Durante los paseos por los jardines públicos, los señores se hacían acompañar por toda la perrada. Las muchachas casaderas trataban de impresionar a sus pretendientes rodeándose de veinte o treinta perros, a los que llamaban continuamente por sus nombres para establecer que no se trataba de una proximidad casual.
Mi informante me reveló que los mercaderes de las ciudades vecinas empezaron a capturar perros para venderlos luego en K'uan-lo. En pocos años, casi toda la población canina de diez provincias estaba en una sola ciudad. Funcionarios del censo llegaron a calcular —de un modo extraoficial— que en el interior de las murallas había más de quince perros por cada persona.
Como su siempre festejada inteligencia ya le habrá permitido comprender, aquella situación no podía prolongarse sin generar alguna clase de tragedia. Muchas familias tuvieron que deshacerse de sus animales por no poder alimentarlos. Las calles se llenaron de perros sin dueño desesperados de hambre. Las autoridades aconsejaban no caminar llevando carne para no tentar a aquellos monstruos famélicos. Las cosas llegaron a tal extremo que nadie salía de su casa sin ser custodiado por un pequeño contingente de amigos armados.
Un comerciante que vivía cerca del río fue atacado por los perros que él mismo había expulsado unas semanas antes. Los animales se colaron por una ventana, comieron vorazmente todo lo que encontraron y —en el entrevero— mataron a mordiscones a un anciano sirviente.
Algunos vecinos pidieron ayuda al príncipe Yu Kang y le rogaron que enviara a sus tropas contra aquella amenaza. El príncipe no se apeó de sus obtusas inclinaciones y declaró que matar a un perro era tan grave como dar muerte a un ciudadano.
En algunos barrios, el peligro era mayor. En el distrito alto, que llaman T'ai-shang, prevalecían los feroces carniceros de Ceilán, cuyos dientes producen una mordida oblicua y desgarradora. En los callejones aledaños al mercado, los perros acostumbraban a encerrar a los caminantes solitarios entre dos grupos de ataque que aparecían simultáneamente por una y otra esquina.
El día del cuadragésimo cumpleaños del príncipe Yu Kang se organizaron festejos en el palacio y en las calles. Se hicieron estallar petardos de bambú y se lanzaron al aire fuegos de homenaje. Los estampidos enloquecieron a los perros. Perdidos ya los últimos rastros de domesticidad, las bestias irrumpieron en la plaza de K'uan-lo y atacaron a quienes se hallaban festejando. Los niños, los ancianos y las personas débiles fueron las presas predilectas de aquellos demonios. Los caballos de los guardias eran derribados con certeras dentelladas en los ijares. Luego, en el suelo, los implacables chacales de Gobi buscaban la sangre generosa del cuello.
El poeta Tang Wu, que se hallaba presente en aquel lugar, compuso unos versos que, según la tradición, anotó en la pared con su sangre, antes de morir:
La agonía perturba mi estilo:
me insinúa versos temblorosos
e inevitablemente breves.
Mi sangre es poca,
el tiempo es interminable.
Un batallón que regresaba de unas campañas olvidadas se rebeló contra Yu Kang. Su propósito era deponer al príncipe y luego ordenar la matanza o expulsión de los perros asesinos.
Yu Kang recibió un ultimátum pero no se rindió. Calculaba que los perros de la ciudad lo reconocerían como su aliado y lo defenderían. Nada de eso ocurrió. Los animales no tomaron parte en los combates, aunque sí recorrieron posteriormente el escenario de las batallas para mordisquear a muertos y heridos.
Los soldados leales al príncipe consiguieron derrotar a los sublevados pero el costo fue altísimo: muchos murieron y las familias que estaban en condiciones de hacerlo abandonaron la ciudad. Algunos meses después, el voluble Yu Kang cambió súbitamente su política. Unos maestros taoístas le habían enseñado ciertas técnicas para retener el aliento y conseguir la inmortalidad. El príncipe pasaba el día tratando de concentrarse en aquellos ejercicios.
Pero el perro, señor ministro, es un animal ruidoso. Por razones que desconozco, su naturaleza lo impulsa a ladrar por lo menos una vez cada diez segundos. Tales bullicios acabaron por exasperar al flamante adepto que, olvidando sus anteriores deferencias, ordenó matar a todos los perros de K'uan-lo.
Ya era demasiado tarde. Los fatigados guerreros de palacio poco pudieron hacer. Los perros eran muy diestros en pequeñas retiradas individuales. Les bastaba correr unos metros para ponerse a salvo, fuera del alcance del pesado hierro de la guardia. Además, ausentes los mercaderes y los proveedores, la tropa se quedó sin suministros. Muy pronto comenzaron las deserciones.
A fines del verano, el príncipe Yu Kang abandonó la ciudad. Su caravana llevaba inicialmente cuarenta mulas y veinte carromatos cargados de riquezas y objetos de arte. Los perros —tal como lo hacen siempre— persiguieron al cortejo ladrando y metiéndose entre las patas de los caballos. Pero antes de una legua se pusieron tan hostiles y numerosos que fue necesario abandonar casi toda la carga y marchar a paso de huida en dirección al sur.
El resto ya lo estará anticipando la clarividencia ministerial. Los pocos habitantes que aún quedaban en K'uan-lo se fueron yendo de a poco. Dos años después de la huida del príncipe, sólo había perros en la ciudad. Ausentes los hombres, en cuya contigüidad encontraban sustento, los animales retornaron a sus ancestrales instintos de caza. Se alimentaron de las pequeñas alimañas del campo, de vacas u ovejas extraviadas y —cada tanto— de viajeros solitarios que pasaban por allí.
Las gentes de los pueblos vecinos empezaron a tomar precauciones: se mantenían a distancias cautelosas y se encerraban en sus viviendas durante la noche, temerosos de las excursiones que con frecuencia realizaban los perros más audaces de K'uan-lo.
Hasta aquí el relato que me hizo el guía. Los palacios y lujosas mansiones de la ciudad todavía están en pie. Nadie sabe lo que ocurre dentro de ellos. Tal vez los antiguos salones pavimentados de ónix y enfundados en seda, estén hoy revestidos de suciedad y profanados por la inmundicia de centenares de miles de perros.
Ahora estamos por pasar frente a las murallas. Nos hemos perfumado para atenuar el olor de nuestro cansancio que —según se cree— atrae a los perros cazadores. Acabo de saber que muchas caravanas son asaltadas y destrozadas por estas bestias. Con carácter oficial, le digo, señor ministro, que ya se han comido a muchos mercaderes. Desde mi honrosa investidura de secretario, me atrevo a saltear los rituales administrativos que garantizan el orden del Mundo para solicitar, perentoriamente, el envío de batallones imperiales. Es indispensable aniquilar esta plaga.
Paso por alto los procedimientos de clausura porque el tiempo apremia, señor ministro. Puedo ver, en este mismo instante, la polvareda voraz que se aproxima. Percibo los ladridos, insigne funcionario que has oído la voz inconcebible. Confío en poder completar este informe...
EL BAR IXLa agonía perturba mi estilo:
me insinúa versos temblorosos
e inevitablemente breves.
Mi sangre es poca,
el tiempo es interminable.
SUSTITUCIONES ID
urante algunas noches no vimos al Narrador. Unas rubias que vinieron de mostradores lejanos se lo llevaron diciéndole que tenían el plano de una salida. Un Hombre Sabio que casi nunca hablaba anunció que se acercaba el momento de destruir el bar.—¡Muerte a nuestros carceleros! —gritó.
—No hay carceleros —repitió el loro.
Después, el anciano leyó en voz alta historias sacadas de una copia del Libro Gris. Todos los relatos tenían el mismo título.
E
n Babilonia, en la séptima terraza del Zigurat, un hombre y una doncella enmascarados se unen sexualmente cada noche cumpliendo un viejo ritual. Los sacerdotes de Marduk se ocupan de mantener una completa oscuridad y de darles a beber un vino espeso y estimulante.
Los amantes tienen prohibido quitarse el antifaz, bajo pena de muerte. Los abrazos duran hasta el amanecer. En ese momento, el sonido de una trompa señala el fin del encuentro.
Cada noche la doncella es sustituida. Pero ése es un secreto que sólo conocen las mujeres bellas de Babilonia. En verdad todas ellas, por turno, serán durante una noche de su vida la amante ardiente del Zigurat, la encarnación misma de Ashtarté.
El hombre que las posee no debe sospechar la sustitución. Debe creer que es siempre la misma mujer, inmutable en su pasión, en su juventud, en su entrega.
Pero hay que decir que el hombre también es sustituido cada noche, aunque éste es un secreto que sólo conocen los varones apuestos de Babilonia.
Cada noche, en la séptima terraza del Zigurat, dos amantes efímeros se dicen palabras de permanencia y perpetuidad. Cada uno juzga al otro perdurable y trata de ocultar su propia condición fugaz. Las bocas que sólo se besarán por esa noche juran, y no mienten, un amor eterno.
E
l licenciado Rubén Carrasco alquilaba un departamento barato en la calle Rivadavia. Para llegar a su puerta había que peregrinar por pasillos traicioneros y acertar con fórmulas precisas de letras y números. Las instalaciones eran lamentables y los inquilinos no eran dueños de guardar el mínimo secreto sonoro.
Una noche, mientras trataba de dormirse, Carrasco oyó un canto de mujer en el departamento vecino.
«Llueve, la calle está desierta...»
El licenciado se durmió pensando que tal vez tenía una vecina hermosa. Desde entonces, anduvo siempre atento, espiándole los ruidos a la mujer de al lado y eligiendo para sus modestos actos cotidianos, sonidos dignos y prudentes.
En pocos días, ya casi no había uno solo de sus ruidos que no estuviera destinado a la seducción. Había adquirido la costumbre de comentar en voz alta todas sus acciones y construía con mucho trabajo unas frases penetrantes que luego repetía a los gritos como si fueran una ocurrencia del momento.
Cuando los silencios se prolongaban demasiado, Carrasco se inquietaba. Temía que su vecina se ausentara para siempre. Muchas veces, acercaba una copa a la pared y permanecía largo rato esperando un rumor que lo tranquilizara.
Cierta madrugada, un sollozo despertó a Rubén Carrasco. En calzoncillos, corrió hasta la pared y con los labios besando el revoque sentenció:
—Ninguna palabra explica el llanto.
Y una voz le contestó:
—Por eso lloro.
Hubo un silencio demasiado largo. Los sollozos cesaron. Carrasco sintió la alarma del payador y comprendió que era necesario decir algo en ese mismo instante o callar definitivamente. Casi con desesperación manoteó el primer enunciado que pasó por su mente.
—Llueve, la calle está desierta.
Ella le preguntó si le gustaban los valses y entonces fueron construyendo a través del muro una interminable conversación de fingidos asombros ante coincidencias que son inevitables entre las personas vulgares. Ella le prometió que se llamaba Mara y que amaba la pintura.
Al otro día, reanudaron el diálogo y se entusiasmaron tanto en las mutuas descripciones que resolvieron demorar el encuentro personal y seguir con un juego de suposiciones al que llamaban la fantasía. Y así, algo tan simple como salir al pasillo y saludarse pasó a ser para ellos un sueño adolescente, un anhelo ennoblecido por la improbabilidad.
—Algún día estaremos juntos —se juraban a través de los ladrillos de canto.
Pasaron los meses. Mara y el licenciado Carrasco no dejaban de conversar ni un solo día. Establecieron un código de golpes en el tabique que reemplazaba ventajosamente las palabras. Ella solía describirle minuciosamente los cuadros que decía pintar. Y él, en camiseta, le recitaba unos poemas de Almafuerte que había encontrado en una revista. Los amigos dejaron de visitar al licenciado, porque les prohibía cualquier palabrota y los instalaba en charlas insoportables cuyo único propósito era impresionar a Mara.
Por fin, casi a finales del invierno, empezaron a preparar un encuentro. Estuvieron de acuerdo en elegir la esquina de Cabildo y Juramento, para evitar las habladurías del edificio. Después de varias postergaciones, Rubén Carrasco y su vecina Mara quedaron en verse a las cinco de la tarde de un miércoles de noviembre.
Pero a último momento, el licenciado tuvo miedo. Después de todo, el tabique era también la máscara y la protección contra la mirada petrificadora de Medusa. Con toda prudencia, Carrasco pidió a su amigo Julio Páez que lo reemplazara. Páez fue de mala gana. Su testimonio posterior no le fue muy útil a Carrasco. Al parecer, tomaron el té ceremoniosamente y ella era rubia.
Pasaron dos semanas de silencio. Un día, Mara dijo:
—Te hacía distinto.
—No siempre soy igual.
En los meses que siguieron, casi no hablaron sobre la tarde de su encuentro. Recién en mayo se dieron otra cita. A Carrasco le costó convencer a Páez. Tuvo que elegir una esquina más cómoda para su amigo y también un horario nocturno.
Según Páez, esa noche se besaron. Carrasco se puso celoso y exigió a su amigo que precisara bajo juramento el alcance de sus aproximaciones. Más tarde, junto a la pared, adoptó un tono melosamente policial.
—Vamos, Mara, dígame... ¿qué fue lo que más le gustó la otra noche?
Volvieron a encontrarse dos veces más. Después, Páez se negó enfáticamente a proseguir con aquellas citas donde tenía que responder por cosas que jamás había prometido.
Las conversaciones se hicieron menos frecuentes. Un día, él creyó oír una voz masculina. Pero no estaba seguro. Hasta que un 9 de julio, cinco años después del primer diálogo, el licenciado Rubén Carrasco decidió confesarlo todo.
—Mara, usted no conoce al verdadero Rubén.
—Claro que no. Nadie conoce a nadie, nuestras percepciones son engañosas, etcétera...
—No es eso. Simplemente quiero confesarle que nunca nos hemos visto. He mandado a otra persona en cada una de nuestras citas.
—Rubén... es extraño lo que me dice. Pero tal vez usted, o su reemplazante, tampoco han visto a la verdadera Mara.
—Sospecho que usted no desea hablar sobre la ambigüedad del conocimiento.
—Sospecha bien. Mara jamás fue a las citas. En su lugar mandó a una compañera de trabajo... Úrsula. Ella recibió sus besos, Rubén, o mejor dicho, los de su amigo.