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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

Bangkok 8 (6 page)

BOOK: Bangkok 8
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—No gustar trabajar aquí, pero mi papá tuvo accidente coche, debo mandar dinero —le dice una chica a un inglés alto y delgado.

—Vaya, qué horror —dice el hombre mientras le da pal— maditas en el trasero.

El ambiente está a medio camino entre un festival y un pabellón de caza. Es esa hora de la noche en que las chicas hacen un esfuerzo extra, antes del toque de queda de las dos de la mañana, cuando los polis cierran el lugar, y los hombres perciben el aumento de intensidad, como ñus que huelen al león. Todo el mundo bebe cerveza Singha o Kloster muy fría directamente de la botella, y mires donde mires hay monitores de televisión. En un montón de ellos, los tirantes de Larry King hacen daño a la vista. Incluso el tipo que vende saltamontes fritos en un puesto cercano al santuario de Buda tiene un televisor en el que ha puesto combates antiguos de Muhammad Ali y escenas del sitio de Stalingrado. La mayoría de pantallas, sin embargo, emiten un partido entre el Manchester United y el Leeds al son de todos los tipos de música que salen de miles de altavoces.

Me abro paso entre unos italianos emocionados para subir las escaleras hacia la segunda grada, que es una colección en forma de U de bares de gogós que dan al patio. A medida que paso por delante de cada bar, una cortina se abre para mostrarme chicas desnudas o semidesnudas bailando en plataformas elevadas, normalmente música pop tailandesa. Hay chicas en bikini que intentan arrastrarme dentro, pero ahora estoy concentrado en el Carrusel, que es uno de los bares más grandes.

Hay dos plataformas giratorias, y todas las chicas que bailan sobre ellas están desnudas. En una de las barras, de pie, un
farang
discute con una chica que viste un traje tradicional tailandés.

—Te digo que yo cansada, yo no fuerzas para ñaca ñaca.

El hombre me echa un vistazo y luego vuelve a mirar a la chica.

—¿Y puedo saber por qué estás tan cansada esta noche? —El acento es suizo alemán. El hombre inclina la cabeza y añade—: ¿Por qué me torturo con estas preguntas?

Pido una cerveza y observo cómo la chica pone cara de enfadada. Es delgada y menuda, de unos veinticuatro, aunque para un
farang
podría aparentar dieciséis. La chica me mira y se encoge de hombros: los
farangs
nunca entienden nada.

—Probablemente se pasó toda la noche cuidando a su hijo —me ofrezco a explicar. A las chicas de los bares pocas veces las dejan exhaustas veinte minutos de sexo con un cliente. Los ojos del
farang
se iluminan.

—¿Tienes un hijo? —Y a mí—: No me lo había dicho.

No me pregunten por qué, pero casi todas las chicas tienen un hijo, normalmente a los dieciocho.

—Claro, tengo hijo.

Observo al suizo. Quizá salió con la chica hace un par de noches, le hizo el amor con indiferencia, y ahora se ha obsesionado con ella. Hasta el momento, sus cálculos deben de tener que ver con los aspectos prácticos de llevársela a Suiza con él: la envidia de sus amigos contrapuesta con la desaprobación de su madre; el placer de tener su cuerpo junto al suyo cada noche frente al problema social. ¿Y qué hay de los modales en la mesa? Probablemente se siente con la piernas cruzadas en la mayoría de sillas y coma combinando tenedor, cuchara y dedos.

Cuando la chica gira la nuca para mirarme, sonrío. La mayoría de las chicas siempre están luchando con su cabellera negra y abundante. A menudo se la recogen en una cola de caballo, y muchas de ellas recortan el extremo de los condones y los utilizan de gomas elásticas resistentes, que es exactamente lo que ha hecho esta chica; no es un truco que vaya a tener demasiada aprobación en las cenas de Zúrich.

Ahora el suizo tiene que incluir a un niño en la foto. Pero quizá el hijo no la acompañaría.

—¿Qué edad tiene? ¿Es niño o niña?

—Niño, seis —dice sonriendo con orgullo.

El suizo me mira con recelo.

—¿La conoces?

—No la he visto en mi vida.

El suizo roza los cuarenta, se está quedando calvo y está dolido. Su rostro refleja todo el dolor de una ruptura reciente. ¿Por qué ha venido a Bangkok? ¿Para demostrar que sigue siendo viril? ¿Por la simplicidad de la carne alquilada? Ahora, al cabo de menos de una semana de haber aterrizado, se está planteando una relación mucho más complicada que cualquiera que haya tenido antes.

—Al menos deja que te pague tu multa y te lleve a cenar —le dice a la chica—. Quiero hablar contigo. Quiero saber algo.

—¿Qué querer saber?

El hombre se la queda mirando, parpadea cohibido desde detrás de las gafas.

—Quiero saber por qué no he dejado de pensar en ti durante las últimas cuarenta y ocho horas.

A la chica se le ilumina el rostro.

—¿Tú pensar en mí? Yo también pensar en ti. —No ha estado mal. Aunque Nong habría sacado mayor partido al momento, reflexiono con lealtad. Mi madre aún posee el don de proyectar una calidez instantánea. Nunca se hubiera permitido adelgazar tanto como esta chica, que parece estar enganchada al
yaa baa,
ni hubiera tardado tanto en ver la oportunidad de viajar al extranjero.

Hago un gesto con la cabeza en dirección al hombre a modo de felicitación. ¿No la querías? Pues ya la tienes. ¿Qué más se le puede pedir a la vida?

Saco una fotografía de Bradley del bolsillo y observo mientras la mamasan le dice al suizo cuánto tiene que pagar por la cerveza y la chica.

—Es raro que lo llamen multa —comparte conmigo—, como si estuvieras haciendo algo malo.

Cuando el suizo ha pagado, la mamasan coge los quinientos bahts y los frota en el cuerpo de todas las chicas, para que les traigan suerte. Con un movimiento de cabeza le indico a la mamasan que se acerque. Mira la foto. No es un hombre fácil de olvidar: enorme, negro, la cabeza rapada, buena estructura ósea, una boca agradable y una sonrisa radiante. Norteamericano, no africano. No, no lo ha visto nunca, está segura de que se acordaría, pero tampoco lleva aquí tanto tiempo.

La mano de obra se mueve mucho y eso va a resultar un problema. Bradley llevaba en Bangkok cinco años y probablemente había llegado a acuerdos privados con las mujeres hacía mucho tiempo. Es sorprendente la rapidez con la que los hombres se hartan de Nana. Las chicas vienen y van.

Tenazmente lo pruebo en todos los bares, mostrando la foto de Bradley mayormente a las mamasans de más edad que parecen llevar aquí bastante tiempo. Nadie recuerda a Bradley y ya me estoy cansando para cuando vuelvo al Carrusel. El enorme bar está lleno de la colección habitual de hombres caucásicos y mujeres asiáticas. En un monitor de televisión colocado en un soporte en la pared, dos mujeres blancas están atendiendo a un falo negro gigantesco. En la pantalla grande que ocupa toda una pared el Manchester United juega contra el Real Madrid. Las chicas que no están con ningún cliente están viendo el fútbol. Se oye un grito de aprobación femenina cuando Beckham marca desde un ángulo imposible por segunda vez en cinco minutos.

Todos los hombres están viendo el espectáculo del escenario giratorio grande, donde una mujer de cuarenta y pocos, que sólo lleva puesto un par de botas de cowboy, está tumbada en el suelo disparando dardos a través de un tubo de aluminio que se ha insertado en la vagina. Los clientes sostienen globos en alto para que los explote, y no falla casi ninguna vez. Se llama Kat, y es una amiga de mi madre que vivió con nosotros una temporada cuando yo era pequeño. Cuando acaba su número, se pasea por el bar con un sombrero de cowboy boca abajo para que le den propinas. Cuando llega donde estoy yo, el sombrero está lleno de billetes de veinte, cincuenta y cien bahts. Lanzo un billete de cincuenta en el sombrero.

—¿Podemos hablar en privado?

Sonríe.

—Tengo otro espectáculo en el Hollywood dentro de veinte minutos. Ven al camerino cuando acabe aquí.

La observo mientras termina su paseo, que completa con gran dignidad, como si fuera una neurocirujana o una agente de la ley. En cuanto desaparece por la puerta reservada a los artistas, la sigo, abriéndome paso entre la multitud de mujeres desnudas que están esperando salir al escenario. Cuando llego al camerino, Kat ya se ha puesto unos vaqueros y una camiseta, se ha colgado una diminuta mochila a la espalda y conserva la misma expresión profesional en su rostro.

—¿Cómo está tu madre? Siempre quiero ir a visitarla, pero Phetchabun está tan lejos…

—Cinco horas en autobús pasando calor. Yo tampoco voy tan a menudo como debería. —Saco la foto de Bradley del bolsillo y se la muestro. Estoy convencido de que he visto un gesto fugaz de reconocimiento en su rostro antes de que vuelva a ponerse la máscara inescrutable de una profesional—. ¿Lo conoces?

Aprieta los labios, niega con la cabeza.

—No, creo que no. Estoy segura de que hubiera recordado esa cara.

Me guardo la foto en el bolsillo.

—Eso es lo que me dice todo el mundo, en todas partes.

—¿Qué ha pasado? ¿Ha matado a alguien?

—Al revés.

Sus músculos faciales se tensan.

—¡Ah! ¿Es norteamericano?

—Un marine.

—Entonces habrá agentes del FBI por toda la ciudad. Puedes sentarte y relajarte, deja que ellos se ocupen de todo.

—Tenemos que trabajar juntos. No tienen poderes para investigar en Tailandia.

—Podrías haberme engañado. Creía que Estados Unidos había comprado el país hace años, sólo que aún no nos lo han comunicado. Bueno, tienes que disculparme, Sonchai, la fama y la fortuna me esperan en el Hollywood.

Sale del camerino y yo la sigo por el pasillo, que está lleno de pechos y traseros. Continúo siguiéndola hasta la terraza, fuera del bar, y la llamo. Se da la vuelta y hago una mueca. Sus rasgos se endurecen, pero mete la mano en la mochilla y saca una tarjeta. Sin mirarme siquiera, garabatea una dirección en la tarjeta y me la da. Se da la vuelta para sonreírme.

—Ahora vivo en el quinto pino, los alquileres de la ciudad me estaban matando. —Se aleja deprisa.

La tarjeta está impresa en tailandés e inglés y lee: «Empresa Kat Walk, Diversión privada, espectáculos, cabaret diferente». Hay un número de teléfono que lleva el prefijo local y que probablemente sea el de su representante, y su dirección de página web. La dirección que ha garabateado en el dorso es de un barrio muy alejado, casi ya no pertenece a Krung Thep.

Paseo por el balcón que da al patio. El bar de la esquina está dedicado a transexuales, a quienes les gusta maquillarse en público mirándose a unos espejos que hay en una mesa del balcón. Vislumbro un largo cuello femenino, una cara delicadamente redonda, unos ojos severos y maliciosos cuando paso por delante al bajar las escaleras hacia el patio. Ahora hay tantos cuerpos semidesnudos, hombres blancos y mujeres morenas, que resulta difícil moverse.

—Hola, cariño, ¿cómo estás? ¿Estás solo?

Es uno de los transexuales, pechos grandes y cara de enfadada. Niego con la cabeza.

¿Solo? Un estado incurable, por desgracia. Me abro paso hacia la calle entre camisetas empapadas en sudor, y considero con hastío la tarea que tengo por delante. Nana Plaza es sólo la semilla del corazón del mango; hay miles de bares en
sois
vecinas, solares en desuso en todas las direcciones, sobre todo al otro lado de Sukhumvit hasta Asok, que es como decir una parada en el tren elevado: unas dos hectáreas de carne morena para alquilar por una cantidad similar de carne blanca. Oriente se funde con Occidente. ¿Cómo puede no gustarme cuando debo mi existencia a esta conjunción?

Pasan cuarenta y un minutos de la una de la madrugada, el calor es sofocante. Con resignación saco una de las pastillas de
yaa baa
del bolsillo. He perdido contacto con el mercado, pero por lo que recuerdo, las pastillas azules suelen estar rociadas de heroína y el subidón es agradable, opiáceo. Las de color carmesí están mezcladas con fertilizante y te dan mucha energía a costa de volverte un poco loco, y al día siguiente tienes una resaca de muerte.

Vuelvo a la plaza para pedir una botella de cerveza Singha, que utilizo para tragarme la pastilla. Es color carmesí. Queda mucha noche por delante.

Doce

Vinieron del norte y del sur, del este y del oeste. Krung Thep no sólo era la mayor ciudad, hasta hace poco era la única ciudad moderna que teníamos. Vinieron de las llanuras y de las montañas. La mayoría pertenecían a etnias tailandesas, pero muchos eran de tribus del norte, musulmanes del sur, jemeres que huían de Camboya y otros muchos eran técnicamente birmanos que vivían en la frontera y que nunca le prestaron atención. Eran parte de la mayor diáspora de la historia, de la migración de la mitad de los asiáticos del campo a la ciudad, y sucedió a una velocidad acelerada durante el último tercio del siglo XX. Hombres con músculos de hierro y el heroísmo obstinado del trabajo agrícola no mecanizado, mujeres de cuerpos desfigurados debido a los continuos embarazos, todos poseían en abundancia las agallas, el entusiasmo, la ingenuidad, la esperanza, la desesperación necesaria para convertirla en una gran ciudad. La única cosa que no tuvieron en cuenta fue el tiempo, del que sabían muy poco aparte de los ritmos de la naturaleza. La vivisección estadística de la vida en horas, minutos, segundos fue una de las pocas dificultades que la tierra no impuso nunca. Los ultimátum, sobre todo, fueron la fuente de un tipo nuevo de ansiedad. ¿Estrés? Su versión urbana era extraña, ajena, insidiosa y algo con lo que no podían enfrentarse de ningún modo. El
yaa baa
era un veneno al que le había llegado su hora.

La industria pesquera fue la primera en sucumbir. Ya no era una cuestión de llevar el pescado a los mercados antes de que saliera el sol para que la gente se los llevara a casa y los cocinara; en aquellos tiempos la lucha por atrapar peces sólo era el primer paso de un proceso semiindustrial que exigía un
timing
crítico para ponerlo en hielo, empaquetarlo, freír— lo; los peces más lucrativos eran los que se mantenían con vida y eran transportados por avión a restaurantes de Japón y Hong Kong, Vancouver y San Francisco. El trabajo de escamar el pescado para restaurantes de la ciudad era otra de esas tareas peculiarmente estresantes que había que completar entre la una y las cinco de la madrugada, justo cuando los ritmos corporales dictan que es hora de dormir. Era un trabajo que no podía realizarse sin
yaa baa.

Les siguieron los camioneros. El mundo feliz exigía conducir sin descanso a lo largo y ancho del país, siendo Bangkok el centro, y a veces había que hacer viajes interminables hacia el sur, cruzar la frontera y atravesar todo Malasia para llegar a Kuala Lumpur, un viaje de más de mil seiscientos kilómetros. A nadie se le ocurría emprenderlo sin tomar
yaa baa.
Los obreros de la construcción también escucharon la llamada. El problema no era el trabajo duro, sino la presión, las fechas límite, el peso implacable del dinero que recaía sobre todos los proyectos, el trabajo nocturno, los peligros de las alturas, soldar con gas de noche en la planta trece de algún edificio nuevo de oficinas o apartamentos de lujo. Las normas de seguridad eran muy antiguas y no se cumplían, había que estar despierto para seguir vivo.

BOOK: Bangkok 8
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