—Éste es Khun Bradley, ¿no? —Asiente con la cabeza vigorosamente—. Siento no tener una fotografía de Madame Bradley. ¿Usted tiene alguna? —Niega con la cabeza—. ¿Podría describírmela? —La pregunta sólo levanta un momento de duda en su mirada; ha decidido que soy un buen hombre y ahora unas cuantas preguntas extrañas no van a quebrantar su fe.
—Alta, ¡uf! Muy alta. Nunca había visto a una mujer tan alta.
—¿Tan alta como él?
—¿Cómo él? Nadie es tan alto como él. Él es un gigante.
—¿Quién le daba las órdenes?
—Ella.
—¿Hablaba tailandés como nosotros? —La pregunta la confunde—. ¿Es una
farang
o no?
—No, no es una
farang.
Es tailandesa, habla como nosotros. Al principio creí que era africana. —La mujer dibuja un círculo alrededor de su cabeza para indicar que tenía el pelo encrespado, y levanta la mano para mostrarme la altura que alcanzaba—. Pero es tailandesa.
—¿Cómo la llamaba usted?
—Madame Bradley.
Qué pregunta más estúpida.
—Madre, quiero echar un vistazo, ¿de acuerdo? —Se encoge de hombros. ¿Cómo podría negármelo? Veo una habitación grande que ocupa toda la planta baja, con dos columnas de teca situadas a la misma distancia de las paredes. El suelo de tablas largas y estrechas brilla mucho, incluso más de lo que es habitual en estas casas, y la luz en él se refleja con un resplandor mate y antiguo. Repartidos por todo el suelo hay cojines y futones de colores vivos. Las fundas de los cojines son de seda, de tonos verdes, naranjas y violetas eléctricos, y contrastan muy bien con la madera vieja de las paredes y el suelo. Los paneles de las paredes están resaltados con pan de oro y azul oscuro y hay una mesa baja de teca de unos tres metros de largo con un hueco escondido para meter las piernas y los pies. La mesa está puesta, con un mantel azul hilado a mano, servilleteros de rota con servilletas amarillas de hilo, platos y cuencos color verdeceladón, velas de taronjil colocadas en cascaras de coco.
No soy un experto en el ejército norteamericano, pero se me ocurre que éste no es el tipo de casa que un marine normal mostraría a sus compañeros. Elegir vivir en una casa de teca es excéntrico incluso para los tailandeses. Suelen estar habitadas por extranjeros extravagantes o tailandeses bohemios que han pasado largas temporadas en otros países, en ciudades como París o Nueva York. Cuando miro con más atención, me fijo en unas maravillosas cestas barnizadas para almacenar grano de las que se han puesto tan de moda, y que los futones son todos de la seda dorada que sólo fabrica la Corporación Khomapastr, que exporta a las realezas y los multimillonarios de todo el mundo. En los estantes de las paredes descansan lo que parecen antigüedades de valor incalculable: jarrones kendi, relicarios con asideros en forma de flor de loto, frascos de cerámica. Todo es tailandés, todo es extraño. Toda la habitación está pidiendo a gritos que la fotografíen unos
farangs.
Para subir al piso de arriba hay que salir de la casa y volver a la escalera exterior. La entrada a la segunda planta está cerrada con llave y bajo de nuevo a buscar a la anciana.
—Madre, he olvidado la llave, ¿puedo usar la suya?
Busca debajo de la camisa y vislumbro un billetero moderno de esos que tanto gustan a los mochileros. Saca una llave enorme de latón y me la entrega. Arriba de nuevo, abro la puerta con la llave grande y agradezco lo fresco que se está en la casa vieja,
Los postigos de listones de las ventanas (no hay cristales) permiten que el airecircule, y las paredes de teca son un buen aislante. Está oscuro, excepto por elcontorno brillante de la entrada, encuentro un interruptor, y luego cierro la puerta. La iluminación parece proceder de la nada, dirigida hacia arriba desde detrás de un panel de teca que recorre todo el largo del pasillo en el que me hallo.
En las paredes hay colgados seis estudios del mismo tamaño del rostro de la misma mujer; son la misma copia en distintos colores, siguiendo exactamente el estilo de los famosos retratos que Warhol hizo de Marilyn Monroe. Sin duda la mujer es medio tailandesa, medio negra, lo que la coloca en una categoría concreta de mi sociedad feudal. Si tiene unos treinta años, debió de nacer a finales de los sesenta o principios de los setenta, cuando los soldados norteamericanos que estaban de permiso en la guerra de Vietnam inundaban permanentemente la ciudad. Es de todos conocido que Estados Unidos envió un número desproporcionado de afroamericanos a la guerra, y muchos de sus vástagos femeninos trabajan ahora en los bares de Bangkok. Mis compatriotas racistas suelen marginarlas, y su vida no es nada fácil. Abro una puerta que da al dormitorio, donde el homenaje se vuelve obsesión.
La mujer está por todas partes, en óleos, acuarelas, estudios fotográficos en blanco y negro, fotos en color, a veces de cuerpo entero, a veces retratos. Hay un enorme desnudo al óleo, (rente a la cama, realizado con mucho gusto, la pelvis de la mujer levemente hacia un lado; no hay vello púbico a la vista, los pechos morenos perfectos con aureolas y pezones negros, el cuello largo y estilizado, la cabellera multicolor artísticamente caótica y no muy africana: creo que sin el colorido y el encrespado debe de tener el pelo Uso y negro. De algún modo, la mirada se dirige con total naturalidad no a su rostro sino a una bola de jade fijada en un piercing dorado que le perfora diagonalmente el ombligo por dos sitios.
Me siento en la cama hipnotizado por la belleza extraordinaria de esta mujer, sus largas y estilizadas piernas, sus nalgas firmes, sus brazos elegantes, las manos delicadas al estilo de una bailarina tailandesa, esos seductores ojos ovalados, las mejillas casi hundidas, los labios carnosos sonriendo con ironía, quizá una referencia a su desnudez, la nariz delgada y recta que debe de haber heredado de algún cruce caucásico de su sangre. Me pongo las manos en la nuca y me tumbo completamente en la cama, para pensar en Bradley.
Supongamos a un hombre para quien ningún otro hombre fue nunca un rival, un atleta y soldado de talento, un hombre de pura sangre africana, heterosexual y, sin duda, un gran conocedor de las formas femeninas tal y como se presentan en todo el mundo, un hombre a punto de entrar en la madurez y de retirarse del ejército, pero más vigoroso que cualquier otro hombre de su edad, destacado en Bangkok y quizás adicto a la ciudad, como sucede a menudo, un visitante frecuente de los bares de Nana Plaza, donde busca, como lleva haciéndolo durante décadas, esa forma femenina perfecta.
Sin duda este hombre no era un soldado corriente. Este hombre nació con un instinto por la belleza visual como otro de su tribu puede haber nacido con talento para el jazz. Me pregunto cómo puede haber sucedido, que un hombre así soñara alguna vez con hacerse soldado. Quizá su gusto exquisito se desarrolló más adelante, cuando su trayectoria profesional ya se había afianzado, quizá cuando rondaba los treinta. Qué irritante debía de ser encontrarse permanentemente rodeado de la funcionalidad horrible del mundo militar; uno podía suponer que una insatisfacción continua presionaba su conciencia, una promesa repetida minuto a minuto, la urgencia creciente a medida que pasaban los años, ese «después de retirarme, haré…» Un retiro planeado meticulosamente, como corresponde a un soldado profesional, con las bases sentadas en su sitio mucho antes de la fecha: la mujer más hermosa que ha visto nunca, una casa preciosa, una afición seria por las piedras preciosas con una página web que presenta un falo de jade de una elegancia suprema. ¿Deberíamos atribuirle un elemento de narcisismo? ¿Cómo podría un hombre así no amarse a sí mismo hasta cierto punto, por muy severa que fuera la disciplina profesional? Incluso cuando estaba tumbado en una camilla en el depósito con la flaádez de la muerte y el cuerpo desfigurado por las picaduras de serpiente, ¿no fui testigo de un ejemplo formidable de virilidad?
Imaginen el momento en que Bradley puso los ojos en esta mujer por primera vez. ¿Una parálisis instantánea? ¿Un dominio del que este guerrero no pudo escapar? ¿La clase de mujer que un hombre menos valeroso hubiera encontrado demasiado peligrosa de tocar, pues quizá seguía esperando a alguien extraordinario? Pero ¿dónde había estado escondiéndose? Si hubiera bailado en los bares de Nana o de Pat Pong, sin duda habría oído hablar de ella. Una mujer así se haría famosa en toda la ciudad en el mismo momento en que empezara a bailar en torno a una de esas barras de acero.
Me levanto para acercarme al cuadro, y reconozco un aire aristocrático en su pose; no parece una mujer que haya bailado nunca desnuda en público. Pero si era la hija bastarda de un soldado norteamericano negro, ¿cómo si no se habría ganado la vida? Si su madre trabajaba en los bares, habría recibido una educación básica, sus calificaciones técnicas habrían sido inexistentes, sus contactos fuera del mundo de los bares, escasos.
Intento relacionarla con el resto de la casa, lo que no me resulta difícil. Las dos parecen ir de la mano, como si un ojo experto las hubiera elegido de folletos distintos. Para mí, esto no es una casa, es un ambiente, una barricada frente a la fealdad de la ciudad, un intento deliberado y muy occidental de construir una realidad independiente y personal.
Una gran parte de la cual es erótica. ¿Quién podría evitar imaginar su abrazo apasionado, como dos tigres negros apareándose? Me imagino unas relaciones sexuales elaboradas del tipo que yo nunca he tenido, toda una noche reservada como si fueran a celebrar un banquete privado, la prolongación de la lujuria, el aplazamiento del climax, el hombre saboreando incesante y lentamente su premio, la mujer extasiada debajo de su dios negro. En efecto, en el baño, en una repisa, encuentro una colección de esencias, perfumes y aceites aromáticos dignas de un químico farmacéutico, algunos nacionales pero muchos otros importados, con el nombre y la dirección de una tienda de San Francisco.
Mi cuerpo exhausto no puede soportar tal estimulación. ¿Qué hay de la otra cara del marine? Encuentro el ordenador en una pequeña habitación que sin duda servía de despacho, una torre con un gran monitor de diecinueve pulgadas. El despacho es inhóspito, está desprovisto de recuerdos de la mujer: paredes y suelo de teca desnudos, un estante con una modesta colección de libros incluyendo algunos muy voluminosos que parecen colecciones de fotografías, y un único objeto de arte en un lugar de honor, solo, en un estante alto: un caballo y un jinete de jade. Supongo que es una imitación. ¿Quién tiene un objeto de jade auténtico en una casa de madera, incluso en una casa como ésta?
Pulso el botón de encendido de la torre del ordenador y el monitor cruje y parpadea y me muestra la edición Windows Millennium. Hago clic en «programas» y encuentro una lista larga, quizás de unas treinta o cuarenta aplicaciones distintas. Además de los procesadores de texto en inglés y tailandés, hay programas de astrología y astronomía, de gemología, una tutoría de matemáticas, de uso del inglés, un programa de traducción del tailandés, la E
ncyclopaedia Britannica,
el diccionario
Webster's,
el libro
Cómo idear un negocio de éxito…
Es un régimen de autosuperación para alguien que quiere saltar de la ignorancia a la erudición sin ningún paso intermedio.
Son las doce y cuarenta y seis del mediodía y mi problema ha pasado de no disponer de ningún dato a tener demasiados. Hacer un reconocimiento adecuado del ordenador y de la navegación de Bradley por la red me llevará días. Abro el Word para Windows, tecleo «Bienvenidos, Khun Rosen y Khun Nape», y apago la pantalla pero dejo el ordenador encendido.
Regreso a Kaoshan Road, para sacar una copia de la llave de las habitaciones del piso de arriba, compro una cámara de usar y tirar con flash y vuelvo a la casa para fotografiar los retratos de la mujer, el jinete de jade y el ordenador. Cierro con llave la puerta, devuelvo el original a la anciana, que está en cuclillas sobre el suelo de teca del piso de abajo, cerca de una ventana práctica para escupir. Está masticando su betel. Parece haberse olvidado de mí, porque pega un brinco cuando me acerco, luego guarda la llave en su monedero sin mirarme. Fuera en la calle, paro a un moto-taxi.
En el puente Dao Phrya, el Mercedes había desaparecido, no había duda de que la policía se lo había llevado. Me detuve un momento para examinar algo que debía de estar debajo del coche. Eran los cuerpos de dos cobras que habían muerto a golpes, no a tiros.
Justo cuando me bajaba de la moto para pagar el importe, oí un ruido que procedía de las chabolas que sólo era medio humano. Mientras cruzaba a grandes zancadas la explanada yerma, me percaté del rugido poderoso de urt hombre que salía desde lo más profundo de su pecho, como el mugido de un toro enfurecido.
—A la mierda tú, a la mierda el FBI, a la mierda la madre del FBI, ¡TENGO SED!
El jefe vino a mi encuentro con una mirada preocupada mientras yo llegaba al borde del asentamiento. —Llega tarde. Dijo al mediodía, es la una y media. —He tenido una mañana ocupada. ¿Qué sucede?-Habían atado al viejo Tou de pie a una tabla con una cuerda alrededor de los brazos, el tronco y las piernas formando una atadura continua de un naranja brillante. Sólo el cuello y la cabeza del anciano estaban libres. Le habían apoyado en una de las cabañas más robustas. Cuando rugía se le marcaban las cuerdas vocales en el cuello.
—Dijo que quería que estuviera sobrio. Era la única forma. —¿Puede darle agua?
—Le hemos dado litros de agua. No tiene sed de agua.
—Desátele.
—¿Está de broma? No le desataré hasta que vuelva a estar borracho. Si se desboca, destruirá todo el asentamiento. ¿Quiere interrogarle o no?
El anciano me miraba con los ojos ensangrentados.
—¿Tú eres el poli cabrón del que me han hablado? Voy a arrancarte la nariz de un bocado.
—Sólo quiero hacerle unas preguntas.
—A la mierda tus preguntas. Quiero whisky. Whisky de arroz.
Hice un gesto al jefe, que trajo una botella de plástico llena hasta arriba de un líquido transparente.
—Déle un poco, no demasiado.
El jefe echó un par de dedos en un vaso de plástico. El anciano alzó la cabeza como un pájaro mientras el hombre le echaba el alcohol en la boca.
—Más.
—Sólo conteste a unas preguntas y podrá seguir matándose tan rápido como quiera.
El anciano se pasó la lengua por los labios.