Bangkok 8 (36 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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—Ponme más vodka, ¿quieres? —me dice Jones—. Parece como si llevara toda la vida esperando una conversación como ésta. Es mejor que el colegio.

Oímos pasos en el vestíbulo y aparece la mujer de la bata. Después del comentario que ha hecho Iamskoy, examino su figura, tanto como puedo. Es delgada y pálida, tiene el pelo casi negro y los ojos verdes y muy grandes. Podría pa— recerme exótica. Jones le ofrece una sonrisa ancha y cálida, de mujer a mujer, y ella se la devuelve.

—Ésta es Valerya —dice Iamskoy—. Es la doctorada. Ya veis, ha oído la conversación y no ha podido resistir unirse a nosotros. Es uno de los millones de defectos que tenemos, los rusos somos perpetuos estudiantes. Seguimos hablando de la vida como lo hacían los occidentales hace cincuenta años.

—Es mejor que chupar pollas —dice Valerya, mientras camina hacia la mesita de café, coge una de las botellas y bebe a grandes tragos—. Pero aún no soy doctora. Estoy reuniendo dinero para la tesis. —Su acento no es tan fuerte como el de Iamskoy, y tiene un deje británico. Pero ahora que ha hablado, puedo ver su dureza, la dureza de una mujer hermosa que no tiene que preocuparse por nada. Ya no me parece exótica.

—¿Estabas reuniendo dinero para tu tesis en el casino anoche?

Se encoge de hombros y toma otro trago.

—Lo que has dicho sobre los rusos es cierto. Nos encanta jugárnoslo todo a una mala apuesta. No puedo creerlo. Tanto sexo, por nada. Si pudiera borrar el juego, podría borrar vender mi cuerpo, lo uno anula lo otro, pero aún tendría que pagarme el doctorado.

—¿Qué tema has escogido? —quiere saber Jones.

—Psicología infantil.

Iamskoy y yo vemos la mirada de horror que cruza el rostro de Jones, pero parece que Valerya no, ya que busca los ojos de Jones y le explica con toda seriedad que incluso en Rusia una licenciatura no vale para nada, pero que con un doctorado probablemente podría conseguir un trabajo de profesora en una universidad norteamericana, utilizando su proyecto de investigación sobre los niños criminalizados de la calle, los cuales abundan en Vladivostok, igual que en Nueva York o Los Angeles. Desea con todas sus fuerzas ir a Estados Unidos.

Como ha predicho Iamskoy, el murmullo que surge de la conversación semi-inteligente es demasiado tentador para las otras tres mujeres, que ahora aparecen una tras otra, con dos botellas de vodka empañadas por la condensación. Aparecen más vasos de plástico y, de repente, se ha organizado una fiesta. Pese a la repugnancia pasajera que le produce que una prostituta curtida sea también psicóloga infantil, a Jones le gusta Valerya, que parece ofrecerle compañía femenina inteligente, quizá algo que explotar mientras está aquí, quizá ayudará a Valerya a llegar a Estados Unidos y serán amigas íntimas. Hablan a mil por hora sobre una serie deslumbrante de temas mientras Iamskoy desarrolla su teoría sobre que el materialismo es la superstición del siglo xx, una época oscura que será sustituida por un deslumbramiento de magia. Cree que a mí me seducirá, lo que sólo demuestra que no entiende el budismo, el cual desprecia la magia, pero no quiero enfadarle todavía. Las otras tres mujeres parlotean en ruso mezclando palabras en inglés y parece que hablan sobre una estrategia ganadora para el blackjack. El vodka corre y el nivel de ruido sube y yo me sumo en el silencio. Es una fiesta caucásica. Lo que veo es el gran monstruo de la cultura occidental con su necesidad enfermiza de llenar el espacio, todo el espacio, hasta que ya no queda más espacio ni silencio que llenar. Al cabo de un rato digo:

—Andreev, ¿alguna de tus trabajadoras murió desollada viva?

Se hace un silencio atroz. Iones está sumamente avergonzada y se ha puesto roja. Valerya ha dejado una frase a medias y me clava esos ojos verdes que ya no me parecen tan bonitos. Iamskoy ha vuelto la cabeza hacia una pared y las otras tres mujeres que yo pensaba que no sabían mucho inglés han bajado la mirada a la alfombra. Cuando Iamskoy vuelve a girar la cabeza para mirarme, tiene la boca torcida.

—¿Eso es lo que has venido a preguntarme?

—Sí.

—¡Fuera de aquí!

—¡Andy! —dice Valerya.

—¡Que os larguéis de mi piso, coño!

—Andy, no puedes hablarle así a un poli tailandés. Eres un chulo ruso en un país extranjero. Déjalo.

Por un momento, creo que va a levantarse para pegarme y, en efecto, empieza a erguirse, pero está demasiado borracho para ponerse en pie desde el suelo y cae de espaldas desesperado y descansa la cabeza en el asiento del sofá como si hubiera perdido el control de sus extremidades.

—¿Por qué? —Sus ojos me suplican—. ¿Por qué has sacado ese tema? ¿Acaso tu gente no hizo ya bastante? ¿No he pasado ya suficiente tiempo de mi vida en ese purgatorio? ¿Acaso fue culpa mía?

Me vuelvo hacia Valerya, cuyo cinismo podría ser exactamente lo que necesito, vista toda esta emoción rusa indescifrable.

—¿Tú sabes a qué me refiero?

—A Sonya Lyudin.

—Cállate —le dice Iamskoy.

—No seas ridículo, Andreev, todo Vladivostok aún habla de ello. ¿Por qué no deberíamos contárselo?

—Ya lo sabe. Sólo se está haciendo el tailandés astuto.

—No —digo yo—. Aún no lo sé.

—Entoncesh, ¿qué tramash? Esh un tema muy shecreto por aquí, ¿sabesh? Muy shecreto. Y tanto. —Enfadado, Iamskoy ha perdido la cortesía y el control de su lengua—, She shupone que no debesh hablar de ello, aunque todavía shea la gran hishtoria de Vladivostok. Al menosh en losh círculosh mugríentosh en losh que ahora me veo obligado a moverme. —Coge la botella de vodka y se queda mirándola—. Losh círculosh mugríentosh. Yo, que una vez eshtuve shentado a losh piesh del gran Sakharov. —Se echa a reír a carcajadas—. ¡Qué bueno! Shentado a losh piesh…

—La historia de Sonya Lyudin es trágica —explica Valerya—, pero no habitual. Si fuera habitual ninguna de nosotras estaría aquí. No somos huérfanas ni putas de la calle. Somos mujeres inteligentes que venimos a un mundo duro a ganar una pasta rápida. Seríamos incapaces de poner en peligro nuestro cuerpo de esa forma. Sonya Lyudin era distinta.

—¿En qué sentido?

—Era una puta de la calle. No tenía educación, había nacido en el seno de una familia urka. Era una roca, una siberiana de verdad. Hubiera hecho cualquier cosa. No tenía miedo. Pensaba que todos los hombres eran animales estúpidos a los que una podía manejar a su antojo. Yo tampoco soy una fan de los hombres, pero creo que una mujer no debería adoptar una actitud tan peligrosa. Sobre todo en este trabajo. —Una de las mujeres del suelo dice algo en ruso—. Natasha dice que soy una esnob, que Sonya Lyudin no era tan estúpida. Que sólo tuvo mala suerte.

—Se suponía que tenía protección —explica Natasha en inglés—. No iba por libre. La trajo aquí una banda de urkas. Se suponía que tenían que protegerla. A Andreev sólo lo utilizaron para hacer las presentaciones.

—Es cierto —admite Valerya—. Pusieron precio a su cabeza. Lo pillarán tarde o temprano.

—No lo pillarán —dice Natasha—. El americano les pagó.

—No lo hizo —dice Iamskoy—. Lo intentó, pero ellos no quisieron. No podían dejarlo así, era cuestión de credibilidad. De cara, como dicen aquí. Así que el americano tuvo que buscarse la protección él solito. La mejor protección, he oído decir.

—¿Qué americano? —Ahora Jones está alerta, inclinada hacia delante.

—Un tipo que se llama Warren. Un joyero. Un pez gordo en este país.

—¿Esta historia es conocida? ¿Me estás diriendo que en Vladivostok el nombre de Warren está asociado abiertamente a esta historia?

—Y tanto. Es una espede de coco para las mujeres como nosotras. Ya sabes, la peor de las pesadillas: «Cuidado, que esta noche no te toque un Warren.»

—Existe una cinta —dice Valerya—. He hablado con mujeres que la han visto. Un americano blanco y un negro enorme.

—Andreev —le digo—, tengo que saberlo. ¿La policía tailandesa tiene una copia de esa rinta?

Parece que ha llegado al estadio de la pérdida de la con— denda. Creo que está asintiendo pero no estoy seguro, ya que la cabeza le cae hada delante, luego se desploma violentamente hacia atrás y vuelve a caer hada delante. Miro a Valerya y a Natasha, que evitan que nuestras miradas se crucen. Iamskoy se desliza inexorablemente hasta alcanzar la horizontal con las piernas juntas y los brazos pegados al cuerpo. De repente, se ha convertido en la cosa más ordenada de la habitación.

Tumbado en el suelo, Iamskoy abre un ojo.

—La policía tailandesa compró la cinta a los urkas, pagó una fortuna por ella. Por supuesto, el dinero lo puso Warren y, por supuesto, los urkas prometieron que era la única copia. La cinta no les interesa, quieren a Warren.

—Valerya, ¿cómo era Sonya Lyudin de alta? —Jones mira fijamente a la psicóloga infantil, quien se vuelve hacia Natasha, que se vuelve hacia la mujer que está a su lado. Ahora todo el mundo está mirando a Iamskoy.

—Uno ochenta, más o menos —dice él con los ojos cerrados—. Era delgada. Y tenía muy buen tipo.

—¿Cuánto tiempo pasó con Warren antes de morir? ¿Hubo citas previas?

—Dos. La primera fue bastante corta y, según ella, no pasó nada, sólo se desnudó para él y él la acarició. Le dio un piercing dorado y le dijo que si se lo ponía en el ombligo, él le engarzaría una piedra de jade. Por supuesto, fue encantada al primer taller de piercings que vio para ponérselo. De la segunda cita, no volvió nunca.

—¿Mencionó ella al americano negro?

—No. Sólo la gente que vio la cinta habló de un hombre negro. Yo no la he visto.

—A menudo, los asesinos de este tipo de casos necesitan un motivo —le explica Jones a Valerya—. A veces es racial, a veces social, a veces físico, sólo víctimas altas o bajas, por ejemplo. A veces es el entorno social. Normalmente es algo que le da al asesino una sensación de propiedad, un derecho sobre el cuerpo de la víctima. Parece que Warren era muy especial.

—Es joyero —dice Valerya—. Tenía que serlo, ¿no?

—¿Puede alguien decirme qué día murió Sonya Lyudin? —quiere saber Jones.

—El doce de diciembre de 1997, por la noche, así que supongo que sería el trece —dice Iamskoy—. Ahora, idos, por favor.

De nuevo en la parte trasera del coche, Jones dice:

—Warren estuvo en Tailandia del cinco al quince de diciembre de 1997. Olvidé decirte que comprobé las fechas.

De regreso al paseo marítimo de Pattaya recogemos al Monitor, que nos está esperando por fuera de la tienda con su Play Station 2 nueva bajo el brazo. Le surtimos de pollo frito y más salchichas que compramos en un puesto de comida y nos unimos a los atascos para volver a Krung Thep. Mientras el Monitor va comiendo, Jones vuelve a poner su mano sobre la mía, que descansa en el asiento.

—¿No crees que ya es hora de que me hables de ese hospital? Vikorn le dijo a Rosen que fuiste allí y le pidió que yo averiguara por qué. Estoy siendo honesta. Es una orden.

La miro. Me pregunto si estará preparada para oírlo. Respiro hondo y le digo que de acuerdo. Mientras se lo cuento, reproduzco la visita en mi mente.

Cuarenta y uno

Nadie dudó nunca acerca de cómo el hospital Charmabu— tra consiguió el capital para comprar ese magnífico complejo de veinte pisos y todo el equipo médico de alta tecnología que alberga en su interior, aunque su servicio principal no aparece jamás en el folleto impreso en papel satinado.

—¿Qué es un transexual? —me preguntó el doctor Su— richai, levantando los brazos y encorvando los hombros—. Las opiniones discrepan, incluso entre los profesionales de la medicina. Sobre todo, entre los profesionales de la medicina. ¿Es esta mujer un ser humano con un funcionamiento completo que por fin ha alcanzado la identidad de género con la que tendría que haber nacido, o es un bicho raro, un eunuco medieval que se ha hinchado con estrógenos? —El doctor Suríchai se llevó el índice a los labios, como si estuviera considerando la pregunta. Se le iluminó el rostro—. Algunos loqueros creen que mis pacientes son todos unos psicópatas. Para ellos, no existen las mujeres que han nacido en el cuerpo de un hombre. Creen que lo que yo hago es delito. —Con una gran sonrisa—: O que debería de serlo.

—¿Y usted qué opina? Frunce el ceño.

—Yo opino que la complejidad del tema está más allá de la capacidad de comprensión de nadie. Como ya puede imaginarse, he pensado mucho en ello. Lo primero que hay que preguntarse es: ¿qué es el género? Está el género anatómico: los pechos, la vagina, la matriz, los ovarios, el pene, los testículos. Luego está el género cromosómico, que es fundamental. Tiene que ver con las limitaciones físicas nucleares del cuerpo, pero el resultado del análisis cromosómico no carece de ambigüedad y no se corresponde necesariamente con la anatomía. Puede haber un varón cromosómico con los genitales de una mujer, por decirlo en otras palabras. Al final, el enfoque cromosómico en realidad sólo se utiliza en los tests para hombres y mujeres que se dedican al deporte profesional: hay que tener algún criterio para decidir si tu campeón es el primero de la liga masculina o de la femenina. Luego tenemos el sexo hormonal, que es una cuestión puramente química y que puede cambiarse simplemente tomando unos medicamentos. Y luego está el sexo psicológico. En otras palabras, ¿qué género siente la persona que tiene? ¿Cómo responde ante el mundo, como hombre o como mujer? La gran pregunta es, ¿qué viene primero? La mayoría de nosotros ni nos lo planteamos, sentimos sin más problemas que nuestro género se corresponde con nuestro cuerpo. Pero supongamos que no es así. Supongamos que tenemos un pene de tamaño normal y que funciona bien, y que nos pasamos la vida creyendo que somos una mujer encerrada en el cuerpo equivocado. No se trata de un fenómeno nuevo; se tiene constancia desde la antigüedad, sobre todo en Asia, de personas que eran básicamente transexuales en unos tiempos en que no se disponía de la tecnología necesaria para realizar el cambio. La única diferencia que existe hoy en día es que hemos desarrollado esa tecnología. En esos casos, lo único que hago yo es adaptar el cuerpo.

—¿Qué hace exactamente?

—Les corto la polla y los huevos. Se llama vaginoplastia, lo que significa que creamos una vagina. Utilizo la técnica de la inversión de la piel. Básicamente, quitamos la piel del pene, la invertimos y la cosemos a la cavidad vaginal. Todos los hombres tenemos una cavidad vaginal, por cierto. La abrimos, la alineamos con la piel del pene, utilizamos la piel sobrante para moldear un colgajo mucoso para el clítoris, incluso le ponemos una capucha y ya está. Bueno, no del todo, pero eso es lo fundamental. Se lleva a cabo un montón de trabajo preparatorio, que en su mayoría consiste en inyecciones de hormonas y tests psiquiátricos.

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