Bangkok 8 (35 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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He calculado la duración del viaje, teniendo en cuenta los probables problemas de tráfico, para llegar sobre el mediodía, cuando los buenos rusos están a medio camino entre la sobriedad y la ebriedad. Son las doce y doce del mediodía cuando llegamos al ático de lujo del piso treinta y siete del bloque y toco el timbre. Me ha costado mucho decidirme si llamar antes o no y al final he creído mejor no hacerlo. Si encuentro a Iamskoy en una situación comprometida con media docena de mujeres siberianas sin visado, o cuyos visados hayan caducado, o con evidencias de estar en el negocio, puede que esté más dispuesto a hablar. Sin embargo, muchas cosas van a depender de lo borracho que esté. Si está demasiado borracho, se desmayará, como ocurrió la última vez. Si está demasiado sobrio, estará tenso, demasiado metido en su melancolía rusa para poder hablar con él.

Creo que quizá tenga suerte porque nos abre la puerta una mujer. Tendrá unos veintiséis años, lleva el pelo teñido de rubio, es de raza caucásica, tiene los labios carnosos y una mirada lobuna que sin duda ella cree que es irresistible. Lleva un vestido negro que le llega tres o cuatro centímetros por debajo de la entrepierna y que deja al descubierto buena parte de su escote. Su perfume no está a la altura del de mi madre, pero no creo que esta mujer haya pasado mucho tiempo en París. Se queda pálida y está a punto de cerrarnos la puerta en las narices cuando le enseño mi placa.

—¡Andy! —grita sin ansiedad. En lugar de Iamskoy aparece otra mujer vestida con unos pantalones cortos y «na camiseta. Luego otra. Una cuarta lleva un camisón largo que se abrocha en el cuello—. ¿Es una redada? —pregunta la primera mujer, con más curiosidad que preocupación.

—No Jo sé —respondo sinceramente—. Quiero hablar con Andreev.

Al final, Iamskoy aparece por entre la pequeña multitud de féminas. Es alto y desgarbado y conserva la mayor parte del pelo,
lo
que hace que parezca tener menos de los cincuenta y tantos años que lleva viviendo en este cuerpo. Reacciona tarde, luego esboza una sonrisa ancha. Creo que ha absorbido la cantidad adecuada de alcohol cuando dice:

—¡Sonchai! ¡Cuánto tiempo! Adelante, amigo mío, pasa. Examino el rostro de Jones cuando entramos, porque pienso que estará sorprendida, ya que aparte de la colección de mujeres esta casa no parece en absoluto la de un chulo. Está muy desordenada y lo que más contribuye a este desorden son los libros. Los hay por todas partes, en estantes en las paredes, sobre la alfombra, apilados en las esquinas, debajo de las patas de los sillones destrozados.

Jones tiene los ojos bastante abiertos, pero principalmente por las mujeres, cuyas miradas y palabras sonoras en ruso parecen ponerla nerviosa. En mi humilde opinión, Jones es mucho más atractiva que cualquiera de ellas, lo que podría explicar las miradas. Creo que no ha visto los libros, así que se los señalo.

—Andreev es el ratón de biblioteca más obsesivo que conocerás en tu vida. ¡Mira! Novelas francesas, rusas, estadounidenses, italianas, pero sólo son lecturas ligeras. La física es su especialidad. Aún está al día de los últimos descubrimientos, ¿verdad, Andreev?

No se trata de una pregunta diplomática por mi parte. Por un momento, su expresión se vuelve amarga, luego se recupera y me rodea con un brazo indulgente.

—De hecho, los tailandeses no son nada sensibles, simplemente tienen esta forma de ocultarlo mediante la educa— dón ritual —le explica a Jones—. Si quitas las
wais
y las otras formalidades, te queda un pueblo al que en realidad todo le importa una mierda. —Su acento es fuerte, la gramática, perfecta.

—Creo que lo estoy descubriendo —dice Jones. Ahora está mirando los libros y, como ya esperaba, lamskoy se ha ganado su simpatía, sus excentricidades son mucho más comprensibles que las mías. Ha leído libros acerca de este tipo de personas, quizá lo ha visto en películas.

—¿Realmente es un físico retirado? —le pregunta con dulzura.

—En paro, me despidieron, me echaron. No voy a andarme con rodeos. El despido ya me acechaba incluso cuando Gorbachov estaba en el poder, ese perdedor de primera categoría. Me pilló de lleno cuando la economía se vino abajo con ese borracho terminal de Yeltsin. Sabemos elegir a nuestros líderes, y tanto que sabemos elegirlos.

Nos conduce, sin dejar de quejarse de Gorbachov y Yeltsin, al salón, donde el caos casi tiene un orden derrotado. Las únicas referencias inequívocas a su país son tres botellas de vodka, consumidas parcialmente y destapadas, sobre una gran mesa de café de cristal. De mi última visita recuerdo la tradición rusa de abrir más de una botella. Una botella puede tener especias, otra albaricoque o manzana; es parecido a la costumbre tailandesa de ofrecer salsas para dar sabor a una comida. Por supuesto, a no ser que seas ruso el vodka no es comida.

Aparte del vodka, hay que invertir unos segundos para distinguir visualmente un objeto de otro. Los libros no son los únicos culpables. Hay prendas de ropa interior de mujer, zapatos, ceniceros, una aspiradora con el tubo alrededor de la mesa de café, latas de cerveza aplastadas, algunas botellas de vino sin abrir y, en un tocador lateral, productos de maquillaje amontonados de tal forma que parecen una pila de rocas en miniatura. Nada está en posición horizontal o vertical, todo descansa sobre otra cosa. Y eso que es un apartamento enorme de cinco dormitorios, en el que podrían vivir tranquilamente veinte chicas tailandesas limpias que sin duda tendrían la casa como una patena.

Dos de las mujeres nos han seguido hasta la sala, las otras se han quedado discutiendo en el pasillo. Refunfuñando para sí mismo en ruso, Iamskoy se pone a recoger cosas de uno de los sofás y a lanzarlas a un montón en una esquina: un sujetador negro, un volumen de enciclopedia, una botella de champú, libros que examina con curiosidad como si fueran amigos a los que hacía tiempo que había perdido la pista antes de condenarlos a otro montón. Tardamos unos minutos en poder sentarnos. Él se acomoda en el suelo con la espalda apoyada en otro sofá del que no ha retirado los trastos y le dice algo a la mujer del vestido corto negro, quien encuentra unas tazas de plástico. Echa vodka en las tazas y nos las da, sin preguntarnos si queremos o no. Le pasa a Iamskoy la botella, luego se sirve un trago de una de las otras. Mientras tanto, la otra mujer se marcha del salón.

—Zoya tiene una cita con un general del ejército —explica—. Es su primera vez con este cliente y está un poco nerviosa. Pero sólo un poco. Por eso sólo bebe un poco. —Observamos a Zoya servirse más vodka en su taza y bebérselo de un trago. Le dice algo en ruso a Iamskoy, que le indica con la mano que salga de la habitación—. ¿Asombroso, verdad? —le dice a Jones.

—¿El qué?

—¿Ha visto el cuerpo que hay debajo de ese vestido? Piernas robustas, culo gordo, torso corto y fuerte, hombros redondos; unas formas que han evolucionado a lo largo de miles de años para sobrevivir en la estepa y trabajar la tierra. Pero el general la encuentra exótica. Con todas esas diosas de piel morena que hay por aquí, de hecho paga diez veces más por Zoya.

La puerta de la entrada se cierra con un portazo.

—Quizá sea amor —dice Jones.

Sorprendido por un momento, Iamskoy la mira, luego le ofrece una sonrisa ancha.

—Buena. Muy buena. Discúlpenme. —Se lleva la botella a los labios para acabarse lo que queda de vodka. Veo cómo la nuez se le mueve dos veces al tragar—. Creo que un norteamericano aún debe de verme más patético de lo que me veo yo, ¿ no?

—Supongo que no sé hasta qué punto se ve usted patético —le contesta Jones. Me doy cuenta de que tanto Iamskoy como yo estamos pendientes de si Jones dará un sorbo a su vodka o no. Yo bebo del mío para provocarla y me alegra comprobar que es de la botella de especias. Jones me sorprende mirándola y deja la taza en el brazo del sofá.

—Yo me veo más que patético. Estoy atomizado. Yo era físico nuclear, así que sé de lo que hablo. Nadie sabía adonde nos llevaba mi maestro, el gran Sajarov, cuando adoptó esa actitud. Era como Jesucristo midiéndose con el Imperio Romano. ¿Quién apostó por Jesucristo en esa época? Seguro que en la antigüedad nadie apostó un duro por él. Pero no eran rusos. A los rusos les encanta una mala apuesta.

—¿Trabajó con Sajarov?

—No seamos exagerados. Era el ayudante de su ayudante. Más estrictamente, era el ayudante del ayudante de su ayudante. Al final de sus días, el comunismo era extrañamente jerárquico, algo que ya se ha señalado muchas veces. —Otro trago—. Es muy irónico, ¿verdad?, que la transformación de la sociedad rusa provocada en gran medida por Sajarov, el físico nuclear, nos haya llevado a la atomización. Es como si la realidad imitara a un juego de palabras malo. Por supuesto, nadie nos dijo que nos estaba llevando a eso.

Sabíamos que el capitalismo convierte a todo el mundo en una puta, pero no en una puta atomizada. Era algo que no podíamos concebir en nuestro universo teóricamente lógico. Desde la caída de la Unión Soviética me he convertido en el orgulloso propietario de al menos veinte personalidades distintas. Es algo necesario en la economía global. Soy un físico quemado, un esnob intelectual, un borracho, un poeta fracasado, un marido renegado, un padre ausente, un maestro de las novelas inacabadas, un empresario incompetente, un fan del ballet ruso, un arruinado y un chulo. Es imposible ser todas esas cosas a la vez, así que debo decidir, momento a momento, a cuál de estos Iamskoy represento. En Estados Unidos deben de ser expertos en estos cambios rápidos de disfraz, tienen más años de práctica. Pero para un ruso, sigue siendo difícil.

—Deben de gustarle los retos. —Para mi sorpresa, Jones coge su taza y toma un trago largo, nada de traguitos. Me mira—. ¿Cuál de sus papeles le parece el más difícil?

—El de chulo —contesta de inmediato—. Es incluso más complejo que intentar escribir una novela y exige tener un juicio más preciso que para jugar con neutrones. Podría pensarse que es fácil, que es sólo cuestión de oferta y demanda con la ventaja añadida de que los productos se transportan a sí mismos, no hace falta tener sistemas de carga ni de entrega. Con las rusas, no. ¿Cree que yo controlo a estas mujeres o que me controlan ellas a mí? Son independientes. Dos de ellas son licenciadas, una tiene un doctorado, las otras dos simplemente están muy bien educadas. Podrían conseguir trabajo en Rusia si de verdad quisieran, pero…-Se encoge de hombros.

—No está bien pagado, ¿no?

—No se trata exactamente de dinero. No en el sentido americano.

—¿Qué significa el dinero en el sentido ruso?

—Fichas para apostar. Se van a casa igual de pobres que cuando llegaron, pero mientras están aquí consiguen hacer apuestas relativamente importantes en esos casinos protegidos por la policía que oficialmente no existen. Pagarles el billete de vuelta después de que se hayan cepillado sus ganancias forma parte de los gastos generales que tiene un chulo ruso—. Me mira—. Eso y pagar a la policía tailandesa, por supuesto. —A Jones—: Todos los policías tailandeses excepto Sonchai son empresarios de primera categoría. No hay forma humana de ganarles. Si no tengo cuidado, alquilan a las chicas, luego me ponen una multa equivalente al precio de la chica (por traficar con mujeres) menos el diez por ciento de mis gastos. Pero Sonchai no. Él es incluso peor empresario que yo. Por eso debe de gustarme, no me hace sentir inferior.

—Me lo figuraba —digo, y bebo un sorbo de vodka.

—Por eso y por el hecho de que está más enfermo que yo. Debería haber escuchado nuestra última conversación. Fue de ciencia ficción hindú. Aunque supongo que él no la disfrutó tanto como yo, porque hacía tres años que no le veía.

—Te desmayaste después de insultar al Buda.

—¿Sí? ¿Por qué no me mataste?

—No creía que estuvieras vivo.

—Bueno, ¿y qué dije?

—Dijiste que Gautama Buda fue el mayor vendedor de la historia.

—Y tenía razón —le dice a Jones—. Vendía nada. Eso es lo que significa «nirvana»: nada. Como curación para el gran desastre cósmico al que la mayoría de nosotros denominamos vida, el Buda prescribió un curso riguroso de meditación y vida perfecta a lo largo de un número de vidas, cuya recompensa final es nada. ¿Crees que alguien de la Avenida Madison podría vender eso? Pero en esa época, todo el sub— continente indio se lo tragó. Hoy en día, en el mundo hay

más de trescientos millones de budistas, y la cifra sigue creciendo.

—También dijiste que él tenía razón. No recuerdo el razonamiento.

—Correcto. Los agujeros negros del espacio, que pueden describirse justamente como bolsas de no-existencia, ya que en ellos no sobrevive ni la luz ni el tiempo, se ha visto que emiten partículas subatómicas y que las vuelven a absorber. La vida surge de la nada y, después de todo, regresa allí. El humo y los espejos, justo lo que él dijo hace dos mil quinientos años. Magia. Algo que podría hacer que incluso la mayor superstición desde el nacimiento virginal tuviera lógica.

—Bueno, ahí lo tiene —dice Jones—. Hay que ver. Pero hay un juego de palabras, ¿verdad? Únicamente vendía nada, si se entiende «nada» en un sentido determinado. Nada para un budista también es todo, ya que sólo nada encierra cierta realidad. —Con algo de timidez, toma otro trago de vodka. Iamskoy y yo estamos sonriéndole. De repente, Iamskoy aplaude unas cuantas veces y me siento obligado a unirme a él. Jones se sonroja, pero es la primera vez que la veo tan contenta.

—¿Has estado instruyéndola? —me pregunta Iamskoy. —En absoluto. Pensaba que el budismo no le interesaba. —¿Te interesa? —pregunta Iamskoy. —Me interesa este capullo. —Me señala y toma otro buen trago de vodka—. Y el budismo es la única forma segura de excitarle. Al menos con el budismo puedes sacarle algo de conversación.

—A mí me pasó lo mismo —dice Iamskoy—. Posee eso tan tailandés de quedarse dormido enseguida, pero si mencionas la reencarnación o el nirvana o las verdades relativas, se despierta al instante. Es lo que me encanta de este país. Todo el mundo tiene una dimensión espiritual, incluso los polis. Incluso los delincuentes. Algunos de los gánsteres mas importantes hacen méritos donando grandes cantidades a los monasterios y dando dinero a los pobres. Da que pensar.

—¿En qué?

—En qué ha pasado en los últimos quinientos años con la civilización occidental. Si nos hubiéramos quedado en el medievo quizá sonreiríamos tanto como los tailandeses.

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