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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (22 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—Sin duda, habrás tenido casos donde los rumores sobre los vampiros hayan sido fundamentados —dijo Regis, mirando al brujo—. Entonces, por lo que imagino, el tiempo y la energía no habrán sido en vano. ¿Murió el monstruo bajo tu espada?

—A veces.

—Así o asá —dijo Zoltan—, los campesinos tienen suerte. Tengo intención de esperar en ese campamento a Munro Bruys y los muchachos, a vosotros tampoco os vendrá mal un descanso. Sea lo que sea lo que mató a la moza y al rapaz, mala suerte tiene, porque en el campamento habrá un brujo.

—Y ya que estamos con esto —Geralt apretó los labios—, os pido por favor que no vayáis contando por ahí quién soy y cómo me llamo. Esta petición se dirige en primer lugar a ti, Jaskier.

—Como quieras. —El enano afirmó con la cabeza—. Tendrás tus moti­vos. Bien está que nos advirtieras a tiempo, porque ya se ve el campamento.

—Y se lo oye —confirmó Milva, cortando un largo silencio—. Meten un bureo que pa qué.

—Lo que estamos oyendo —Jaskier puso un ademán de sapiencia— es la sinfonía común en un campamento de fugitivos. Como de costumbre, emitida por las gargantas de centenares de personas, así como de no me­nos vacas, ovejas y gansos. La parte solista es ejecutada por las mujeres que regañan, los niños que se pelean, el gallo cantarín y, si no me equivoco, el burro al que le han echado vinagre bajo la cola. El título de la sinfo­nía es Un grupo humano lucha por la supervivencia.

—La sinfonía —advirtió Regis, meneando las aletas de su noble nariz— es, como de costumbre, acústico-olfativa. Del grupo humano luchando por la supervivencia surge el deleitoso ataque de la col cocida, una verdura sin la cual parece ser que no hay forma de sobrevivir. El característico acento del perfume lo forman también los resultados de las necesidades fisiológi­cas solventadas donde cae, lo más a menudo en los bordes del grupo hu­mano. Nunca he podido comprender por qué la lucha por la supervivencia produce la falta de ganas de cavar letrinas.

—Que sus lleve el diablo con ese vuestro hablar tan talentoso. —Milva se puso nerviosa—. Pa qué un ciento de palabras rebuscadas cuando bas­ta decir: ¡apesta a mierda y col!

—La col y la mierda siempre van en pareja —dijo sentencioso Percival Schuttenbach—. La una produce la otra.
Perpetuum mobile.

En cuanto se acercaron al ruidoso y pestilente campamento, entre los fue­gos, los carros y los cobertizos, se convirtieron en objeto de todos
los fugitivos allí reunidos, los cuales eran unos doscientos y pued
que más. El interés creció con rapidez y en formas difíciles de creer:
de pronto alguien gritó, de pronto alguien aulló, de pronto alguien se
echó al cuello de alguien, alguien comenzó a reírse salvajemente, y al
uien a sollozar. Se montó una estupenda barahúnda. Al principio,
de la misma cacofonía de gritos masculinos, femeninos e infantiles
o se podía concluir qué es lo que pasaba, pero al final el asunto se aclaró. Dos de las mujeres peregri­nas de Kernow encontraron allí a s
marido y su hermano, que pensaban que habían muerto o desaparecido
in noticia en la vorágine de la guerra. La alegría y las lágrimas no tuvieron final.

—Algo tan banal y melodramático sólo puede suceder en la vida real —dijo Jaskier con convencimiento, mientras señalaba con el dedo la paté­tica escena—. Si intentara terminar de ese modo alguno de mis romances, se burlarían de mí sin piedad.

—Seguramente —confirmó Zoltan—. Aunque a todos les alegra algo tan banal. Alivia el cuore cuando a alguien el destino le es propicio, en vez de aplastarlo continuamente. Venga, ya nos hemos librado de las mujeres. An­duvieron, anduvieron y al final lo dieron. Vamos, no hay nada que hacer acá.

Al brujo le dieron ganas por un instante de proponer que esperaran un poco, pues contaba con que alguna de las mujeres consideraría adecuado expresar a los enanos su agradecimiento y gratitud siquiera con una pala­bra. No lo hizo porque nada indicaba que fuera a pasar esto. Las mujeres, alegres con el encuentro, dejaron de hacerles caso por completo.

—¿A qué esperas? —Zoltan le miró con perspicacia—. ¿A que te tiren flores en agradecimiento? ¿A que te unjan con miel? Vámonos de aquí, no hay nada para nosotros.

—Tienes toda la razón.

No fueron lejos. Les detuvo una vocecilla chillona y les alcanzó la peco­sa muchacha de las trenzas. Estaba jadeante, en la mano sujetaba un gran ramo de flores silvestres.

—Muchas gracias —chilló— por ocuparse de mí, y de mi hermano, y de mi mamá. Que fuisteis buenos para nosotros y todo eso. He cogido unas flores para vosotros.

—Gracias —dijo Zoltan Chivay.

—Sois buenos —añadió la mocilla, metiendo en el ramo la punta de la coleta—. Yo no creo lo que dijo la tía. Vosotros no sois en absoluto repug­nantes enanos de bajo tierra. Tú no eres un mutante canoso nacido en el infierno y tú, tío Jaskier, para nada eres un pavo gritón. No es verdad lo que dijo la tía. Y tú, tía María, no eres ninguna pervertida con arco, sólo tía María, y yo te quiero. He cortado las flores más bonitas para ti.

—Gracias —dijo Milva con la voz un poco cambiada.

—Todos damos las gracias —repitió Zoltan—. Eh, Percival, repugnante enano de bajo tierra, dale a la cría algún regalillo para despedirnos. Algún recuerdo. ¿No tienes en algún bolsillo alguna piedra sin valor?

—Tengo. Toma, señorita. Esto es un berilo de greda popularmente llamado...

—Esmeralda —terminó el enano—. No marees a la muchacha, si no lo va a recordar igualmente.

—¡Pero qué bonito! ¡Verdecito! ¡Muchas gracias, muchas gracias!

—Cuídate mucho.

—Y no la pierdas —murmuró Jaskier—. Porque esa piedrecilla vale tan­to como una pequeña granja.

—Pero hombre. —Zoltan se prendió en el gorro el aciano que le había dado la muchacha—. Una piedra es una piedra, para qué hablar más. Cuí­date, moza. Y nosotros vamos, nos aposentaremos junto al vado, esperare­mos a Bruys, Yazon Varda y los otros. Tienen que estar al llegar. Un poco raro que haga tanto que no se los vea. Rayos, me olvidé de quitarles las cartas. ¡Me apuesto a que están sentados en algún lado y juegan a la quinta!

—Hay que los caballos aechar —dijo Milva—. Y abrevar. Vamos al río.

—Puede que encontremos también para nosotros una pitanza caliente —añadió Jaskier—. Percival, date una vuelta por el campamento y haz uso de esa tu nariz. Comeremos allí donde mejor cocinen.

Para su sorpresa, el paso al río estaba cercado y vigilado, y los hombres que lo cuidaban exigieron un céntimo por caballo. Milva y Zoltan se enfa­daron muchísimo, pero Geralt, que no quería problemas ni la mala fama de ellos derivada, los tranquilizó mientras que Jaskier sacaba dos mone­das arrascando el fondo del bolsillo.

Pronto apareció Percival Schuttenbach, lúgubre y enfadado.

—¿Has encontrado algo pa jalar?

El gnomo se sacó un moco y se limpió los dedos en los vellones de una oveja que pasaba al lado.

—Lo encontré. Pero no sé si vamos a poder pagarlo. Aquí quieren dinero por todo y los precios son para caerse de culo. La harina y la cebada están a corona la libra. Un plato de sopa aguada a dos nobles. Una cazuela de lucios pescados en el Jotla cuesta lo que en Dillingen una libra de salmón ahumado...

—¿Y el pienso para los caballos?

—Una medida de mies, un talero.

—¿Cuánto? —gritó el enano—. ¿Cuánto?

—Cuánto, cuánto —bufó Milva—. Pregúntale a los caballos cuánto. ¡Se nos caen si les mandamos arrebuscar yerba! Y para colmo yerba por acá tampoco es que haya.

Con los hechos manifiestos no había forma de discutir. Tampoco ayudó el duro regateo con el aldeano que disponía de la mies. El hombre se llevó los últimos céntimos de Jaskier, y recibió también unas cuantas injurias de parte de Zoltan, sin que por otra parte se inmutara por ello. Pero los caballos metieron con ganas sus testas en las bolsas con pienso.

—¡Puñetera estafa! —gritó el enano, descargando su rabia con golpes de la vara en las ruedas de los carros por los que pasaban—. ¡Raro me parece que permitan respirar gratis, que no pidan medio real por una aspi­ración! ¡O un duro por cada cagada!

—Las necesidades fisiológicas de mayor rango —afirmó Regis comple­tamente en serio— son de más valor. ¿Veis esa lona sostenida en unos palos? ¿Y el hombre que está al lado? Está mercadeando con los encantos de la propia hija. El precio es a convenir. Hace un momento vi cómo acep­taba un pollo.

—Os profetizo muchos males a vuestra raza —dijo Zoltan Chivay con aire triste—. Todo animal racional de este mundo, cuando cae en la pobre­za, la necesidad o la desgracia., acostumbra a unirse a sus hermanos por­que entre ellos es más fácil soportar los tiempos malos, pues el uno ayuda al otro. Pero entre vosotros, humanos, cada uno mira solamente cómo sa­car algo de la desgracia ajena. Si hay hambre, entonces no se reparte la comida sino que se devora al más débil. Tal proceder tiene sentido para los lobos, permite que sobreviva el individuo más saludable y fuerte. Pero en las razas dotadas de razón esa selección permite por lo general que pervivan y dominen los mayores hijos de puta. Las consecuencias y pronósticos de esto los habréis de sacar vosotros mismos.

Jaskier se opuso con fuerza, mencionando ejemplos por él conocidos de una mayor usura y búsqueda del interés por parte de los enanos, pero Zoltan y Percival lo hicieron callar imitando con brío y al unísono los sonidos que acompañan a una pedorreta, lo que era reconocido por ambas razas como una señal de desprecio de los argumentos del adversario en la disputa. Pun­to final a la pelea lo puso la aparición repentina de un grupito de campesinos dirigidos por el ya conocido cazador de vampiros de la gorrilla de fieltro.

—Vinimos por lo del Zuecos —dijo uno de los aldeanos.

—No compramos —dijeron al unísono el enano y el gnomo.

—No, si es al que le jodisteis la boca —aclaró presto otro campesino—. Habíamos idea de casarlo.

—No tengo nada en contra —dijo Zoltan con furia—. Le deseo lo mejor para su nueva vida. Salud, fortuna, felicidad.

—Y un montón de Zuequitos —añadió Jaskier.

—Bueno, bueno, señores —dijo el aldeano—. ¿Sus sa ido el santo al cielo? ¿Y cómo habernos de casarlo ahora? ¿Si desque lo disteis en la testa está to amodorrao y no sabe cuándo el día es y cuándo la noche?

—Vaya, tan mal no será —bufó Milva, mirando al suelo—. Me da a mí que yastá mejor. Y hasta mucho mejor que estaba al alba.

—No sé cómo estaba el Zuecos al alba —repuso el villano—. Mas lo que vi fue que estaba delante un remo puesto en pie y le dijo al remo que moza guapa era. Ah, pa qué hablar más. En pocas palabras: pagar la capita.

—¿La qué?

—Cuando un caballero mata un villano, ha de pagar la capita. Así es la ley.

—¡Yo no soy un caballero! —gritó Milva.

—Esto en primer lugar —la apoyó Jaskier—. En segundo, se trató de un accidente. En tercero, el Zuecos está vivo, así que no se puede hablar en­tonces de capita, sino como mucho de una reparación, es decir, caloña. Y en cuarto, no tenemos dinero.

—Pos dad los caballos.

—Hey, hey. —Los ojos de Milva se estrecharon ominosamente—. Aprisa andas, bracero. Cuidado con no pasarte.

—¡Puuuuuuta madrrre! —graznó el Mariscal de Campo Duda.

—Oh, el pájaro ha dado en el clavo —dijo Zoltan Chivay arrastrando las palabras al tiempo que palmeaba el hacha que llevaba al cinto—. Sabed, campesinos, que yo tampoco tengo la mejor opinión de las madres de los personajes que sólo piensan en sacar beneficio incluso si ha de ser a costa de la testa rota de un compañero. Moveos pues, buenas gentes. Si os vais de inmediato, os prometo que no os perseguiré.

—Si no queréis pagar, que la autoridad nos resuelva el pleito.

El enano apretó los dientes y ya echaba mano a las armas cuando Geralt lo agarró del codo.

—Tranquilo. ¿Así quieres resolver el problema? ¿Matándolos?

—¿Pa qué vamos a matarlos? Basta con una buena mutilación.

—Basta de esto, diablos —escupió el brujo, después de lo cual se volvió hacia el campesino—. ¿Quién ejerce aquí esa autoridad de la que habéis hablado?

—El estarosta del campamento, Héctor Laabs, alcalde de Los Brezos, un pueblo quemado.

—Entonces llevadnos ante él. De algún modo llegaremos a un acuerdo.

—Ahora tie qu' hacer —anunció el villano—. Enjuicia a una hechicera. Oh, ¿veis aquel tumulto cabe el arce? La hechicera agarraron que andaba con el vamparo.

—Otra vez el vampiro. —Jaskier cruzó los brazos—. ¿Habéis oído? Otra vez con lo mismo. Si no cavan en un cementerio, cazan hechiceras, compa­ñeras de vampiros. Paisanos, ¿y por qué no en vez de arar, segar y recoger no os hacéis brujos?

—Pue usté hacer las bromas que quiera —dijo el hombre—. Y jijiji. Aquí hay un sacerdote y el sacerdote más es seguro que el brujo. El sacerdote dijo que el vamparo con la hechicera tenían un conceliábulo a medias. La hechicera ayuda al moustruo y le señala las véctimas y les ata los ojos a toos para que nada vean.

—Y arresultó que así era —añadió otro—. Una maga traidora entre nusotros se escondía. Mas el sacerdote vio los sus hechizos y ara la vamos a quemar.

—Por supuesto —murmuró el brujo—. Venga, vamos a echarle un vis­tazo a ese juicio vuestro. Y hablaremos un poco con el señor estarosta del accidente con que se encontró el infeliz Zuecos. Pensaremos en alguna reparación aceptable. ¿No es verdad, Percival? Me apuesto a que todavía encontraremos una piedrecilla en alguno de tus bolsillos. Mostradnos el camino, paisanos.

El cortejo se dirigió hacia el amplio arce bajo cuyas ramas, ciertamente, había una multitud excitada. El brujo se quedó algo atrás, intentó trabar con­versación con uno de los campesinos cuyo semblante parecía algo más normal.

—¿Quién es esa hechicera que han cogido? ¿De verdad practicaba la magia?

—Ay, señor —murmuró el aldeano—, yo no lo sé. La moza es una vagamunda, forastera. Y me da que no del todo sana de la cabeza. Crecidita, mas tol rato con los criajos andaba jugando y es como una cría también, la inquieres y no dice ni pa ni ma. Pero más yo no sé. El cura, todos, andan diciendo que hacía guarrerías y fechizos con el vampero.

—Todos lo dicen menos la arrestada —dijo en voz baja Regis, que iba junto al brujo—. Porque a ésta, si la inquieren, ni pa ni ma. Me supongo.

Faltaba tiempo para hacer indagaciones más concretas. Los dejaron pasar a través de las multitud, si bien es verdad que no sin ayuda de Zoltan y su varita fresno.

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