Read Bangkok 8 Online

Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

Bangkok 8 (5 page)

BOOK: Bangkok 8
9.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Para cuando llego al puente está anocheciendo. El Mercedes está acordonado con estacas de hierro y cinta naranja, y custodiado por dos agentes jóvenes sentados en el coche, uno en el capó, el otro en el techo. El del capó está sentado con las piernas cruzadas y me observa mientras me acerco. Le grito que se levante del coche y que monte guardia como un policía de verdad. Ahora los dos polis se levantan apresuradamente para ofrecerme una
wat,
juntan las palmas con cuidado cerca de la frente y hacen una reverencia.

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí?

—Ocho horas.

—¿lia venido alguien a tomar declaración a los chabolistas de debajo del puente?

Los chicos niegan con la cabeza. Hago un rápido examen del coche, inspeccionándolo sólo desde fuera. Advierto que el asiento trasero está abatido para dejar una superficie llana que vaya desde la puerta del maletero hasta la parte de atrás de los asientos delanteros. Un teléfono móvil yace abandonado en el suelo, junto al asiento del copiloto. Sin embargo, el coche tendrá que esperar. No se deteriorará tan rápido como los recuerdos de la gente.

Las luces del tráfico que circula por encima iluminan de forma intermitente la explanada que separa el Mercedes de las cabañas de los chabolistas. Debajo del puente, un resplandor acogedor que procede de unas luces colgadas rudimentariamente de los cables que pasan por debajo del arco. La gente está comiendo sentada sobre esterillas de bambú. Hay ollas encendidas con mujeres agachadas a su alrededor hombrés que visten sólo pantalones cortos sentados en el suelo con las piernas cruzadas y jugando a las cartas, bebiendo en vasos de plástico. También hay un par de televisores, en los que parpadean imágenes siempre cambiantes, colocados sobre mesas con caballetes donde las mujeres preparan la comida.

Cruzo la explanada y me pongo en cuclillas junto a uno de los corros de hombres, quienes no advierten mi presencia. Un fajo de billetes espera al lado de cada uno, sujeto por una piedra. Cojo uno de los vasos de plástico y lo huelo. Whisky de arroz. Miro a mi alrededor para intentar localizar la destilería. Supongo que estará en una de las ca— bañas más grandes, perdida a lo lejos en la oscuridad del puente.

—Dime, hermano, ¿quién manda aquí?

El jugador de cartas gruñe y me señala con la cabeza una cabaña grande. Me dirijo hacia allí, llamo a la puerta. Huelo el aroma fuerte, dulce, del arroz fermentado que están cocinando. Del interior de la cabaña sale un grito agresivo, al que respondo:

—Por favor, abre la puerta, hermano.

La puerta se abre y aparece un hombre de unos cincuenta años que se está quedando calvo. Detrás de él, la urna sólida de terracota sobre un pequeño fuego de carbón, un tubo que sale hacia arriba, un plato de aluminio lleno de agua cubre la urna. El alcohol se condensa en la parte inferior del plato, queda atrapado allí y sale por el tubo. El tubo va a parar a un tosco filtro de ropa. Muestro mi placa.

El hombre se encoge de hombros.

—Pagamos protección.

—De eso estoy seguro. ¿Y para el juego?

—Aquí nadie juega.

Asiento con gravedad.

—¿A quién le pagan protección?

El hombre se yergue.

—Al coronel de policía Suvit, superintendente del distrito 15.

—Qué bien. ¿Cree que al coronel le gustaría que le investigara el FBI de Estados Unidos?

—¿Quién?

—Vengo en son de paz, pero necesito su ayuda. No voy a tomar notas de nada. Hoy han asesinado a un norteamericano, a un
farang
negro.

—Murió por las picaduras de unas serpientes. Cosas que pasan.

—Fue asesinado. Las serpientes también mataron a mi mejor amigo, el detective que era mi compañero.

El hombre me mira de arriba abajo con más interés, ahora que se ha mencionado una cuestión personal.

—¿Su mejor amigo? Lo siento. ¿Va a vengarle?

—Por supuesto.

—Creo que tendrá problemas. Yo no estaba aquí, pero he oído que vino una banda. Unos jóvenes que iban en moto.

—¿Quién se lo ha dicho?

—El viejo Tou. Estaba fumando ahí sentado cuando llegó el coche, lo seguían unas motos.

—Tengo que hablar con el viejo Tou.

El jefe se esfuerza por sonreír.

—Creo que tendrá problemas.

Me hace una seña para que le siga y caminamos dificultosamente por el suelo irregular hasta la cabaña peor equipada de todas. Un tejado de hojas sobre una estructura de bambú descansa sobre las paredes de baúles de aluminio maltrechos de un metro y medio de alto como mucho. No me sorprendería que los baúles hubieran caído de algún camión por el puente un día, cuando Tou era joven.

—Ayúdeme.

Le ayudo a levantar todo el tejado y a colocarlo en el suelo. Entre las paredes, un anciano, delgado y gris, emite unos ronquidos que salen de lo más profundo de su garganta.

—Demasiado whisky de arroz —dice el cabecilla, como si hablara de una sustancia nociva que no conociera—. ¿Quiere que lo despierte?

El cabecilla retira uno de los troncos y le da al viejo Tou una patada en la pantorrilla que no interrumpe sus ronquidos. Lo vuelve a intentar con unas pataditas en la rabadilla, cada una más fuerte que la anterior, antes de que yo diga:

—Ya basta. —Volvemos a colocar el techo en su sitio—. ¿Cuándo se despierta, si es que se despierta?

—Por lo general, sale a mediodía. Es cuando empieza a darle al whisky de arroz. No deja de beber hasta que se queda así. Supongo que no durará mucho más.

—Volveré mañana al mediodía. Quiero verle sobrio. No le dé whisky, ¿de acuerdo? —El hombre asiente con la cabeza, una leve sonrisa en los labios—. ¿Nadie más vio nada?

El cabecilla aparta la vista y mira hacia el canal.

—Pregúnteles a ellos.

Me señala con la mano a los grupos de jugadores de cartas y a las mujeres agachadas en torno a las ollas. Sé que será inútil. Sólo un borracho que cree que le queda una semana le diría la verdad a la policía. Empiezo a caminar hacia la carretera.

—Asegúrese de que está sobrio —le digo al cabecilla—. No creo que el coronel Suvit quiera tener a un equipo de agentes del FBI merodeando por la zona, inspeccionando la producción de whisky y el juego. Y el
yaa baa.

—Aquí nadie trafica con
yaa baa
—me contesta el cabecilla con reproche—. Es una droga asesina.

Cojo un taxi para ir al río y vuelvo a casa en una pequeña barca alargada en la que sólo viajamos yo, el barquero y dos monjes; con un gran estruendo, adelantamos a otras barcas y barcazas arroceras casi invisibles en la noche. Cuando llegamos, dejo que los monjes bajen primero, y observo cómo el más anciano se recoge con cuidado la túnica para que no se le enganche al subir al embarcadero de madera vieja, sumido en la oscuridad excepto por una sola lámpara de gas que arde en uno de los pilones de madera. Los monjes atraviesan este círculo mágico de luz blanca y desaparecen en la oscuridad. Camino por senderos sin asfaltar entre asentamientos de chabolistas hasta que llego a mi edificio.

El chico está holgazaneando debajo del toldo, pero uno de sus amigos se dirige a él cuando ve que me acerco. Al instante, el chico se levanta de un salto y me sigue al interior del edificio. Le pago mil doscientos bahts por tres pastillas de
yaa baa
, aunque me las ofrece gratis. Le digo que no soy esa clase de poli mientras le entrego el dinero. Fuera, oigo el rugido de una moto más poderosa que cualquiera que pueda tener un moto-taxista, y el chico y yo salimos. El chico se queda boquiabierto al ver al equivalente del futuro miembro de una tribu. El conductor lleva un mono de piel negro con rodilleras y hombreras y un casco integral tintado que parece comprado aquella misma mañana, y conduce una Yamaha de 1.200 cc que probablemente alcanza los cien con la segunda. En la espalda lleva el símbolo fosforescente de Federal Express. No le hace falta decir nada cuando se baja de la moto y se quita el casco, él es el hombre. Me contagia un poco de su gloria cuando deja claro que yo soy la razón de que esté aquí.

El sobre acolchado por el que firmo es de tamaño DIN A4 y me lo envía la Embajada de Estados Unidos. Dentro, un billete de mil bahts envuelve un móvil Motorola con su cargador y manual correspondientes y seis fotos de Bradley de siete por doce. Al dorso de una de sus tarjetas, Rosen ha escrito: «Fecha confirmada. He imaginado que los dos nos beneficiaríamos del móvil y supongo que ha olvidado pedirme las fotos. La ayuda llega mañana. Lleve el teléfono encima. Tod».

—Compruebe el saldo —dice el chico. No sé cómo hacerlo, así que se lo paso. Toca unas cuantas teclas y se encoge de hombros.

—Sólo ochocientos bahts. No llame a San Francisco.

Intento darle una patada, pero no le alcanzo, ya que vuelve a su tumbona.

Diez

De vuelta en mi habitación, la desolación me golpea como un ladrillo en plena cara. Me quedo frente a la fotografía que tengo de Su Graciosa Majestad el Rey y rompo a llorar.

¿Por qué Pichai decidió ordenarse? Cuando estaba vivo nunca me hice esta pregunta, su progreso en el Camino me parecía muy natural, como un árbol que crece. Y sin embargo, incluso en Tailandia no es habitual que un policía se haga budista. Ahora que estoy revisando su vida, veo el patrón.

Los hijos de prostitutas aprendemos de nuestras madres qué es la virilidad, sobre todo la virilidad de los
farangs.
Para mi madre, el
farang
era una especie de Discovery Channel de los viajes exóticos, de la cocina tan misteriosamente insulsa que había que concentrarse para encontrar sabor a algo y, por encima de todo, un gran experimento de manipulación psicosexual que ella había perfeccionado hasta que había llegado a ser una forma de arte supremo, consiguiendo al final, mediante una alteración de tono casi imperceptible, el tipo de bonificación para la que practicantes de menos talento hubieran necesitado al menos un berrinche.

No pasaba lo mismo con Wanna. La madre de Pichai, una tailandesa más tradicional que Nong, fue a trabajar a los bares poco después de echar de casa al padre tailandés de Pichai por ser un «mariposa» (una expresión técnica usada por nuestras mujeres que significa que se tiraba a todo lo que se movía). Vomitó la primera vez que se acostó con un
farang
y consideró que aquella erección bestial era más apropiada para una búfala que para una mujer y, en realidad, nunca llegó a desarrollar plenamente sus habilidades. Nong se burlaba de ella diciéndole que pertenecía al «cuerpo muerto» de la escuela de seducción. No es que importara. Menuda y con una piel pálida que era un placer de gourmet para el tacto, Wanna era —y sigue siendo— una visión exquisita.

Pichai dividía a los clientes de su madre en Amos y Esclavos. Lo que era peculiar, para él, y levantó profundas dudas respecto al buen estado de la mente de los
farangs,
era que su madre nunca cambió su actitud de indiferencia inconquistable. A un Amo Blanco que buscaba protegerla y dominarla (asegurándole que había salvado su vida) le recompensaba exactamente con la misma lista de gruñidos y gemidos que a un Esclavo Blanco que se declaraba estar al borde de la salvación cuando ella le permitía —bastante literalmente— que le lamiera el culo.

A medida que su inglés mejoraba, informaba a Pichai de la sustancia de los balbuceos amorosos de sus clientes. Buscar el nirvana en la entrepierna de alguien, eso sí que es estúpido. Para Pichai lo horrible era que aquellos enanos espirituales estuvieran apoderándose del mundo. Yo creo que era la profunda desilusión que se desprendía de aquellas revelaciones lo que le llevó a seguir el Camino. Tenía la buena voluntad del alma noble para actuar incluso sobre sus percepciones más amargas; al contrarío que yo, nunca temió romper las ataduras, una vez que vio lo que eran en realidad. ¿Quizá no me quisiera como yo a él?

Once

No me preguntéis cuándo llegué a comprender lo obvio. Aquí estoy, de nuevo en Sukhumvit en un dbercafé, he tecleado «Bradley/jade» en el buscador de AltaVista. La página web se llama «La ventana de jade de Fatima y Bill» y consiste en un fondo negro con texto blanco, un artefacto de jade con forma de óvalo que va girando lentamente en el centro de la pantalla. Un tal William Bradley confiesa ser el autor de la página.

El artefacto es un falo parabólico que desprende una tenue luz verde y dorada, una forma de equilibrio perfecto que surge de una roca tosca y que va estrechándose hasta llegar a la cabeza suavemente puUda. En la página de Bradley no hay nada más, sólo una dirección de correo electrónico y un texto breve que ensalza las cualidades mágicas del jade. El mismo texto aparece en tailandés, encima del inglés.

Es el mejor pene que he visto nunca, tanto en piedra como en carne. Ahora Bradley empieza a intrigarme. El jade es la piedra más espiritual. Trabajada y pulida adecuadamente^ tiene un resplandor místico que parece salir de su corazón, un eco del nirvana. ¿Cómo podría un marine norteamericano entender eso? Los verdaderos amantes del jade suelen ser chinos.

Es fácil localizar el servidor de Internet, cuya oficina está al otro lado de la ciudad, en Kaoshan Road, pero faltan tres minutos para la medianoche del día en que ha muerto Pichai, y necesito confundirme entre la gente. En la soi estrecha del cibercafé hay videntes sentadas con las piernas cruzadas inclinadas sobre las cartas que sus clientes (siempre chicas inquietas que esta noche no tienen mucha suerte) han elegido. Paso a su lado caminando elegantemente en dirección a Nana Plaza, que se ha transformado. Es imposible que Bradley no viniera por aquí habitualmente y, ¿quién olvidaría a un hombre como él?

—Hombre guapo, quiero ir contigo —dice una chica que lleva una camiseta negra sin mangas inclinándose en la empalizada del primer bar cuando doblo la esquina para entrar en el patio de Nana de la Soi 4. La plaza está llena de hombres blancos y chicas morenas. Australianos con una tripa tan grande que parece que van a dar a luz sonríen y rodean con sus brazos a chicas que apenas les llegan a la cintura. Los norteamericanos rememoran a voz en grito la noche anterior, los alemanes no dejan de decir
ja, ja
y los holandeses se pasean como perros viejos. También hay muchos europeos del este y rusos; Siberia se encuentra al norte de mi país y desde la desintegración de la URSS hemos recibido un flujo constante de hombres y mujeres de piel pálida y fuerte adic— ción al vodka. Los hombres vienen a comprar y las mujeres a vender.

BOOK: Bangkok 8
9.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Too Little, Too Late by Victoria Christopher Murray
Cupid's Dart by David Nobbs
Shear Trouble by Elizabeth Craig
What Katy Did by Susan Coolidge
The Price of Failure by Jeffrey Ashford
Looking Through Darkness by Aimée Thurlo
Tricks of the Trade by Laura Anne Gilman