Bautismo de fuego (17 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: Bautismo de fuego
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—Me he dado cuenta. Pero está bien, me callaré. Escucho lo que propo­nen los rastreadores de huellas tan familiarizados con el bosque.

Zoltan Chivay le dio un trastazo en el pescuezo al loro blasfemador, se enredó en un dedo un rizo de la barba, tiró con rabia.

—¿Percival?

—Sabemos más o menos la dirección. —El gnomo miró al sol, que esta­ba justo por encima de las copas de los árboles—. Así que el primer plan es éste: que le den por saco al río, nos damos la vuelta, salimos de los barran­cos a terreno seco y vamos por Fen Carn, de parte a parte de entrambos ríos, hasta el Jotla.

—¿Y el otro plan?

—El O es poco profundo. Aunque después de las últimas lluvias lleva más agua de lo normal, se lo puede vadear. Cortamos los meandros, va­deando la corriente, cuantas veces se corte el camino. Siguiendo en direc­ción al sol, saldremos directamente a la confluencia del Jotla y el Ina.

—No —habló de pronto el brujo—. Propongo de inmediato renunciar al segundo plan. Ni siquiera hemos de pensar en ello. Por aquella orilla, antes o después iremos a plantarnos en algunos de los dólmenes. Es un lugar horrible, aconsejo con firmeza que nos mantengamos lejos de él.

—¿Eso quiere decir que conoces estos terrenos? ¿Has estado aquí an­tes? ¿Sabes cómo salir de aquí?

El brujo guardó silencio por un instante.

—Estuve allí una vez —dijo, tocándose la frente—. Hace tres años. Pero venía de la parte contraria, del este. Me dirigía hacia Brugge y quería atajar camino. Pero de cómo salí de allí no me acuerdo. Porque me sacaron medio muerto en un carro.

El enano lo miró durante un momento, pero no preguntó más.

Se dieron la vuelta en silencio. Las mujeres de Kernow andaban con esfuerzo, tropezando y apoyándose en bastones, pero ninguna de ellas dejó escapar palabra alguna de queja. Milva cabalgaba junto al brujo, llevaba en los brazos a la muchacha de las trenzas que se había dormido en el arzón.

—Se me aparece —habló de pronto— que te dieron una buena allá en los dólmenes, hace tres veranos. Imagino que algún bicharraco. Peligroso tienes el oficio, Geralt.

—No lo niego.

—Yo sé —Jaskier se dio el pisto desde atrás— lo que pasó entonces. Te hirieron, un mercader te sacó de allí y luego, en los Tras Ríos, encontraste a Ciri. Me lo dijo Yennefer.

Al sonido de aquel nombre Milva sonrió levemente. No escapó esto a la atención de Geralt. Decidió que cuando acamparan la próxima vez le daría para el pelo a Jaskier por su irrefrenable uso de la lengua. Conociendo al poeta, no contaba sin embargo con que ello tuviera algún efecto, sobre todo teniendo en cuenta que con toda seguridad Jaskier ya había cantado todo lo que sabía.

—Puede que mal esté el que no nos plantemos en la otra orilla, en los dólmenes —dijo la arquera al cabo—. Pos si entonces encontraste allá a la moza... Los elfos acostumbran a farfullar que si a un sitio en que algo pasara se viene dos veces, puede que otra vez el tiempo se repita... Lo llaman... Su perra madre, me olvidé. ¿La soga de la fortuna?

—El lazo —Geralt la corrigió—. El lazo de la fortuna.

—¡Lagarto, lagarto! —Jaskier frunció el ceño—. Ya podrías dejar de hablar de lazos y sogas. Una vez una elfa me profetizó que iba a despedir­me de este valle de lágrimas en el cadalso, por un lance con un maestro poco bueno. Cierto que no creo en este tipo de profecías baratas, pero hace dos días soñé que me ahorcaban. Me desperté completamente sudoroso, no podía tragar saliva ni tomar aliento. Así que no escucho con agrado cómo alguien diserta acerca de horcas.

—No es contigo con quien platico, que con el brujo —le contestó Milva—. Y no andes poniendo orejas, que así no les entrarán bichos. ¿Qué, Geralt? ¿Qué dices del tal lazo de la fortuna? ¿Sí arreáramos ande los dólmenes se nos repetiría el tiempo?

—Por eso bien está que nos hayamos vuelto —respondió áspero—. No tengo la más mínima gana de repetir la pesadilla.

—No hay de qué. —Zoltan meneó la cabeza al tiempo que miraba alrede­dor—. Nos has metido en un sitio precioso, Percival.

—Fen Carn —murmuró el gnomo, rascándose la punta de su larga na­riz—. El Prado de los Túmulos... Siempre me pregunté de dónde le venía el nombre...

—Ahora ya lo sabes.

El amplio valle delante de ellos estaba cubierto de la neblina del atardecer, de la cual, como si fuera el mar, surgían a todo lo que alcanzaba la vista miles de túmulos y monolitos musgosos. Algunas de las rocas eran simples moles sin forma. Otras, bien labradas, las habían trabajado hasta llegar a ser obeliscos y menhires. Todavía otras, que estaban más cerca del centro de aquel bosque de piedra, estaban agrupadas en dólmenes, túmulos y cromlech, colocados en círculo de formas que excluían la acción fortuita de la naturaleza.

—Ciertamente —siguió el enano—. Un lugar precioso para pasar la no­che. Un cementerio élfico. Si no me falla la memoria, brujo, no hace mucho que mencionaste a los ghules. Pues sabed que yo los siento entre estos túmulos. Aquí ha de haber de todo. Ghules, graveires, fantasmas, duen­des, espíritus de elfos, estantiguas, espectros, toda la tropa. De todos hay aquí. ¿Y sabéis qué es lo que están susurrando ahora mismo? Que no hace falta ir a buscar la cena porque ella misma ha venido.

—¿Por qué no nos volvemos? —dijo Jaskier en un susurro—. ¿Por qué no nos vamos de aquí mientras todavía se vea algo?

—Yo también soy de la misma opinión.

—Las mujeres no dan ya ni paso —dijo Milva con rabia—. Los rapaces se las caen de las manos. Tú mismo metías prisa, Zoltan, venga, otra me­dia milla más, repetías, entoavía se aguanta, decías. ¿Y ahora qué? ¿Dos millas patrás? Un cuerno. Cementerio o no cementerio, nos apalancaremos para la noche donde caigamos.

—Por supuesto —el brujo la apoyó, al tiempo que desmontaba—. No hay que dejarse llevar por el pánico. No todas las necrópolis están llenas de monstruos y espíritus. No he estado nunca en Fen Carn, pero si fuera de verdad peligroso, habría oído hablar de ello.

Nadie, incluyendo al Mariscal de Campo Duda, dijo nada ni comentó nada. Las mujeres de Kernow recogieron sus hijos y se sentaron en un grupo cerrado, silenciosas y visiblemente asustadas. Percival y Jaskier pusieron las maneas a los caballos y los dejaron sobre la hierba fresca. Geralt, Zoltan y Milva se acercaron a los bordes de la pradera, observando el cementerio que se hundía en las nieblas y la oscuridad.

—Y para colmo de males, hoy hay luna llena del todo —murmuró el enano—. Ay, esta noche va a haber una fiesta para los espectros, lo siento, ay, nos la van a dar los demonios... ¿Y qué es aquello que relumbra al sur? ¿Resplandores de incendio?

—Cierto, resplandores —confirmó el brujo—. De nuevo alguien le ha quemado el tejado a alguien sobre la cabeza. ¿Sabes qué, Zoltan? Como que me siento más seguro aquí, en Fen Carn.

—Yo también me sentiré así, pero cuando salga el sol. Si los ghules nos permiten ver el amanecer.

Milva rebuscó en las albardas, sacó algo brillante.

—Una saeta de plata —dijo—. Témamela yo guardada para tal ocasión. Me costó en un mercado cinco coronas. ¿Se deja matar un ghul con algo así?

—No creo que haya ghules aquí.

—Tú mismo dijiste —bufó Zoltan— que a los ahorcados del roble los habían mordido ghules. Y donde hay un cementerio, allí hay ghules.

—No siempre.

—Te tomo la palabra. Tú eres el brujo, el especialista, nos defenderás, espero. A los desertores los rajaste gallardamente... ¿Pelean mejor los ghules que los desertores?

—No se puede comparar. Os pedí que no os dejarais llevar por el pánico.

—¿Y para los vamperos será buena? —Milva hacía girar la saeta de plata por la hoja, comprobó si estaba afilada pasando la yema del pulgar—. ¿O para los espetros?

—Puede que funcione.

—En mi sihill —bramó Zoltan, desenvainando la espada— hay unos hechizos enaniles prehistóricos, escritos en antiquísimas runas de los ena­nos. El ghul que se acerque a distancia de mi espada se va a acordar de mí. Ya veréis.

—Ja. —Jaskier, que se acercaba en aquel momento hacia ellos, pre­guntó curioso—: ¿Así que éstas son las famosas runas secretas enaniles? ¿Qué dice ese letrero?

—«Para joder a los hijos de puta».

—¡Algo se ha movido entre las piedras! —gritó de pronto Percival Schuttenbach—. ¡Ghul, ghul!

—¿Dónde?

—¡Allí, allí! ¡Se escondió entre las peñas!

—¿Uno?

—¡Uno he visto!

—Tiene que tener un hambre de cojones para intentar meternos mano antes de que caiga la noche. —El enano escupió en las manos y agarró con fuerza el mango del sihill—. ¡Ja! ¡Ahora se va a enterar de que la gula te lleva a la perdición! ¡Milva, métele una flecha en el culo y yo le saco las tripas!

—Nada veo allá —susurró Milva con la pena de la flecha junto a la barbilla—. Ni los yerbajos de entre las peñas se menean. ¿No te lo habrás imaginado, gnomo?

—De ningún modo —protestó Percival—. ¿Veis ese pedrusco que parece como si fuera una mesa rota? Allí se escondió el ghul, detrás de esa roca.

—Quedaos aquí. —Geralt, con un rápido movimiento, sacó la espada de la vaina a su espalda—. Vigilad a las mujeres y cuidad de los caballos. Si atacaran los ghules, las caballerías se volverán locas. Yo iré y comprobaré de qué se trataba.

—Solo no irás —protestó con firmeza Zoltan—. El otro día, en el prado, te dejé ir solo porque me acojoné con la viruela. Y luego no pude dormir durante dos noches por la vergüenza. ¡Nunca más! Percival, ¿y tú adonde vas? ¿En la retaguardia? Ya que tú viste al fantasma, ahora irás en van­guardia. No tengas miedo, voy detrás de ti.

Se metieron con cuidado entre los túmulos, intentando no hacer ruido al pisar las hierbas que le llegaban a Geralt por encima de las rodillas y al enano y el gnomo por la cintura. Se acercaron al dolmen que había señalado Percival, se dispersaron hábilmente para cerrarle al ghul la posibilidad de escapar. Pero la estrategia resultó en vano. Geralt ya sabía que seria así, su medallón brujeril ni siquiera había temblado, no había señalado nada.

—Aquí no hay nadie —afirmó Zoltan, mirando alrededor—. Ni un alma. Esto era de prever, Percival. Falsa alarma. Nos has metido miedo sin nece­sidad, de verdad que te mereces una patada en el culo.

—¡Lo vi! —se obstinó el gnomo—. ¡Vi cómo saltaba entre las piedras! Delgado era, negro como un recaudador de impuestos...

—Calla, gnomo tonto, porque te...

—¿Qué es ese extraño olor? —preguntó Geralt de pronto—. ¿No lo notáis?

—Cierto. —El enano olisqueó como un sabueso—. Huele raro.

—Hierbas. —Percival sorbió con su nariz sensible y de dos pulgadas de largo—. Ajenjo, albahaca, salvia, anís... ¿Canela? ¿Qué diablos?

—¿A qué huelen los ghules, Geralt?

—A cadáver. —El brujo echó un vistazo alrededor, buscando huellas entre las hierbas, luego, con unos cuantos pasos rápidos, volvió al dolmen caído y tocó levemente con el pomo de la espada en la piedra.

—Sal —dijo, con los dientes apretados—. Sé que estás ahí. Deprisa o clavaré la hoja en el agujero.

Un suave crujido salió desde un hueco bajo las rocas que estaba perfec­tamente oculto.

—Sal —repitió Geralt—. No te haremos nada.

—No te vamos a tocar ni un pelo de la cabeza —aseguró Zoltan con voz dulce, al tiempo que colocaba sobre el agujero su sihill y entornaba ame­nazadoramente los ojos—. ¡Sal sin miedo!

Geralt giró la cabeza y con un gesto decidido le ordenó retroceder. Des­de el agujero debajo del dolmen surgió de nuevo un crujido y se elevó un fuerte perfume a hierbas y raíces. Al cabo contemplaron una cabeza cano­sa y luego un rostro adornado de una nariz corcovada y noble, que no pertenecía a un ghul, sino a un hombre delgado de edad mediana. Percival no se había equivocado. En verdad el hombre recordaba algo a un recau­dador de impuestos.

—¿Puedo salir sin miedo? —preguntó, y levantó hacia Geralt unos ojos negros debajo de unas cejas levemente grises.

—Puedes.

El hombre se arrastró del agujero, alisó su túnica negra, atada por la cintura con algo parecido a un delantal, se arregló la bolsa de lienzo, pro­vocando una nueva ola de olores herbáceos.

—Propongo que los señores guarden las armas —afirmó con voz serena, pasando los ojos por los caminantes que le rodeaban—. No serán necesarias. Yo, como veis, no llevo arma alguna. Nunca las llevo. No tengo tampo­co conmigo nada que se pueda considerar digno de un botín. Me llamo Emiel Regis. Procedo de Dillingen. Soy barbero.

—Por supuesto. —Zoltan Chivay frunció el ceño ligeramente—. Barbe­ro, alquimista o herborista. No se enfade vuesa merced, pero vuestra far­macia os precede.

Emiel Regis sonrió de forma extraña, con los labios apretados, estiró las manos en gesto de disculpa.

—El olor os delató, señor barbero —dijo Geralt, al tiempo que guardaba la espada en la vaina—. ¿Teníais algún motivo concreto para ocultaros de nosotros?

—¿Concreto? —El hombre dirigió hacia él sus ojos negros—. No. Más bien generales. Tenía miedo de vosotros, simplemente. Así están los tiempos.

—Cierto. —El enano se acercó y señaló con el pulgar el resplandor que se elevaba por el cielo—. Así están los tiempos. Imagino que seréis un fugitivo, igual que nosotros. Curioso sin embargo que, aunque fuisteis a parar tan lejos de vuestro Dillingen natal, os escondáis solitario entre es­tos túmulos. Pero, en fin, diversas son las fortunas que a las gentes les tocan, en especial en tiempos difíciles. Nosotros nos asustamos de vos, vos de nosotros. El miedo tiene grandes ojos.

—Por mi parte —el hombre que se había presentado como Emiel Regis no levantaba la vista de ellos— no os amenaza nada. Albergo la esperanza de que puedo contar con reciprocidad.

—Pero bueno. —Zoltan mostró los dientes en una sonrisa muy am­plia—. ¿Nos tenéis por granujas o qué? Nosotros, señor barbero, también somos fugitivos. Vamos en dirección a la frontera temería. Si queréis, po­déis uniros a nosotros. Siempre es más rápido y seguro que en solitario y además a nosotros un médico nos puede ser de utilidad. Conducimos mujeres y niños. ¿Habrá entre esas lechugas apestosas que, por lo que percibo, lleváis con vos, medicamentos para los pies desollados?

---Algo se encontrará —dijo el barbero en voz baja—. Prestaré ayuda con gusto. Y en lo que respecta a caminar juntos... Os agradezco la propo­sición, pero no soy un fugitivo, señores. No he huido de Dillingen a causa de la guerra. Yo vivo aquí.

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