Read Bangkok 8 Online

Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

Bangkok 8 (25 page)

BOOK: Bangkok 8
6.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Oye, quería pedirte perdón. Me he pasado. He hecho exactamente lo que nos dicen que no deberíamos hacer nunca. He perdido los nervios y he sido arrogante. Soy culpable. Supongo que el choque de culturas es más poderoso de lo que la gente reconoce. Me he sentido como si me estuviera hundiendo, en serio. Nunca me había sentido así, estar en un lugar sin tener ningún tipo de referencias. Allí donde creías que había puntos de referencia sólo hay espejismos. ¿Tiene sentido lo que digo?

—Creo que estás haciendo progresos. Lo que describes es una experiencia espiritual. —Pero no añado: «Bienvenida al mundo».

—No tienes que ser condescendiente conmigo sólo porque yo lo haya sido contigo. He pensado que podríamos comer juntos, hablar del caso.

No quiero hablar del caso. Siento que la situación exige una digresión.

—Mañana tengo que ir a la granja de cocodrilos de Sa— mutprakan —digo—. Si quieres podemos ir en tu coche.

Esa tarde en Bang Kwan, me dijeron que a Fritz le habían dado una soberana paliza el día anterior y que estaba en el hospital. Se negaron a dejarme verle hasta que les amenacé con procesarles por obstrucción a la justicia. En una sala dedicada en su mayoría a enfermos desnutridos y terminales (el sida todavía causa muchas muertes en mi país), Fritz está recostado en una almohada con la cabeza vendada; tiene la pierna izquierda y el brazo derecho entablillados. Pienso que esta vez no se recuperará, que su cuerpo ya estaba demasiado débil para sobrellevar este castigo, pero a medida que me acerco me sorprende verle sonreír y apreciar su, al parecer, buen humor.

—¿Qué ha pasado?

—Me han concedido el indulto.

—Genial, pero me refería a la paliza.

—¿Y eso qué importa? ¿Es que no me has oído? Me han concedido el indulto. El rey ya lo ha firmado, ahora es sólo cuestión de días.

—Me alegro mucho por ti. ¿Por qué querías verme?

Me señaló lo mejor que pudo la pierna y el brazo.

—No puedo decírtelo. Lo siento.

—No te preocupes, lo entiendo.

Me hace una señal para que me acerque.

—No es por la pelea. Es por el indulto. Me dijeron que aún pueden cancelarlo. Espero que lo entiendas.

Asiento enérgicamente. No querría poner en peligro su indulto, ni por todas las pruebas del mundo. Dejo un paquete de Marlboro Reds desguazados en la mesita que hay junto a su cama.

Treinta y cinco

Estoy tumbado en mi futón esperando a que llegue Jones y escuchando la radio en el walkman. Pisit informa que todos los periódicos publican que el Patriarca Supremo ha aprobado y bendecido dos mil nuevos apellidos creados por los monjes superiores. Los nombres se ofrecerán bajo un servicio de reserva de apellidos. El invitado de Pisit es un representante del budismo que sin duda espera que la noticia despierte alegría y deleite. Hoy Pisit está escéptico y le pregunta si le parece apropiado vivir en una teocracia medieval en el siglo XXI en la que unos hombres que llevan túnicas del siglo v antes de Cristo y que se pasan el día salmodiando en un idioma que murió hace más de dos mil años son responsables de los nombres de la gente. El portavoz, que es monje, pregunta (horrorizado) que cómo querría alguien un apellido que no hubiera sido bendecido. Pisit se deshace de él deprisa y le sustituye por un sociólogo que explica que somos un pueblo supersticioso para el que algo tan íntimo como un nombre necesita poseer poderes mágicos. Pisit se pone más optimista y le pregunta por los apellidos occidentales.

—Normalmente reflejan la obsesión de los occidentales por el dinero, en el sentido de que hablan del trabajo que tenía su antepasado: Smith (herrero), Woodman (leñador), Baker (panadero), etcétera.

—Así que para ellos el dinero es como para nosotros la magia?

—Se podría decir que así es —dice dudando—, aunque puede que sea simplificar el tema demasiado.

Pisit se deshace de él en favor de un psiquiatra que está contento de poder hablar del tema favorito de Pisit. ¿Por qué los hombres tailandeses ponen en peligro su salud y su virilidad alargándose el pene con silicona y gel? La operación es sumamente dolorosa, tiene efectos secundarios como hinchazón e infecciones, y es ilegal. El loquero explica que antes de que la publicidad occidental invadiera el país, a los tailandeses jamás se les había ocurrido pensar demasiado en el tamaño, y con bastante razón, puesto que la media del miembro masculino de los tailandeses se adapta perfectamente a la media de la vagina de las tailandesas, pero con el pomo duro occidental y las advertencias en las cajetillas de tabaco, los tailandeses han perdido considerablemente la confianza en sí mismos. Irónicamente, el efecto de este ataque de Occidente ha sido provocar la impotencia, bien por lo desastroso de la operación o por desconfianza crónica en uno mismo.

—O sea que, para colmo, ¿nos están castrando? —dice Pisit riendo.

—Se podría decir que sí-contesta el psiquiatra también riendo.

En un arrebato, Pisit llama otra vez al monje para preguntarle qué piensa de todo esto, y de la cultura occidental en general. Después de cómo le ha tratado, ahora está de un humor zen, por no decir del todo sarcástico:

—De hecho, Occidente tiene una Cultura de Emergencias: tornados en Texas, terremotos en California, frío en Chicago, sequías, inundaciones, hambrunas, epidemias, drogas, guerras por cualquier cosa… Cuidado con ese meteorito y, ¿cuánto tiempo de vida le queda al sol? Por supuesto, si uno no creyera que puede controlarlo todo, las emergencias no existirían, ¿verdad?

Alguien llama a la puerta. Ha llegado la agente del FBI.

De nuevo en la parte trasera del coche, intento explicarle por qué la meditación puede ayudar en el arte de la investigación. No estoy seguro de si me creo o no lo que estoy diciendo, pero resulta que estoy de humor para decirlo. Puede que haya caído en la irresistible tentación de tomarle el pelo.

—Para comprender por qué alguien sufre una muerte violenta, puede ser útil investigar sus vidas anteriores. Estas cosas no pasan por casualidad. No existen las casualidades, no existen las coincidencias.

—Ajá.

—Por ejemplo, antiguamente en Estados Unidos, ¿había muchos burdeles?

—¿En el Lejano Oeste? Sí.

Asiento con la cabeza.

—La obsesión de Bradley por el sexo sin duda era consecuencia de haber hecho negocio con él. —Frunzo el ceño—. Aunque eso no explica lo de las serpientes.

—Vale. ¿Quieres que juguemos a este juego? No es tan difícil. ¿Quizá dirigió un burdel que estaba construido sobre un nido de serpientes? ¿Quizá castigó a alguien que no le pagó metiéndole culebras en la cama? —Niega con la cabeza—. No me puedo creer que esté haciendo esto.

—No lo entiendes. No se trata de presentar hipótesis plausibles. Hay que rastrear una vibración a lo largo de los tiempos. Bradley tenía una vibración muy concreta, muy fuerte. El problema que tengo con él es que sus orígenes kármicos no son asiáticos.

—¿Y si fueran centroamericanos? ¿Aztecas, incas, mayas? Para todos ellos las serpientes eran un fetiche. Y también eran increíblemente crueles.

De inmediato, una visión cruza mi mente: las serpientes, el abismo, el sacerdote hinchado, ios anillos de sus dedos, el terror de la víctima, el zigurat. Sonrío a Iones, que aparta la mirada con esa expresión habitual de exasperación terminal en su rostro que dice «No me lo puedo creer». Al cabo de unos minutos, vuelve a mirarme, después de dominar su frustración, no sin esfuerzo, a juzgar por su expresión.

—Vale, porune un ejemplo que no esté relacionado con este caso.

—¿Un ejemplo?

—Sí, de tu propia vida, un recuerdo genuino de una vida anterior que alguien como yo, conservador y elemental, pueda corroborar.

—Huele el aire—. Tu obsesión por los perfumes, por ejemplo, apuesto a que se remonta unos cuantos cientos de años. Me tiene desconcertada, apenas puedes gastarte dinero en ropa pero llevas una colonia cara. ¿O es una de esas imitaciones de Bangkok?

—Claro que no es una imitación, el perfume de imitación apesta después de estar un par de minutos en contacto con la piel. Sólo es una colonia normal y corriente, Polo de Ralph Lauren.

—«Una colonia normal y corriente, Polo de Ralph Lauren» —me imita—. De unos cincuenta pavos el frasco. —Se queda mirándome, espera que le proporcione una historia para burlarse de mí.

Su actitud ha hecho que me abrace de forma protectora al recuerdo del viejo Pont au Change que conectaba la íle de la Cité con la margen derecha: edificios de cuatro pisos llenaban el puente, justo en el medio había una perfumería: un taller oscuro que olía a humedad lleno de arriba a abajo de probetas de tintura de almizcle, aceite de ricino, neroli, junquillo, canela, nardo, ámbar gris, algalia, sándalo, bergamota, vetiver, pachulí, opopánaco. Nong estaba allí, con las faldas gigantescas de una cortesana de categoría media, Truffaut con su peluca de crin de caballo de un blanco deslumbrante.

De acuerdo, puede que sea producto de la fantasía y la autosugestión, pero ¿cómo sabía yo que en el siglo XVIII había edificios en el Pont au Change? Ahora no hay ninguno y me pasé días en Internet para corroborarlo. Soy un poli tailandés, no sabía que existían puentes con tiendas encima.

Decido contárselo a Jones después de todo. Se me queda mirando en silencio, luego menea la cabeza.

—Ojalá no fueras tan listo, joder. ¿Cómo conoces los nombres de todos esos ingredientes? Yo no había oído ni la mitad.

Los
farangs
son una caja de sorpresas. Es la erudición lo que la impresiona, no la calidad de las pruebas.

La agente del FBI no tuvo que preguntar por qué íbamos a la granja de cocodrilos. No era habitual que alguien utilizara serpientes para matar a una persona, y ninguno de los forenses a quienes solemos consultar era lo bastante competente como para analizar la sangre de los reptiles. Jones sabía que la pitón y todas las cobras que no se habían mandado a Quantico habían sido enviadas a la granja de cocodrilos para que las examinara la doctora Bhasra Trakit. La granja de cocodrilos está lejos de la ciudad, algo apartada de la carretera que lleva a Pattaya. He calculado que el viaje durará cuatro horas y faltan unos minutos para las ocho cuando nos ponemos en marcha. Apenas se puede ver el sol por culpa de la neblina, como una naranja podrida de contornos empapados. Para evitar cualquier conversación, finjo haberme quedado dormido, mientras medito en secreto.

En el camino que lleva al pequeño edificio administrativo no se ven cocodrilos ni otros reptiles y creo que la agente tiene la esperanza de no atisbar ninguno. La doctora Trakit lleva la bata blanca típica de los médicos y podría parecer uno si no fuera por el animalito con el que juega en su mesa.

—Les presento a Bill Gates —dice sonriendo y en un inglés perfecto. Bill Gates es pequeñito y muy mono, casi parece un juguete. Es un veinte por ciento boca y nos muestra una sonrisa torcida cuando la doctora le aprieta con suavidad el cuello y lo acaricia. Tiene el vientre color hueso y de un gris verdoso suave en la parte superior del cuerpo. La doctora Trakit sonríe a Jones como una madre orgullosa y le ofrece a Bill Gates.

—Tenga cuidado.

—¿ Cuánto tiempo tiene?

—Sólo tres meses. Son tan delicados, sobre todo en cautividad. ¿Vamos?

La doctora Trakit ya nos había parecido diminuta detrás de la mesa. Ahora que se ha levantado, vemos que apenas mide más de uno cincuenta y que es muy delgada. Se mete a Bill Gates en el bolsillo de la bata y nos lleva por un pasillo al calor del día.

Ahora los vemos, masas inmóviles de escamas inclinadas medio sumergidas en piscinas pantanosas. Jones se pone tensa. En Estados Unidos, por supuesto, se habrían tomado todas las precauciones, pero aquí en el Tercer Mundo… «Mira que si resulto ser la única agente especial del FBI devorada viva por un cocodrilo mientras estaba de visita en un laboratorio forense…»

—Por favor, no hagan ruido al andar —nos dice la veterinaria—. Son muy sensibles. Si hacemos demasiado ruido, les entra el pánico y cuando les entra el pánico se amontonan unos encima de los otros, sobre todo los más jóvenes, y los cocodrilos que se quedan abajo mueren ahogados. También tienen depresiones. Jones anda casi de puntillas.

—¿Depresiones?

—(¿Cómo los maníacos?)

—Sí. Y es mucho más difícil saber cuándo está deprimí— do un cocodrilo que un humano o un perro. La mayor parte del tiempo, los cocodrilos no se mueven, tanto si están deprimidos como si no. Sólo se puede saber cuando dejan de comer. Ya hemos llegado, el hospital es aquí.

Entramos en un anexo alargado y bajo que huele a humedad tropical y a algo más difícil de describir que incluye matices de vegetación podrida y carne en estado de putrefacción.

—Discúlpenme un momento —dice la doctora. Nos quedamos mirando mientras va hacia una nevera y saca lo que parece un pollo ligeramente congelado. Pasamos por una puerta blanca que la veterinaria cruza llevándose un dedo a los labios. Sobre una mesa larga situada en el centro de la sala hay un cocodrilo atado con correas por el tronco y la cola. El reptil mide unos dos metros y medio y tiene las cortas patas encadenadas y con almohadillas protectoras alrededor. Una cuerda resistente mantiene abierta la mandíbula del animal, que parece estar dormido. Jones espera en la puerta.

—Un segundo —dice la doctora. Va hacia una tabla de picar situada en la otra punta de la sala y corta el pollo con un hacha de carnicero. Mete algunos trozos de pollo en la boca del cocodrilo con su mano diminuta y los mueve por la lengua hasta que ésta empieza a moverse lentamente. Debe de responder a un envilecimiento mío el hecho de que disfrute tanto viendo a Jones: un terror terminal la tiene paralizada.

—Quiero que Samantha recupere el apetito. Miren, sus papilas gustativas están empezando a despertar. Se deprimió cuando vaciamos su charca por error. Si las charcas se vacían demasiado deprisa, les entra pánico. Es un reflejo de su há— bitat natural. La mayoría de los cocodrilos que mueren prematuramente lo hacen porque sus charcas se han secado, así que están programados para que les entre pánico al primer

signo de sequía. Hola, ¿creías que íbamos a dejar que te murieras de frío? Pobrecita mía. A ver si has encontrado algo que comer. —Trakit desata la cuerda, que pasa por una polea colgada del techo, con lo que la mandíbula superior de Samantha queda libre. Jones retrocede dos pasos hasta que sale al pasillo. Muy, muy despacio, Samantha empieza a masticar el pollo—. Muy bien —dice Trakit—. Al final, todo se reduce a comida.

BOOK: Bangkok 8
6.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Eden's Jester by Beltramo, Ty
reckless hearts: vegas nights by richmond, lucretia
Mistletoe & Kisses by Anthology
The Cold Room by Robert Knightly
The Pirates Own Book by Charles Ellms
Rock Stars Do It Dirty by Wilder, Jasinda