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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (21 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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Sin embargo, cuando se disiparon las nieblas y la bola roja del sol ardió por encima de las coronas de los pinos y alerces de Fen Carn, la compañía ya estaba en camino, marchando con agilidad entre los túmulos. Dirigía Regis, tras el que andaban Percival y Jaskier, dándose mutuamente ánimos me­diante el canto a dos voces de un romance acerca de un pastor y una loba parda. Detrás de ellos iba dando zancadas Zoltan Chivay, con su semental castaño del ramal. El enano había encontrado entre las posesiones del bar­bero una vara nudosa de madera de fresno, e iba golpeando con ella todos los menhires por los que pasaba y les deseaba a los elfos hacía ya tanto tiempo muertos que tuvieran un descanso eterno. Por su parte, el Mariscal de Campo Duda, que iba en su hombro, gritaba de cuando en cuando, pero sin ganas, poco claro y como sin estar muy convencido de ello.

La menos resistente al destilado de alraune resultó ser Milva. Marcha­ba con evidente esfuerzo, estaba sudorosa, pálida y muy enfadada, no res­pondía ni siquiera a los gorjeos de la muchacha de las trenzas que iba en la silla de su caballo negro. Así que Geralt no intentó entablar conversación, él mismo tampoco estaba de buen humor.

La niebla, y las peripecias de la loba parda cantadas en alta aunque un tanto resacosa voz, ocasionaron que se toparan con un grupo de aldeanos de pronto y sin aviso. Los campesinos, por su parte, les habían oído ya desde lejos y les esperaban, estaban de pie inmóviles entre los monolitos que surgían de la tierra y sus grises sayales les camuflaban estupenda­mente. No faltó mucho para que Zoltan Chivay le golpeara a uno con la vara, tomándolo por una lápida.

—¡Ojojoooo! —gritó—. ¡Perdonad, paisanos! No os había advertido. ¡Bue­nos días! ¡Hola!

La decena de campesinos murmuró un saludo como respuesta en un coro mal concertado, mirando siniestros a la compañía. En las manos los aldeanos portaban palas, picos y estacas afiladas de una braza de largo.

—Hola —repitió el enano—. Adivino que sois del campamento del Jotla. ¿Acerté?

En vez de responder, uno de los hombres señaló al caballo de Milva.

—Negro —dijo—. Velailo.

—Negro —repitió otro y se lamió los labios—. Cierto es, negro. Nos ven­drá de perlas.

—¿Eh? —Zoltan percibió las miradas y los gestos—. Bueno, negro. ¿Y qué pasa? Es un caballo, no una jirafa, no hay por qué extrañarse. ¿Qué hacéis aquí, compadres, en este cementerio?

—¿Y vusotros? —El aldeano lanzó una mirada de desagrado sobre la compañía—. ¿Qué hacéis aquí?

—Hemos comprado este terreno. —El enano lo miró directamente a los ojos y golpeó con la vara en un menhir—. Y medimos a pasos no sea que nos hayan mentido en los acres.

—¡Y nusotros demos caza a un vamparo!

—¿Lo qué?

—Un vamparo —repitió con fuerza el más viejo de los hombres, mien­tras se rascaba la frente por debajo de una gorrilla de fieltro que estaba tiesa de la suciedad—. Por acá ha de tener su madriguera, el mardito. ¡Unas estacas de fresno que me afilao, como venga el condenado, latravieso y no se vuelve a menear!

—¡Y habernos agua bendita de dos maneras, que nos las bendijo el cura! —gritó fiero un segundo aldeano, al tiempo que mostraba los cacharros—. ¡Lo vi a regar al chupasangres pa que se pudra pa los siglos de los siglos!

—Ja, ja —dijo Zoltan Chivay con una sonrisa—. La caza, por lo que veo, hasta el fondo, bien cortada y preparada en detalle. ¿Un vampiro, decís? Pues nosotros tenemos en la compañía un especialista en fantasmas, un bru...

Se interrumpió y maldijo en voz baja, pues el brujo le había dado una fuerte patada en las espinillas.

—¿Quién ha visto al vampiro? —preguntó Geralt, ordenando con una mirada significativa a sus compañeros que se callasen—. ¿Cómo se sabe que hay que buscarlo precisamente aquí?

Los campesinos susurraron entre ellos.

—Naidie lo vio —reconoció por fin el de la gorrilla de fieltro—. Ni lo oyó. ¿Y cómo se lo iba a ver si vuela de noche, en lo oscuro? ¿Y cómo se lo va a oír si menea alas de murciélago, sin un sosurro ni un ruido?

—Al vamparo no lo vimos —añadió otro—. Mas huellas de su proceder sí las hubo. Ende que la luna está llena, cada noche el espéritu mata a alguno de nusotros. Ya ha comido a dos, los hizo peacitos. Una hembra y un otro. ¡Pasmos y miedos! ¡Como jarapos los dejó el vamparo a los desgra­ciados, todita la sangre de las venas se bebió! ¿Y qué hemos de hacer, esperar sin hacer na a la tercera noche?

—¿Quién os ha dicho que el causante sea precisamente un vampiro y no otro ser? ¿A quién se le ocurrió lo de dar vueltas por los cementerios?

—Nuestro santo sacerdote lo dijo. Es persona piadosa y de estudios, gracias a los dioses que cayó por nuestro campamento. Al punto se dio cuenta de que es un vamparo el que nos asalta. Como castigo por haber descuidado las oraciones y los óbolos sagrados. Ahora él, allá en el campa­mento, reza y hace exotismos por tos lados. A nusotros nos mandó buscar la tumba en la que el muerto duerme a los días.

—¿Y precisamente aquí?

—¿Y dónde va a buscar uno la tumba de un vamparo si no es en un camposanto? Y éste es un camposanto élfico, ¡hasta un rapaz sabe que el elfo es raza maligna e impía, que uno de cada dos elfos resulta condenado na más morir! ¡Todo lo que es malo es culpa de los elfos!

—Y de los curas —Zoltan afirmó serio con la cabeza—. Cierto, hasta un rapaz lo sabe. ¿Está lejos ese campamento vuestro?

—Oh, no está lejos...

—Y no parloteéis de más con ellos, padre Ovejón —gritó un peludo muchacho con los pelos por las cejas, el mismo que antes había mostrado su desagrado—. El diablo sabe quién coño son, más bien poco de fiar pare­cen. Va, al tajo. Que den el caballo y luego se vayan por ande quieran.

—Cierto, verdad de la buena —dijo el aldeano viejo—. Hemos de acabar la faena, que el tiempo corre que se las pela. Soltar el caballo. El negro. Lo necesitamus pa encontrar al vamparo. Moza, abaja la niña de la silla.

Milva, que durante todo el tiempo había estado contemplando el cielo con un gesto de indiferencia, miró al hombre y sus rasgos se afilaron peligrosamente.

—¿Me hablas a mí, bracero?

—Pos claro que a ti. Danos el negro, lo necesitamos.

Milva se limpió el cuello sudoroso y apretó los dientes, y la expresión de sus ojos cansados se volvió verdaderamente lobuna.

—¿De qué se trata, paisanos? —El brujo sonrió, intentando reducir la tensión de la situación—. ¿Para qué necesitáis el caballo que pedís con tanta amabilidad?

—¿Y de qué otra manera habríamos de cazar al fantasma? Ca uno sabe que ha de correrse el camposanto a lomos de un caballo prieto y cuando el macho se pare cabe una tumba y no se deje mover del sitio, allá estará el vamparo. Antonces habrá que sacarlo y clavarlo una estaca de fresno. ¡No se nos anfrentéis, porque o por las güeñas o por las malas tenemos que tener al prieto!

—¿Y no serviría otro color? —preguntó Jaskier, conciliador, ofreciendo al hombre las riendas de Pegaso.

—Nonaino.

—Entonces lo siento por vosotros —dijo Milva con los dientes apreta­dos—. Porque yo no suelto al animal.

—¿Cómo que no lo sueltas? ¿No anduviste atenta a lo que dije, moza? ¡Lo necesitamus!

—Vosotros. Mas no es mi asunto.

—Hay soluciones amigables. —Regis habló con voz suave—. Por lo que entiendo, doña Milva se resiste a entregar el caballo en manos ajenas...

—Cierto. —La arquera lanzó un fuerte escupitajo—. Me resisto hasta de pensarlo.

—Así que para que el lobo esté satisfecho y la oveja sana y salva —conti­nuó sereno el barbero—, que doña Milva misma monte el caballo negro y proceda a ejecutar el recorrido al parecer tan necesario de la necrópolis.

—¡No voy a andar como una pavisosa alredor del cementerio!

—¡Y naide te lo pide, moza! —gritó el de los cabellos por las cejas—. Pa esto jace falta un gallardón, airoso, que las mozas de pelos blondos se afanen en la cucina con los pucheros. Una moza, cierto, pue aluego ser de utilidá, pos contra el moustro son de uso las lágrimas de virgen, ya. que si se le rega con ellas, se prende como una yesca. Mas han de ser de moza limpia y no toca. No me da a mí que tú tal seas, escuchimizá. Así que no nos vales pa na.

Milva dio un paso rápido hacia adelante y en un movimiento impercep­tible echó por delante el puño derecho. Hubo un crujido, la cabeza del muchacho retrocedió, con lo que su cuello peludo y su barbilla se convir­tieron en un objetivo perfecto. La muchacha dio otro paso y golpeó de fren­te, con la mano abierta, reforzando el impulso del golpe con un giro de las caderas y los hombros. El mozo se echó hacia atrás, tropezó con sus pro­pias patas y cayó con un chasquido bien audible, golpeándose el occipucio con un menhir.

—Ahora ves pa qué valgo —dijo la arquera con un voz que temblaba de rabia, mientras se frotaba el puño—. Quién es el gallardón y quién ha de estar tras los pucheros. Pos eso, que no hay nada mejor que una pelea a puñetazos, tras la cual todo está claro. Quien es gallardo y airoso es quien se tiene de pie, el que belitre y payaso el que está en el suelo. ¿No es verdad, gañanes?

Los aldeanos no se apresuraron a contestar, miraban a Milva con la boca abierta. El del sombrero de fieltro se inclinó sobre el caído y le palmeó delicadamente en la mejilla. Sin resultado.

—Muerto —gimió, alzando la cabeza—. Ta muerto. ¿Por qué eso, moza? ¿Por qué eso, coger y matar a un hombre?

—No quería —susurró Milva, bajando las manos y palideciendo hasta dar miedo. Y luego hizo algo que nadie, absolutamente nadie, se esperaba.

Se dio la vuelta, se tambaleó, apoyó la frente en el menhir y vomitó con fuerza.

—¿Qué hay de él?

—Una ligera conmoción cerebral —respondió Regis, levantándose y atan­do su bolsa—. El cráneo está entero. Ya ha recuperado el conocimiento. Recuerda lo que pasó, recuerda cómo se llama. Esto no es mala cosa. Las vivas emociones de doña Milva no tuvieron, por suerte, consecuencias.

El brujo miró a la arquera, que estaba sentada junto a la roca, con los ojos perdidos en la distancia.

—Ella no es una delicada señorita susceptible a tales emociones —mur­muró—. Yo le echaría la culpa más bien al orujo con belladona de ayer.

—Ya ha vomitado antes —habló bajito Zoltan—. Anteayer, al alba. To­davía estaban todos dormidos. Pienso que es culpa de las setas que nos metimos para el cuerpo en Turlough. A mí también me ha dolido la tripa durante dos días.

Regis le echó al brujo una mirada extraña por debajo de sus cejas gri­ses, sonrió enigmáticamente, envuelto en una capa negra de lana. Geralt se acercó a Milva, carraspeó.

—¿Cómo te sientes?

—Fatal. ¿Qué hay del gañán?

—No será nada. Perdió el sentido. De todas formas, Regis le ha prohibi­do que se levante. Los aldeanos están montando una hamaca, lo llevare­mos al campamento entre dos caballos.

—Tomar mi caballo negro.

—Hemos cogido a Pegaso y a la castaña. Son más tranquilos. Levánta­te, es hora de ponerse en camino.

La compañía, que había acrecentado sus efectivos, recordaba ahora a un cortejo fúnebre y avanzaba a una velocidad propia de ir a un entierro.

—¿Qué dices de su vampiro? —le preguntó Zoltan Chivay al brujo—. ¿Te crees su historia?

—No he visto a los muertos. No puedo decir nada.

—Esto es pan comido —afirmó Jaskier con convencimiento—. Los brace­ros dijeron que los muertos habían sido destrozados. El vampiro no destro­za. Muerde en la arteria y chupa la sangre, dejando dos claras señales de colmillos. La víctima, además, sobrevive muchas veces. Lo leí en un libro para especialistas. Tenía grabados que presentaban las huellas de mordeduras de vampiros sobre los cuellos de cisne de las vírgenes. ¿A que sí, Geralt?

—¿Qué puedo decir? No he visto esos grabados. Tampoco sé mucho de vírgenes.

—No te burles. Habrás visto más de una vez señales de mordiscos de vampiros. ¿Te has tropezado alguna vez con un vampiro que destrozara a una víctima hasta hacerla pedazos?

—No. Esto no pasa.

—En el caso de los vampiros superiores nunca —habló Emiel Regis con voz suave—. Por lo que sé, no lesionan de ese modo tan terrible ni la alpa, ni el katakan, la mura, la lamia ni el nosferatu. Sin embargo, el fleder y el ekimma proceden de modo bastante brutal con sus víctimas.

—Bravo. —Geralt le miró con una admiración no fingida—. No has olvi­dado ningún género de vampiros. Y no has mencionado ninguno de los míticos, que sólo existen en los cuentos. De verdad, un conocimiento imponente. Así que no puedes no saber que la ekimma y el fleder no viven en nuestro clima.

—¿Y entonces qué? —bufó Zoltan, golpeando con su vara de fresno—. ¿Entonces quién en nuestro clima hizo cachos a la tal hembra y el tal muchacho? ¿Se despedazaron ellos mismos en señal de desesperación?

—La lista de seres a los que se les puede adjudicar ese crimen es bas­tante larga. La abre una jauría de perros asilvestrados, plaga bastante común en tiempos de guerra. No os podéis imaginar de qué son capaces los perros. La mitad de las víctimas que se adjudican a los monstruos del Caos deberían ponerse en la cuenta de jaurías de chuchos callejeros.

—¿Excluyes entonces a los monstruos?

—De ningún modo. Pudo haber sido una estrige, una arpía, un graveir, un ghul...

—¿Pero no un vampiro?

—Más bien no.

—Los braceros hablaron de algún sacerdote —recordó Percival Schuttenbach—. ¿Los sacerdotes saben de vampiros?

—Algunos saben de muchas cosas y además bastante bien, sus opinio­nes merecen por lo general ser escuchadas. Por desgracia, esto no se refie­re a todos.

—Especialmente no a tales que vagabundean por los bosques con los fugi­tivos —bufó el enano—. Lo más seguro es que se trate de algún anacoreta, un eremita tonto a causa de la soledad. Envió a la expedición de los campesinos a tu cementerio, Regis. Cuando recogías mandrágora a la luz de la luna llena, ¿nunca observaste allí algún vampiro? ¿Ni siquiera canijo? ¿Así de pequeño?

—No, nunca. —El barbero adoptó una media sonrisa—. Y no es de ex­trañar. El vampiro, como acabáis de oír, aletea en la oscuridad con alas de murciélago, sin un susurro ni un ruido. Es fácil no verlo.

—Y fácil verlo allí donde no está y nunca ha estado —confirmó Geralt—. Cuando era joven perdí el tiempo y la energía unas cuantas veces en perse­guir alucinaciones y supersticiones que habían visto y habían descrito pintorescamente aldeas enteras con el alcalde a la cabeza. Una vez estuve viviendo dos meses en un castillo amenazado al parecer por un vampiro. No había vampiro. Pero no daban mal de comer.

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