Betibú (10 page)

Read Betibú Online

Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Humor, Policíaco

BOOK: Betibú
8.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

El remís que lleva a Nurit Iscar, poco después de su salida ruidosa de
El Tribuno
, está entrando en la Panamericana. Es un día fresco pero con sol del mejor otoño. Hace rato que ella no recorre esa autopista, años. Nurit Iscar es del sur del Gran Buenos Aires, un conurbano muy diferente de ese donde se está metiendo ahora. Al conurbano sur ella regresa cada tanto a ver a sus amigos del colegio Comercial N° 2. Pero lo que ahora ve a un lado y al otro de la Panamericana, y lo que ve cuando va hacia al sur por el Camino de Cintura, es bien distinto. En los costados del Camino de Cintura hay gomerías, talleres mecánicos, piletas de obras sociales o sindicatos, una universidad, y desde hace unos años un hipermercado y hasta un driving de golf, recuerda. También recuerda que en la Panamericana había muchos hoteles alojamiento. Ya no hay tantos, o no los descubre hoy en medio del progreso que inundó una banquina y otra. Los coches que la rodean también son distintos de los que la rodearían si fuera hacia el sur del conurbano. Cuando ella se aleja hacia el sur el parque automotor envejece, aparecen autos destartalados, con alguna luz que no prende y patentes con las primeras letras del abecedario. En cambio los autos que la rodean ahora, a medida que se aleja de la capital, son cada vez más lujosos, más nuevos, con patentes que empiezan con H o I. Shoppings, cines, restaurantes, fábricas, bancos, empresas de distinto tipo, clínicas. Y ya en el ramal Pilar la sorprende el verde de las banquinas, el pasto recién cortado, la prolijidad a un lado y al otro de la ruta. Sobre la colectora, en muchos tramos todavía con calle de tierra para la que no llegó el asfalto, hay casas de decoración, casas de antigüedades, cementerios privados, agencias de autos de todas las marcas, pequeños complejos de oficinas, malls —ese invento yanqui de negocios de primera necesidad, farmacia, minimercado, quiosco, etc., para abastecer poblaciones alejadas de la ciudad—, un restaurante de sushi de la cadena que tiene un local en Puerto Madero cerca de la oficina donde trabaja su ex marido. Pensar en el sushi la llevó a su ex marido y su ex marido a sus hijos, y entonces Nurit Iscar se da cuenta de que ni Rodrigo ni Juan le contestaron el mensaje en el que ella les avisaba que se ausentaba por unos días y dónde podían encontrarla. Ya están grandes, piensa. Pero no le da consuelo.

Poco antes del peaje detecta los primeros countries. El country al que va usted no se ve desde la ruta, le dice el chofer, hay que meterse. Hay que meterse, repite ella más para sí misma que para el hombre. En algún kilómetro del ramal Pilar el auto toma una salida hacia la derecha y deja la ruta para transitar por una calle lateral, perpendicular a la Panamericana. Recorre unas cuantas cuadras, más de diez, luego dobla a la izquierda, cruza una vía que parece muerta, y después avanza otras cuadras más hasta quedar, por fin, frente a la entrada de La Maravillosa. Todavía quedan dos móviles de canales de noticias haciendo guardia. Y entonces Nurit Iscar se tiene que enfrentar con el primer problema. «Primera prueba de resistencia» la llamó cuando más tarde se lo contó a Carmen Terrada. No hay nadie en la casa que autorice el ingreso, le dice el guardia. No, claro, en la casa no hay nadie porque yo voy a ocupar la casa, le contesta ella. Pero es que nadie me dio la autorización para dejarla pasar. Mire, acá tengo las llaves, como voy a tener llaves sin autorización. No sería la primera, señora. Llame al dueño, por favor, le pide Nurit. Lo estamos llamando pero en la casa no hay nadie. Claro que no hay nadie, llámelo a otra parte, a un celular. No tenemos sus datos personales, sólo el teléfono de la casa. Okey, yo lo ubico, dice ella. Sí, como no, dice el guardia, pero por favor libere la entrada hasta que consiga la autorización. La libero, la libero, dice Nurit Iscar, y mientras el remisero se estaciona a un costado ella llama a
El Tribuno
, le explica a la secretaria de Rinaldi su problema y la mujer le asegura que lo arregla en seguida, que se despreocupe. Nurit Iscar baja la ventanilla y deja que el sol le pegue en la cara. Suspira. Tranquila, señora, le dice el remisero, en un ratito nos dan vía libre, hay que tenerles paciencia, siempre es así en estos lugares. Pero ella mucha paciencia no tiene y, aunque se esfuerza, se impacienta. Unos minutos después se acerca un guardia al auto. El remisero pone el motor en marcha, ahí vienen a darnos el okey, dice. Pero se equivoca. Señor, no puede estacionarse acá. Ah, ya me corro, dice el remisero. ¿Por qué?, pregunta Nurit, indicándole al hombre que la lleva, con una palmada en el hombro, que no se mueva de donde está. Porque no se puede estacionar frente a la entrada del country responde el guardia. No veo ningún cartel de Vialidad Nacional ni Provincial que diga prohibido estacionar. Es una disposición del country, señora. El remisero suspira. El country no puede disponer de lo que no es suyo, la calle es pública, señor. Son órdenes de arriba, insiste el guardia. ¿De arriba de dónde?, pregunta ella. De arriba, repite el guardia. Ella mira el cielo. Arriba no hay más que nubes, le dice. De las autoridades del country, le aclara el hombre. Explíqueles a las autoridades que el country no tiene jurisdicción sobre la calle, ni sobre mi vida, ni sobre dónde decido estacionarme mientras no esté prohibido por disposiciones de Vialidad Nacional o Provincial, insiste ella. Es que está prohibido, señora, usted no escucha lo que le digo. Me parece que el que no escucha es usted. No se enoje, dice el remisero, corro el auto y listo. No, lo detiene ella, yo de acá no me muevo. Señora, ¿no se da cuenta de que un auto estacionado frente a la puerta de un lugar como éste pone en peligro la seguridad de los socios? No, no me doy cuenta, y la que estoy en peligro soy yo delante de esa gente con armas, que ni sé si tiene permiso para portarlas. ¿Tienen permiso para portarlas? El hombre no responde. Se acerca otro guardia. El remisero insiste, corro el auto y listo, no se haga mala sangre. La calle es de todos, repite ella. Yo cumplo órdenes, dice el guardia que se acercó primero. La señora está autorizada para ingresar, dice el guardia que acaba de llegar. El remisero suspira aliviado y avanza en primera. Menos mal que éstos no le van a hacer el asado del domingo, le dice. Nurit no entiende. Si le hacen el asado, se lo escupen. Es importante saber defenderse de los abusos, le dice ella. Hay causas perdidas, le dice el remisero. Eso es cierto, reconoce Nurit. Cuando llegan a la barrera, otro guardia les pide el documento a ella y a él. Y al remisero también el registro, la cédula verde y el seguro del auto. A ella le sacan una foto con una camarita. Para que ya quede registrada y no la tengamos que volver a molestar, le dice el hombre que controla la barrera. ¿Me permite el baúl?, le dice el mismo guardia al remisero, y el remisero acciona el botón que lo abre sin moverse de su asiento. Nurit Iscar se pregunta dónde quedó el resto de la oración, dónde están las palabras que faltan, la sintaxis completa. Por qué alguien dice ¿Me permite el baúl?, y omite el verbo. ¿Cuál es ese verbo? ¿Ver, o abrir, o mirar? ¿Por qué el otro entiende y acepta? No hay verbos tácitos. Me permite el baúl podría ser, me permite llevarme el baúl, sacarle el baúl, quemarle el baúl, mearle el baúl. ¿Quién le robó esos verbos al guardia, al remisero, a los que se quedaron sin verbos y ni siquiera lo saben? ¿Por qué ese robo a nadie le importa? ¿Robar palabras no es delito? ¿Se roba sólo la palabra o también lo que nombra? Okey, dice el guardia finalmente, y pasa una tarjeta magnética por un lector que hace que la barrera se levante delante de ellos. Adelante.

El auto avanza por la calle principal. Una hilera de árboles altos a un lado y al otro ocupa una vereda que no existe. Algunas ramas se tocan arriba, en las copas. ¿Ves?, esto sí que me gusta, se dice Nurit a sí misma. Pero el placer le dura poco, porque a medida que avanza la corona de árboles se va transformando en un túnel cerrado en el que ella siente que ingresa y del que no está segura si podrá salir. Como esos niños que en los cuentos infantiles abren una puerta y se sumergen en otro mundo, o se caen en un pozo que los lleva a otro reino, o se meten en un ropero que desaparece para dar lugar a un bosque encantado. O embrujado.

El remisero llega a destino. La casa no es de las más importantes de La Maravillosa, pero sin embargo es mucho más grande, imponente y llamativa que ninguna otra que haya habitado nunca Nurit Iscar. El hombre abre el baúl, saca la valija, la deja junto a Nurit, y luego le da un comprobante de viaje para que le firme. Bueno, cualquier cosa que necesite, me llama, acá le dejo mi número, dice y le da una tarjeta de la remisería para la que el hombre trabaja. Me dijeron que todos los viajes que tenga que hacer están a cargo del diario, siempre trabajamos con
El Tribuno
, tienen cuenta con nosotros, así que usted quédese tranquila, me llama, y listo. Ah, perfecto, lo llamo, entonces. Eso sí, llámeme con tiempo, porque yo vivo en Lanús y llegar hasta acá me debe tomar dos horas, dos horas y media en horas pico. ¿Lanús?, repite ella. Lanús Oeste, aclara él. ¿Y qué hago si me duele la cabeza y necesito ir a una farmacia a comprar aspirinas? Yo le recomiendo que para esas emergencias pida el teléfono de una remisería de la zona en la guardia y que cuando vaya a comprar algo junte, stockee, le va a salir más barato que andar pidiendo un remís cada vez que le falta alguna cosa. Claro, dice ella, voy a stockear. El remís se va, Nurit Iscar se queda un instante allí, sobre la grava gris, con la valija en una mano, las llaves de esa casa que no le pertenece en la otra, pensando en cuántas cosas tendría que stockear para no sentir que puede caer en cualquier momento en una emergencia de esas que, ella sabe, son insalvables.

CAPÍTULO 09

A última hora de la tarde el pibe recibe el primer informe que Nurit Iscar le envía desde La Maravillosa a Rinaldi, con copia a él. Lo lee. Y siente odio. Ganas de patear algo. Levanta la vista y busca a Jaime Brena en su escritorio pero él no está ahí sino parado frente al de Karina Vives, hablando con la chica. El pibe de Policiales se dirige hacia allá. En serio, no me pasa nada, dice ella. Pero es raro que no te prendas a fumar, le contesta Brena. Es la alergia que no me deja meterme más nicotina adentro, está diciendo Karina cuando el pibe se acerca. Jaime Brena, de espaldas a él, le contesta a la mujer: No fumes si no querés, pero acompañame. Ella se niega, sabe que si sale a la vereda a fumar con Brena va a contarle de su embarazo y hoy no se levantó con ánimo como para darle ni siquiera a él, su mejor amigo dentro de la redacción de
El Tribuno
, la noticia. ¿Por qué ayer cuando se bañaba estaba segura de lo que quería hacer y hoy duda otra vez? Sin proponérselo, el pibe la salva: ¿Tenés un minuto?, le pregunta a Brena. Tengo, dice él, guarda la caja de Marlboro en el bolsillo de su camisa con resignación y le hace un gesto con la cabeza que indica que lo acompañe a su escritorio. La mina ya mandó su informe, le cuenta el pibe. ¿Qué mina?, pregunta Brena. La escritora que puso Rinaldi en La Maravillosa. Nurit Iscar. Sí, Nurit Iscar, confirma el pibe. Aprendete el nombre, le dice Brena. Lo sé, pero estoy caliente. ¿Qué pasa? Que la mina inventa una teoría que va a contramano con la mía y no podemos publicar mi nota al lado de la de ella porque va a parecer que somos esquizofrénicos. Y, un poco somos. En serio, yo no puedo publicar lo que manda. ¿En qué no están de acuerdo?, pregunta Jaime Brena. Ella dice, basándose en pelotudeces que escuchó en un supermercado, que la muerte de Chazarreta fue un asesinato y para mí está claro que el tipo se suicidó. ¿Por qué? Tenía el arma en la mano. Eso se planta, no es prueba suficiente. No hay signos de violencia en la casa. No siempre hay signos de violencia en un homicidio, sobre todo cuando está bien planeado. Y no hay cortes de defensa en las manos de Chazarreta. Lo pueden haber degollado mientras dormía en el sillón, con mucho alcohol encima; hasta ahora no me dijiste nada contundente. ¿Dice el informe si la mano derecha estaba llena de sangre?, pregunta Brena. Al pibe le sorprende la pregunta: No, no dice nada, ¿por? Si no dice, seguro que es porque no había sangre: Es asesinato, pibe. Varios sitios de noticias en Internet se inclinan por la hipótesis del suicidio y hay montones de tweets y retweets…, insiste el pibe de Policiales. Tuits y retuits, repite Brena. Y luego: ¿Sabés cuál es tu problema, pibe?, mucho Internet y poca calle. Un periodista policial se hace en la calle. ¿Cuántas veces te escondiste detrás de un árbol vos?, ¿cuántas veces llamaste a un testigo de un crimen o a un pariente del muerto haciéndote pasar por el comisario Fulano de Tal?, ¿cuántas veces te disfrazaste para meterte en un lugar donde no te dejaban entrar? El pibe no contesta, pero es evidente que nada hizo de lo que le pregunta Brena. Acordate, pibe, mucha calle, ser entrador y mimetizarte con la situación: vos tenés que ser el ladrón, el asesino, el muerto, el cómplice, lo que haga falta para entenderles la cabeza. Y largá un poco la computadora, tanto Google te está haciendo mal. ¿Te das cuenta de por qué los chinos lo prohíben? Internet va a ser el nuevo opio de los pueblos, la nueva religión. Vení, sentate, le dice Brena, y le ofrece su propia silla. Abre el cajón de su escritorio, agarra una vieja regla de madera de unos veinte centímetros, se pone detrás de él y apoya la regla sobre el cuello del pibe como si fuera a degollarlo pero sin hacer todavía el movimiento. El pibe se estremece cuando la regla lo toca. Brena le pregunta: ¿Cómo era el corte?, ¿paralelo al piso?, ¿hacia arriba?, ¿o hacia abajo? Paralelo al piso y sobre el final levemente hacia arriba. Lo mataron. ¿Por qué? Brena le da la regla. Degollate, le dice. El pibe lo mira sin hacer nada. Degollate, pibe, le dice otra vez. Sin demasiado convencimiento, el pibe mueve la regla de izquierda a derecha. ¿Dónde terminó tu mano? Levemente hacia abajo. Si te estuvieras desangrando sería notoriamente hacia abajo, es imposible cortarse uno mismo el cuello hacia arriba, es un movimiento antinatural, pibe. Averiguá si la mano derecha estaba llena de sangre, el primer chorro de sangre siempre va a parar ahí, a la mano que está cortando las arterias. Pero no había cortes de defensa en las manos, insiste el pibe. No importa, el tajo hacia arriba y la mano sin sangre son evidencias más contundentes, no debe haber habido cortes de defensa porque a Chazarreta no le dieron tiempo a despertarse y reaccionar. Vas a ver que cuando llegue la autopsia definitiva va a decir que había mucho alcohol en sangre, seguro estaba dormido, borracho, y hasta le pueden haber puesto algo en el whisky, un tranquilizante, por ejemplo, o varios, o un puré de tranquilizantes. Entonces la mina puede tener razón. La mina no, Nurit Iscar. Nurit Iscar, o Betibú. O Betibú, sí, ella debe tener razón; ¿tiene los datos de la autopsia preliminar que te mandé a vos? No, no se los di, pensaba guardar esa información para mi nota. Está bien, hay que ser tacaño con la información de uno, aprueba Brena. Ella se basa en comentarios de lo más pelotudos, dice el pibe, ya te dije, cosas que escuchó mientras compraba un yogur en el supermercado, por ejemplo. Ves, calle, ella encuentra en la calle, aunque no parezca, el supermercado de La Maravillosa, en este asunto, es la calle. ¿Puedo leer lo que escribió? Te lo mando a tu mail, le dice el pibe. No, pibe, imprimímelo, yo soy de la generación paper.

Other books

Breaking an Empire by James Tallett
Truth or Dare . . by P.J. Night
How to Get Ahead Without Murdering your Boss by Helen Burton, Vicki Webster, Alison Lees
Dealing Flesh by Birgit Waldschmidt
The List by Sherri L. Lewis
Bridleton by Becky Barker
White Lily by Ting-Xing Ye
The Outer Edge of Heaven by Hawkes, Jaclyn M.