Bangkok 8 (15 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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—¿Tomaron fotografías o quieren que les preste las mías?

Hace una mueca.

—Claro que tomamos fotografías.

Por la tarde, mi habitación del hospital se ha convertido en una biblioteca. No sé cómo, el FBI se ha hecho con todo6 los libros ilustrados sobre jade disponibles en Krung Thep. También han enviado por correo electrónico una foto del caballo y el jinete a Quantico. Un silencio maravilloso envuelve la habitación, un silencio de mentes concentradas que siguen pistas mientras estudiamos con atención los libros, comparando las láminas a color con nuestra foto del caballo y el jinete. ¿Normalmente se investiga así en Occidente? Yo nunca he hecho así las cosas y encuentro un placer sutil en este enfoque novelesco del cumplimiento de la ley, sin nadie a quien disparan intimidar o sobornar.

Casi al mismo tiempo, Nape y Jones emiten exclamaciones deliciosamente triunfales. Intentando no dejarse llevar por su entusiasmo, Nape muestra a Rosen una página del libro que está utilizando, mientras Jones intenta enseñarle el suyo. Rosen les mira a los dos y se dirige a mí.

—¿Qué le dije?

Me muestra la página del libro de Nape, que es una foto preciosa de una pieza con la siguiente leyenda críptica: Caballo y jinete de la Colección Warren, anteriormente en la Colección Hutton. Se cree que es una de las piezas que el último emperador Henry Pu Yi se llevó con él cuando huyó de la Ciudad Prohibida. Conseguida para Hutton por Abe Gump.

En ese preciso momento, el móvil de Rosen empieza a sonar. Advierto que ha elegido el tema de
La guerra de las galaxias
como tono de llamada, mientras que yo opté por
El Danubio Azul
(lo que demuestra que no soy más que un impostor de la cultura occidental, un turista ingenuo en cualquier caso, con los gustos musicales de una anciana; no sé por qué no elegí
La guerra de las galaxias;
de hecho, lo prefiero). La voz al otro lado de la línea es alguien al que Rosen llama «señor»; la conversación provoca que una expresión gris y ojerosa domine sus rasgos.

—No le estamos investigando, señor… Así es, nosotros hemos enviado esa foto por correo electrónico, que sacamos en la escena del intento de asesinato de un detective tailandés que está investigando… La pieza fue robada de la casa de Bradley, señor… El señor Warren se escribía mensajes con Bradley… No, no existe necesariamente ninguna conexión— No, no quiero otra metedura de pata… Así es, estoy de acuerdo, ni yo ni el FBI necesita que la pasma… Bueno, no sé si podré hacer eso, no tenemos poderes para investigar aquí… ¿Que se lo dejemos a la policía tailandesa? Eso es exactamente lo que estoy haciendo, señor… Adiós, señor. —Cierra la tapa del teléfono y cuando me mira le brillan los ojos—. Quantico no tiene nada que decir acerca de la fotografía. Dicen que no les ha llegado con nitidez a través del correo electrónico.

El cinismo ha desencajado el rostro de Nape, pero por quien más lo siento es por Kimberley Jones, que parece avergonzada y no puede mirarme a los ojos. Le dice a Rosen en voz baja:

—A este hombre casi lo matan.

—Pero no soy estadounidense —digo frunciendo afectadamente la boca.

Una pausa larga.

—Parece que está usted solo —dice Rosen—. Kimberley le acompañará siempre que crea que necesita a alguien. Ella… ella le ayudará con cualquier cosa que no conduzca a Warren. —Se encoge de hombros.

—¿Puedo al menos ver una foto de Warren?

Tres ceños fruncidos. Kimberley Jones dice con cautela:

—Claro, podemos conseguirle una. Probablemente hay miles que son de dominio público. Le han fotografiado en la Casa Blanca muchísimas veces. ¿No?

—Sí, así es —confirma Rosen—. Pero que no parezca evidente que la enviamos nosotros.

—Usaré un sobre de papel marrón —dice Jones con gran sarcasmo. Rosen lanza una mirada que dice: «¿Realmente necesito pasar por todo esto?»

Veintiséis

Nong está sentada y observa mientras la enfermera me cambia de ropa. Guarda la compostura mientras la enfermera está en la habitación, luego rompe a llorar. Se seca los ojos y dice:

—La persona que te ha hecho esto no tendrá una buena muerte.

Eso tendré que explicarlo, ¿verdad? Miradlo de esta forma: te estás enfrentando a la vejez, tus pecados se han ido acumulando, pero te resulta del todo imposible ver cómo podrías haber reaccionado de un modo distinto, dadas las patéticas cartas que el Destino te dio al nacer, y ahora tienes que contemplar la inevitable factura kármica: ¿Crees que esta vida ha sido dura? ¿Ves a ese tipo sin piernas en su carrito pidiendo limosna en la acera? La última vez no estaba ni mucho menos tan mal como lo estabas tú, ¿por qué?, era un santo comparado contigo.

Para nosotros, la elevación del velo egoico en el momento de la muerte revela el funcionamiento del karma en toda su despiadada majestuosidad: ¿ves ese pie deforme de tu próxima vida? Es de cuando le hiciste una falta a tu mejor amigo jugando al fútbol; ¿ves esos dientes salidos del tamaño de una lápida? Es tu cínico sentido del humor; ¿ves esa muerte prematura por culpa de la leucemia? Es tu avaricia.

Tener una buena muerte es pasar con dignidad a un mejor cuerpo y a una mejor vida. Las consecuencias de una mala muerte son difíciles de afrontar. «No tendrás una buena muerte» es una maldición poderosa; hace que «jódete» parezca una bendición.

Nong se queda conmigo mientras me ayudan a sentarme en la silla de ruedas y me llevan a través del pasillo hasta el ascensor, que nos baja al jardín. Es mi primera salida e insisto en sentarme cerca del delicioso silbido del sistema de riego. Me gusta que el agua me rocíe intermitentemente la cara, volver a la infancia en el ambiente más lujoso que he conocido. ¿Sólo me pasa a mí o todos estamos programados para esperar pasar nuestros primeros años de vida rodeados de flores en un jardín mágico? Parece que mi madre me ha leído el pensamiento, lo que me sorprende, me coge la mano y sonríe. Más allá del muro, la ciudad cruel se agarra a su ritmo frenético. Experimento la repugnancia que siente el inválido hacia el momento en que tendrá que regresar: dos días más y me dejarán marchar. Supongo que no sería muy viril pedirles que me permitan quedarme un poquito más.

Un camillero del hospital me trae algunos de los libros sobre arte y los deja en una mesa cerca de mi silla, y unos minutos después Rosen se acerca con una expresión compleja en el rostro, donde la vergüenza lucha con la paranoia por su carrera profesional. Por un lado, me entrega él mismo las fotografías a plena luz del día y delante de mi madre; por el otro, están dentro de un sobre de papel marrón en el que no figura ninguna águila ni ninguna otra identificación. Además, se marcha repentinamente. Al cabo de un rato, Nong se despide con una excusa que no me convence. Está aburrida y siente cierta repulsión hacia esta anodina atmósfera. Pertenece al mundo que hay al otro lado del muro, a la ciudad vigorosa y llena de vida.

Ahora que he tenido tiempo de examinar las instantáneas (como el FBI las llama), me pregunto si Rosen quiere decirme algo: Warren con el primer Bush, Warren con Clinton (dos veces), Warren, más viejo y acicalado, con el segundo Bush. No esperaba que un joyero fuera un hombre de temple, pero ésa es la impresión que da, como si hubiera logrado entrar en el Rose Garden cada vez por pura fuerza de voluntad. Clinton era alto, y Warren es de su misma estatura, pero más delgado. Tiene los ojos grises azulados, pelo escaso castaño claro que se le está volviendo de un gris elegante. Tiene un aspecto mucho más sofisticado que el presidente, con su bronceado uniforme, su cadena de oro en filigrana en la muñeca izquierda, la pose de un hombre al que no le hace falta insistir. Casi puedo oler su colonia. Sobrevivirá a este presidente, dice su sonrisa; cada vez. Lo dejo encima de uno de los libros de arte, porque siento que mis fuerzas empiezan a flaquear. Me quedo adormilado un par de minutos y cuando abro los ojos aún sigue ahí, mirándome. Vuelvo a cogerlo. Quizá sea el poder de la Casa Blanca lo que despierta mi viejo apetito por el arte de la investigación. Cuando estamos enfermos, a menudo nuestra mente abandona temporalmente su prisión en el cuerpo y flota con libertad. A lo largo de la tarde, percibo que mi propia mente vuelve a toparse con su destino.

—¿Qué sucede? —me pregunta Kimberley Jones cuando se acerca por detrás de la silla y me sorprende mirando a Warren por enésima vez—. Fruncía el ceño como si le conociera.

¿Cómo explicarlo? No me atrevo a mencionar a la oscura figura que, hablando espiritualmente, veo detrás de él en todas y cada una de las instantáneas y a la que me parece reconocer.

Veintisiete

En la modesta casa de Kat huele principalmente al sándalo, que quema en las varillas. Como yo, vive en una habitación a la que nuestro optimismo nacional nos hace llamar apartamento, aunque el suyo es unos centímetros mayor. La foto que tiene de nuestro querido rey está colgada exactamente en el mismo sitio que la mía, y su altar a Buda está en un estante alto cerca de la puerta. La observo mientras hace tres reverencias al Buda con el incienso entre las manos. Se concentra a conciencia; sin duda reza para pedir suerte. Lleva una bata ancha de estar por casa y nada debajo, sospecho.

—Voy a tener que practicar, Sonchai, anoche fallé cinco globos. ¿No te importa? Será como en los viejos tiempos. ¿Le has contado alguna vez a tu madre que me ayudaste? Yo no, me daba miedo que se enfadara conmigo por corromper tu mente joven. —Se dirige a un armario estrecho situado en la esquina opuesta del que saca una fiambrera de plástico.

—Se lo conté hace unos años. Le pareció gracioso. Quiso saber si alguna vez la cosa fue más allá de ayudarte con tu número. ¿No, verdad?

—Sonchai, sólo tenías diez años y yo no soy esa clase de mujer.

—Mi madre me dijo que no le extrañaba que hubiera tenido una adolescencia un tanto salvaje, si mi primera experiencia con las partes nobles de una mujer había sido ver cómo salían dardos disparados de ellas.

—No iba del todo desencaminada, si oyes cómo hablan algunos hombres de las mujeres. ¿Odias a las mujeres?

—No. Pero tú odias a los hombres.

—No entremos en eso. Odio a los hombres en abstracto. Tú me gustas. Me ayudaste a perfeccionar mi número. —Ha sacado un tubo de aluminio de la fiambrera, y una caja de preservativos. Me da los preservativos y se tumba en un fu— tón en el suelo. Mientras se coloca el tubo, cruzo la habitación e hincho un preservativo hasta que mide unos treinta centímetros, luego lo ato y lo sujeto con el brazo extendido. Con mojigatería, Kat se ha puesto la bata de forma que pueda disparar los dardos sin mostrarme nada, como un arquero en una fortaleza. Sujeto el preservativo tan lejos de mi cara como puedo mientras ella mete un dardo en el tubo. De repente, sin que Kat se mueva lo más mínimo, el globo con forma de polla explota y un dardo se clava en la pared. Hay agujeritos y astillas por todo el enlucido.

—Nunca he entendido por qué no usas una diana.

—Los clientes siempre mueven un poco los globos. Creo que les pongo nerviosos. Necesito aprender a acertar un blanco móvil. —Se ríe—. De todas formas, me produce cierta satisfacción matar pollas.

—¿Fue Bradley el que te hizo odiar a los hombres? —Mierda. —El dardo ha fallado y ahora está clavado en la puerta de madera, a bastante distancia. Esta vez he advertido un ligero movimiento en la parte baja de su abdomen, en la zona de los ovarios—. Mi primer y único marido me hizo odiar a los hombres. Soy celosa y posesiva y él era conductor de moto-taxi. Trabajaba por toda la ciudad, en especial por los bares y salones de masajes. No creo que hubiera una puta a la que no se follara. Yo tenía diecisiete años, por el amor de dios. Los tailandeses dicen que les gustan las mujeres, pero sólo les gusta follar. Ni siquiera eso, les encanta lo prohibido, lo nuevo, lo que está por estrenar. Son terribles para las menores de edad, mucho peores que cualquier
farang.
Él era así. Yo soy mujer de un solo corazón. Lo entrego una vez y deja de ser mío. De manera que decidí que no volvería a tener otro hombre. Así que aprendí a disparar dardos con el coño. He abatido a todo un ejército de pollas hinchadas sólo para practicar. Claro que siempre hay otro ejército esperando a ser abatido.

—¿Pero sí que conocías a Bradley?

—Sí, no quise hablarte de ello en Nana. Sí, le conocía. Era un marine norteamericano. Me resulta un poco doloroso hablar de ello. Me convenció para que diera una segunda oportunidad a los hombres, después de tanto tiempo. Hace cinco años era un visitante habitual de Nana. Ya sabes, uno de esos extranjeros que llegan aquí y no pueden creer lo que ven. Se quedan enganchados unos meses, luego el encanto empieza a desvanecerse. Era todo un personaje. Un hombre como él, magnífico y muy negro. ¿Quién podría olvidarle? Me dijo que él era distinto. Soy una imbécil, ¿verdad? Me sorprende que no encontraras a nadie más que reconociera la foto.

—¿Cuántas mujeres se quedan cinco años en los bares? Dime en qué era distinto a los demás.

—Era respetuoso. No tenía esa mezcla de lujuria, miedo y desprecio. Parecía que las mujeres le gustábamos de verdad, como si fuéramos personas que podían ser amigas suyas. Era muy popular en todos los bares.

—¿Te invitó a salir? ¿Pagó tu multa?

Bang. ¡Buen disparo! He visto cómo el dardo ha agujereado el centro del condón y lo ha clavado en la pared, de donde ahora cuelga arrugado y flácido, la pasión ha muerto.

—Claro que no. Ya te lo he dicho, nú salgo con hombres, ni siquiera para vender mi cuerpo. Eso era distinto. Hago fiestas privadas, así es como en realidad me gano la vida, el espectáculo que hago en el bar sólo es mi escaparate. Utilizo

a un representante, y él les dice a los clientes: «Mirad, no la toquéis. La señorita no está en venta. Hará su número, hablará con vosotros, quizá incluso se siente en vuestras rodillas si así lo queréis, pero eso es todo». Normalmente el representante es muy estricto con eso, se asegura de que el cliente lo ha entendido. El caso es que hace cinco años mi representante me llamó para decirme que tenía una fiesta para mí, y que pagaban el doble de lo que cobro normalmente. No me dijo por qué pagaban el doble, así que tuve mis reservas. Le dije:
«¿Famngsl».
Y él contestó: «No». Le dije: «¿Les has dicho que no habrá sexo?». Y él contestó: «Sí, sí, lo han entendido, nada de sexo».

Voy cogiéndole el tranquillo. Ya sostengo el condón hinchado en la mano, el brazo extendido. Kat se detiene y se incorpora un poco.

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