—Gracias por…
¿allai?
—Dinero.
—Vale, gracias por dinero.
—Gracias, cariño, por dinero.
Risitas.
De vuelta a la comisaría, la agente del FBI, que ya domina el arte de ir en moto-taxi, se las ha arreglado para regresar con vida de la embajada. Mientras el Monitor observa con ojos brillantes, nosotros comparamos una fotografía de Gladys Pierson desnuda con una de Fatima desnuda, jones me explica que Pierson utilizaba esas fotos como parte de su marketing. Las colocamos una al lado de la otra
y
ponemos una hoja sobre sus rostros, que no se parecen entre sí. Jones y yo nos miramos.
—¡Son iguales! —dice el Monitor. ¡El mismo cuerpo! Incluso llevan la misma cosa en el ombligo. —Es mejor que los Invasores del Espacio. Jones saca otra fotografía, post mórtem, de Pierson tumbada boca abajo en la mesa de la funeraria. Los ojos del Monitor siguen brillando. Aparto la mirada.
—¿Tu teoría es que estaba practicando el sexo con ella mientras hacía esto? Creía que los látigos eran muy largos.
—Hicimos muchas pruebas. Tienes razón, hubiera hecho falta que el látigo tuviera al menos un metro ochenta de largo para penetrar de esa forma en la carne. Creemos que tenía un ayudante.
—Ah —digo—. Un ayudante.
—Hay gente que estaría dispuesta a hacerlo. Mujeres y hombres. Y no olvides que el joyero es un hombre muy rico. ¿Te has fijado en lo regulares que son los surcos? Quien lo hizo sabía manejar un látigo. Cuando miro esta foto siempre pienso en el Marqués de Sade con su ayuda de cámara personal. —Jones saca otra foto. Pierson está ahora boca arrib sobre la mesa.
—¿ En los pechos también?
—Correcto. ¿Puedes mandar a este asqueroso a hacer al gún recado antes de que le dé un puñetazo?
—Tráenos un café —le digo al Monitor.
Estamos tan acostumbrados a sentarnos juntos en la parte trasera del coche alquilado de Jones, que se ha convertido en nuestro equivalente a estar sentados en el sofá viendo la tele. Hemos progresado del flirteo a la tolerancia asexual sin que haya habido cópulas apasionadas de por medio. Creo que el nuestro podría ser un ejemplo de romance postindustrial. No anula este pensamiento la presencia del Monitor, que está sentado en el asiento del copiloto masticando las salchichas de cerdo por las que nos ha obligado a parar en un puesto de comida. Es como un hijo monstruoso que más que concebido fue precipitado al mundo.
—Si he entendido bien por qué vamos a Pattaya, me pregunto cómo vas a deshacerte del Monitor —me murmura Jones al oído.
—Tengo un plan.
—Ya creía que lo tendrías. —Bosteza—. Bueno, y ése tal Iamskoy, ¿cómo es? ¿Otro gángster urka con tatuajes cirílicos en la frente y un folleto de vendas que incluye plutonio para armas?
—No exactamente.
Pattaya es un centro turístico de playa que estaría a una hora más o menos en coche de Krung Thep si fuera posible emprender el viaje sin quedar atrapado en ningún atasco.
También es el lugar donde la Industria se revela como lo que es: la Industria. Jones ha traído su guía
Lonely Vianet,
de donde cita:
La facturación anual de la industria del sexo es casi el doble del presupuesto anual del gobierno tailandés. (¡Guau!) Se estima que sólo el 2,5 por ciento de todas las trabajadoras sexuales tailandesas trabajan en bares y que un 1,3 lo hace en salones de masajes. El 96,2 por ciento restante trabaja en cafés y barberías y en burdeles que sólo muy de vez en cuando frecuentan clientes no tailandeses. De hecho, la mayor parte de la industria del sexo del país es invisible a ojos del extranjero que lo visita. Se estima que las transacciones tailandesa-no tailandés representan menos del cinco por ciento del total.
Jones cierra el libro y me mira con una expresión que no he apreciado antes en su rostro: ¿humildad?
—La prostitución nunca ha sido mi fuerte. He estudiado las leyes referentes a ella, por supuesto, y sé cómo trincar a una prostituta en Estados Unidos y sé un montón acerca de la carrera de Gladys Pierson, pero nunca he profundizado en ella sociológicamente. Lo que tenéis aquí es un fenómeno alucinante. Me pregunto si siempre ha sido así de importante, en la historia del mundo. Creo que debió de tener unos orígenes sociológicos muy complejos. No te lo conté, pero cuando visité Nana el otro día, vi a un joven estadounidense, de unos veintidós o veintitrés años, guapísimo, muy atractivo, excepto por el hecho de que había perdido los dos brazos en un accidente. Las chicas no lo trataban de forma distinta a como tratarían a otro. Tampoco era una situación forzada, le preguntaron cómo había perdido los brazos, jugaban con sus muñones (rompieron todas las normas de la etiqueta), le metieron mano y le preguntaron si quería llevarlas a su hotel. El chico sonreía de oreja a oreja y al mismo tiempo tenia lágrimas en los ojos. No hacía falta estar doctorado en psicología para saber lo que pasaba por su mente. Había cruzado medio mundo para que le trataran como a un chico normal. No pude detectar ni un átomo de repulsión física o una actitud condescendiente en ninguna de las chicas. Era como… supongo que vosotros no tenéis el mismo problema con la deformidad física que nosotros. Eran todas mujeres jóvenes, hermosas, con un cuerpo perfecto, y ni pestañearon.
No sé qué contestarle, de verdad, aunque ha hecho una observación que se oye de vez en cuando. Los amputados son visitantes clásicos de Nana. No sólo los amputados; los hombres que son inaceptablemente bajitos en las culturas del narcisismo son atrapados ferozmente por nuestras complacientes mujeres (que probablemente sean tan bajas como ellos o más). Puede que el alcoholismo crónico sea una forma de lepra en vuestro país tan exigente,
farangs,
pero para nosotros es una enfermedad benigna, apenas merece que la mencionemos. Tampoco los dientes salidos, los dientes falsos, los pies deformes, el pelo cano o ser calvo suponen un impedimento para ser admitido en nuestra Democracia Oriental de la Carne.
De repente, justo cuando estamos entrando en el extrarradio de Pattaya, la conversación da un giro inesperado. Jones pone una mano sobre la mía. No se trata de un gesto insinuante, aunque sí cariñoso. Diría que es casi compasivo.
—Sonchai, creo que ya entiendo el caso. No tanto como tú, pero casi. Vas a tener que decirme qué esperas de mí respecto a lo que pase a partir de ahora. Es lo justo. He estado pensando en ti y en el caso y en Tailandia, y sigo aquí. No he huido a Estados Unidos, ni me he quejado al director del FBI, ni te he disparado, ni siquiera te he dado una patada en las pelotas. Sigo aquí. Si quieres que me quede, será mejor que seas franco conmigo.
—¿ Sabes quién lo hizo?
—Sí.
—Entonces también sabrás por qué ella es inocente según todas las definiciones humanas. —Pero no según la definición legal. —Hablo de moralidad personal.
—Eso es precisamente lo que nos enseñan a evitar en la Academia, Lo llamamos ponerse creativo. No está bien. Lo que cuenta es la ley.
—Choque de culturas. Lo que cuenta es ponerse creativo. Incluso Vikorn, a quien tú desprecias, tiene una sólida moralidad personal a la que no renuncia nunca. Me ha llevado a tiroteos que bien podrían haberle matado. Es un jefe valiente. Quizá para ti sea un dinosaurio, pero tenemos nuestras razones para quererlo. Aquí no nos gustan los cobardes.
—¿Quieres que calle?
—Sí.
—¿ Me darás a Warren?
—No sé si podré hacerlo. Quizá me pertenezca a mí. No mató a tu compañero. —Tampoco mató al tuyo. —Kármicamente, él es el responsable. —Es fácil plantear ese argumento. También es fácil darle la vuelta. Quizá me mató a mí en cien vidas anteriores. Quizá me lo debe esta vez. Cualquiera que persiga a seres humanos te lo dirá, la mayoría de las veces no es nada personal, pero en algunas ocasiones existe una química especial. Quiero a Warren, Sonchai. ¿Trato hecho? —Lo pensaré.
Hemos entrado en Pattaya y avanzamos lentamente con el flujo de tráfico por la avenida marítima principal.
—¿Acabo de ver un bar que se llama «Bar de la Polla y el Coño»? —quiere saber Jones. Ha cambiado de humor dramáticamente, parece enfadada—. ¿Hay algo aquí que no esté dedicado al sexo?
Algo de razón lleva. Un bar tras otro ocupan la calle que da al mar, y detrás de cada barra hay un grupo de chicas que harán lo que desees por quinientos bahts siempre que no duela. Somos un pueblo pacífico, no nos gusta el dolor. Tampoco nos gusta la gente que lo inflige. No damos a la ley, ni al sexo ni a la muerte más importancia de la que merecen tales engaños, pero infligir dolor de forma deliberada va en contra totalmente del budismo.
Jones aparta la mirada de los bares, se centra de nuevo en mí y en el caso, y dice:
—¿Tienes alguna explicación de por qué Fatima estaba en la tienda de Warren?
—No. Ninguna. Estoy de acuerdo en que es un enigma.
—¿Como el enigma de cómo drogaron a la pitón?
—El problema de cómo drogaron a la pitón es secundario en relación a por qué utilizaron a la pitón.
—Ya lo sé.
En Naklua Road, le digo al conductor que nos deje bajar a mí y al Monitor. Caminamos deprisa bajo el calor hacia una tienda cuyo escaparate está plagado de CD piratas, juegos, la mayoría.
—Sé por qué haces esto —me confía el Monitor.
—¿Sí?
—Piensas tirarte a la
farang,
¿verdad? ¿Vais a ir a un hotel?
—No estoy seguro.
—No quiero hacerte malgastar el dinero.
—¿Yeso?
—La Play Station 1 está totalmente anticuada. Ya sé, es barata, pero no tiene ningún valor, no puedes venderla de segunda mano.
—¿ Y las otras?
—La Microsoft Xbox es buena, pero no tiene muchos juegos.
—¿Y la GameCube?
—La GameCube está bien, pero está anticuada.
—¿Lo que nos deja?
—La Play Station 2. Es impresionante. Puedes bajarte juegos de Internet, puedes ver todo lo que se diseña para la PS1, puedes ver pelis pomo en DVD, juegos en DVD.
—¿Hace falta ordenador?
El Monitor me mira extrañado.
—La enchufas al televisor como todas las consolas.
—Ah, no lo sabía. ¿Cuánto cuesta la PS2?
—Diecisiete mil bahts.
—¿Diecisiete mil?
—Quieres que me esfume y esté calladito, ¿verdad?
—Sí.
En la tienda, el Monitor empieza una discusión críptica con el joven vendedor sobre la última versión de un juego que se llama Final Fantasy. El dependiente, un chico de unos quince años de cejas rematadas con aretes, le trata con desdén. Parece que él prefiere el Dragón Warrior VII, e incluso el Paper Mario, antes que Final Fantasy, una postura con la que el Monitor no puede identificarse.
—¿Estás de coña? ¿Paper Mario mejor que Final Fantasy? Final Fantasy es flipante.
El chico se encoge de hombros.
—Mira, yo trabajo aquí, ¿ qué crees que hago todo el día? Probar estos juegos. ¿Tú qué haces?
—Soy poli.
—Entonces, ¿cómo puedes estar al mismo nivel que yo? Te lo digo yo, el DWVII es más flipante y tienes cien horas.
El Monitor está totalmente desconcertado.
—¿Cómo es el final?
—Flipante.
—¿Qué me dice» de los tiroteos? ¿Cuáles son los mejores, en tu opinión?
—;En mi opinión? ¿Hay algo mejor que el Unreal Cham— pionship? Las armas son…
—¿Flipantes?
—Flipantes.
—¿Cuántos juegos regaláis con la consola?
—Normalmente cinco, pero como eres poli, te doy diez.
El Monitor me explica que va a tardar un rato en hacer la selección.
—¿Tenéis pomo? —le pregunta al dependiente.
—Lo tenemos todo. ¿Qué quieres, hetero o gay? ¿Sado— masoquismo? ¿Lesbianas? ¿Látigos y cera de velas? ¿Violaciones en grupo? ¿Qué raza?
¿Farang,
china, india, tailandesa, hispana?
—¿Hispana? ¿Cómo es el pomo hispano?
—Flipante.
El Monitor asiente en mi dirección y deja que el dependiente le lleve a una de las cabinas donde ya hay instalada una Play Station 2. Miro cómo el chico carga un disco y la pantalla muestra de inmediato a una belleza de ojos negros desnuda en el banco de un parque de algún lugar de Latinoamérica. Uno a uno, llegan hombres jóvenes y musculosos codificados de rubio, moreno o caoba, sin duda para poder distinguirlos. El Monitor avanza las imágenes como un experto, y se detiene en los momentos de las penetraciones» que examina con la mirada de un experto antes de continuar desechando todo el relleno. Ha acabado con el pomo hispano en menos de cinco minutos y el dependiente carga el Dragón Warrior VII que es un entretenimiento más serio. El Monitor queda absorto de inmediato y parece impresionar al chico con su manejo de la espada. El dependiente viene hacia mí y le pago la consola. Fuera, la agente del FBI espera en el coche
—¿Ya está? —pregunta, y yo asiento con la cabeza. Había algo parecido a la inteligencia verdadera en el semblante del Monitor cuando batallaba contra el dragón. Creo que eso debe de encerrar alguna moral cultural, pero Jones nunca me agradece ese tipo de pensamientos.
—¿Qué está viendo?
—Pomo hispano y Dragón Warrior VII.
—¿Crees que eso representa al futuro inmediato de la humanidad?
—¿Por qué tú puedes decir cosas así y yo no?
—¿Vamos a tener otra de esas discusiones?
—No.
—¿Cómo le has explicado al Monitor por qué querías que se esfumara?
—He dejado que pensara que iba a follarte.
—¿Y tu código budista no estipula que no te está permitido contar mentiras?
—Está la verdad relativa.
—¿Quieres convertiría en absoluta?
—Ya hemos hablado de eso. Somos cultural y espiritual— mente incompatibles.
—Lo que significa que mi brusca personalidad americana te quita las ganas, ¿eh?
—Eres una agente excelente.
—¿Y si fuera más mansa? He oído que el aceite Johnson's puede ayudar en esas situaciones. —Aparta los ojos de mi mirada paranoide con una sonrisa burlona en el rostro—. Es el protocolo —dice en dirección a la ventanilla— intercambio de información. Tu coronel es bastante selectivo, pero supongo que nosotros también.
Al final del paseo marítimo torcemos a la izquierda, luego a la derecha. A mitad de camino de Jomtien Beach, tomamos a la izquierda un camino privado que pertenece a un bloque de pisos de lujo. De lujo para Tailandia, en todo caso. Nadie se ha molestado en volver a pavimentar la carretera desde la última vez que estuve aquí hace unos años, y tenemos que quedarnos en el coche a esperar a que los guardas de seguridad vengan a abrirnos la verja principal.