Esta última frase, pronunciada sin rastro alguno de humildad, pero tampoco sin ironía, marca el final del principio. Warren saca una boquilla de un bolsillo de su batín y se acerca a una de las mesitas de café, donde le espera un paquete de cigarrillos. Haciendo caso omiso a los coroneles, me ofrece uno. Lo rechazo, estupefacto. Creo que estoy recibiendo el trato especial que se da a un condenado a muerte la noche antes de su ejecución. Prosigue mientras encaja el cigarrillo, y lo mueve para dar énfasis a sus palabras. La boquilla es de jade.
—Iré al grano. Las mejores piedras nefríticas y jadeítas del mundo proceden de una zona de los montes Kachin de Birmania y viene siendo así desde hace miles de años. Durante cada uno de esos miles de años, la situación política de Birmania ha sido inestable, el coste humano de extracción del jade, terrible, la codicia de los intermediarios chinos (siempre han sido chinos), escandalosa. Hoy en día, la situación es la misma que la que había en la época de los estados combatientes. Ahora, una junta militar corrupta y probablemente chiflada, desesperada por obtener divisas fuertes, vende el jade paralelamente con el opio y la metedrina. Se anima a los mineros a pincharse heroína para soportar mejor las repugnantes condiciones, y hay un cifra elevada desinfectados por VIH, que a menudo desarrollan el sida. La tasa de mortalidad entre los mineros es sumamente alta, algo que conviene a la junta, que no quiere que los mineros vuelen a Rangún a irse de la lengua. Sin embargo, se ha corrido la voz, y unos cuantos periodistas occidentales han publicado reportajes sobre la situación, acompañados de las habituales fotografías que muestran a indigentes del Tercer Mundo muriendo en condiciones de pobreza extrema. Todo el mundo tiene su opinión sobre la corrección política. ¿Es señal de que la humanidad está cultivando un nuevo altruismo o ha producido una sociedad de personas que sólo saben echar la culpa a otros, criticarlo todo a posteriori, de fanáticos creídos y retrógrados? Puede suponer cuál es mi respuesta. En cualquier caso, como comerciante cuyos clientes necesitan dar la imagen de tener la más elevada moralidad pública, tengo que andarme con cuidado. No puedo permitirme que resulte obvio de dónde procede mi jade. En resumidas cuentas, hace más de una década que no he podido visitar Rangún. —Se encoge de hombros—. Si no puedo ser visto vendiendo jade nuevo, tengo que vender jade viejo. Afortunadamente, aún queda algo. No todas las piedras que se saquearon en la Ciudad Prohibida eran de la más excelente factura. Se puede coger una pieza y mejorarla, de acuerdo con la demanda. También se puede disfrazar el jade nuevo y hacer que parezca que lleva tiempo dando vueltas por el mundo. Imitando una pieza de la colección imperial, por ejemplo. Eso no es ningún fraude. La clientela sabe muy bien lo que está comprando y está encantada de poder eludir la pseudomoralidad de estos tiempos extraños. Si realmente no le gusta el diseño de la pieza, siempre puede pedirme que mis artesanos la vuelvan a trabajar. No estamos hablando de ballenas o de crías de foca; después de todo, el jade no está en peligro de extinción. Y el gobierno birmano tampoco va a dejar de venderlo en breve, así que si no lo compro mientras el precio aún es bastante razonable, sin duda lo harán mis competidores chinos. Como ya le he dicho, las personas de conciencias delicadas no han podido comprar jade de Birmania en ninguna época. Yo no puedo permitirme tener una conciencia delicada. Al principio de mi carrera tomé la decisión de que no intentaría competir con gente como De Beers, Boucheron, toda la camarilla de la Place Vendóme. Mi zona sería el este de Asia y he dedicado mucho de mi tiempo y dinero a proteger mi territorio. Puede que los medios de comunicación finjan seguir las leyes del cielo, pero aquí en la tierra nada ha cambiado desde la época de las guerras por el territorio entre neandertales y sapiens. Los sapiens ganamos porque sabemos jugar sucio.
Enciende el cigarrillo y su mano tiembla justo lo mínimo al hacerlo, un defecto probablemente imperceptible para una mente no agudizada por la meditación y la paranoia.
—Un joyero es un vendedor, y todos los buenos vendedores son oportunistas. Cuando descubrí la página web de
Bradley, vi una oportunidad. Cuando lo busqué aquí, vi que no me había equivocado. La simbiosis fue impresionante. Bradley ya había viajado a Laos, y se había adentrado en la selva, cerca de la frontera con Birmania, donde había comprado algunos trozos de jadeíta para probar. Su experimento fracasó. Es imposible convertirse en un comprador de jadeíta de la noche a la mañana. Es Un aprendizaje que requiere toda una vida. Por otro lado, su situación económica era desesperada. Su estilo de vida un tanto llena de lujos le había cargado de deudas. Creo que no hace falta que le explique lo que significa esa palabra en este país. Los prestamistas chiu chow, a los que debía una miseria, empezaban a inquietarse. Como es natural, devolví su crédito y asumí los gastos de la página web. Se podría decir que le salvé la vida. Más tarde, le presté personalmente el dinero suficiente para comprarse la casa de teca donde vivía de alquiler, a un interés muy razonable. También le ayudé a decorarla con objetos de mi colección. Le enseñé muchísimas cosas sobre el negocio del jade y le presenté a socios míos muy cercanos, todos chinos, que llevan tres generaciones haciendo negocios conmigo. Trabajan sobre el terreno, en Birmania, Laos y Camboya, y nunca doy un paso sin pedirles consejo. Parte de estos consejos incluyen la mejor forma de introducir anónimamente la piedra en Tailandia. Con los problemas de fronteras entre Tailandia y Birmania, a veces me han aconsejado que introduzca la piedra en Tailandia por el este, a través de Laos y Camboya. A través del país jemer. Otras veces las introducimos por el noroeste, a través del territorio de los karen. —Una pausa para dar una calada—. Bradley se convirtió en mi agente aquí, un agente secreto si lo prefiere, que lo preparaba todo para depositar la piedra en uno de mis almacenes. También se encargaba de que artesanos locales copiaran algunas piezas de mi colección. Luego, yo me ocupaba de ofrecer los artículos acabados a mis clientes más exigentes y discretos. Un buen detective como usted no habría tenido ningún problema en rastrear el linaje de las piezas, pero confiaba en que no estaría al alcance de los recursos del periodista sensadonalista medio. —Se encoge de hombros—. ¿Fui la salvación financiera de Bradley? No del todo ni para siempre. Le saqué de un pozo desagradable y gracias a mí complementaba sus ingresos mientras siguiera siendo marine, pero sus servicios nunca podrían haberle procurado la cantidad de dinero que necesitaba para después de retirarse. ¿Fui consciente de que los contactos que le estaba proporcionando también podían utilizarse para el negocio ilícito en el que eligiera invertir? Habría sido estúpido por mi parte no haberlo visto desde el principio. La única condición que le puse fue que mis piedras jamás viajaran en el mismo cargamento que sus importaciones. Una condición que, me temo, no siempre respetó. —Una sonrisa—. No es que una traición tan mínima de mi confianza me hubiera inducido a ordenar que le mataran…
Le he escuchado embelesado mientras destruía mi caso punto por punto. Ha sido un discurso brillante, lleno de referencias crípticas a una acusación tácita, como la de un abogado que confiesa una infracción de tráfico para bloquear un cargo de asesinato. Ahora comprendo que fue Warren quien insistió en verme en contra de lo que le aconsejaron ios dos coroneles, que han permanecido en silencio y silenciosamente ofendidos a lo largo de su disertación. Al haberme dado una explicación tan meticulosa de su conducta, he perdido el derecho moral así como legal de seguir cualquier línea de investigación que lo implique a él; un modo mucho más efectivo de neutralizarme que haberme silenciado por la fuerza de la autoridad. Nunca antes había tenido el honor de conocer a un gángster tan hábil que hace que incluso mi coronel Vikorn parezca un aficionado. Me paso al tailandés para darle las gracias por dedicarme parte de su tiempo y le ruego que me perdone por si le he ocasionado cierta preocupación, pues no era mi intención.
Los dos coroneles respiran aliviados cuando escuchan estas palabras. Warren sonríe, pero me escudriña en busca de alguna señal de insinceridad. Mientras nos dirigimos los cuatro hacia la puerta, veo que no acaba de creerse que me haya convencido. Hace una pausa mientras parece buscar una forma de poner el punto sobre la última i, luego se encoge de hombros al despedirnos.
Hay silencio en el ascensor de bajada. Al final, Vikorn dice:
—¿ Qué te ha dicho? —Una pregunta que hace que Suvit fije sus ojos en mí. Se lo cuento—. ¿Ya estás satisfecho? ¿No habrá más peticiones por escrito para entrevistarse con amigos de la plana mayor del país?
—Satisfecho —contesto. No tengo valor para mencionar a Fatima, o que su presencia en la tienda de Warren parece poner en ridículo todo lo que Warren ha dicho esta mañana, aunque no podría empezar a explicarles por qué lo pienso.
En el vestíbulo, percibo cierta renuencia por parte de los dos coroneles a dejarme marchar, una impresión reforzada por los dos gorilas de Vikom, que se acercan tranquilamente para reunirse con nosotros y bloquearme el paso por delante y por detrás»
—Vamos a sentarnos. —Vikorn señala cuatro sofás rosas grandes dispuestos alrededor de una mesa de café que es un poco más pequeña que la superficie de mi agujero. Me pone la mano en el hombro y me obliga a sentarme. Me encuentro entre dos hombres que han elegido no sacar todo el partido al espado que les ofrece el sofá. El brazo y el hombro izquierdos del coronel Suvit me presionan con fuerza el costado derecho mientras Vikorn me aprieta por la izquierda. Jamás me he sentido tan deseado. Suvit tiene unos cincuenta años, diez años menos que Vikorn, una edad peligrosa para un policía tailandés. Por lo que sea, no ha conseguido ganar tanto dinero como mi coronel, aunque no es porque no lo haya intentado. Es un espíritu celoso, feroz, que no ha podido entender nunca que un buen gángster gasta dinero para ganar dinero. Aprieta demasiado (eso dice el rumor, que se apoya en las estadísticas sobre la elevada tasa de palizas y muertes que hay entre sus tribunos). Mientras Vikorn contribuye ostentosamente a la beneficencia para asegurarse el apoyo local, Suvit mata a la gente que se interpone en su camino, un método que muchos consideran erróneo. Los gorilas de Vikorn están sentados en el sofá de enfrente y me miran fijamente.
—Háblame de ti —dice Suvit—. Quiero decir, para empezar, ¿cómo se convirtió un mierdecilla como tú en poli?
—Fue cómplice de asesinato.
—No es un mal comienzo —reconoce Suvit.
—El padre de su madre era un discípulo próximo de mi hermano. Él y el autor material del crimen pasaron un año en el monasterio de mi hermano, tras el cual incluso ingresar en la Policía Real tailandesa supuso un alivio. —Vikorn suelta un suspiro y saca una delgada cajetilla de puros, que no nos ofrece ni a Suvit ni a mí. Enciende uno y saca el humo frunciendo el ceño—. No conoces a mi hermano. Puede desmontarte la mente y reconstruirla con la misma facilidad que otra gente que desarma un reloj y vuelve a montarlo. Después, nada funciona como debiera, pero el mecanismo logra seguir haciendo tic tac. Eso es lo que mi hermano hizo con esos dos.
—Pero usted admira a su hermano —le digo en un tono de reproche.
Vikorn da otra calada a su puro y hace caso omiso a mi comentario.
—Luego me los mandó a mí. Exactamente igual que cuando éramos pequeños; cada vez que él rompía algo, yo tenía que arreglarlo.
—Es quince años mayor que usted —señalo.
—Exacto. Ya puedes ver lo injusto que era, pues esperaba que fuera yo quien fuera limpiando lo que él ensuciaba. He hecho lo que he podido, pero hay tornillos que mi hermano aflojó y que yo no he podido apretar nunca. ¿Puedes creer que Sonchai nunca ha estado con una puta?
—¿Es marica?
—Peor. Es un
arhat.
No acepta dinero.
—Y tanto que es peor. Me alegro de que no esté en mi equipo. ¿No puedes hacer nada?
—Puedo llevarle, pero no obligarle.
Como si alguien hubiera dado una señal, los dos coroneles me agarran de los brazos y me ponen en pie. Sería preferible, en cierto modo, que estuvieran actuando según un plan, pero es improbable. Después de todo, son polis tailandeses, y siento que estoy atrapado por unos arraigados reflejos profesionales mientras me escoltan fuera del hotel con los dos gorilas detrás.
—Vamos a dar un paseo —dice Vikorn—. Hace un día precioso.
Otra de sus mentiras. Hace bochorno, el sol queda invisible tras la contaminación, y las gentes caminan decaídas mientras se dirigen por la calle de un refugio con aire acondicionado a otro. Después de recorrer unos doscientos metros, pasamos por delante del consulado de la República de Ucrania, lo que nos deja tiempo a los tres para pensar. ¿Qué funcionario de categoría media, liberado violentamente de la camisa de fuerza del socialismo y con intención de hacerle la pelota a sus superiores para que le ascendieran, se decidió por este lugar en el centro de la zona de burdeles más extensa del mundo? Unos cien metros más adelante, Vikorn señala con la barbilla un letrero de neón del tamaño de un camión que está pegado a un edificio con cierto parecido a una mansión colonial, de cinco pisos de altura y situado en un
solar del tamaño de un campo de fútbol. El letrero reza Palacio del Jade en inglés, tailandés, japonés, mandarín y ruso. Estos mismos cinco idiomas informan de que se ofrece un servicio de masaje. Empiezo a forcejear, pero Suvit y Vikorn me tienen bien agarrado y tengo a los dos gorilas tan cerca que podrían transmitirme un virus.
—El Palacio del Jade, me gusta —dice Vikorn mientras me conducen escaleras arriba, donde los lacayos uniformados nos waian y abren las grandes puertas de cristal.
En
el
vestíbulo, la mirada se centra inevitablemente, si no sutilmente, en una ventana de unos treinta metros de largo detrás de la cual hay dispuestas quizá trescientas sillas de plástico. Es de día, así que la mayoría de asientos están vados; no habrá más de una treintena de jóvenes preciosas sentadas con sus mejores galas, todas seleccionadas cuidadosamente por su piel de porcelana, pechos perfectos y sonrisas cautivadoras. Vikorn me gira la cabeza para asegurarse de que las miro.
—¿A que son fantásticas? ¿Y sabes qué? Con lo que les pagan y las propinas que les dan, te desean tanto como tú a ellas. | Con cuál te quedas?