—Salgamos al pasillo y veámonos frente a frente, tal cual somos. Mara, mi amor...
—Yo no soy Mara. Ella se mudó hace dos años y le dejó el departamento y el encargo de seguir con estas charlas a su mejor amiga... Inés.
—No importa, necesito abrazarla, Inés...
—La verdad es que Inés también se mudó. Yo soy Cristina. Vivo aquí hace apenas tres meses.
Las conversaciones se hicieron cada vez menos frecuentes. Un año más tarde, el licenciado Rubén Carrasco se mudó sin comunicárselo a su vecina.
Ahora, el departamento es ocupado por otro señor.
E
n días como éste, el océano es implacable. Los bañistas no se atreven a internarse ni diez pasos. Las corrientes entreveradas lo arrastran a uno lejos de la costa. Si sigo avanzando, no podré regresar. Unos vientos perversos confunden mis pensamientos. Ya estoy más allá de la primera rompiente.
Temblando de frío miro hacia la orilla. Allí está Lorenza, tiernamente abrazada a Michel De Vries. Pronto sabrán de qué clase de gesto soy capaz. En estos casos, no hay más remedio que provocar situaciones extremas. Los episodios de todos los días me condenan a la insignificancia. Una familia modesta, una inteligencia mediocre, un aspecto vulgar. El pobre Andrés Damonte. ¿Cómo no iba a rechazarme Lorenza? Lorenza, maldita, inalcanzable, ajena. Ahora que voy a morir, me tomarás en serio.
Una ola me pasa por encima. ¿Llorarán por mí? Debí dejar una carta, estos imbéciles pensarán que me ahogué por accidente.
En la lejanía alcanzo a adivinar el pelo rubio de Michel De Vries, mi amigo, mi benefactor, el hombre que más odio en el mundo. ¿Cómo no odiar su humillante generosidad? ¿Cómo no detestar sus invitaciones, sus perdones desdeñosos, su desprecio frívolo por mujeres que yo hubiera puesto en un altar? Lorenza lo ama. Pero mi muerte se alzará ante ellos y perturbará su amor.
Ya casi no hago pie. Ahora no podría volver ni aunque quisiera. Es raro que Michel no intente rescatarme, con ese estilo de afectado heroísmo que todos admiran. ¡Tantas veces he querido ser él! ¡Cuánto rogué a los injustos dioses dejar de ser Andrés!
La costa ya es invisible. Trago agua. El gusto es obsceno. Me ahogo. Aquí están por fin los recuerdos veloces que se atribuyen a los moribundos. Mi vida, mi pobre vida. Veranos de la infancia, otoños escolares. La maestra que no recordaba mi nombre. Ahora se acerca y me besa tiernamente. A mi lado, un compañero oscuro me mira con envidia.
Ya casi no puedo respirar. Se presentan, urgentes, nuevas evocaciones. Aparece Lorenza, desnuda como anoche, besándome los hombros.
Miro la orilla por última vez. Lorenza ya advirtió la tragedia. A su lado, está ese imbécil de Andrés. Cobarde y mezquino, no se atreve a meterse en el agua. Las olas me cubren, Lorenza, amor mío de una sola noche. La corriente me arrastra hacia el fondo, la espuma hierve sobre mi pelo rubio.
L
a aparición de un hermano mellizo es siempre una pésima noticia literaria. Los autores de novelas policiales suelen presentarlo al final, como explicación de misteriosas bilocaciones.
La historia de los trillizos Rinardelli parece invertir el método. Podría decirse que el primer episodio ocurrió en un baile del Club Defensores de Chacarita. Luis Rinardelli bailó toda la noche con Fabiola Pizzi y al amanecer ya eran novios. Ella estaba harta de sus pretendientes de Villa Ortúzar, unos muchachones efímeros que pasaban sin dejar huella e ingresaban luego en un territorio de olvido y desprecio, donde no tenían nombre o —algunas veces— tomaban el nombre de otro.
Luis y Fabiola se hacían la ilusión de estar buscando experiencias inusuales. Muchas parejas construyen esa convicción y se instalan en la víspera perpetua de heterodoxias que nunca ocurren.
Una noche, mientras Luis estaba de viaje, un hombre se presentó en la casa de Fabiola. Ella lo confundió con Luis y hasta empezó a abrazarlo. El hombre declinó amablemente aquellas intimidades y se apresuró a decir que no era Luis sino Carlos, su hermano. Venía a cumplir con el encargo de traer una carta. Fabiola lo hizo pasar y le dio conversación durante un rato. El hombre le contó que los Rinardelli eran trillizos: Luis, Carlos y Emilio. Dijo también que se veían muy poco y que tenían ocupaciones e intereses muy diferentes.
En un instante cualquiera, él la tomó entre sus brazos. Ella lo besó desvergonzadamente y se hicieron amantes.
Aunque Fabiola no lo advirtió, Carlos no era otro que Luis. Se había sustituido a sí mismo y siguió haciéndolo, aprovechando sus propias ausencias, con clandestino fervor. Mientras tanto, Fabiola Pizzi vivía por fin la deliciosa certeza de tener una vida interesante.
No tardó en aparecer Emilio Rinardelli. Aquel hombre —a todas luces un miserable— no siguió el camino convencional de los pretextos. Del modo más vulgar comunicó a Fabiola que conocía sus entreveros con Carlos y que, a cambio de su discreción, se le antojaba justo reclamar una recompensa venérea. Fabiola no puso ninguna objeción y lo metió en su cama sin más trámites.
Aquellos días fueron para ella intensos y dichosos. Sus tres hombres se sucedían en turnos de peligrosa contigüidad. A veces, Emilio llegaba apenas unos instantes después de haberse marchado Luis. A decir verdad, era milagroso que no se produjeran encuentros fatales. Estos riesgos eran para Fabiola tan placenteros como el amor.
Pasado el furor de los primeros encuentros, Luis Rinardelli hizo que Emilio y Carlos se pusieran celosos. Los dos reclamaban continuamente una atención más sostenida y acusaban a Fabiola de preferir a los otros.
Una tarde, Carlos anunció pomposamente una decisión tomada de común acuerdo con su hermano Emilio: para evitar el favoritismo y las humillaciones de él derivadas, se presentarían en adelante sin aclarar su identidad. Fabiola no sabría si estaba en presencia de su novio oficial o de alguno de sus amantes clandestinos.
Ella aceptó con fingida perturbación. No quiso decirles que no le resultaba necesario preguntar los nombres para saber con quién estaba. Había aprendido a reconocerlos.
Una noche, después de una pelea, uno de los tres se marchó sin decir quién era y juró no volver más. Al poco tiempo, regresó, del mismo discreto modo. Pero ella estaba segura de que era Emilio, ese ser violento, inconstante y perverso.
Tal vez se alegró de aquella reconciliación. Sin embargo, ya se le había hecho patente que su corazón pertenecía solamente a Carlos. Muchas veces, sentía la tentación de confesarlo todo y casarse con él. Pero jamás se atrevió.
Pasó el tiempo.
Los fuegos de Fabiola se fueron apagando. Los Rinardelli empezaron a espaciar sus visitas y desaparecieron de su vida en episodios que hoy resultan imprecisos. Ella se casó con un médico de Colegiales y envejeció próspera.
Una tarde vio a uno de los tres en la plaza de las Barrancas, pero no pudo saber de cuál se trataba. Años después saludó a Carlos en la puerta de la pizzería Imperio.
Fabiola Pizzi no extrañó a sus amantes ni sintió dolor por sus ausencias. No conservó fotos, ni cartas, ni obsequios.
No es importante para este relato averiguar si ella supo que Luis Rinardelli no tenía hermanos. Porque, de todos modos, los tres habían ingresado en un territorio de olvido y desprecio, donde no tenían nombre o —algunas veces— tomaban el nombre de otro.
U
na tarde, el funcionario Li tuvo la ocurrencia de visitar la Escuela Imperial de Hang Cheu en la que había estudiado la carrera de los honores.
Dos de sus amantes lo acompañaron y se quedaron en la puerta, aguardando su regreso.
Unos maestros lo recibieron sonrientes y le hicieron recorrer los venerables salones. No eran, sin embargo, los maestros de Li, sino otros más jóvenes, que no lo conocían.
Las aulas estaban llenas de alumnos bulliciosos que, aunque lo saludaron con reverencia, lo miraban con aire burlón. El que había sido su asiento estaba ocupado por un estudiante de baja estatura que hacía muecas cuando los maestros no miraban.
Li preguntó por algunos de sus antiguos preceptores, pero nadie había oído hablar de ellos. Finalmente, quiso saludar al ilustre director P'ing Fu. Los maestros, un poco consternados, le hicieron saber que P'ing Fu había incurrido en el enojo del emperador y que había sido desterrado. Pudo, sin embargo, presentar su respeto a Huang Yi, un anciano silencioso que dirigía la escuela desde hacía cinco años.
Al llegar al jardín, pidió permiso para comer un durazno primaveral, con los que se premiaban, según la tradición, los aciertos académicos. Sus acompañantes le convidaron unas golosinas. Los durazneros habían desaparecido. En su lugar se alzaba un pabellón destinado al archivo de documentos.
El funcionario Li agradeció a sus anfitriones con toda clase de reverencias. Uno de ellos propuso cantar el himno de la escuela. Al comenzar el primer verso, Li advirtió que se trataba de otro himno, absolutamente desconocido para él. Disimuló su ignorancia moviendo la boca y enfatizando las repeticiones.
Lleno de consternación, salió a la calle. Buscó a sus amantes, pero éstas —aburridas de esperar— se habían marchado con el ayudante de un ministro que había pasado casualmente por allí.
Li tuvo una revelación: nuestro lugar está siempre vacío u ocupado por otras personas. La serie de sustituciones es tan vertiginosa que no tenemos tiempo de ser nadie.
El funcionario se desprendió de sus bienes y fue a las montañas, a vivir en soledad. Pero cuando llegó sólo encontró llanuras y muchedumbres.
E
n el siglo III DC, Kan Pao completó una antología de sucesos extraños como resultado de sus investigaciones. No tenía intenciones literarias sino escribaniles. Se proponía únicamente establecer un registro.
El siguiente es sólo uno de los miles de casos que este incansable notario se encargó de legalizar.
Yu Ting era un alto funcionario del pueblo de Yu-yao. Además de su prestigio en la administración, el hombre era reconocido por su porte gentil y por la hermosura de sus rasgos.
En el mismo pueblo vivía el señor Su con su familia. La hija menor era, sin lugar a ninguna duda, la mujer más hermosa del pueblo. Una tarde, los Su recibieron la inesperada visita de Yu Ting. El dueño de casa lo trató con enorme cortesía y lo colmó de honores y agasajos. Cuando caía la noche, el señor Su rogó al funcionario que no se arriesgara a regresar tan tarde a su casa y que lo honrara quedándose a dormir bajo su techo. Yu Ting aceptó y fue servida entonces una tardía cena.
Agotadas las últimas cortesías, antes de acostarse, Yu Ting le confesó al señor Su que se sentía muy atraído por la belleza de su hija. Con una franqueza cercana al descaro preguntó si no podía yacer con ella hasta el día siguiente. El padre pasó por alto la inmoralidad de la propuesta en atención al poder y al prestigio de Yu Ting. La hija menor aceptó con gusto las breves instrucciones de su padre y durmió con el funcionario.
A partir de aquella noche, Yu Ting tomó por costumbre visitar a los Su al menos una vez por semana. Como agradecimiento a los dones que recibía, prometió al señor Su que lo ayudaría en caso de tener alguna dificultad con la administración imperial.
Pasaron los meses. Un día, el señor Su fue demandado por el gobierno a causa de una deuda. Inmediatamente se presentó en el despacho de Yu Ting para pedirle su intervención. El funcionario se mostró sorprendido e indignado.
—No lo conozco —dijo—. Nunca lo he visto. Nunca le formulé promesa alguna.
El señor Su recordó entonces detalles de las visitas semanales de Yu Ting, incluidos los encuentros con su hija. Enfurecido, Yu Ting le gritó:
—Si vuelvo a aparecer por su casa, máteme.
Pocos días después, el señor Su recibió en su casa al funcionario que, asustado por las amenazas, dejó bien pronto de ser Yu Ting para ser sucesivamente un tigre, un zorro, otro señor Su, un perro, un grito y después disolverse en el aire.
El verdadero funcionario Yu Ting nunca se interesó por la hija del señor Su que, como se había enamorado, sufrió mucho.
BIOGRAFÍACORO
El enamorado se transforma
para alcanzar el objeto de su deseo.
Pero siempre será una transformación creciente:
el sapo deviene dragón, el mendigo se hace príncipe,
la gallina se vuelve emperatriz.
¿Por qué tú, Ser cuyos poderes te permiten asumir cualquier forma,
has condescendido al mero funcionario,
a la efímera belleza de un provinciano?
La respuesta es que algunos amores
obligan a los príncipes a ser reptiles
y a las emperatrices a poner huevos.
C
uando llegó a la mayoría de edad, el príncipe Li Wong pudo apreciar que muchos hombres de enorme mérito eran cruelmente olvidados después de su muerte. Para que tal cosa no le ocurriera, resolvió que todos los hechos de su vida fueran consignados en una biografía. Convocó a un grupo de poetas e historiadores de intachable reputación y les dijo que era necesario empezar inmediatamente para evitar los estragos de la desmemoria y para permitir que él mismo ejerciera un control diario de lo que se iba escribiendo.
Todos los letrados vivían en palacio y mantenían una estrecha vecindad con Li Wong. Al principio, los eunucos se encargaban de informar, al fin de cada jornada, cuáles habían sido los movimientos del príncipe. Más tarde, fastidiado por la pereza de aquellos emisarios que —según él creía— reducían la extensión de su gloria, Li Wong permitió a los historiadores una intimidad inconcebible. Casi siempre se sentaban a su mesa y con frecuencia eran invitados a presenciar los desbordes orgiásticos de aquel hombre poderoso.
Los poetas habían recibido instrucciones de referir los hechos del modo más literal. Cuando el príncipe condenaba a muerte a un espía enemigo, escribían:
El príncipe ordenó que el traidor y espía llamado T'óu K'üán fuera decapitado al amanecer.
Cada mes se despachaban miles de páginas. Al principio Li Wong las leía cuidadosamente. Luego advirtió que la descripción de aquellas lecturas ocupaba una gran parte de los textos y los desmerecía.
Entonces empezó a realizar grandes esfuerzos por hacer cosas literarias. Caminaba bajo la lluvia, pronunciaba frases sentenciosas, dictaba leyes paradójicas, tomaba decisiones de estado que lo mostraban más ingenioso que prudente.