—¿Cómo? —El enano enarcó las cejas y se retiró un paso—. ¿Aquí vivís? ¿En el cementerio?
—¿En el cementerio? No. Tengo una cabaña no muy lejos de aquí. Además de casa y tienda en Dillingen, ha de entenderse. Pero aquí paso el verano cada año, de junio a septiembre, desde la Verbena hasta el equinoccio. Recojo hierbas medicinales y raíces, de algunas destilo aquí mismo medicamentos y elixires...
—Pero de la guerra tenéis noticias —afirmó más que preguntó Geralt—, pese a la soledad de ermitaño y al alejamiento del mundo y las gentes. ¿Cómo?
—Por los fugitivos que han ido pasando. A menos de dos millas de aquí, junto al río Jotla, hay un gran campamento. Se han agrupado allá más de dos centenas de huidos, aldeanos de Brugge y Sodden.
—¿Y los ejércitos temerios? —se mostró interesado Zoltan—. ¿Han entrado en acción?
—Nada sé de esto.
El enano blasfemó, luego puso sus ojos sobre el barbero.
—Así que vivís aquí, señor Regis —dijo prolongadamente—. Y por las noches paseáis entre las tumbas. ¿No os da miedo?
—¿A qué tendría que tener miedo?
—Aquí, su merced —Zoltan señaló a Geralt— es un brujo. No hace mucho vio señales de ghules. Comemuertos, ¿entendéis? Y no hay que ser brujo para saber que los ghules viven en los cementerios.
—Un brujo. —El barbero miró a Geralt con interés manifiesto—. Matador de monstruos. Vaya, vaya. Interesante. ¿No les habéis explicado a vuestros compañeros, señor brujo, que esta necrópolis tiene más de medio milenio? Los ghules no son muy selectivos con la comida, pero no muerden huesos de hace quinientos años. No los hay aquí.
—Eso no me preocupa para nada —dijo Zoltan Chivay mirando a su alrededor—. Bueno, señor médico, permitid que os invitemos a nuestro campamento. Tenemos carne de caballo fría, no la despreciaréis, ¿no?
Regis le miró durante largo rato.
—Gracias —dijo por fin—. Sin embargo, tengo una idea mejor. Os invito a mi casa. Mi hogar veraniego es en realidad más una choza que una cabaña, y además pequeña, os tocará en cualquier caso dormir bajo la luna. Pero junto a la cabaña hay un manantial. Y un horno donde se puede calentar la carne de caballo.
—Aceptamos con gusto. —El enano hizo una reverencia—. Puede que no haya aquí ghules, pero el pensar en pasar una noche en este cementerio no me alegra demasiado. Vamos, conoceréis al resto de nuestra compaña.
Cuando se acercaron al campamento, los caballos bufaron y golpearon con los cascos en la tierra.
—Estaos un poco a contraviento, señor Regís. —Zoltan Chivay le echó al médico una significativa mirada—. El olor de la salvia espanta a los caballos y a mí, me da vergüenza reconocerlo, me recuerda tristemente a cuando te sacan un diente.
—Geralt —murmuró Zoltan en cuanto Emiel Regis desapareció detrás de la plancha que cerraba la entrada a la choza—. Tengamos los ojos abiertos. No me gusta mucho ese apestoso herborista.
—¿Tienes algún motivo concreto?
—No me gusta la gente que pasa el verano junto a un cementerio, y además un cementerio muy lejos del sitio donde vive. ¿Acaso no crecen yerbas en lugares más alegres? Este Regis me parece a mí más que es un robatumbas. Barberos, alquimistas y otros parecidos desentierran cadáveres en los cementerios, para luego realizar con ellos diversos excrementos.
—Experimentos. Pero para esas prácticas se usan cuerpos recientes. Este cementerio es muy antiguo.
—Cierto.—El enano se rascó la barba, mientras miraba a las mujeres de Kernow que se preparaban para pernoctar bajo unos arbustos de cerezos que crecían alrededor de la cabaña del barbero—. ¿No será que roba las cosas de valor ocultas en las tumbas?
—Pregúntale. —Geralt se encogió de hombros—. Aceptaste al punto su invitación de venir a su hogar, sin hacer melindres, y ahora, de pronto, te has puesto sospechoso como una vieja solterona cuando se le hace un cumplido.
—Humm —reflexionó Zoltan—. Algo de razón tienes. Pero con gusto le echaría un vistazo a lo que tiene en ese tugurio. Oh, así, para estar seguros...
—Entra allí y haz como que quieres pedirle prestado un tenedor.
—¿Y por qué un tenedor?
—¿Y por qué no?
El enano le miró durante un buen rato, por fin se decidió, a paso vivo se acercó a la cabaña, llamó cortésmente con los nudillos en el marco y entró. No salió durante unos cuantos buenos minutos, al cabo de lo cual apareció de pronto en la puerta.
—Geralt, Percival, Jaskier, por favor. Venid a ver algo muy interesante. Venga, sin miedo, no titubeéis, el señor Regis nos invita.
El interior de la choza estaba oscuro y poblado con un olor cálido, que aturdía y taladraba las narices y que surgía sobre todo de los tiestos de hierbas y raíces que estaban colgados por todas las paredes. Como únicos muebles había un camastro, también ahogado entre hierbas, y una mesa torcida, cubierta de incontables botellitas de cristal, de barro y de porcelana. La escasa luz que permitía ver todo esto procedía del carbón en el hogar de un extraño hornillo rechoncho, que recordaba a un reloj de arena tripudo. El hornillo estaba rodeado por una tela de araña de relucientes tubos de diversos diámetros, doblados en arcos y en espirales. Bajo uno de aquellos tubos había una tina de madera, en la que iban cayendo gotas.
Al ver el hornillo, Percival Schuttenbach desencajó los ojos, abrió la boca, suspiró y luego se acercó.
—¡Jo, jo, jo! —gritó con un entusiasmo imposible de ocultar—. ¿Qué veo? ¡He aquí un verdadero atanor de tensión con alambique! ¡Provisto de columna de rectificado y enfriadera de cobre! ¡Hermoso trabajo! ¿Lo construisteis vos mismo, señor barbero?
—Pues sí —reconoció con modestia Emiel Regis—. Me dedico a hacer elixires, así que tengo que destilar, sacar la quintaesencia y también...
Se calló al ver cómo Zoltan Chivay cazaba una gota que caía del tubo y se chupaba el dedo. El enano suspiró, en su rostro enrojecido se pintó una indescriptible dicha.
Jaskier no aguantó, también lo probó. Y gimió por lo bajo.
—Quintaesencia —reconoció, chasqueando la lengua—. Y quizá sexta o incluso séptima.
—Bueno, sí. —El barbero sonrió levemente—. Os dije que un destilado...
—Orujo —le corrigió Zoltan sin hacer hincapié—. Y vaya un orujo. Pruébalo, Percival.
—Pero yo no entiendo de química orgánica —respondió distraído el gnomo, que se encontraba de rodillas contemplando los detalles del montaje del homo alquímico—. Dudo que reconociera los componentes...
—Es un destilado de alraune —Regis dispersó las dudas—. Enriquecido con belladonna. Y una masa fermentada de fécula.
—Es decir, mosto.
—Podría llamárselo así también.
—¿Y hay por aquí algún vaso?
—Zoltan, Jaskier. —El brujo cruzó las manos sobre el pecho—. ¿Pero es que estáis tontos? Esto es mandrágora. El orujo se saca de la mandrágora. Dejad en paz ese caldero.
—Pero querido don Geralt. —El alquimista rebuscó una pequeña probeta de entre las polvorientas retortas y botellas, la limpió a conciencia con un trapo—. No hay qué temer. La mandrágora es de temporada y las proporciones han sido medidas con propiedad y precisión. Por una libra de masa de fécula doy sólo cinco onzas de alraune, y de belladona, sólo medio dracma...
—No se trataba de eso. —Zoltan miró al brujo, entendió al punto, se puso serio, se alejó con cuidado del hornillo—. No se refiere, señor Regis, a cuántos dracmas echáis, sino a cuánto cuesta el dracma de alraune. Es una bebida demasiado cara para nosotros.
—Mandrágora —susurró con asombro Jaskier, al tiempo que señalaba hacia un montoncillo de bulbos que recordaban a pequeñas remolachas azucareras situado en un rincón de la choza—. ¿Esto es mandrágora? ¿Verdadera mandrágora?
—Género femenino —afirmó el alquimista con la cabeza—. Crece en grandes cantidades precisamente en el cementerio en el que nos fue dado conocernos. Y precisamente por eso paso aquí los veranos.
El brujo miró significativamente a Zoltan. El enano murmuró. Regis sonrió de medio lado.
—Por favor, por favor, señores, si tenéis gana, os invito cordialmente a una degustación. Aprecio vuestro tacto, pero en la presente situación tengo pocas posibilidades de conducir el elixir hasta Dillingen, que está envuelto en la guerra. Todo esto se iba a echar a perder, así que no vamos a hablar de precios. Perdonad, pero sólo tengo una pieza de vajilla para beber.
—Y sobra —murmuró Zoltan, tomando la probeta y llenándola con cuidado en la tina—. A vuestra salud, señor Regis. Uuuuuch....
—Pido perdón. —El barbero sonrió de nuevo—. La calidad del destilado deja seguramente mucho que desear... Se trata, en suma, de algo a medio hacer,
—Pues es la mejor cosa medio hecha que he bebido en la vida. —Zoltan tomó aliento—. Aquí tienes, poeta.
—Aaaaach... ¡Oh, madre mía! ¡Óptimo! Pruébalo, Geralt.
—Para el anfitrión. —El brujo hizo una leve reverencia en dirección a Emiel Regis—. ¿Dónde están tus maneras, Jaskier?
—Os ruego que me perdonéis —rechazó el alquimista—, pero no me permito el uso de ningún estimulante. La salud ya no es lo que era, así que tuve que renunciar a... muchos placeres.
—¿Ni siquiera un sorbito?
—Es una cuestión de principios —explicó tranquilo Regis—. Nunca quiebro los principios que yo mismo me impongo.
—Os admiro y envidio por vuestra principialidad. —Geralt bebió un poquito de la probeta, tras un instante de vacilación se la tomó hasta el fondo. Algo molestaban en la degustación las lágrimas que se escapaban de los ojos. Un calor vivo se repartía por el estómago.
—iré a por Milva —se ofreció, dando la probeta al enano—. No os lo traseguéis todo antes de que volvamos.
Milva estaba sentada cerca de los caballos, bromeando con la muchacha pecosa que había llevado todo el día en el arzón. Cuando se enteró de la hospitalidad de Regis, al punto se encogió de hombros, pero no se hizo mucho de rogar.
Cuando entraron en la choza, encontraron al grupo contemplando las raíces de mandrágora almacenadas.
—Las veo por primera vez —reconoció Jaskier, haciendo girar entre sus dedos un bulbo radicoso—. Ciertamente, recuerda algo a un ser humano.
—Doblado por el lumbago —afirmó Zoltan—. Y este otro, oh, que ni pintado, una moza preñada. Aquél, por su parte, con perdón, como dos personas ocupadas en la jodienda.
—Sólo una cosa ha vuestra cabeza. —Milva tragó con gallardía la probeta, tosió con fuerza sobre el puño—. Que me... ¡Fuertecillo, este aguardiente! ¿De veras es de pucelesta? ¡Ja, uséase, que bebemos pociones mágicas! No todos los días se puede. Gracias, señor barbero.
—Con el mayor gusto.
La probeta, rellenada consecuentemente, dio vueltas por la compañía, incrementando el humor, el vigor y la locuacidad.
—La tal mandrágora, a lo que he oído, es una verdura de grande poder mágico —dijo Percival Schuttenbach con convencimiento.
—Y que lo digas —confirmó Jaskier, dicho lo cual engulló, se agitó y comenzó a hablar—. ¿Acaso hay pocos romances acerca de ello? Los hechiceros usan la mandrágora para los elixires, gracias a los cuales conservan la juventud. Las hechiceras, además, hacen ungüentos de alraune a los que llaman glamarye. Una hechicera que se ha dado un ungüento de éstos se hace tan hermosa y tan encantadora que los ojos se salen de las órbitas. También habéis de saber que la mandrágora es un fuerte afrodisíaco y que se la usa para la magia erótica, en especial para quebrar la oposición de las muchachas. De ahí el nombre popular de la mandrágora: pucelesta. Es decir, hierba que celestinea a las putas.
—Gañán —comentó Milva.
—Y yo he oído —dijo el gnomo, alzando la probeta llena— que cuando se saca de la tierra la raíz de la alraune, la planta llora y se queja como viva.
—Bah —dijo Zoltan, sirviéndose de la tina—. ¡Si sólo se quejara! La mandrágora, dicen, grita de modo tan horrible que se pueden perder los sesos por ello, y para colmo, sortilegios aúlla y maldiciones lanza contra aquél que la arranca de la tierra. Tal riesgo se puede pagar con la vida.
—Para mí que to no son más que cuentos de borricos. —Milva tomó la probeta de su mano, bebió con brío y se estremeció—. No ha de ser posible que una verdura tenga tanta fuerza.
—¡Verdad de la buena! —gritó con ardor el enano—. Mas los sagaces herboristas hallaron el modo de guardarse. Cuando se encuentra una alraune hay que atar una soga a las raíces, el otro cabo de la soga entonces ha de atarse a un perro...
—O a un puerco —dijo el gnomo.
—O a un jabalí —añadió serio Jaskier.
—Tontunas, poeta. La cosa está en que el chucho o el puerco arranquen de la tierra a la mandrágora, a lo que las maldiciones y hechizos de la verdura le caerán al animal que tira della, el herborista se sienta lejos y seguro, entre los matojos oculto, lo ve todo. ¿Qué, señor Regís? ¿Lo digo bien?
—El método es interesante —reconoció el alquimista, con una sonrisa enigmática—. Sobre todo por su ingenio. El fallo es, sin embargo, que se trata de una complicación excesiva. Lo cierto es que en teoría bastaría con la cuerda, sin bestia de tiro. No juzgo a la mandrágora dotada de la capacidad de reconocer quién tira de la cuerda. Los hechizos y las maldiciones deberían caer sobre la cuerda, que es al fin y al cabo más barata y menos problemática en su uso que el perro, por no mencionar al cerdo.
—¿Os burláis?
—En absoluto. Ya he dicho que admiro el ingenio. Porque aunque la mandrágora, contra toda opinión general, no es capaz de lanzar hechizos ni maldiciones, es sin embargo cuando está fresca planta fuertemente tóxica, con tanta potencia que incluso es venenosa la tierra que hay alrededor de sus raíces. Unas gotas de jugo fresco en el rostro o en una mano herida.,, bah, incluso aspirar el vapor puede tener consecuencias fatales. Yo uso máscara y guantes, lo que no quiere decir que tenga algo contra el método de la cuerda.
—Humm... —reflexionó el enano—. ¿Y el tal grito terrible que la alraune emite al arrancársela es cosa cierta?
—La mandrágora no posee cuerdas vocales —explicó sereno el alquimista—. Lo que es más bien típico para las plantas, ¿no es cierto? Sin embargo, la toxina liberada por los rizomas tiene un fuerte poder alucinógeno. Las voces, los gritos, susurros y otros ruidos no son otra cosa que las alucinaciones emitidas por el sistema nervioso central.
—Ja, lo olvidé. —De los labios de Jaskier, el cual se acababa de meter para el cuerpo una probeta, se alzó un bufido ahogado—. ¡La mandrágora es muy venenosa! ¡Y yo la cogí con la mano! Y ahora nos estamos mamando estas vinazas sin perdón...