Mi madre está recordando Florida, claro, y Miami, donde nos pareció que todo el mundo estaba camino o de regreso de una residencia de ancianos. Parpadeo varias veces cuando ciertas imágenes de Dan Rusk pasan por delante de mis ojos. Debe de ser producto de mi imaginación, la mano vetusta tan grande que es capaz de cubrir la totalidad del trasero de mi madre; el viaje desde el aeropuerto a su «finca» en el camión de mudanzas fue interminable, como la propia finca. La cocina enorme y otros espacios libres y vastos estaban tan impregnados de su soledad que parecía que hubiéramos aterrizado en un planeta con el doble de gravedad que la Tierra, y haría que las actividades más normales, la conversación en particular, se convirtieran en una tarea que exigía
una fuerza de voluntad sobrehumana. Mi madre sólo aguantó una semana al lado de Rusk antes de llamar a la única de sus parientes que poseia un teléfono e inventarse una urgencia familiar; he olvidado qué accidente horrible se suponía que había sufrido su madre, pero bastó para que Rusk nos llevara de vuelta a Miami y pagara los gastos inexistentes del hospital. Nunca nos habíamos alegrado tanto de regresar a Krung Thep y a su vitalidad natural.
—Siempre has tenido una opinión positiva de la naturaleza humana.
—Entonces, un día, alguien de tu residencia menciona la Viagra. Algún pobre viejo incluso más anciano que tú, que incluso tú crees que debería tener la decencia de estirar la pata ya mismo, te susurra al oído que hace poco pasó una semana en Bangkok, tomó la pastillita azul y tuvo una erección que se prolongó cuatro horas y que empleó en catar a tres o cuatro jovencitas preciosas. Y bien, ¿qué harías tú?
—Algo de razón tienes.
—Te atragantarías con la dentadura postiza al ir corriendo a reservar una plaza en el siguiente vuelo a Krung Thep, eso es lo que harías. Así que este negocio no puede evitar crecer. Hay más de quince millones de estadounidenses de más de sesenta y cinco años, sus mujeres e hijos les tratan como a una mierda, y tener más de cincuenta en Estados Unidos ya no es el mejor de los momentos, da igual el dinero que tengas. —Enfatiza estas verdades asombrosas apagando el cigarrillo—. Lo aguantan porque se quedaron sin opciones hace mucho tiempo. Como mínimo, eso es lo que creen. Pues yo tengo una buena noticia para ellos. Pero, ¿realmente quieren música disco, techno, toda esa locura? Probablemente estén demasiado sordos para oírla, de todas formas. ¿Realmente quieren ver a chicas en bikini meneándose en postes de acero, todas esas tonterías? Claro que no. Quieren algo de su época, un ambiente que ofrezca servicios para gente de su grupo de edad y que sea sensible a sus necesidades.
—¿Oxígeno de barril detrás de la barra? ¿Una ambulancia esperando en la calle? ¿Por qué no añades el ala de un hospital a tu burdel?
—Me gustaría que no lo llamaras así. Proporcionaré a esos viejos una terapia a base de libido. Lo que intento explicarte es la importancia del momento.
—¿El momento?
—Ésa es la cuestión. Un hombre joven tiene una erección porque una mujer le ha excitado, y durante diez mil años el negocio ha girado en torno a ese hecho biológico.
—¿En torno a qué otra cosa iba a girar si no?
—O sea que aún somos una industria primitiva a merced del futuro. Aún estamos en la fase de cazar y recolectar. Pero con el mercado al que nos dirigimos, el cliente tiene una erección más o menos justo al cabo de una hora de haber tomado la pastilla, es el equivalente al bistec en el congelador. Nos hemos liberado de la madre naturaleza y hemos asumido el control del momento. Tenemos un margen de cuatro horas que no va a querer desperdiciar bebiendo cerveza y escuchando música basura. Puede que después quiera relajarse, pero su prioridad será sacarle provecho a la droga. Sobre todo cuando probablemente haya oído que puede provocar ataques al corazón.
Parpadeo al escuchar la incongruencia aparente de esta última observación. Se enciende otro cigarrillo.
—¿No ves que en su mente ésta podría ser su última aventura? Puede que hayan decidido marcharse echando un buen polvo, por decirlo de algún modo. Podríamos estar ayudándoles a celebrar sus últimos días en la tierra. Están cambiando pasar un par de años más cojeando por el linóleo y jugando interminablemente a las cartas con los otros moribundos artríticos por una semana de polvos extáticos con lo mejorcito que han visto en cincuenta años. Es un servicio de compasión e iluminación. Estoy segura de que el Buda lo aprobará.
—La eutanasia con un orgasmo debe de ser mejor que con una inyección letal.
—Exacto. Además, si va a ser tu última fiesta en la tierra, ¿a qué reparar en gastos? Si tus hijos son todos unos capullos egoístas mejor vendes la casa para gastarte el dinero en mis chicas. Lo que yo propongo es crear un servicio de reserva por teléfono. Igual que un restaurante. El cliente viene al bar la primera vez y ve a una chica que le gusta. Después, nos llama desde el hotel, nos avisa de que está a punto de tomarse la pastilla y que espera estar con una buena erección dentro de una hora. Para nosotras tiene un aspecto positivo, por supuesto, ya que no tenemos que estar esperando a que el cliente decida si quiere a la chica o cuándo la quiere. Nos proporciona un horario fijo sobre el que podemos trabajar. He hablado de todo esto con el coronel. El cree que no podemos fallar.
—¿Cómo vas a estructurar la publicidad? ¿En revistas de medicina o en páginas web porno?
—En páginas web, con un montón de anuncios con imágenes, pero creemos que con el tiempo el boca oreja hará mucho por nosotros. Ahora mismo no hay nadie más en este campo.
—Pienso en los viejos entrando en el bar arrastrando los pies con sus sonrisas torcidas y la entrepierna abultada, el eslabón perdido entre el sexo y la muerte—. Bueno, Sonchai, ¿qué me dices?
—Podría funcionar —reconozco con desgana.
—Pues claro que funcionará. El problema es que no hay forma alguna de patentarlo. En cuanto la competencia vea lo que tramamos saldrán mil bares parecidos por toda la ciudad. Tenemos que movernos deprisa, no soy el único cerebro financiero que hay en este negocio.
Miro a dos mujeres jóvenes que intentan pasar junto a nosotros con diez bolsas de plástico cada una, llenas de ropa barata. No hay sitio en la acera y rodean un taxi que está atrapado en el atasco. Aquí es donde la mayoría de trabajadoras sexuales compran su ropa y hoy hemos saludado a muchos viejos amigos. Las compras de mi madre están debajo de la mesa. Estamos en Pratunam porque a unos cien metros hay un mercado enorme donde pueden comprarse camisetas, shorts, faldas, vestidos, pantalones y blusas, artículos todos ellos imposibles de distinguir de los productos de los escaparates de Calvin Klein, Yves Saint Laurent, Armani, Zegna, etc., por una cantidad tan irrisoria como tres dólares la prenda. Nong se ha comprado todo el vestuario para esta temporada, y he advertido que es un poco más austero, como corresponde a una matriarca de la industria. Llamo a la camarera para pagar la cuenta, pero mi madre me frena.
—Invito yo, cielo. Quiero darte las gracias por firmar los planos.
Le digo que de acuerdo: los planos me supusieron una cantidad importante de trabajo porque ella y el coronel no paraban de cambiarlos. Por supuesto, tenía que haber un televisor en cada habitación y al final decidieron incluir un servicio completo de masaje tailandés, así que cada habitación de uno y medio por dos y medio tiene que estar equipada con un pequeño jacuzzi en una esquina con todas las tuberías que requiere. Preveo el desastre con espantajos de noventa años patinando en la espuma y expirando durante el masaje completo. A esa edad seguramente un hombre puede quedar inconsciente en una refriega con una glándula mamaria. Pero tengo que dar por sentado que el coronel sabe lo que se hace, aunque Nong se deje llevar por el entusiasmo de su breve curso del
Wall Street Journal.
Le paso el maletín delgado en el que llevo los planos y la miro mientras lo abre. Saca los planos y los ojea mientras su consternación va en aumento.
—Has olvidado firmarlos, cielo.
—No lo he olvidado.
—Pero me lo prometiste.
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué no lo has hecho? Toma, usa mi bolígrafo.
—No.
—¿Sonchai?
—No quiero tener nada que ver con esto… Hasta que me lo digas.
Es una de esas cosas entre madre e hijo. Hemos pasado demasiado como para no ser conscientes de la importancia de esta mirada. No flaqueo ni parpadeo. Al final, baja los ojos.
—De acuerdo, te lo diré. Firma los planos.
—Primero cuéntamelo. No me fío de ti.
—Eres un crío. —Le tiembla la mano al coger otro Marlboro y encenderlo.
—¿Por qué te resulta tan difícil? Si no sabes quién era, si ese mes te follabas a tres por noche, dímelo, no es que no sepa qué hacías para ganarte la vida.
—Por supuesto que si no lo supiera ya te lo habría dicho hace mucho tiempo —me responde e inhala rápidamente—. No es tan sencillo.
—¿Cómo puede ser tan complicado? Por Dios, madre.
Puede que esté alucinando, pero realmente me parece que unas lágrimas minúsculas han asomado a las comisuras de los ojos de mi madre.
—Muy bien, cielo. Pero debes prometerme que me perdonarás. Prométemelo por adelantado.
Eso me hace abrigar grandes sospechas, pero se lo prometo de todas formas.
—Sonchai, ¿te has preguntado alguna vez por qué me
esforcé tanto para que aprendieras a hablar tan bien inglés? ¿Te has dado cuenta de que casi todos los viajes que hicimos fueron con alguien que lo hablaba a la perfección, incluso Fritz y Truffaut?
—Claro que me había dado cuenta. Si no me hubiera dado cuenta, con el tipo ese de Harrods habría caído, seguro. ¿Qué más podía ofrecernos? —La imagen de un inglés delgaducho con una nariz enorme por la cual emitía la mayoría de las vocales y que tenía un problema incluso mayor con su madre, y a quien la proximidad de su apartamento con los almacenes Harrods de Londres proporcionaba extrañas pretensiones (después de dos semanas espantosas Nong discutió a gritos con su madre, que vivía en el piso de arriba, y yo atravesé una breve fase de cleptomanía en los fabulosos almacenes) cruza nuestras mentes—. Creía que sólo estabas haciendo lo mejor para mi futuro.
—Bueno, así era, pero había algo más. Me sentía sumamente culpable por… Intentaba que fueras tú quien decidiera… Me quería, ¿entiendes? —Mi madre rompe a llorar—. Lo siento, lo siento muchísimo, cielo. —Se seca los ojos con un pañuelo que ha sacado del bolso—. Fue culpa de todos esos coches de bomberos. Y por la comida, era tan sosa, allí no tenían ni idea de cocinar, la comida no sabía a nada.
Gracias a Buda que soy detective y soy capaz de descifrar estas frágiles pistas. De repente, todo tiene sentido. Un pasado que nunca tuve y un futuro que nunca tendré han pasado a toda velocidad delante de mis ojos. Mi ritmo cardíaco se ha duplicado y por primera vez en mi vida tengo ganas de pegarle. Así que alargo la mano hacia sus cigarrillos, cojo uno, lo enriendo con la mano temblorosa y pido más cerveza. Bebo a grandes tragos directamente de la botella.
—¿Un norteamericano?
—Sí.
—¿Un soldado?
—Sí. Era muy valiente. Tenía un montón de medallas. Era oficial. Lo pasó muy mal en la guerra, estuvo desquiciado psicológicamente durante bastante tiempo.
—¿Te llevó a Estados Unidos? —le pregunto dando una calada honda al cigarrillo—. ¿Quería casarse contigo? —Asiente con la cabeza—. ¿Te llevó a Nueva York?
—A Manhattan. El piso estaba cerca de un parque de bomberos. Las sirenas sonaban cada cinco minutos. Creía que toda la ciudad estaba en llamas.
—¿Y la comida era horrible?
—Ten piedad, cielo. Tenía dieciocho años, por Dios, no había salido nunca de Tailandia y casi no hablaba una palabra de inglés. Estaba aterrorizada y quería estar con mi madre. No era la chica dura en la que me he convertido después. Después de tenerte a ti, maduré. —Un suspiro—. Ni siquiera cocinaban bien el arroz. Sus padres me odiaban. Yo era morena y tenía los ojos rasgados, y no importaba lo que él dijera, sabían cómo nos habíamos conocido, lo que hacía yo para ganarme la vida.
—Pero, ¿él te adoraba? —Asiente con la cabeza—. ¿Sabía que estabas embarazada?
—Estaba loco por ti antes incluso de que existieras. Tuve que huir. Volvió a Tailandia a buscarme, pero me escondí en el campo. Lo de Nueva York me había hecho entrar en un estado de pánico. Hablé con el abad, fui al monasterio. No sabías que había estado ahí arriba, ¿verdad? Me preguntó si mi amante norteamericano me necesitaba sólo mientras superaba su neurosis de guerra. Era una buena pregunta y no supe la respuesta, así que prometí al Buda que si crecías fuerte y sano y yo tenía suerte, me aseguraría de que aprendieras ur inglés perfecto.
—¿Me privaste de intentar llegar a la presidencia de Estados Unidos porque no te gustó la comida? Eso es muy tailandés.
—En lugar de eso, pudiste probar el nirvana. ¿Qué clase de budista habrías sido si me hubiera quedado en Estados Unidos?
Elijo hacer caso omiso a esa réplica brillante.
—Podría haber sido astronauta.
—No, tú odias las alturas.
—¿A qué se dedicaba, qué profesión tenía, lo llamaron afilas?
—Sí. Iba a ser abogado.
—¿Qué? Los abogados norteamericanos son todos millonarios. Como mínimo podría haber sido senador.
Mi madre se ha secado los ojos. Es una experta de la recuperación inmediata.
—Los hijos de los abogados norteamericanos mueren todos de sobredosis muy jóvenes. Mira de qué te he librado. De todas formas, si firmas esos malditos planos ganaremos millones y podrás irte a vivir allí si quieres. A ver cuánto tiempo duras lejos de Tailandia.
Me he fumado todo el cigarrillo en menos de un minuto, lo que me ha provocado náuseas. Pero mi ritmo cardíaco se está calmando, y empiezo a ver las cosas con más claridad.
—¿Cómo se llamaba?
—Mike.
—¿Mike qué?
—¿Y eso qué importa? Smith. Ya está, ahora ya lo sabes, ¿ha cambiado algo?
No creo ni por un solo momento que se llame Mike Smith, pero lo dejo pasar. La sorprendo ofreciéndole una gran sonrisa y dándole una palmadita en la mano, lo que parece relajarla. Se bebe un vaso de cerveza con un par de tragos, enciende otro Marlboro y se reclina en la silla.
—Gracias por tomártelo tan bien, cielo. Durante treinta y dos años he vivido temiendo este momento. ¿Hice lo correcto o no? ¿No crees que esa pregunta no me ha atormentado? Quería contártelo, pero toda la familia me aconsejo que no lo hiciera: no podías culparme por lo que no sabías, eso es muy tailandés, ¿verdad? A veces creo que debí de estar loca por marcharme de Estados Unidos. Aunque se hubiera divorciado de mí al cabo de un par de años, probablemente hubiera conseguido un permiso de trabajo, el derecho a quedarme. Pero en esa época Tailandia era un sitio distinto, éramos todos tan poco realistas, nos daban tanto miedo los países extraños. También éramos unos mojigatos. ¿Te sorprende? A una chica no se le ocurría vender su cuerpo a no ser que estuviera desesperada. Mi padre estaba enfermo, tenía problemas de corazón, a mi madre la atropello un coche cuando iba en bicicleta, teníamos que mantener a la abuela (se había quedado ciega) y mis dos hermanos aún eran pequeños. Tenía el derecho y la obligación de trabajar en los bares. Ahora las chicas se apuntan al juego simplemente para ahorrar el dinero suficiente para pagar la fianza de un piso, se venden por una vieja excusa, porque les encantan el sexo y el dinero, aunque como son tailandesas nunca lo admitirán y les gusta fingir que odian su trabajo. ¿ Crees que no me disgusta en qué se ha convertido el negocio? Pero, ¿qué podemos hacer? Esto es el mundo real.