Bangkok 8 (18 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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Lleva unas mallas negras que le marcan la entrepierna y el trasero, una camisa blanca de manga corta y un pañuelo carmesí al cuello. Lleva el pelo recogido en una trenza negra brillante con una decoración floral en la punta. De sus orejas cuelga oro, a juego con el Buda que se balancea en su cuello mientras tira en la calle de una caja de cervezas Singha. Tiene un aspecto fantástico cuando me sonríe y huele igual que la tienda adonde nos llevaba Truffaut en la Place Vendóme.

—Pero, ¿por qué necesitaba protección policial si no tenía prostitutas?

Mi madre chasquea la lengua con desaprobación.

—En esta calle hay que maximizar los beneficios. Invierte el dinero, haz que trabaje para ti. No puede perseguirse un sueño romántico, es el camino más directo a la bancarrota.

Hincho las mejillas y me rasco la cabeza. El vocabulario me resulta familiar, pero no en su boca.

—¿Estás tramando algo?

—He hecho un pequeño curso de administración y dirección de empresas. No te lo dije porque no quería que te burlaras de mí y porque tú no tienes cabeza para los negocios, así que no ibas a entenderlo.

—¿Un curso? ¿Cómo?

—Por Internet, cielo. ¿No te he dicho que ahora en Phetchabun tenemos banda ancha? Hoy en día, una mujer no tiene por qué sentirse prisionera en su casa, puede tener acceso al mundo entero en un par de clics.

Empujo la puerta para abrirla y veo que el edificio es más grande de lo que parece desde fuera. Hay una larga barra a la derecha y esa atmósfera de melancolía fría y húmeda que tanto gusta a los británicos para emborracharse. Hay Guin— ness y una variedad de cervezas inglesas de barril detrás de la barra, no hay pista de baile y sí una máquina de discos románticamente antigua, mesas pequeñas donde los anglosajones que se están quedando calvos pueden charlar tranquilamente con una›jarra de cerveza negra en la mano, y la inevitable diana al fondo de la sala. Sé que hay bares como éste por todo Krung Thep y que normalmente les va muy bien. No sólo a los británicos, también a los holandeses y a los alemanes les gusta retirarse del mercado de la carne de vez en cuando en este tipo específico de oasis. Por otro lado, es cierto que los alquileres en Soi Cowboy son de los más caros de la ciudad, porque la calle tiene mucho éxito. Mis sospechas cada vez son mayores.

—¿Cuánto tiempo llevó el inglés este bar, madre?

—Muchísimo. Unos treinta años. Quería jubilarse.

—¿Justo cuando tú buscabas un local?

—Llevo años rezándole al Buda para que me dé suerte. En el último mes he ido diez veces al templo y he quemado incienso todos los días. —Alza la vista para mirarme—. Nos portamos bien con él. Fuimos compasivos.

—¿Quién te respalda y qué has hecho para conseguirlo?

—Sonchai, por favor, soy una mujer respetable que está retirada. Lo que hice en el pasado para llegar a fin de mes y darte una educación ha quedado atrás, ya lo sabes.

—¿Y, entonces, cómo pagas el alquiler? Esboza una sonrisa rápida y evita mirarme a los ojos.

—Tengo un socio. Un socio en el negocio.

—¿Quién?

—Preferiría no decírtelo justo ahora. ¿No ves que estoy ocupada?

—Bueno, yo no puedo ayudarte. Tengo los puntos.

Se yergue después de arrastrar la caja de Singha al interior del bar. Ahora veo que ha sido un gesto simbólico diseñado para provocar un sentimiento de ternura en el corazón de un hijo leal. Un joven en pantalones cortos, el pecho desnudo reluciente por el sudor, sale del fondo del pub y empieza a arrastrar el resto de cajas que se alinean en la calle.

—No quiero que me ayudes con la cerveza, quiero que me ayudes con los planos. El coronel de la policía local tiene que aprobarlos después de que los refrende alguien responsable que me conozca y pueda responder por mí. Así que he pensado: ¿Quién mejor para firmarlos que el detective más brillante de Krung Thep? Ya sabes, y le pones un bonito sello o algo así del distrito 8 quizás.

—¿De qué sirve un sello del distrito 8 cuando esto es el distrito 6…? —Me detengo a mitad de frase porque ya lo he captado—. ¿ Por qué no te firma Vikorn los planos si lo que necesitas es a alguien del distrito 8?

Va retrocediendo por el bar a medida que yo avanzo hacia ella.

—No quiere que su nombre figure directamente. Todo el mundo lo entenderá cuando lo vea, ya sabes, que eres mi hijo y que estás en el distrito 8.

—De lo que resulta que tu socio es el coronel. Poder, en otras palabras. ¿Negociasteis todo esto en el pasillo del hospital por casualidad?

Se toca el pelo.

—Claro que no. Los dos estábamos preocupadísimos por ti y él me llamaba cuando no podía ir al hospital a verte.

—Que fue todos los días menos uno.

—Bueno, ya ves lo mucho que significas para los dos. —Sacude la cabeza hacia atrás—. Le conté que estaba buscando una oportunidad empresarial en la ciudad y me dijo que tenía algún dinero para invertir, capital-riesgo lo llaman, ya sabes. Fue algo
symbiotic.
—Usa la palabra en inglés con cierta timidez.

—¿Qué curso hiciste exactamente?

—Era un curso especial dirigido por el
Wall Street Journal.
Puedes matricularte por Internet.

Puede que no tenga cabeza para los negocios pero conozco la calle bastante bien para pensar que realmente haya sitio para otro bar de chicas. También conozco demasiado bien a Vikorn para pensar que iba a invertir en algo sin plenas garantías de éxito. Decido proceder con astucia.

—Entonces, ¿qué quieres que haga? Con entusiasmo:

—Bueno, cielo, conoces el negocio tan bien como yo. He pensado que podríamos quitar todas estas tonterías, darle una mano de pintura, una iluminación interesante, un tema nostálgico, podríamos poner un pequeño escenario justo ahí…

Se calla, y al mismo tiempo me ofrece una sonrisa. Minuto a minuto, voy entendiéndolo todo mejor.

—¿Vas a poner cuartos arriba, verdad? Se vuelve a tocar el pelo.

—Bueno, sería de tontos no hacerlo, ¿no crees? Con este tipo de protección, ¿quién va a detenerme?

—El coronel del distrito 6, por ejemplo.

—Mi socio me ha informado de que es muy improbable, pero gracias por preocuparte por mí.

—¿Improbable? ¿Por qué? Ah, ya sé por qué.

—He recordado que el coronel Predee, que dirige el muy lucrativo distrito 6, es socio de un casino del distrito 8 y que, por lo tanto, depende de la gracia de Vikorn. No me extraña que Vikorn pudiera quitarle la licencia al inglés.

—Sí, bueno, yo no entiendo de política, claro. Supongo que los dos coroneles serán muy buenos amigos.

Me sigue arriba por la estrecha escalera de caracol que lleva a la segunda planta, y veo que hay un tercer piso.

—¿En cuántas habitaciones estabas pensando?

—Diez por planta.

—¿Diez?

—¿Son demasiadas?

Mido el largo del pasillo, por el que ahora sólo se accede a tres habitaciones.

—Madre, tendrán que pasar unos por encima de los otros antes de poder entrar en las habitaciones. Vas a tener un metro y medio de pared a pared. Sólo habrá sitio para la cama.

—¿Y qué más quieres, cielo? Si crees que diez son muchas, supongo que tendré que conformarme con nueve.

—Siete. No voy a poner mi nombre en los planos por más de siete. Y eso sólo te dejará unos dos metros de ancho para cada habitación. Tienes que dejarles espacio para desvestirse. No pueden quitarse la ropa en el pasillo, no estamos en el campo, ¿sabes?

Subo al tercer piso, que es un caos de colchones viejos, cajas de cerveza de plástico, algunos barriles de aluminio y libros que huelen a humedad. Bajamos de nuevo al bar. Sacudo la cabeza.

—¿Qué hago, firmando planos para un burdel? Odio los burdeles.

—Lo sé, cariño, pero sigue siendo el negocio estrella. Me encantaría tener un cibercafé o algo así, pero no merece la pena. Imagínate, tienes una habitación llena de
farangs
que podrían alquilar a chicas a mil bahts la hora y en lugar de eso se ponen a aporrear teclas por cuarenta bahts la hora. No tiene sentido.

—Supongo. ¿Qué nombre le vais a poner?

—¡Ah! Es una sorpresa que te tengo reservada. Lo llamaremos el Club de los Veteranos.

—¿Cómo?

—No lo entenderías, cariño, hemos estudiado el mercado. Vamos a por los nichos. No nos molestaremos en competir con esos locales glamourosos que tenemos al lado, que se queden con la franja de los que tienen de treinta a cincuenta. Nosotros vamos a por la cartera de los jubilados. Verás. Se lo expliqué todo al coronel cuando acabé el curso. Por cierto, saqué la mejor nota. Se fue, lo pensó y está de acuerdo. De hecho, piensa que soy un genio.

Estoy alejándome de ella a medida que hablamos, una reacción subconsciente obvia. ¿ Esto está sucediendo de verdad? ¿De verdad lo estoy haciendo? Y ahora me ha llevado a la calle, donde la luz es mejor. Ahora lo veo en su rostro, estoy presenciando esa metamorfosis de la que a veces hablan los libros para mujeres: durante más de diez años ha llevado una vida tranquila, idílica en el campo, con todo el aburrimiento insoportable que ello significa, mientras una gran reserva de ambición iba creciendo en su interior, coincidiendo con el comienzo de la madurez. Está decidida, ahora no habrá quien la pare. Ella mueve hilos, yo soy el títere. Aún está guapísima. Cuando le doy un beso en la mejilla, ya sabe que ha ganado.

Desde Soi Cowboy voy en moto-taxi al Hilton International, donde me ha convocado la agente del FBI. Cojo el ascensor hasta la suite del piso 22, donde la encuentro sentada a su mesa trabajando en una colección de objetos metálicos que, advierto después de concentrarme, son los componentes de un arma. El cañón y la culata descansan tranquilamente en uno de los enormes sillones, presidiendo su propio destripamiento, y la agente me indica que me siente en el otro. El arma y yo (creo que es una metralleta Heckler & Koch, de unas 18 pulgadas de largo con una culata de hierro forjado y recámara parabólica) nos miramos fijamente mientras habla. Sobre la mesa del hotel separa el eyector y el mecanismo del percutor y se queda un momento miran— dolos, antes de alargar la mano para coger helado. Hipnotizado por el arma, no había advertido el envase de Háagen— Dazs de nueces de macadamia que descansa en una esquina de la mesa. Tal es el entrenamiento de la agente que es capaz de hurgar el mecanismo con un dedo mientras introduce la cuchara de plástico en el helado con la otra mano. Comer solo es algo triste y patético en mi país, la prueba de un desposeimiento social y emocional. Hacerlo delante de otra persona sin ofrecerle compartir la comida es una obscenidad y casi me resulta imposible mirar. Siento que me quedo pálido mientras ella se traga un pequeño Everest.

—¿Qué sucede? ¿Le asustan las armas? —Saca una lata pequeña de aceite para armas del cajón del escritorio y echa expertamente una sola gota en el eyector—. Ah, ya lo pillo, cree que no tengo licencia, ¿verdad? No se preocupe. Rosen habló con uno de sus
capo di capi
; me permiten tenerla siempre que la use con discreción. Si tengo que usarla, prepararán una de esas maniobras de encubrimiento tailandesas que tan bien conoce. ¿Seguro que está bien? No pensaba que un arma le repugnaría tanto. Es una pistola pulverizadora, lo sé, pero la mayoría de cañones cortos lo son, la H amp;K MP-5K es de las mejores. Con cualquier otra mayor, iba a llamar demasiado la atención, ¿no? —Un par de gotas más en la base de la recámara, luego coge el cañón y la culata y empieza a deslizar el eyector en las guías de la metralleta—. Verá, no la he sacado desde que la recogí en la embajada. Me la tuvieron que enviar como valija diplomática y nunca se sabe cómo la habrán tratado. Una de las cosas que siempre te dicen en Quantico es que cuides de tu pequeña. —Más helado—. Bueno, lo que quería preguntarle es, en líneas generales, ¿cómo se perfila el caso?

La observo, asqueado, mientras come más nueces de macadamia, coge el arma montada, la guarda en la funda que le cuelga del cuello y se coloca delante del espejo. Desde esa posición es capaz de apuntar y disparar y perforarse a sí misma con mil balas en, uf, no sé, nanosegundos, en todo caso. Quantico viaja a Hollywood. El drama inesperado desencadena una de mis percepciones y veo una retahila de reencarnaciones previas detrás de ella. Los polis norteamericanos son idénticos a los tailandeses al menos en una cosa. Todos somos reencarnaciones de sinvergüenzas.

Nuestras miradas se cruzan.

—Esto no le excita nada, ¿verdad? De acuerdo, nada de armas, iremos a dar un paseo. Hay algo en el jardín que necesito que me explique. —Alarga la mano hacia el Háagen— Dazs para comer un par más de cucharadas, se contiene—. ¿Quiere?

—No, gracias —contesto aliviado, con la sensación de que han quitado algo desagradable de la moqueta.

—Ya sabía que no querría. El helado no va con ustedes, ¿verdad? No lleva chiles, ni hierba limón, ni arroz, sólo un montón de porquería occidental como azúcar y productos lácteos con una tonelada de aromatizantes. Pero es delicioso. El Háagen-Dazs acaba en la pequeña nevera de debajo del aparador. De un armario saca un maletín negro de fibra de vidrio que resulta tener en su interior los huecos para guardar la H amp;K. Saca la recámara del arma, la coloca en su sitio, luego hace lo mismo con el resto. Veo a dos personas: a una niña a quien le chifla el helado y a una profesional consumada tratando con sumo cuidado su herramienta de trabajo.

Ahora que ni la pistola ni el helado están presentes, contemplo las vistas mientras ella desaparece en su dormitorio. No es la panorámica de Nueva York o Hong Kong, aunque hoy en día es una ciudad moderna. Me recuerda más a México o Sudamérica por la forma en que los tubos de acero y vidrio se elevan sobre los parques mugrientos, las casuchas, las chozas, los asentamientos de vagabundos. Sin embargo, su verdadera firma son las estructuras permanentes de edificios sin terminar, sus esqueletos desnudos se vuelven negros por efecto de la contaminación, como si el Buda nos recordara que incluso los edificios mueren. Hace falta mucho entrenamiento para ver la metafísica que se esconde tras los proyectos inmobiliarios fracasados, y decido no compartir mi revelación con la agente del FBI, que aparece con unos pantalones cortos de lino y una camiseta de tenis blanca y azul marino con el logo de YSL que puede ser falsa o no. Cogemos el ascensor para bajar al vestíbulo (Kimberley, la pistola y yo), y espero mientras guarda el maletín negro en la cámara acorazada del hotel.

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