En los aposentos reales nunca faltaban unos músicos de bronce y papel que soplaban la flauta y tañían la guzla. Al amanecer, un gallo de metal despertaba a todos los sirvientes. En su cofre más íntimo, Ianos guardaba un caleidoscopio cuyos astutos cristales se combinaban al girarlo para dejar ver las figuras de dos amantes en invariable fornicación.
Fuera de aquel mundo de frívolos asombros, los tiempos eran agitados. Una trama laberíntica de facciones políticas y generales ambiciosos habían vuelto demasiado inestable el trono de aquel principado. El asesinato formaba parte de los procedimientos para la sucesión en el poder. Cada usurpación generaba rencores que sólo se aplacaban con nuevos crímenes.
El ministro Mousulis ambicionaba el trono. Ianos solía humillarlo burlándose de su escasa estatura. El odio se sumó a la codicia. Pero había algo más: Mousulis sentía una pasión violenta por Irene, la bella favorita del príncipe. A veces, durante los banquetes, ella bailaba brevemente. El ministro siempre creía ver un gesto de invitación en su danza y en su mirada.
Mousulis carecía de recursos para solventar un ejército. Tuvo que conformarse con una traición de costos modestos y escaso número de participantes. Eran apenas trece personas: sus doce hermanos y el artesano Cirilo. El pobre hombre, harto de los caprichos y los malos tratos, aceptó algún dinero de Mousulis y se dispuso a colaborar.
El plan era audaz. Se trataba de reemplazar a los soldados mecánicos por los hermanos de Mousulis. Con los disfraces adecuados circularían por el palacio sin suscitar sospechas, para llegar hasta los mismos aposentos del príncipe. Allí, con sus cimitarras, matarían a Ianos sin despertarlo.
El príncipe fue asesinado. Al recibir la noticia, Mousulis impartió unas órdenes sanguinarias que le permitieron hacer pie en el mando de las tropas.
Después, buscó a sus hermanos, según dijo, para ofrecerles importantes cargos. Los encontró en la posada donde se alojaban. Los doce habían muerto envenenados y yacían inmóviles en sus catres.
Mousulis declaró entonces que los soldados mecánicos habían matado al emperador siguiendo órdenes de Cirilo.
Era tal la fe que los cortesanos tenían en las construcciones del ingeniero oficial que aceptaron aquel dictamen sin objeción. Cirilo fue decapitado y los muñecos fueron desarmados y encerradas sus partes en sólidos cofres de hierro.
Libre de compromisos y de testigos, Mousulis se dispuso a gobernar a su antojo.
Ya instalado en las habitaciones de Ianos, se apresuró a convocar a la bella Irene. Dos servidores silenciosos la trajeron inmediatamente. El nuevo emperador le ordenó que bailara. Ella no parecía afectada y Mousulis pudo advertir el mismo gesto provocativo que había encendido su lujuria. De pronto, la abrazó estrechamente. Pudo sentir la seda de sus cabellos, su delicado perfume, un zumbido en sus entrañas, la dureza del metal bajo su piel y la frialdad de una de sus manos antes de caer al suelo.
Mousulis prohibió los muñecos en todos sus dominios y reinó con crueldad hasta que, un año más tarde, lo asesinaron unos soldados de carne y hueso.
L
os Refutadores de leyendas no se han ocupado suficientemente de la levitación, un fenómeno registrado centenares de veces a lo largo de la historia.
Otros milagros permiten negar su condición de tales mediante una explicación racional de los hechos: una noche repentina es en realidad un eclipse; los poseídos son histéricos; las curas milagrosas son sugestiones; la estrella de Belén es una nova. La levitación, en cambio, no puede ser explicada sino por percepción errónea, por fraude, o falso testimonio. Es decir, una levitación no se explica sino que se niega.
Pero algunos casos son tan notorios, tan clásicos, tan documentados, que para desmentirlos es necesario suponer unas largas cadenas de engaño y falsificación.
Es de lamentar un rasgo común en todos los que han levitado: la demasiada discreción. Puede entenderse que las infrecuentes fuerzas espirituales que alzan a las personas del suelo se manifiesten más bien entre quienes ejercen virtudes de humildad. Pero es innegable que tales recatos impiden las pruebas de falsación y las diligencias escribaniles que consolidan la fe de los burgueses suspicaces.
Desde la Antigüedad, la levitación es mencionada y considerada signo de posesión divina. Teodoreto y Gregorio Nacianceno relatan que durante su iniciación en los misterios de Diana, en Éfeso, el emperador Juliano se elevó repentinamente, junto con su maestro, el asceta Máximo. Filóstrato da cuenta de unos brahamanes que revoloteaban durante la oración.
Pero el paganismo, con su muchedumbre de dioses y sus devociones burocráticas, no producía el fervor místico que —según parece— es indispensable para elevarse en el aire. La llegada del cristianismo multiplicó los vuelos.
Santa Teresa de Ávila rezongaba contra sus levitaciones. Incluso, trataba de evitarlas aferrándose a columnas, armarios, o compañeras del convento. En una ocasión, levantó con ella a una priora que intentó sujetarla.
Un detalle cinético: las fuerzas de elevación no tiraban de ella desde arriba, sino que la empujaban desde abajo.
La más notoria de las levitaciones de Teresa de Ávila es la que experimentó al mismo tiempo que Juan de la Cruz. El santo estaba muy sentado, hablándole de la Trinidad, cuando se elevó en el aire con silla y todo. Entonces, Teresa levitó y los dos continuaron la conversación a un metro del suelo. En ese momento entró Sor Beatriz de Jesús y casi muere del susto. Durante las indagaciones realizadas para santificar a Teresa, unas cuantas carmelitas declararon haber presenciado aquella escena.
El erudito jesuita Francisco Suárez rezaba en el aire. Su contemporáneo, Bernardino Realino dormía la siesta en estado de involuntaria levitación.
Sin aspiración de catálogo, citaremos a otros santos volátiles. Claude Dhiere, director del seminario de Grenoble, levantó vuelo en 1810.
André Hubert Fournet hizo lo propio en 1793, pero fue perseguido por la policía. La época del Terror no toleraba santidades tan elocuentes.
Mikael Garíkoitz, que murió en 1863, se elevaba cada vez que decía la misa.
La señora Gemma Galgani de Luca había desarrollado sus poderes de un modo tan consistente que el padre Constanzo Salvi le pidió que aprovechara sus arrebatos místicos para pasarle un trapo a los vitrales de su congregación. Gemma, muy ofendida, abandonó el lugar para siempre y ya no volvió a levitar.
Pero el más notable de los místicos aéreos fue Giusseppe da Copertino, el monje volador.
Su biógrafo, Pastrovichi, nos relata una infancia de ayunos y silencios. Cuando, en 1620, entró en la escuela de los capuchinos, estaba tan débil que muy pronto lo echaron por inservible.
Tiempo más tarde, consiguió entrar en la Orden Terciaria del convento de Grotella. Allí, fue rechazado por compañeros y superiores a causa de sus milagros inoportunos. Es que Giuseppe volaba y estos desplazamientos nunca fueron bien vistos por la Inquisición.
Un día, durante una misa en la misma capilla del Santo Oficio, Giuseppe lanzó un grito y se deslizó por el aire hasta el lugar donde estaban las flores del altar. Después voló hasta el fondo de la Iglesia y se dejó caer suavemente, arrodillado. Lo metieron preso y lo mandaron a Roma para que el Papa Urbano VIII lo examinara. El encuentro se hizo célebre: Giuseppe besó el pie del Pontífice e inmediatamente ascendió hasta el cielo raso. Urbano, que era muy escéptico, le ordenó que bajara al suelo, como todo el mundo.
En abril de 1639 lo enviaron a Asís. Allí sufrió todo tipo de vejaciones. En esos tiempos no hubo prodigios. El monje aceptó los castigos con respeto y humildad. El superior del convento envió una carta a Roma asegurando que Da Copertino era un impostor. Fue entonces cuando Giuseppe entró en la basílica, se elevó por encima de la multitud y navegó por los aires los 18 metros que lo separaban de una Virgen pintada en lo alto. La besó piadosamente y bajó lo más tranquilo.
A partir de entonces, Giuseppe voló mil veces.
Un día, para molestar a las monjas de Santa Clara, Giuseppe se apareció mientras estaban cantando la antífona
Veni Sponsa Christi.
Después de cobrar altura, se lanzó en picada sobre una de ellas, la tomó de la mano y la hizo girar por los aires.
Pronto comenzaron a llegar curiosos. El embajador de España en Roma, Juan Alfonso Henríquez de Cabrera, duque de Medina y de Castilla, viajó hasta Asís junto a su esposa para ver al monje. Lo encontraron en su celda y quedaron impresionados por su austeridad. Giuseppe voló y el duque, la duquesa y varias personas del séquito se desmayaron.
También fue visitado por el duque de Sajonia, Juan Federico de Brunswick —que era luterano— y el filósofo y matemático Gottfried Leibniz. Habían llegado hasta Asís intrigados por los rumores de los milagros del fraile y se las ingeniaron para ver a Giuseppe sin que éste lo supiera. Por una escalera privada llegaron hasta la puerta de la capilla donde el monje estaba orando. En un momento dado, lo vieron elevarse en el aire, volar hacia atrás y quedarse en éxtasis, de cara al altar, a dos metros de altura.
Juan Federico de Brunswick quedó tan impresionado que decidió convertirse al catolicismo.
Cien años más tarde, el Papa Benedicto XIV canonizó al monje volador y recordó que testigos de indiscutible honestidad habían garantizado los ascensos del Siervo da Copertino. Por orden del mismo Papa, se publicó la biografía de Pastrovichi, el
Compendio de la vita, virtú e miracoli del beato Giuseppe da Copertino.
Estos relatos pueden servir para fortalecer la fe católica o para debilitar la fe en Leibniz, en el duque de Sajonia, en el Papa Urbano o en Beatriz de Jesús.
En la ciudad de Kozhikode, había un médico llamado Mohandas que no creía en nada. Se burlaba de los faquires, de los encantadores de serpientes, de los sadhú brahamánicos y de los monjes budistas. Cuando sus amigos le contaban que habían visto algo prodigioso, él juraba que toda maravilla era alucinatoria.
Una noche, mientras caminaba por las calles cercanas al puerto, unas figuras vestidas de blanco lo obligaron a entrar a una casa. Allí permaneció largas horas encerrado en un cuarto oscuro. En cierto momento, se encendieron unas antorchas y unos hombres desnudos y silenciosos se plantaron ante él. Uno de ellos se levantó en el aire y quedó suspendido a un metro de altura. Después, el propio Mohandas sintió que una fuerza extraña lo alzaba del piso y se vio a sí mismo levitar rotundamente. Al cabo de un rato, el médico descendió, las antorchas se apagaron y unos brazos invisibles lo empujaron hasta la calle.
Ante tales sucesos, Mohandas modificó su pensamiento. Muy pronto declaró a sus amigos que había experimentado una anuvyavasaya, es decir, una percepción directa, no filtrada por preconceptos. Tal experiencia le había hecho creer firmemente en la levitación y otros prodigios por el estilo. Se hizo vishnuita y sus devociones fueron el centro de su vida. Renunció a la medicina y a los halagos mundanos. Vestía pobremente y vivía de limosnas.
Muchos años después, volvieron a asaltarlo unas figuras vestidas de blanco. Lo arrastraron hasta una casa y lo obligaron a entrar. Una vez más, permaneció algunas horas en la oscuridad, hasta que la luz de unas antorchas se encendió para alumbrar a unos hombres desnudos. Uno de ellos le dijo:
—La primera vez, te trajimos aquí porque no creías en nada. Te hicimos sentir que te elevabas en el aire y entonces creíste. Ahora, te decimos que aquello fue una ilusión. Pero antes de que vuelvas a tus negaciones, te diré que yo también soy ilusorio y que esta casa es una alucinación, como lo son también la ciudad entera de Kozhikode, tu fe, tu incredulidad, tú mismo —oh, Mohandas— y estas enseñanzas que te estoy impartiendo.
Mohandas fue arrojado a la calle y desde entonces les dice a sus amigos que no importa mucho saber si la levitación es real o ilusoria.
Informe del secretario Li al Primer Ministro
en la capital del Imperio.
I
lustre depositario de la confianza del Hijo del Cielo: Como secretario de la Administración imperial y sin pasar por alto ni una sola de las humillaciones que convienen al protocolo, pido, sin embargo, permiso para despacharlas a la carrera, en virtud de los graves hechos que me dispongo a denunciar.
En cumplimiento de misiones de rutina, he llegado a las cercanías de la antigua ciudad de K'uan-lo. Cuando nos estábamos aproximando, el jefe de la caravana me advirtió que me perfumara con unas esencias de fuerte aroma y me aconsejó que no perdiera la calma, ni demostrara temor ante cualquier suceso sobreviniente. Enseguida, formulé unas preguntas e impresionado aquel hombre por mi humilde investidura de funcionario imperial, me contó una historia, cuyos datos principales paso a consignar.
Hace muchos años, la ciudad de K'uan-lo fue un lugar agradable y de enorme importancia comercial. Las caravanas hoy tratan de no pasar demasiado cerca de sus murallas. Pero en tiempos de los Tang, era estación obligada en el camino hacia las ciudades marítimas del este. Sus habitantes, ensoberbecidos por una prosperidad que acaso no merecían, se aficionaban fácilmente a cualquier amaneramiento o costumbre exótica con el propósito de parecer refinados. Esta afectación no solamente se daba entre los mercaderes enriquecidos, sino también entre los nobles, los funcionarios y hasta en los ancianos supuestamente respetables.
Así, hace ya varios siglos, el príncipe Yu Kang sintió nacer en él una repentina devoción por los perros y encargó a sus secretarios viajeros que le trajeran ejemplares de todos los rincones del imperio.
Muy pronto, Yu Kang tenía en sus perreras animales de la más exótica procedencia: enormes cuidadores de ovejas de Manchuria, feroces perros lobo de Siberia, cazadores implacables del Afganistán, falderos venales de Pekín. Ordenó que se tratara a aquellos animales conforme a las prerrogativas de un viceministro. Asimismo, permitió que los perros ingresaran a sus aposentos más privados, los dejó retozar en sus finas sábanas, comer de sus platos y molestar a sus concubinas.
Los burgueses obsecuentes de K'uan-lo imitaron la conducta de su señor y trataron de alojar en sus viviendas la mayor cantidad posible de perros.
Pronto empezó a considerarse que la prosperidad de una familia estaba directamente relacionada con el número de animales que poseía. Y, como el señor ministro ya habrá adivinado, la ostentación enfermiza llevó a muchos a vivir pobremente sólo para poder alimentar a una vasta jauría.