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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Bautismo de fuego (23 page)

BOOK: Bautismo de fuego
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A la escalera de un carro cargado de sacos había atada una muchacha, de unos dieciséis años, con los brazos muy separados. La muchacha ape­nas alcanzaba la tierra con las puntas de los pies. En el momento en que se acercaron, estaban quitando de sus brazos delgados la camisa y el ca­misón, a lo que la muchacha atada reaccionó revolviendo los ojos y emi­tiendo una estúpida mezcla de risitas y sollozos.

Junto a ella estaban preparando un fuego. Alguien atizaba con fuerza el carbón, otro, con ayuda de unas tenazas, tomaba unas herraduras y las depositaba con cuidado sobre las brasas. Por encima de todo el tumulto se alzó el grito excitado del sacerdote.

—¡Hechicera corrompida! ¡Mujer impía! ¡Reconoce la verdad! ¡Ja, miradla, paisanos, está embriagada de alguna hierba hechiceril! ¡Miradla! ¡Tiene la hechicería pintada en el rostro!

El sacerdote era delgado, tenía el rostro seco y oscuro como un pescado ahumado. Su negra túnica le colgaba como si estuviera sobre una estaca. En el cuello le brillaba un símbolo sagrado. Geralt no podía ver de qué dei­dad era, tampoco sabía mucho del tema, al fin y al cabo. El panteón, que en los últimos tiempos había crecido mucho, le traía sin cuidado. Sin embargo, el sacerdote tenía que pertenecer a alguna nueva secta religiosa. Las más antiguas se ocupaban de cosas más provechosas que perseguir muchachas, atarlas a los carros e incitar contra ellas a la chusma supersticiosa.

—¡Desde el principio de los tiempos la mujer es la sede de todo mal! ¡La herramienta del Caos, aliada en la conspiración contra el mundo y el géne­ro humano! ¡A la mujer la gobierna tan sólo la lascivia de la carne! ¡Por eso con tanto agrado sirven a los demonios, para satisfacer su deseo insatisfe­cho y su concupiscencia contra natura!

—Ahora vamos a enterarnos de muchas cosas más sobre las mujeres —murmuró Regis—. Esto es una fobia, en una forma clínica pura. Segu­ro que los hombres santos a menudo sueñan con
vagina dentata.

—Me apuesto a que es peor —le respondió Jaskier, también en un murmulle—. Me juego la cabeza a que sueña despierto todo el tiempo con una normal, sin dientes. Y el deseo se le ha subido al cerebro.

—Y la pobre muchacha deficiente pagará por ello.

—Si hallar no se pudiera —ladró Milva— quien detenga a ese idiota de lo negro.

Jaskier miró significativamente y con esperanza hacia el brujo, pero Geralt evitó su mirada.

—¿Y de quién sino de un hechicero femenino es la culpa de nuestras cuitas y desgracias actuales? —siguió gritando el sacerdote—. ¡Pues quién sino los hechiceros a los reyes traicionaron en la isla de Thanedd y urdie­ron el atentado contra el rey de Redania! ¡Quién sino la hechicera élfica de Dol Blathanna azuza contra nosotros a los Ardillas! ¡Veis así a qué mal nos ha conducido la confianza en los hechiceros! ¡La tolerancia de sus prácti­cas asquerosas! ¡El cerrar los ojos a su arbitrariedad, a su orgullo petulan­te, a su riqueza! ¿Y quién es culpable de ello? ¡Los reyes! ¡Los gobernantes ufanos renegaron de los dioses, expulsaron a los sacerdotes, les quitaron sus cargos y sus lugares en los consejos, y a los repugnantes hechiceros les regaron con dignidades y oro! ¡Y aquí está el resultado!

—¡Aja! Aquí yace el vampiro enterrado —dijo Jaskier—. Te has equivo­cado, Regis. Esto va de política, no de vaginas.

—Y de dinero —añadió Zoltan Chivay.

—¡Ciertamente —aullaba el sacerdote— os digo, antes de que entablemos batalla con Nilfgaard, limpiemos primero la propia casa de estas abominacio­nes! ¡Quememos este absceso con hierro al blanco! ¡Limpiémoslo con un bau­tismo de fuego! ¡A quienes se ocupan de hechizos no las permitiremos vivir!

—¡No lo permitiremos! ¡A la hoguera con ella!

La muchacha atada al carro rió histérica, revolvió los ojos.

—Quieto parao, espacito —habló un aldeano de enorme tamaño que ha­bía estado callado hasta entonces. Alrededor de él se había reunido un grupito de hombres también silenciosos y de mujeres de aspecto sombrío—. Pos fasta ahora no más que gritos he oído. Y gritar sabe cualquiera, fasta los cuervos. De vos, santidad, cabe esperar más respeto que de unos cuervos.

—¿Negáis mis palabras, estarosta Laabs? ¿Mis palabras de sacerdote?

—No negó na, —El gigante escupió en la tierra y se subió unos pantalo­nes de lana cardada—. Esta moza es una güérfana y una vagamunda, no es naidie. Si arresultara que está ajuntá con el vampero, cogerla y matarla. Pero entanto sea yo el estarosta de este campamento, no se va aquí a castigar na más que a los culpables. Si queréis castigar, ea, enseñar lo primero las pruebas de culpa.

—¡Las mostraré! —gritó el sacerdote, dando una señal a sus lacayos, los mismos que poco antes habían estado poniendo las herraduras en el fuego—. ¡Ante vuestros ojos las mostraré! ¡A vos, Laabs, y a todos los presentes!

Los lacayos trajeron de detrás del carro una pequeña olla de asa renegrida y la colocaron en el suelo.

—¡Ésta es la prueba! —gritó el sacerdote, al tiempo que volcaba la olla de un puntapié. Sobre la tierra se derramó una sopa clara, dejando sobre la arena pedacitos de zanahoria, hojas de una verdura irreconocible y al­gunos pequeños huesos—. ¡La hechicera estaba haciendo una cocción mágica! ¡Un elixir gracias al que iba a poder volar por el aire! ¡Hasta su amante el vampiro, para yacer con él depravadamente y planear más crí­menes! ¡Conozco yo las formas y los medios de los hechiceros, yo sé de qué está hecha esa decocción! ¡La hechicera coció un gato vivo!

La multitud murmuró amenazadoramente.

—Qué macabro. —Jaskier se sobrecogió—. ¿Cocer a un ser vivo? Me daba pena la muchacha, pero ha ido un poco demasiado allá...

—Cierra el pico —silbó Milva.

—¡He aquí la prueba! —ladró el sacerdote mientras alzaba del humeante charco un huesecillo—. ¡He aquí la prueba irrefutable! ¡Un hueso de gato!

—Eso es un hueso de pájaro —afirmó sereno Zoltan Chivay, entornan­do los ojos—. Un arrendajo, por lo que me parece, o una paloma. ¡La mu­chacha se estaba preparando un poco de caldo y eso es todo!

—¡Calla, enano pagano! —bramó el sacerdote—. ¡No blasfemes, porque los dioses te castigarán a manos de las gentes pías! ¡Esto es un cocimiento de gato, afirmo!

—¡De gato! ¡Seguro que de gato! —aullaron los campesinos que rodea­ban al sacerdote—. ¡La moza tenía un gato! ¡Un gato negro! ¡Todos saben que lo tenía! ¡Siempre iba detrás de ella! ¿Y dónde está ahora el gato? ¡No está! ¡Quiere decir que lo ha cocido!

—¡Lo ha cocido! ¡Lo ha hecho caldo!

—¡Cierto! ¡La hechicera ha hecho un caldo de gato!

—¡No hacen falta más pruebas! ¡Al fuego con la bruja! ¡Pero primero los tormentos! ¡Que lo confiese todo!

—¡Uuuuutaa madrre! —graznó el Mariscal de Campo Duda.

—Lo siento por el gato —dijo de pronto Percival Schuttenbach a voz en grito—. Era una bestia bonita, gordita. ¡La piel le brillaba como antracita, los ojos eran como dos berilos, los bigotillos largos y la cola gorda como garrote-de bandolero! Un gato como de libro. ¡Debía de cazar ratones estupendamente!

Los aldeanos se quedaron callados.

—¿Y vos cómo lo sabéis, señor gnomo? —refunfuñó uno—. ¿Y cómo podéis saber qué aspecto tenía el tal gato?

Percival Schuttenbach se sonó los mocos, se limpió los dedos en la pernera del pantalón.

—Pues porque está allí sentado, sobre el carro. A vuestra espalda.

Los aldeanos se dieron la vuelta como a una orden, murmuraron mien­tras miraban al gato sentado sobre los hatillos. El gato, por su parte, sin importarle para nada el interés general, puso perpendicular la pata trasera y se concentró en lamerse el culete.

—Vaya, se ha demostrado —sonó la voz de Zoltan Chivay en el más absoluto silencio— que vuestra prueba gatuna irrefutable se ha ido al cuer­no, hombre de dios. ¿Cuál será la segunda prueba? ¿Puede que una gata? Estaría bien, juntamos la parejita, los reproducimos, ni un ratón se acer­cará a medio tiro de arco del pósito.

Algunos aldeanos bufaron, otros, entre ellos el estarosta Héctor Laabs, se rieron a mandíbula batiente. El sacerdote se puso de color púrpura.

—¡Te recordaré, blasfemo! —gritó, señalando con el dedo al enano—. ¡Kobold impío! ¡Criatura de la oscuridad! ¿De dónde has venido aquí? ¿No será que tú también andas en conciliábulos con el vampiro? ¡Espera, cas­tigaremos a la hechicera y a ti te tiraremos de la lengua! ¡Pero primero juzgaremos a la hechicera! ¡Las herraduras ya están entre las brasas, vea­mos qué revela la pecadora cuando su asquerosa piel comience a silbar! Os prometo que ella misma se declarará culpable del crimen de hechicería, ¿hacen falta más pruebas que una declaración de culpabilidad?

—Hacen falta, hacen falta —dijo Hector Laabs—. Pos si a vos, santidad, sus pusieran esas herraduras al rojo en los talones, admitiríais hasta la depravación de habersus jodido a una yegua. ¡Lagarto, lagarto! ¡Que seáis hombre de dioses y habléis como un lacero de perros!

—¡Sí, soy un hombre de dios! —gritó el sacerdote por encima del mur­mullo de los aldeanos, que se iba incrementando—. ¡Creo en la justicia divina, en su castigo y venganza! ¡Y en el juicio de dios! ¡Que la hechicera se presente ante el juicio de dios! ¡El juicio de dios...!

—Excelente idea —cortó el brujo a voz en grito, saliendo de entre la multitud.

El capellán lo midió con una mirada de odio, los campesinos dejaron de murmurar, miraron con la boca abierta.

—El juicio de dios —siguió Geralt, entre el absoluto silencio— es una cosa completamente segura y absolutamente justa. Las ordalías son acep­tadas también por los tribunales profanos y tienen sus reglas. Estas reglas dicen que, en el caso de que la acusación se dirija contra una mujer, un niño, anciano o persona privada de razón, puede haber un defensor. ¿No es cierto, señor estarosta Laabs? Me ofrezco como defensor. Delimitad un campo. Quien esté seguro de la culpa de esta muchacha y no tenga miedo del juicio de dios, que entable pelea conmigo.

—¡Ja! —gritó el sacerdote, todavía midiéndole con los ojos—. ¿No sois demasiado astuto, vuesa desconocida merced? ¿Un duelo propones? ¡A ojos vista se ve que eres un malandrín y un valentón! ¿Con tu espada de bandido quieres pasar el juicio de dios?

—Si no os gusta la espada, santidad —anunció Zoltan Chivay arras­trando las palabras, de pie junto a Geralt— y si esta merced no os parece adecuada, ¿no seré yo digno? Venga, que el que acuse a la moza se bata conmigo con el hacha.

—O bien conmigo con el arco. —Milva, entornando los ojos, también salió de entre la muchedumbre—. Un tiro a cien pasos.

—¿Veis, gentes, cuan rápido crecen los defensores de la bruja? —gritó el sacerdote, después de lo cual se dio la vuelta y deformó el rostro en una sonrisa maliciosa—. Bien, canallas, acepto para la ordalía a vuestro trío. ¡Llevemos a cabo el juicio de dios, determinemos la culpa de la bruja y comprobemos a un tiempo también vuestra virtud! ¡Pero no a espada, ha­cha, lanza o saeta! ¿Decís que sabéis las reglas del juicio de dios? ¡Yo también las conozco! ¡He aquí unas herraduras que descansan sobre el carbón, que están ya al rojo vivo! ¡Bautismo de fuego! ¡Bien, partidarios de la hechicería! Aquél que una herradura saque del fuego, me la traiga y no revele huella de quemadura, demostrará que la bruja no es culpable. Si acaso el juicio de dios otra cosa dijera, entonces moriréis vosotros y morirá ella. ¡He dicho!

Los murmullos de desagrado del estarosta Laabs y su grupo quedaron ahogados por los gritos entusiastas de la mayoría de los reunidos en tomo al sacerdote, anticipando gran espectáculo y regocijo. Milva miró a Zoltan, Zoltan al brujo y el brujo al cielo y luego a Milva.

—¿Crees en los dioses? —preguntó a media voz.

—Creo —bufó por lo bajo la arquera, mientras miraba el carbón del fuego—. Mas no pienso que tuvieran ganas de quebrarse los sesos con unas herraduras calientes.

—Desde el fuego hasta ese hijo de puta no habrá más de tres pasos —susurró Zoltan entre dientes—. Aguantaré de algún modo, he traba­jado en una siderurgia... De todos modos, rezad por mí a esos dioses vuestros...

—Un momento. —Emiel Regis puso su mano sobre el hombro del ena­no—. Dejad las oraciones.

El barbero se acercó hasta el fuego, le hizo una reverencia al sacerdote y al público, luego de lo cual se inclinó rápido y metió su mano en el carbón ardiente. La masa gritó con una sola voz, Zoltan maldijo, Milva clavó su mano en el brazo de Geralt. Regis se levantó, miró con serenidad la herra­dura que estaba al rojo blanco en su mano, sin apresurarse se acercó al sacerdote. Éste retrocedió, pero chocó contra los aldeanos que estaban a su espalda.

—De esto se trataba, si no me equivoco, honorable —preguntó Regis, levantando la herradura—. ¿Un bautismo de fuego? Si es así, pienso que el juicio de dios es inequívoco. La muchacha es inocente. Sus defensores son inocentes. Y yo, imaginaos, también soy inocente.

—En... en... enseñad la mano... —balbuceó el sacerdote—. A ver si no está quemada...

El barbero sonrió para sí con los labios apretados, después de lo cual pasó la herradura a la mano izquierda y mostró la derecha, completamente sana, primero al sacerdote, luego, levantándola muy alto, a todos. La multitud gritó.

—¿De quién es esta herradura? —preguntó Regis—. Que el propietario la
.
recoja.

Nadie contestó.

—¡Esto son artes diabólicas! —gritó el sacerdote—. ¡Eres un hechicero o un diablo encarnado!

Regis tiró la herradura al suelo y se dio la vuelta.

—Entonces echadme un exorcismo —propuso con la voz fría—. Os lo permito. Pero el juicio de dios ya se ha ejecutado. Tengo entendido que el menospreciar los resultados de una ordalía es un acto de herejía.

—¡Muere, vete! —gritó el sacerdote, agitando delante del barbero un amuleto y realizando unos gestos cabalísticos con la otra mano—. ¡Vete al abismo del infierno! ¡Que la tierra se hunda debajo de ti...!

—¡Basta ya! —gritó Zoltan con furia—. ¡Eh, paisanos! ¡Señor estarosta Laabs! ¿Pensáis seguir contemplando mucho tiempo esta locura? ¿Pensáis...?

Un grito penetrante ahogó la voz del enano.

—¡Niiiilfgaaaaaard!

—¡Vienen caballos desde el oeste! ¡La caballería! ¡Se acercan los nilfgaardianos! ¡Que se salve quien pueda!

En un instante el campamento se transformó en un verdadero pande­monio. Los aldeanos se apresuraron a sus carros y chozas, cayéndose y empujándose los unos a los otros. Un gran gemido se alzó hacia el cielo.

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