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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (26 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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—Sí —dijo Geralt.

—No —dijo Jaskier.

—Vissegerd es el caudillo de este cuerpo que es parte del ejército temerio. Y Cirilla, en manos de Emhyr, es una amenaza para el cuerpo, es decir para el ejército, así como para mi rey y mi país. No tengo intenciones de negar los rumores que Vissegerd extiende en torno a Cirilla ni de socavar su autoridad como jefe. Incluso tengo intenciones de apoyarlo en confirmar que Cirilla es una bastarda y no tiene derecho al trono. No sólo no me enfrentaré al maris­cal, no sólo no voy a cuestionar sus decisiones y órdenes, sino que incluso las voy a apoyar. Y las ejecutaré donde haya que hacerlo.

El brujo torció sus labios en una sonrisa.

—Creo que ahora entiendes, ¿no, Jaskier? El señor conde ni siquiera por un momento nos tuvo por espías, sino, no nos hubiera proporcionado estas explicaciones tan amplias. El señor conde sabe que somos inocentes. Pero no moverá ni un dedo cuando Vissegerd nos condene.

—Esto quiere decir... Esto quiere decir que...

El conde apartó la vista.

—Vissegerd —dijo en voz baja— está rabioso. Habéis tenido una terri­ble mala suerte de haber caído en sus manos. En especial vos, señor brujo. Intentaré que al señor Jaskier...

Le interrumpió la entrada de Vissegerd, todavía rojo y rabioso como un novillo. El mariscal se acercó a la mesa, golpeó con una maza en la hoja de un mapa que la cubría, luego se volvió hacia Geralt y lo atravesó con la mirada. El brujo no bajó los ojos.

—Un nilfgaardiano herido al que capturó una patrulla —dijo Vissegerd acentuando las palabras— pudo quitarse su vendaje por el camino y se desangró sin haber recuperado el conocimiento. Prefirió morir antes que ser causa de la derrota y la muerte de sus compatriotas. Queríamos utili­zarlo, y él huyó a la muerte, se escapó entre los dedos, nada quedó en las manos sino su sangre. Buena escuela. Una pena que los brujos no les enseñen tales cosas a los hijos de los reyes que se llevan para educar.

Geralt guardaba silencio, pero no bajó la vista.

—¿Qué, rareza? ¿Error de la naturaleza? ¿Criatura infernal? ¿Qué. le enseñaste a Cirilla? ¿Cómo la educaste? ¡Todos lo ven y lo saben! ¡Ese aborto vive, se arrellana en el trono nilfgaardiano como si nada! ¡Y cuando Emhyr se la lleve a la cama, se mostrará como si nada llena de voluntad, la guaira!

—Os domina la furia —masculló Jaskier—. ¿Acaso es de caballeros, señor mariscal, el echarle la culpa de todo a una niña? ¿Una niña a la que Emhyr raptó por la fuerza?

—¡Contra la fuerza también hay métodos! ¡Precisamente métodos caba­llerescos, métodos reales! ¡Si fuera de verdadera sangre real, los encontra­ría! ¡Encontraría un cuchillo! ¡Tijeras, un pedazo de cristal roto, incluso una lezna! ¡Podría, la puta, cortarse las venas de las muñecas con sus propios dientes! ¡Ahorcarse con su propia lencería!

—No quiero oíros más, don Vissegerd —dijo Geralt en voz baja—. No quiero oíros más.

Al mariscal se le oyó apretar los dientes, se inclinó.

—No quieres —dijo con la voz temblando de rabia—. Esto está bien, por­que yo ya no tengo nada más que decir. Sólo una cosa. Entonces, en Cintra, hace quince años, mucho se habló de la predestinación. Entonces pensaba que eran tonterías. Desde aquella noche tu destino ya estaba echado, escrito con ranas negras entre las estrellas. Ciri, la hija de Pavetta, es tu destino. Y tu muerte. Porque por Ciri, hija de Pavetta, vas a ser ahorcado.

Capítulo quinto

La brigada se dispuso a la operación Centauro como destacamento separado del IV Ejército de Caballería. Recibimos apoyo en forma de tres compañías de caballería ligera, de Verden, que repartí en el Grupo de Ataque Vreemde. El resto de la brigada, como en la campaña de Aedim, lo dividí en los Grupos de Ataque Sievers y Morteisen, cada uno compuesto de cuatro escuadrones.

Salimos del punto de concentración en Drieschot la noche del cuatro al cinco de agosto. La orden para, el grupo era la siguiente: alcanzar la frontera de Vidort-Carcano-Armeria, capturar el paso del Ina, destruyen­do al enemigo que se encontrara, pero evitar los principales puntos de resistencia. Iniciando incendios, sobre todo de noche, iluminar el camino para las divisiones del IV Ejército, sembrar él pánico entre la población civil y conseguir que todas las arterias de comunicación en la retaguardia del enemigo se bloqueen, con los huidos. Fingiendo estar rodeándolos, empujar a los destacamentos enemigos en retirada hacia trompas ver­daderas. Eliminando grupos escogidos de población civil y prisioneros, despertar el miedo, profundizar el pánico y quebrar la moral del enemigo. Las tareas aquí descritas fueron ejecutadas por la brigada con excelente dedicación digna del mejor militar.

Elan Trahe, Por el emperador y la patria. La gloriosa ruta de guerra de la VII brigada daerlana de caballería

 

Milva no consiguió alcanzar ni salvar los caballos. Fue testigo de su robo, pero un testigo que no podía hacer nada. Primero la arrastró la enloqueci­da turba llena de pánico, luego le cortaron el camino unos carros, luego se sumergió en un lanoso y ruidoso rebaño de ovejas, que tuvo que atravesar como si fuera una pila de nieve. Por fin, ya junto al Jotla, solamente un salto hacia la pantanosa orilla llena de juncos la salvó de las espadas de los nilfgaardianos, quienes rajaban sin piedad a los fugitivos acumulados junto al río, sin dar perdón ni a mujeres ni a niños. Milva se arrojó al agua y cruzó a la otra orilla, a medias arrastrándose y a medias nadando de bruces entre los cadáveres arrastrados por la corriente.

Y continuó la persecución. Recordaba en qué dirección habían desapa­recido los campesinos que habían robado a Sardinilla, Pegaso, el caballo castaño y su prieto. Y en el carcaj junto a la montura del prieto iba su precioso arco. Qué le vamos a hacer, pensó, mientras le chapoteaba el agua que llevaba en las botas al correr, los otros van a tener que arreglár­selas solos de momento. ¡Yo, maldita sea, tengo que recuperar mi arco y mi caballo!

Primero recuperó a Pegaso. El castrado del poeta menospreció la alpar­gata de cáñamo que golpeaba su costado, se burló de los gritos que daba el ilegal jinete para azuzarle y ni se le ocurrió galopar, corría por entre los abedules, adormecido, perezoso y lento. El mozuelo se quedó bastante atrás en relación con los otros cuatreros. Cuando vio y escuchó a sus espaldas a Milva, se bajó de un brinco sin pensárselo y dio un salto entre los arbustos, mientras se sujetaba los calzones con las dos manos. Milva no lo persiguió, la ansiedad por el arco pudo con el fuerte deseo de matar. Saltó sobre la silla, a la carrera, con fuerza, hasta resonaron las cuerdas del laúd que estaba atado a las alforjas. Como conocía al caballo, consiguió obligarlo a pasar al galope. O más bien al paso rápido que Pegaso consideraba como galope.

Pero incluso aquel pseudogalope bastó, puesto que a los cuatreros que se habían dado a la fuga los frenaba otro caballo poco habitual. Se trataba de la resabiada Sardinilla, una yegua baya que el brujo había prometido más de una vez cambiar por otra montura, aunque fuera un asno, una mula o incluso una cabra, harto como estaba de sus enfurruñamientos. Milva alcanzó a los ladrones en el momento en el que, nerviosa por la falsa forma en que tiraban de las riendas, Sardinilla había derribado a su jinete en el suelo. Los otros, bajando de sus sillas, intentaban sujetar a la yegua que, desbocada, daba coces. Estaban tan ocupados que sólo advirtieron a Milva cuando cayó sobre ellos montando a Pegaso y le dio una patada a uno en la cara y le rompió la nariz. Cuando cayó, gritando y pidiendo ayuda divina, lo reconoció. Era el Zuecos. Un muchacho que a todas luces no tenía suerte con la gente. Y sobre todo con Milva.

A Milva, por desgracia, también la abandonó la suerte. Más exactamen­te, la suerte no fue culpable, sino su propia arrogancia y su convencimien­to, un poco apoyado en la práctica, de que era siempre capaz de darle a dos aldeanos una paliza tan grande como quisiera. Pero cuando bajó de la silla, recibió de pronto un puñetazo en el ojo y sin saber cómo se encontró en el suelo. Echó mano al cuchillo, decidida a atravesar algunas tripas, pero la golpeó en la cabeza un grueso palo con tanta violencia que el palo estalló, espolvoreando sobre sus ojos corteza y serrín. Cegada y sorda, consiguió sin embargo agarrarse a la rodilla del aldeano que todavía la apuntaba con los restos del palo, y el aldeano, inesperadamente, aulló y cayó. El otro gritó, se cubrió la cabeza con las dos manos. Milva se limpió los ojos y vio que se cubría de los golpes que le daba un jinete que iba sobre un caballo gris. Se levantó, tomó impulso y golpeó en el cuello al campesino caído. El cuatrero gimió, agitó los pies y se abrió de piernas y Milva utilizó esto de inmediato para cargar toda su rabia en una patada dada en un lugar preciso. El hombre se hizo un ovillo, apretó las manos en las ingles y gritó de tal modo que hasta las hojas cayeron de los abedules.

El jinete del caballo gris se enfrentó mientras tanto al otro hombre y al Zuecos, quien estaba sangrado por la nariz, y los expulsó a ambos hacia el bosque a golpes de bastón. Se dio la vuelta para ponerse con el que grita­ba, pero detuvo el caballo. Porque Milva había conseguido ya llegar a su caballo, ya tenía en las manos el arco y la flecha en la cuerda. La cuerda sólo estaba a mitad de su tensión, pero la punta de la saeta apuntaba ya directamente al pecho del jinete.

Durante un instante se estuvieron mirando el uno al otro, el jinete y la muchacha. Luego el jinete, con un lento movimiento, sacó de por detrás de su cinturón una flecha provista de largos timones y la arrojó a los pies de Milva.

—Sabía —dijo él con serenidad— que iba a tener ocasión de devolverte esta flecha, elfa.

—No soy una elfa, nilfgaardiano.

—No soy nilfgaardiano. Baja por fin ese arco. Si te deseara algún mal, hubiera bastado con mirar cómo te aplastaban.

—El diablo sabrá —dijo ella entre dientes— quién eres y lo que me deseas. Mas gracias por salvarme. Y por mi saeta. Y por el cabrón aquél al que mal le aticé en la praera.

El cuatrero golpeado estaba hecho un ovillo, comenzó a sollozar, al tiempo que escondía la cara entre las hojas secas. El jinete no lo miraba. Miraba a Milva.

—Coge el caballo —dijo él—. Tenemos que alejarnos lo más rápidamen­te posible del río, el ejército recorre los bosques por las dos orillas.

—¿Tenemos? —Frunció el ceño, bajó el arco—. ¿Juntos? ¿Y ende cuán­do somos compadres? ¿O compaña?

—Te lo explicaré —dio la vuelta al caballo, agarró del ramal al potranco castaño— si me das tiempo.

—La cosa es que tiempo no tengo. El brujo y los otros...

—Lo sé. Pero no los salvaremos, ellos mismos se dejarán matar o captu­rar. Coge el caballo y escapemos al bosque. ¡Apresúrate!

Se llama Cahir, recordó Milva, echando un vistazo al extraño compañero con que le tocaba estar sentada sobre un árbol caído. El extraño nilfgaardia­no que dice que no es nilfgaardiano. Cahir.

—Pensábamos que te habían apiolado —murmuró—. El castaño pare­ció sin jinete...

—Tuve una pequeña aventura —dijo seco—. Con tres ladrones peludos como hombres lobo. Me prepararon una emboscada. El caballo escapó. Los ladrones no ganaron, pero iban a pie. Hasta que conseguí hacerme con otro caballo, me quedé muy atrás de vosotros. Por fin, hoy por la mañana os di alcance. Junto al campamento. Crucé el río hacia abajo y esperé en esta orilla. Sabía que ibais hacia el este.

Uno de los caballos escondidos entre los alisos relinchó, pateó. Anoche­cía. Los mosquitos zumbaban penetrantemente junto a los oídos.

—Silencio en el bosque —dijo Cahir—. Ya se han ido los ejércitos. Ya se ha acabado la batalla.

—Carnecería, querrás decir.

—Nuestra caballería... —se detuvo, carraspeó—. La caballería imperial se lanzó sobre el campamento y entonces, desde el sur, atacaron vuestros ejércitos. Creo que eran temerios.

—Si ya acabó la batalla, habrá que ir tornando. Buscar al brujo, al Jaskier y a los otros.

—Es más razonable esperar a la oscuridad.

—Algo hay acá horroroso —dijo en voz baja, apretando el arco—. Si­niestro lugar, hasta escalofríos tengo. Paece que haya silencio, y todo el rato se suenan susurros por los matojos... El brujo dijo que los ghules gustan de los campos de batalla... Y los aldeanos chamullaban sobre vamperos...

—No sólo tú —respondió él a media voz—. A mí también me da miedo.

—Ciertamente. —Ella comprendió de qué estaba hablando—. Cerca de dos semanas tras nuestro vas, solo como la una. Detrás nuestro te arras­tras y a to alredor andan los tuyos. Maguer dices que no eres nilfgaardiano, mas los tuyos son, al cabo. Que se me lleve el puto diablo si lo entiendo... En vez de volver con tus gentes, andurreas tras el brujo. ¿Por qué?

—Es una larga historia.

Cuando el alto Scoia'tael se inclinó sobre él, atado a un poste como estaba, Struycken cerró los ojos de espanto. Se dice que no hay elfos feos, que todos son hermosos, que nacen así. Puede que el legendario caudillo de los Ardillas también hubiera nacido hermoso. Pero ahora, cuando su rostro lo cruzaba de través una terrible cicatriz que le deformaba la frente, una ceja, la nariz y la mejilla, de su belleza de elfo no le quedaba nada.

El elfo rajado se sentó en un tronco de árbol que yacía al lado.

—Me llamo Isengrim Faoiltiarna —dijo, inclinándose de nuevo sobre el prisionero—. Desde hace cuatro años lucho con los seres humanos, desde hace tres años dirijo un comando. He enterrado a un hermano caído en lucha, cuatro primos, más de cuarenta compañeros de armas. En mi lucha tengo a vuestro emperador por nuestro aliado, lo que he demostrado repe­tidas veces dando a vuestros servicios información secreta, ayudando a vuestros agentes y residentes, liquidando a las personas que señalabais.

Faoiltiarna guardó silencio, hizo una señal con su mano enguantada. El Scoia'tael que estaba a su lado alzó de la tierra una pequeña cajita hecha de corteza de abedul. Un dulce olor surgía de la cajita.

—Tenía a Nilfgaard por un aliado, y sigo teniéndolo —repitió el elfo de la cicatriz—. Por eso no di crédito al principio cuando mi informador me advirtió de que se preparaba una emboscada contra mí. Que recibiría una orden de encontrarme a solas con un emisario de Nilfgaard y que cuando acudiera sería capturado. No creí mis propios oídos, pero, siendo de natu­raleza precavida, acudí al encuentro algo antes y no sólo. Así que grande fue mi asombro y mi sorpresa cuando resultó que en el lugar del encuentro secreto, en vez de un emisario, esperaban seis esbirros provistos de una red de pescadores, cuerdas, una capucha de cuero con mordaza y una camisa que se puede atar con cinturones y hebillas. El equipamiento, yo diría, que es utilizado comúnmente por vuestro servicio secreto para rap­tar gente. El servicio secreto nilfgaardiano quería atraparme a mí, Faoiltiarna, vivo, llevarme a algún sitio, bloqueado, atado hasta las orejas en un caftán de seguridad. Un asunto enigmático, yo diría. Que precisa ser acla­rado. Estoy contento de que por lo menos uno de los esbirros que se había lanzado contra mí, sin duda su jefe, se dejara coger vivo y se encuentre en situación de darme explicaciones.

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