Cuando descubría que algún hecho había sido pasado por alto, se encolerizaba con los historiadores.
—Anoche, al retirarme a mis aposentos, subí las escaleras pisando uno de cada tres escalones. ¡Ninguno de vosotros tuvo la prolijidad de anotarlo!
En cierto momento, acaso abrumado por el crecimiento de aquel libro monstruoso, empezó a recortarlo. Los puntuales literatos le explicaron que cualquier omisión transformaba un texto en fantástico. Le dijeron también que, si quería aligerar el peso de la narración, no tendría más remedio que vivir de un modo menos activo.
Li Wong hizo en verdad otra cosa. Llamó a un grupo de estilistas más refinados, que estaban en la capital del imperio, y les pidió que reemplazaran a los anteriores poetas. Estos hombres conocían el arte de la elipsis, pero también sabían adornar los textos con comparaciones, efectos de vecindad y ocultaciones parciales. Por otra parte, estaban acostumbrados a la adulación que es hija de la etiqueta palaciega. Cuando el príncipe condenaba a muerte a un espía enemigo, escribían:
El señor de nuestros destinos quiso que el sol de la mañana se encontrara al asomarse a nuestros campos con la solitaria cabeza del traidor y espía llamado T'óu K'üán.
La biografía ganó en belleza formal pero empezó a atrasarse. Cuando Li Wong cumplió treinta y cinco años, los letrados todavía no habían contado el viaje a Hang Cheu que hizo a los treinta y uno.
Hay que decir que el príncipe, cuidadoso de su renombre futuro, hizo tachar algunos episodios deshonrosos: el saqueo de la ciudad por los tibetanos jamás fue mencionado; la bella Lu Wang, que había sido su amante durante más de quince años, fue borrada trabajosamente de miles y miles de hojas y se hizo necesario reconstruir centenares de banquetes, ceremonias, cópulas, paseos y baños en los que ella había estado presente.
Los literatos de la capital tomaron por costumbre inventar sucesos que no habían ocurrido jamás, para contentar a un hombre que, en la madurez, se había vuelto más vanidoso. Sin objeción fueron aceptadas una conquista de Tartaria, un viaje en busca de las fuentes del Yang Tsé y la doma de cuatro caballos procedentes del Pamir.
Cuando Li Wong cumplió cincuenta años, su inteligencia se había desarrollado notablemente. El estudio y la vecindad con el arte habían despertado en él el hábito de la poesía y cada tanto escribía unos delicados madrigales sobre asuntos tales como el atardecer, el aroma de los campos o el aliento de los dragones brillando en el cielo nocturno. Y pudo comprender que aquellas obras eran también su alma, aunque no hablaran de ella.
Convocó entonces a un nuevo grupo de poetas para que continuaran la historia de su vida. Estos hombres provenían de una escuela de eruditos y recibieron orden de que los textos no hicieran servil referencia a los hechos, sino que más bien los simbolizaran. Estas instrucciones fueron cumplidas. Cuando el príncipe condenaba a muerte a un espía enemigo, escribían:
El pavo real luce colores maravillosos, pero ignora el sentido de su vida. La horrible sanguijuela ¿lo conoce, acaso?
La contigüidad entre los escritores y Li Wong ya no fue necesaria. Una vez por año le acercaban unas pocas páginas y el noble las examinaba. Las correcciones eran cada vez más escasas.
—Habéis escrito que el viento transforma las nubes sobre mi palacio. ¿Qué pensarán de mí los hombres del futuro cuando conozcan la inconstancia de mis pasiones?
En los años de su vejez, el príncipe se hizo más sabio pero también un poco desdeñoso. Ningún asunto alcanzaba a interesarle del todo, no por falta de aptitud para registrar agrados y placeres, sino por defecto de los hechos, que jamás cumplían con las altas aspiraciones de su cuerpo y su espíritu.
Una tarde, ordenó a los literatos que dejaran de escribir.
—No quiero aburrir a los estudiantes con una vida demasiado larga —explicó.
Unos días después, quemó la biografía en una hoguera semejante al incendio de un pequeño palacio. Mientras los papeles ardían, puso una mano en el hombro del más joven de los poetas y le dijo unas palabras que se han perdido, o mejor dicho, que se han conservado sólo en la versión del muchacho:
Todo lo que se escribe en el incesante mundo
es la más personal de mis confesiones.
¿Quién cantará mañana en el arroyo de mi niñez?
Li Wong murió esa misma noche, cuando todavía no se habían extinguido los últimos rescoldos de la historia de su vida.
S
an Agustín decía, sin temor a la paradoja, que los milagros no estaban fuera de las leyes de la naturaleza. En todo caso, Dios consentía algunos sucesos inhabituales para impresionar cada tanto a los hombres insensibles a las maravillas de la creación.
En los siglos siguientes fue creciendo la sensación de que la divinidad había abandonado tales procedimientos, ya sea por descuido o por considerar que Su Presencia no necesitaba ser enfatizada. Martín Lutero alegaba que los prodigios servían para convencer pero que resultaban innecesarios una vez que la fe había quedado establecida.
Voltaire afirmó categóricamente que el tiempo de los milagros había terminado. Que ya no cabía esperar resurrecciones, ni retrocesos del sol, ni panificaciones exponenciales. El varón de Montaigne había dicho que los milagros eran el producto de nuestra ignorancia acerca de la intimidad de la naturaleza. La ciencia, al avanzar sobre el territorio de la crasitud, contribuyó sin duda a ubicar en sus escalafones infinidad de fenómenos con veleidades de prodigio. De este modo, los únicos milagros que siguieron produciéndose en los tiempos modernos fueron milagros clandestinos, nunca verificados, siempre sospechados de fraude y peligrosamente vecinos a la astrología, la hechicería o la visita de seres de otros mundos.
Algunos espíritus trabajosamente ingenuos insisten en resaltar el carácter milagroso de los fenómenos más espectaculares de la naturaleza. El amanecer, la lluvia, el vuelo de los pájaros, una tela de araña, son para estos pensadores un motivo de perpetuo asombro.
Me atrevo a objetar que el punto central de un milagro es su carácter inusual. Es decir, lo milagroso sería que no amaneciera. Sin embargo, el Islam perfecciona y ennoblece esa idea: la existencia de Dios se evidencia a través del orden y la belleza del mundo. El milagro es más bien algo pernicioso que viene a desordenar las cosas.
Un hombre llamado Al-Hosain-Ibn-Mansur, apodado Al-Hallaj, había conseguido alimentar a sus amigos en pleno desierto con unos pasteles de miel que hizo aparecer de la nada.
Por esa razón, en el año 922, fue sometido a un proceso y condenado a muerte por hacer milagros y no mantener en secreto los prodigios que Alá le había permitido realizar.
Algunos cristianos también han adoptado una cierta cautela ante los acontecimientos maravillosos.
Cuenta Voltaire que un joven fraile hacía tantos milagros que el prior de la orden se lo prohibió. El fraile obedeció, pero un día vio que un obrero caía a la calle desde lo alto de un techo. Por un instante, el muchacho vaciló. Deseaba salvar la vida de aquel desdichado pero también quería cumplir las órdenes del prior.
Para resolver el dilema el fraile realizó el milagro a medias: ordenó que el hombre que caía quedara suspendido en el aire hasta nuevo aviso y, corriendo, fue a contar al prior lo que sucedía.
El prior lo absolvió del pecado que había cometido al comenzar a hacer un milagro sin su permiso y le permitió que lo terminara, con la condición de que no volviera a hacer ningún otro.
En la China, en una feria cercana a Hang Cheu, un hombre había instalado un alto palo resbaloso en cuya cúspide había colgado un valioso jarrón de jade como premio a quien pudiera alcanzarlo. Los mozos más ágiles del pueblo fracasaron. Un monje budista levantó vuelo y se llevó el jarrón. El jefe de su congregación lo expulsó por gastar pólvora en chimangos.
Igualmente livianos eran los milagros del famoso asceta Macario el Viejo. En una oportunidad resucitó a un muerto sólo para refutar a un sabio que descreía de las resurrecciones. Después, ordenó al resucitado que volviera a morirse y no se preocupó más por él.
En otra ocasión, durante un juicio por asesinato, Macario interrogó al muerto. El testigo, desde el fondo del sepulcro, declaró la inocencia del hombre al que habían acusado. Cumplido el trámite judicial, Macario —una vez más— impidió a la persona convocada continuar con vida.
Policarpo, obispo de Esmirna, fue sentenciado a morir en la hoguera. Cuando las llamas ya estaban alcanzando su cuerpo, se oyó una voz que desde el Cielo gritaba: «Valor, Policarpo». Poco después, el fuego se extinguió milagrosamente.
Los guardias sacaron a Policarpo de la hoguera y le cortaron la cabeza.
El notario Pedro Ramírez Vilches creía en milagros. Daba por buenas todas las historias que le contaban las viejas del barrio y estaba suscripto a varias publicaciones de divulgación esotérica. Una noche soñó con unos duendes petisones que trataban de decirle algo. El hombre se despertó asustado y entonces vio que los duendes habían saltado fuera del sueño y se habían instalado al pie de su cama. Uno de ellos, con un trozo de carbón, escribió en la pared las siguientes palabras: «Los milagros no existen».
Desde entonces, el notario Ramírez Vilches ya no cree.
S
imón el Mago nació en Gitta, Samaría, aproximadamente en la misma época que Cristo. Para predisponernos en su contra, los oscuros redactores de los Hechos de los Apóstoles hacen notar la idea desmesurada que Simón tenía de sí mismo: se consideraba la emanación directa y verdadera de Dios en la tierra. Le disputaba a Jesús la condición de auténtico Mesías y decía tener poderes aún más notables que los del Cristo.
Lo curioso es que ningún inciso niega tales poderes. La sola objeción que se le hace es la de atribuir sus milagros a la magia y la hechicería.
A nuestros ojos criollos, Simón aparece como un compadre, propenso a la jactancia y a la elegancia exagerada.
Según parece, predicaba su propia grandeza en compañía de una prostituta llamada Helena. La hermosura de esta mujer, también demasiado ostensible, enfatizaba los discursos de Simón. La había comprado en un prostíbulo de Alejandría y sin embargo sus discípulos juraban que esta mujer era la encarnación del pensamiento divino.
Clemente de Alejandría nos ha dejado una lista de los prodigios de Simón el Mago:
1. Hacía caminar a las estatuas.
2. Se acostaba sobre el fuego sin quemarse.
3. Volaba.
4. Convertía las piedras en pan.
5. Se convertía en cabra, en serpiente o en cualquier otro animal.
6. Aparecía como Jano, con dos rostros, uno anterior y otro posterior.
7. Convocaba fantasmas de toda clase.
8. Lograba que los muebles domésticos cumplieran sus órdenes.
Berenice, la novia del emperador Tito, lo vio en las calles de Tiro rodeado de una multitud de sombras que, según él decía, eran almas de los muertos.
Se cuenta que unos escépticos trataban de descubrir fraudes o imposturas en sus procedimientos. Simón logró convencerlos de su poder y hacerlos sus discípulos. Pero luego los castigó con espantosas enfermedades y finalmente los entregó a unos demonios que tenía a su servicio.
Sin embargo, el suceso más célebre de la vida de Simón es más filológico que milagroso. Se trata de su intento de soborno al apóstol Pedro, para que le concediera el poder de imponer las manos. Desde entonces, esta clase de iniquidades llevan el nombre de simonía.
Después de aquel episodio, Pedro lo tuvo entre ojos. A decir verdad, lo rastreaba por todos los boliches para enfrentarse con él. Un día, lo fue a buscar a la casa. En la puerta se encontró con un monstruoso perro guardián. Con la mayor tranquilidad, Pedro ordenó al animal que fuera a buscar a su amo y le informara, en perfecto arameo, que un señor quería hablar con él. El perro dio cumplimiento inmediato a aquella comisión. Simón retrucó indicando al perro que hiciera pasar al visitante.
Mientras paseaban por el fondo, Simón levantó vuelo y Pedro lo hizo caer. El mago se fracturó las piernas.
Después se encontraron en el cortejo fúnebre de un niño. Allí compitieron a ver quién lo resucitaba mejor. Pedro consiguió que el niño caminara, hablara y comiera. Pero a decir verdad, el que lo sacó de muerto fue Simón. De todos modos, la muchedumbre se pronunció en su contra y tuvo que huir al galope.
Simón murió, como buen mago, al fallarle una prueba. Como demostración de sus poderes, se hizo enterrar vivo y aseguró que saldría del sepulcro al cabo de tres días. Nadie volvió a verlo jamás.
Oh, tiempos negligentes y perezosos. Oh, cronistas sin rigor ni curiosidad. Oh, papeles extraviados. Oh, bibliotecas incendiadas y relatos tergiversados. ¿Dónde están los detalles de aquellos sucesos? ¿Cómo se llamaba el chico resucitado? ¿En qué calle vivía Simón? ¿Qué escribanos dieron fe de sus vuelos? ¿Por qué los que deseamos creer somos espantados por la estupidez y la torpeza?
FALSAS RELIQUIASCORO
Yo creía en ti, mago milagroso,
hasta que vi tu poder,
tus palomas saliendo de la nada,
tus sillas inútilmente flotantes,
tus pañuelos multiplicados,
en la ciudad que llora sus penas.
S
egún una leyenda musulmana, cuando Adán y Eva perdieron el cielo por comer trigo, cayeron a la Tierra junto con Satán, el pavo real y la serpiente. Al caer, se desparramaron un poco, de modo que Eva cayó sobre el Monte Ararat, Satán se revolcó en Bilbays, la serpiente fue a dar a Ispahan, el pavo real a Kabul y Adán a la cumbre del monte Sri Prada, que queda en Ceilán y es conocido como «El pico de Adán».
En 1284, el Gran Khan Kubilai envió a Marco Polo a Ceilán para comprarle al rey de aquella isla un rubí que, según se decía, era el más grande del mundo. El trato no pudo hacerse pero Marco Polo aprovechó para buscar reliquias de Adán. En el
Libro del millón,
el viajero jura que consiguió dos dientes molares, unos pocos cabellos y el recipiente en el que Adán comía, que era verde y tenía el poder de multiplicar por cinco el alimento que allí se ponía. Los escépticos dudan de Polo alegando que Adán tenía un tamaño gigantesco. Dicen también que inmediatamente después de su caída se puso a buscar a Eva, atravesando la India a grandes zancadas. Donde pisaba surgía una ciudad. Al llegar al monte Ararat, encontró a su mujer y cerca de allí, en la mezquita de Al Jayf, está su sepulcro. La cabeza está en un extremo del templo y los pies en el otro. Conforme a esta versión, los modestos despojos que Marco Polo consiguió en Ceilán eran falsos. De cualquier modo, nadie sabe dónde están.