciendo que es una prostituta?

—¿Qué probabilidad hay de que no lo sea?

—¿Es una sospechosa?

—Es una posible cómplice. Una mujer que actuara sola jamás podría organizar algo así. Todavía no tengo ni idea de cómo lo hicieron. ¿Cómo se droga a una pitón adulta y a veinte cobras y se consigue que piquen al hombre adecuado en el momento preciso? Debió de hacer falta una organización increíble y la participación de mucha gente. Ahora mismo, no logro comprender la cuestión de las serpientes. ¿Quién es la mujer?

Diecinueve

—¿Que crees, que soy idiota? —El coronel está borracho y se ha embarcado en su tema favorito (la diferencia entre Oriente y Occidente) sin responder a mi pregunta—. ¿Acaso crees que no sé que podrían investigarme en cualquier momento? ¿Que no sé que algún cabrón del ejército o algún periodista sensacionalista, o algún capullo que quiere mi trabajo, puede ponerse a indagar en cualquier momento y encontrar cosas —mi barco, mi casita del norte, mis bunga— lows en Samui—, y empezar a señalar con el dedo? ¿Que no sería más feliz con menos activos y más paz mental? ¿Por qué crees que tengo todas esas cosas donde todo el mundo pueda verlas, cuando podría venderlo todo y meter el dinero en un banco de Suiza?

—Porque estamos en Asia.

—¡Exacto! Si quiero hacer bien mi trabajo, tengo que actuar así. Y mis enemigos tienen que ver lo que voy recaudando. No se sobrevive en este mundo si eres un poli de poca monta que ordena archivos religiosamente. Alguien te difamará y ¿qué haces entonces si no tienes dinero para pagarte un abogado? ¿Si no tienes dinero para comprar a senadores y a miembros del parlamento? ¿Cómo coño vas a defenderte? ¿Cómo vas a devolver los golpes?

—Es muy difícil.

—Os envidié a ti y a tu compañero desde el principio, porque vosotros tomasteis la decisión de no ascender nunca dentro del cuerpo. ¿Cómo podríais hacerlo si nunca aceptáis dinero? Os admiraba. No contribuísteis al bote común, pero lo soporté. Os defendí delante de los que decían que no estabais trabajando como debíais. Yo les decía: «Mirad, todos los distritos necesitan al menos un policía que no acepte dinero. Nosotros tenemos suerte, tenemos dos. Podemos presentarlos como ejemplos magníficos, budistas puros, medio monjes, medio polis». Además, les decía: «Sonchai habla un inglés perfecto, es un premio del que un distrito como el nuestro puede presumir ante la prensa extranjera». ¿Cuántas veces has hablado con la prensa extranjera?

—Cientos.

—Docenas, en cualquier caso. Cada vez que en el distrito 8 hay un escándalo lo bastante grande como para fascinar a Occidente (la ejecución exagerada de esos quince traficantes es un buen ejemplo) el coronel me saca a rastras delante de las cámaras para pasear mi careto por las cadenas internacionales.

—Y lo haces genial. ¿Cómo es esa frase que tanto te gusta? Me encanta.

—«Mientras que Tailandia es una sociedad humanitaria budista comprometida con los derechos humanos y la dignidad de sus ciudadanos, los países más ricos del mundo deben comprender que no siempre disponemos de los recursos necesarios para alcanzar esos elevados niveles de cumplimiento de la ley que, francamente, son un lujo que sólo pueden permitirse los países que se industrializaron primero.»

El coronel aplaude encantado.

—Genial. ¿Te he comentado alguna vez que el mismísimo director de la policía me dijo que eres un portavoz excelente?

—Sí, me lo ha dicho. Pero que eso no va a darme un ascenso. Eso también me lo ha dicho.

Mi coronel lanza un suspiro.

—Sonchai, la diferencia que hay entre tú y yo, la única diferencia real, es que tú eres un hombre del futuro y yo soy un hombre del presente. Desafortunadamente, el presente aún es… —Deja de hablar para mirar a una chica que nos trae más Mekong, más caracoles, más arroz, un pollo entero frito con miel y salsa de chiles y desmenuzado, dos botellas de Kloster empañadas por efecto de la condensación.
Waia
respetuosamente, y flirteando un poco, al coronel. Es la más guapa
de
las chicas del bar y la que sirve con más frecuencia a su jefe, quien le saluda con la mano y se ríe antes de seguir hablando—. El presente es como es. No hay que actuar así sólo con tus enemigos, también con tus amigos, quizá más que con tus enemigos. ¿A qué clase de distrito servimos? ¿ Está poblado de yuppies que ascienden en la escala social, de fanáticos de Internet, de abogados que comen sándwiches y son respetuosos con la ley, de médicos y dentistas?

Se me pasa el momento de intervenir porque me estoy metiendo un trozo de pollo en la boca acompañado con una gran cantidad de arroz. Como pollo para ingerir nutrientes, arroz para absorber el alcohol y los chiles. Nunca he estado tan convencido de estar a punto de caer muy enfermo.

—Pues no. Es una cloaca y las reglas que se aplican a los que trabajan en las cloacas no son las mismas que se aplican a los agentes de bolsa. Mi gente jamás me perdonaría que fuera un mediocre. Por supuesto, no voy a engañar a un hombre de tu inteligencia, no lo intentaré, no soy un superhombre, pero mi gente necesita a un superhombre y eso exige… —Tener un yate, un centenar de bungalows, etcétera; recito la lista para mí mismo mientras él me suelta el sermón—. Hay gángsteres que dan millones a los pobres, y gente honrada que habla de compasión y no da nada. Dime, listillo, ¿a quién prefieren los pobres?

—A los gángsteres —logro articular. Estoy tan borracho, la sensación que tengo en el estómago es tan letal, que me temo que voy a tener que hacer una visita al baño antes de que el coronel remate su discurso, momento que llega cuando me estoy levantando.

—Sonchai, te juro que no conozco a ninguna mujer que concuerde con la descripción que me has dado. Si la conociera, si fuera tan maravillosa como dices, la habría invitado a pasar una semana en mi yate. Ya me conoces. —El viejo sonríe y me indica con la mano que puedo retirarme. Mientras me dirijo corriendo hacia el cartel que dice caballeros vuelvo la vista una vez y vislumbro la imagen de una atractiva figura militar rebosante de salud y satisfacción mientras da unas palmaditas en el trasero de su favorita, que ha acudido presta a llenar su vaso en cuanto he abandonado la mesa.

Estoy en el baño un buen rato, y cuando regreso al bar, el viejo se ha marchado. Es propio del coronel ofrecer esta compasión sutil, justo cuando uno menos lo espera; ha interrumpido el almuerzo del que sin duda estaba disfrutando y ha dado órdenes de que me lleven arriba, a la habitación que las chicas usan para atender a los clientes por horas. No quiero dormir aquí, no quiero mirar a esta chica que me muestra el camino hacia las escaleras y ver a mi madre hace veinticinco años, pero sé que en la calle no lo lograría. Por el temor de mojar la cama mientras duermo, me tumbo en el suelo de la habitación de arriba y me quedo ahí dormido, igual que una puta. Después de un banquete como ése, ¿cómo no iba a soñar con París?

En un gran café cerca de la Ópera, con una terraza de cristal que ocupaba tres cuartas partes de la acera y unos camareros incluso más maleducados y arrogantes que en cualquier otro lugar de la ciudad, mi madre dijo:

—Ojalá tuviera cien años menos.

Sólo fue una pequeña exageración. Había observado a Monsieur Truffaut por la mañana cuando cruzaba los maravillosos espacios de su enorme piso en el Cinquiéme Arron— dissement con su batín de estampado de cachemir, y el aspecto exacto de un no-muerto. Era como si hubiera dejado su mente en la tumba durante la noche y no acabara de resucitar hasta las doce
del
mediodía, hora en que se tomaba su colección de pastillas.

Nong me contó que sus deberes en la cama no eran difíciles. Era uno de esos franceses que había disfrutado del cuerpo de una mujer joven a su lado en la cama durante toda su vida y no veía por qué tenía que abandonar ese hábito simplemente porque su biología fallara.

Apenas tuvimos que esforzarnos para adaptarnos a los rituales del anciano. Nong y yo teníamos las mañanas para nosotros. El anciano se pasaba de doce a una del mediodía digiriendo las pastillas y los periódicos del día con un vigor que crecía a medida que los medicamentos le hacían efecto, luego nos marchábamos a uno de los restaurantes de primera categoría en el que le trataban como si fuera el Rey Sol. Maxim's, Lucas Cartón, el restaurante de Fauchon, Le Robuchon, ir a estos santuarios de la doctrina culinaria era un acto cotidiano para la chica del bar y su hijo. Con verdadera discreción parisina, los camareros ni señalaban con la cabeza ni se guiñaban un ojo a espaldas del hombre. Llamaban a Nong «madame» en tono reverencial y a mí «mon— sieur».

La energía de Truffaut por la tarde duraba el tiempo suficiente como para darme una clase de inglés, que intercalaba con el francés, y ahí estaba la revelación. Para el anciano, la única razón que había para aprender inglés era ganar discusiones con los ingleses y los norteamericanos, preferiblemente sin que ellos lo advirtieran. Me enseñaba los aspectos más sutiles del lenguaje: el uso efectivo del sarcasmo, los incisos mordaces en el monólogo de un pelmazo, cómo decirle al otro tipo que es un capullo de una forma que lo entienda todo el mundo menos el capullo; era el inglés de un maestro de esgrima, y me encantaba.

También me enseñó el placer. Un almuerzo o una cena en un lugar como Lucas Cartón había que abordarse con reverencia, como se seduciría a una mujer hermosa. El placer de la comida era más fiable que el sexo, un guiño a Nong, irónico y burlón, que la hacía sonreír.

—París es una puta vieja, pero de cinco estrellas.

Antes de comer, dábamos un paseo, luego tomábamos un aperitivo en la terraza de algún café.

—Elige un sitio lleno de vida, lleno de intriga y adulterio. Después, dirígete lentamente al templo del placer.

Todo en aquel anciano me decía lo que iba a perderme: urbanidad, la conversación culta de las mujeres de vida alegre, esa clase de trabajo especial que era una extensión de los contactos sociales de uno. Como el coronel, al que aún no había conocido, Truffaut era un privilegiado de la vida, un miembro de una tribu especial a la que ya entonces yo sabía que no pertenecería nunca. Había algo más en él, sin embargo, una autenticidad a la que Vikorn nunca aspiraría. Todos los días, después de mi clase de inglés, Truffaut, en un estado de éxtasis, leía dos páginas de un libro escrito por un tal Marcel Proust. Nong también lo notaba (la autenticidad, no lo de Proust). Creo que se habría conformado con que fuera veinte años más joven, ya que los dos compartían la pasión por una vida libre de ilusión. En más de una ocasión vi que se acercaba a él, pero los dos sabían que a él no le quedaba demasiado. Sí; claro que podríamos haber sido felices en París, y durante unos meses lo fuimos.

Lo inevitable sucedió en nuestra decimoquinta semana. En plena noche, mi madre se vio obligada a llamar a un número que el anciano le había dado, y los servicios de emergencia llegaron con el oxígeno y el gota a gota.

No fue un ataque grave, pero atrajo a un pequeño ejército de familiares interesados
en
la herencia, que mandaron a un portavoz a decirle a Nong que le había llegado la hora de marcharse. Habían convencido ai anciano para que diera su consentimiento (no estaba en situación de discutir), pero fiel a su código insistió en que madre e hijo regresaran a Tailandia con estilo, en asientos de primera clase con Air France, compañía con la que tenía conexiones familiares. Un empleado de Air France nos recibió a Nong y a mí en el aeropuerto y durante el vuelo nos trataron como si fuéramos celebridades del antiguo Siam, pertenecientes quizá a una generación nueva de empresarios multimillonarios de piel morena. Nong se quejó cuando emergimos al calor bochornoso de Krung Thep y nos pusimos en la cola de los taxis. Volver a los bares iba a ser especialmente duro después de la estancia en París.

Me despierto con un fantasma familiar royéndome los pies.

Veinte

Es un hombre, de unos dos metros setenta de estatura y cuerpo redondo, los pies y las piernas diminutos. Tiene la boca del tamaño del ojo de una aguja, como estipulan las leyendas. He visto demasiados ejemplares de su calaña para estar asustado de verdad, pero el eco de mi infancia me exaspera, como si no hubiera avanzado nada en todos estos años. Desde abajo me llega el estruendo apagado del equipo de sonido del club, pero estamos solos en un espacio primigenio, este fantasma hambriento y yo. Es el espíritu de alguien que fue un glotón y un egoísta en vida y debe pasar mil años con esa boca diminuta que nunca podrá ingerir suficiente comida para un cuerpo tan grande.

Los fantasmas hambrientos son los más comunes de nuestros demonios autóctonos, de los cuales hay muchas variedades, y no me sorprende del todo encontrarle en un club de gogós, porque se alimentan de cualquier tipo de vicio. Todos creemos en ellos, por cierto, incluso aquellos que se lo negarían a los extranjeros. Para mucha gente, sobre todo en el campo, los no-muertos son una plaga grave. Uno de sus trucos más repugnantes es aparecer, ya avanzada la noche, en calles tranquilas con la cabeza debajo del brazo, aunque la actitud que adoptan con mayor frecuencia es mirarte fijamente y con los labios flácidos desde los pies de la cama. Traen mala suerte y lo único que los repele es una visita al templo y un caro exorcismo practicado por los monjes. Pueden ser un peligro para la prostitución. Todos los bares tienen su propia historia acerca de la chica a quien un cliente contrató para que pasara la noche con él y que tuvo que huir de madrugada porque el
farang
ignorante había elegido un
hotel viejo
y en mal estado infestado de estos espíritus asquerosos. Incluso Nong, que era más fuerte que la media en muchos aspectos, se despertó una vez, con su cliente de mediana edad roncando tranquilamente a su lado, y vio una aparición que lamía glotonamente un condón usado que, por vagancia, el
farang
no había desechado. Ella también se había vestido a toda prisa y se había marchado, y prometió que nunca más visitaría ese hotel en particular. Me ocupo de éste recitando para mí mismo las Cuatro Nobles Verdades en pali. Le observo desvanecerse y con él el espacio gris y apagado en el que habita. Me levanto y abro la puerta.

La música y el griterío de las voces del bar se vuelven de repente ensordecedores. Tengo un feroz ardor de estómago y un sabor agrio en la boca que hace que sienta náuseas. Bajo a tientas las escaleras y entro en el bar.

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