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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (27 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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Struycken apretó los dientes y volvió la cabeza para no tener que mirar el deformado rostro del elfo. Prefería mirar a la cajita de corteza de abedul sobre la que zumbaban dos avispas.

—Ahora, pues —siguió Faoiltiarna, mientras se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo—, hablaremos, señor raptor. Para facilitar la con­versación aclararé unos cuantos detalles. En esta cajita hay jarabe de arce. Si nuestra conversación no se desarrolla en la deseada dirección de com­prensión mutua y profunda sinceridad, te derramaré abundantemente el mencionado jarabe sobre la cabeza. Con una especial atención a la boca y los ojos. Luego te colocaremos sobre un hormiguero, oh, mira, precisamen­te ése por donde corretean esos simpáticos y laboriosos insectos. Añado que este método ya se ha experimentado con estupendo éxito en el caso de algunos dh'oine y an'givare, que me ofrecieron resistencia y mostraron fal­ta de sinceridad.

—¡Estoy al servicio del emperador! —gritó el espía, palideciendo—. Soy oficial de los servicios especiales del imperio, al mando del señor Vattier de Rideaux, viceconde de Eiddon! ¡Me llamo Jan Struycken! Protesto...

—Una reunión fatal de circunstancias —le interrumpió el elfo—, aquí las hormigas rojas, ansiosas de jarabe de arce, jamás han oído hablar del señor de Rideaux. Comencemos. Quién diera la orden de raptarme no lo voy a preguntar, porque está claro. Mi primera pregunta es, entonces: ¿adon­de queríais llevarme?

El espía nilfgaardiano se retorció en sus ligaduras y agitó la cabeza porque le parecía ya que las hormigas le corrían por las mejillas. Sin em­bargo, guardó silencio.

—Una pena. —Faoiltiarna cortó el silencio haciendo una señal al elfo de la cajita—. Embadúrnalo.

—¡Tenía que transportaros a Verden, al castillo de Nastrog! —gritó Struycken—. ¡Por orden del señor de Rideaux!

—Gracias. ¿Qué me esperaba en Nastrog?

—Un interrogatorio...

—¿Qué me tenían que preguntar?

—¡Sobre lo sucedido en Thanedd! ¡Os lo ruego, desatadme! ¡Os diré todo!

—Por supuesto que lo vas a contar todo. —El elfo suspiró mientras se desperezaba—. En especial, porque ya hemos comenzado y en estos asun­tos el comienzo es siempre lo más difícil. Continúa.

—¡Tenía orden de obligaros a confesar dónde se escondían Vilgefortz y Rience! ¡Y Cahir Mawr Dyffryn, hijo de Ceallach!

—Qué divertido. ¿Se me pone una trampa para preguntarme por Vilge­fortz y Rience? ¿Y qué puedo yo saber de ellos? ¿Qué me puede unir a ellos? Y lo de Cahir es todavía más divertido. Pues si os lo envié a vosotros, tal y como deseabais. Atado. ¿Acaso no os llegó el paquete?

—Mataron al destacamento lanzado al lugar escogido para el encuen­tro... Cahir no estaba entre los muertos...

—Aja. Y al señor Vattier de Rideaux le entraron sospechas. Pero en vez de simplemente enviar al comando otro emisario y pedir explicaciones, me pone una trampa de inmediato. Ordena que me lleven a Nastrog y me interroguen. Acerca de lo sucedido en Thanedd.

El espía guardó silencio.

—¿No me has entendido? —El elfo inclinó sobre él su horrible rostro—. Esto era una pregunta. Decía: ¿de qué se trata?

—No lo sé... Eso no lo sé, lo juro...

Faoiltiarna movió la mano, señaló. Struycken gritó, se retorció, maldijo al Gran Sol, juró su ignorancia, meneó la cabeza y escupió el jarabe que le echaron denso sobre el rostro. Sólo cuando le transportaban entre cuatro Scoia'tael hacia el hormiguero se decidió a hablar. Aunque las consecuen­cias podían ser peores que las hormigas.

—Señor... Si alguien se entera de esto, estoy muerto... Pero os contaré... He visto órdenes secretas. Lo escuché... Lo diré todo...

—Eso está claro. —El elfo asintió con la cabeza—. El record en el hormi­guero, que alcanza la hora y cuarenta minutos, pertenece a cierto oficial de los destacamentos especiales del rey Demawend. Pero y también él al final habló. Venga, empieza. Rápido, ordenado y concreto.

—El emperador está convencido de que en Thanedd lo traicionaron. El traidor es Vilgefortz de Roggeveen, hechicero. Y su ayudante, llamado Rience. Y, sobre todo, Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach. Vattier... El señor Vattier no está seguro de si vosotros no habréis metido los dedos en esta traición, incluso inconscientemente... Por eso ordenó capturaros y llevaros en se­creto a Nastrog... Señor Faoiltiarna, yo trabajo desde hace veinte años en el servicio secreto... Vattier de Rideaux es mi tercer jefe...

—Con orden, por favor. Y deja de temblar. Si eres sincero conmigo, tienes la oportunidad de servir todavía a algunos jefes.

—Aunque lo mantuvieron todo en el más profundo secreto, yo lo sa­bía... Sabía a quién tenían que capturar Vilgefortz y Cahir en la isla. Y resultó que no lo consiguieron. Porque a Loc Grim trajeron a ésa... cómo se llama... Sí, la princesa de Cintra. Ya pensamos que era un éxito, que nom­brarían barones a Cahir y Rience y al hechicero aquél por lo menos con­de... Y en vez de eso, el emperador mandó llamar a Antillo... Es decir, al señor Skellen y a don Vattier, ordenó capturar a Cahir... Y a Rience y Vilgefortz... todos los que podían saber algo sobre Thanedd o sobre este asunto tenían que ser sometidos a tortura... Y vos también... No fue difícil imagi­nárselo... Bueno, que había habido traición. Que a Loc Grim habían traído a una falsa princesa...

El espía respiró, tomó aire nerviosamente con los labios anegados de jarabe de arce.

—Desatadlo —ordenó Faoiltiarna a sus Ardillas—. Y que se lave el rostro.

La orden fue realizada de inmediato. Al cabo, el organizador de la fallida trampa estaba ya con la cabeza alzada delante del legendario caudillo de los Scoia'tael. Faoiltiarna le contempló con indiferencia.

—Límpiate escrupulosamente el jarabe de las orejas —dijo por fin—. Agúzalas y afina la memoria como corresponde a un espía con años de práctica. Voy a dar una prueba de mi lealtad al emperador, expondré una completa relación de los asuntos que os interesan. Tú, por tu parte, se lo repetirás todo, palabra por palabra, a Vattier de Rideaux.

El agente asintió ávido con la cabeza.

—A mitad de Blathe, según vuestro calendario al principio de junio —comenzó el elfo—, entabló contacto conmigo Enid an Gleanna, hechice­ra, conocida como Francesca Findabair. A orden suya llegó a mi comando un cierto Rience, al parecer totumfactum de Vilgefortz de Roggeveen, tam­bién mago. Un plan de acción fue elaborado en el mayor secreto, con el objetivo de eliminar a cierta cantidad de hechiceros durante el congreso en la isla de Thanedd. El plan me fue presentado como una acción que tenía el total apoyo del emperador Emhyr, de Vattier de Rideaux y de Stefan Skellen, de otro modo no hubiera aceptado trabajar junto con los dh'oine, fueran hechiceros o no, porque demasiadas provocaciones he visto en mi vida. La participación del imperio en este asunto la confirmó la llegada al cabo de Bremervoord de un barco que traía a Cahir, hijo de Ceallach, pro­visto de órdenes y poderes especiales. De acuerdo con aquellas órdenes, designé un grupo especial de mi comando que tenía que obedecer única­mente las órdenes de Cahir. Sabía que aquel grupo tenía por misión el capturar y llevarse de la isla a... cierta persona.

»A Thanedd —siguió al cabo Faoiltiarna— fuimos en el barco en el que había venido Cahir. Rience tenía un amuleto con cuya ayuda escondió el barco en una niebla mágica. Entramos con el barco en las cavernas bajo la isla. Desde allí llegamos a los subterráneos bajo el Garstang.

»Ya en los subterráneos vimos que algo fallaba, Rience recibió algunas señales telepáticas de Vilgefortz. Sabíamos que tendríamos que salir en marcha a una lucha que se estaba desarrollando por encima. Estábamos preparados. Y menos mal, porque nada más salir de los calabozos caímos en el infierno.

El elfo torció su rostro mutilado, tal como si los recuerdos le produje­ran dolor.

—Después de un cierto éxito inicial, las cosas comenzaron a complicarse. No se consiguió eliminar a todos los hechiceros reales, tuvimos muchas pér­didas. También algunos magos que estaban dentro de la conspiración fue­ron muertos, y otros, por su parte, comenzaron a salvar el pellejo a base de teleportarse. En cierto momento, desapareció Vilgefortz, luego desapareció Rience, y al poco Enid an Gleanna. Esta última desaparición la consideré como la señal definitiva para retirarme. Sin embargo, no di la orden, esperé a que regresara Cahir y su grupo, que al principio de la acción se había ido para realizar su misión. Como no volvían, comenzamos a buscarlos.

«Del grupo no se había salvado nadie —Faoiltiarna miró a los ojos al espía nilfgaardiano—, todos habían sido asesinados de manera bestial. A Cahir lo hallamos en las escaleras que conducían a Tor Lara, la torre que había estallado durante la lucha y se había disuelto en escombros. Estaba herido e inconsciente, se veía claramente que no había cumplido la misión que se le había encomendado. Por los alrededores no había ni huella del objeto de tal misión, y por abajo, viniendo desde Aretusa y Loxia, habían aparecido ya los realistas. Sabía que Cahir no podía caerles en las manos de ningún modo, porque sería una prueba de la activa participación de Nilfgaard en la acción. Nos lo llevamos y huimos hacia los subterráneos, hacia la caverna. Subimos al barco y nos fuimos. De todo el comando no quedaron más que doce, en su mayoría heridos.

»El viento nos ayudó. Desembarcamos al oeste de Hirundum, nos escon­dimos en los bosques. Cahir intentó quitarse los vendajes, gritaba algo acer­ca de una dama loca de ojos verdes, acerca de la Leoncilla de Cintra, de un brujo que había destrozado a su grupo, de la Torre de la Gaviota y de un hechicero que volaba como un pájaro. Pedía un caballo, ordenaba volver a la isla, se apoyaba en las órdenes del emperador, lo que, en tal situación, tuve que considerar como los delirios de un loco. La guerra, como sabíamos, reinaba ya en Aedirn, así que consideré más importante una rápida recons­trucción del comando diezmado y el retorno a la lucha con los dh'oine.

«Cahir todavía estaba con nosotros cuando encontré en la caja de contac­to aquella orden secreta vuestra. Me sorprendí mucho. Aunque estaba claro que Cahir no había cumplido la misión, nada señalaba que fuera culpable de traición. Pero no me lo pensé demasiado, pensé que era asunto vuestro y vosotros mismos debíais resolverlo. Cahir, cuando lo ataron, no ofreció re­sistencia, estaba tranquilo y resignado. Mandé meterlo en un ataúd de ma­dera y, con ayuda de un hav'caare amigo, llevarlo al lugar señalado en la orden. No tenía ganas, lo reconozco, de menguar mi comando ofreciéndoles una escolta. No sé quién mató a vuestras gentes en el lugar de encuentro. Y dónde era lo sabía sólo yo. Si no os gusta la versión de la destrucción de vuestro destacamento por un simple azar, buscad entonces a los traidores entre vosotros, porque excepto yo, sólo vosotros sabíais el lugar y la fecha.

Faoiltiarna se levantó.

—Esto es todo. Todas las informaciones que os he dado son verdaderas. En las mazmorras de Nastrog no os hubiera dado más. Las mentiras y las Tabulaciones con las que, puede ser, intentara satisfacer a los inquisidores y verdugos, os perjudicarían más que os ayudarían. No sé nada más, en especial no sé nada del lugar donde se encuentran Vilgefortz y Rience, no sé tampoco si vuestras sospechas de su traición son fundamentadas. Os aseguro también que nada sé sobre la princesa de Cintra, ni verdadera, ni falsa. Os he dicho todo lo que sé. Cuento con que ni el señor de Rideaux ni Stefan Skellen quieran ponerme más trampas. Hace tiempo que los dh'oine intentan atraparme o matarme, así que he tomado la costumbre de exter­minar sin piedad a todos los tramposos. En el futuro, tampoco esperaré a ver si alguno de los tramposos no está por casualidad a las órdenes de Vattier o de Skellen. No voy a tener ni tiempo ni ganas para tal espera. ¿He hablado claro?

Struycken afirmó con la cabeza, tragó saliva.

—Así que toma el caballo, espía, y vete de mis bosques.

—Uséase, que al tormento en el ataúd aquél te conducían —murmuró Milva—. Algo entiendo, si bien noto. ¿Por qué leches tú, en vez de escon­derte yo qué sé dónde, tras el brujo cabalgas? Él anda muy dolido conti­go... Dos veces la vida te perdonó...

—Tres veces.

—Dos vi. Anque no fueras tú el que en Thanedd le apalearas al brujo, como yo para mí que me daba al principio, no sé si sea seguro para ti ponerte al alcance de su tizona. Yo no es que de vosotros los grandes en­tienda mucho, mas me salvaste y como que te miro con buenos ojos... Así que te digo, Cahir, en cuatro letras: cuando el brujo sacuerda de los que se llevaron a su Ciri hasta Nilfgaard, aprieta los dientes tanto que hasta le saltan chispas. Y si le echaras un escupitajo, a lo mismo la saliva se va­poraba.

—Ciri —dijo—. Bonito nombre.

—¿No lo sabías?

—No. A mí siempre se me dijo Cirilla o bien Leoncilla de Cintra... Y cuando estuvo conmigo... pues estuvo... no me dijo ni palabra. Aunque salvé su vida.

—Igual el diablo acierta a entender to esto. —Agitó la cabeza—. Tenéis enredadas las suertes vuestras, Cahir, arretorcidas y embrolladas. No es para mí esto.

—Y tú, ¿cómo te llamas? —preguntó él de pronto.

—Milva... María Barring. Pero di Milva.

—El brujo va en mala dirección, Milva —dijo al cabo—. Ciri no está en Nilfgaard. No la raptaron para Nilfgaard. Si acaso llegaron a raptarla.

—¿Cómo es eso?

—Es una larga historia.

—Por el Gran Sol. —Fringilla, desde el umbral, inclinó la cabeza y miró con asombro a su amiga—. ¿Qué es lo que has hecho con tus cabellos, Assire?

—Me los he lavado —respondió seca Assire var Anahid—. Y me los he peinado. Entra, por favor, siéntate. Largo del sillón, Merlín. ¡Fffuuu!

La hechicera se sentó en el lugar que el gato negro había dejado libre con desgana, sin dejar de mirar el peinado de su amiga.

—Deja de extrañarte. —Assire tocó con la mano los rizos vellosos y brillantes—. Decidí cambiarme algo. Al fin y al cabo, he tomado ejemplo de ti.

—A mí —se rió Fringilla Vigo— siempre se me ha considerado como una rara y una revoltosa. Pero cuando te vean a ti en la academia o en la corte...

—No suelo ir por la corte —la cortó Assire—. Y la academia tendrá que acostumbrarse. Estamos en el siglo XIII. Ya es hora de acabar con el prejui­cio de que cuidar del aspecto exterior prueba la frivolidad y la levedad de pensamiento.

—Las uñas también. —Fringilla entrecerró ligeramente unos ojos ver­des a los que nunca se les escapaba nada—. No te reconozco, querida mía.

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