Blasfemia (11 page)

Read Blasfemia Online

Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

BOOK: Blasfemia
10.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ford detuvo a Ballew, desmontó deprisa y le bloqueó el paso con el caballo.

—Hola.

—Perdona —dijo Volkonski, intentando esquivarlo.

—Hace buen día ¿no crees?

El programador se paró y le miró con un rictus de alegría furibunda.

—Tú preguntas si hace buen día, pues yo te contesto: ¡el mejor!

—¿En serio? —dijo Ford.

—¿En qué le concierne a usted, señor antropólogo?

Volkonski ladeó la cabeza, enseñando los dientes marrones en una mueca de falsa hilaridad.

Ford se acercó tanto al ruso que habría podido tocarle.

—A juzgar por su aspecto, yo diría que no ha tenido precisa mente un buen día.

Volkonski le puso una mano en el hombro, en un gesto amistad forzado y teatral, y se inclinó, lanzando a Ford una vaharada que apestaba a alcohol y a tabaco.

—¡Antes me preocupé, pero ahora todo bien!

Echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas, haciendo subir y bajar su nuez sin afeitar.

Sonaron unos pasos y Volkonski se puso tenso.

—¡Ah, Peter! —dijo Wardlaw, acercándose por el camino—. Y Wyman Ford. ¡Saludos!

Su voz, afable, pero cargada de una extraña ironía, subrayo la última palabra.

El saludo sobresaltó a Volkonski.

—¿Vienes del Bunker, Peter?

Las palabras de Wardlaw parecían contener una amenaza velada.

Volkonski seguía con su mueca de loco, pero esta vez Ford percibió inquietud, o incluso miedo, en su mirada.

—Según el registro de seguridad, te has pasado toda la noche en el Bunker —añadió Wardlaw—. Me preocupas. Espero que duermas lo suficiente, Peter.

Sin decir nada, Volkonski se alejó a paso rígido por el camino.

Wardlaw se volvió hacia Ford como si no hubiera sucedido nada fuera de lo normal.

—Bonito día para pasear.

—De eso estábamos hablando —dijo Ford, secamente.

—¿Adonde ha ido?

—A Blackhorse, a ver al chamán.

—¿Y?

—Nos hemos conocido, Wardlaw sacudió la cabeza.

—Este Volkonski… Siempre está tenso por algo. —Cuando estaba a punto de seguir por el camino, se paró—. ¿Ha dicho algo raro?

—¿Como qué? —preguntó Ford. Wardlaw se encogió de hombros. —No sé. Está un poco inestable.

Ford vio que Wardlaw se iba tranquilamente, con sus grandes roanos embutidas en los bolsillos. Estaba en la misma situación que los demás, muy cerca del momento crítico, aunque lo disimulara muchísimo mejor.

11

Eddy estaba al lado de la caravana con un vaso de agua fría en la mano, viendo cómo se ponía el sol en el horizonte. De Lorenzo no había ni rastro; se había esfumado hacia mediodía, tan silenciosa mente como había llegado y dejando el trabajo a medias. Sobre una mesa había un montón de ropa por ordenar, y alrededor de la iglesia todavía había que pasar el rastrillo por la arena. Eddy miraba el lejano horizonte, crispado de rencor. Había hecho mal en dar trabajo a aquel joven salido de la cárcel tras cumplir una condena por homicidio involuntario (aunque al principio estaba acusado de asesinato en segundo grado) por clavarle un cuchillo a alguien duran te una pelea de borrachos en Gallup. Lorenzo solo había cumplido dieciocho meses. Eddy le había dado trabajo a petición de una familia de la zona, para ayudarle a cumplir los requisitos de la libertad condicional. Craso error.

Bebió un poco de agua fría, intentando borrar el rencor y la rabia que hervían en su interior. Aún no tenía noticias del tendero de Blue Gap, pero estaba seguro de que no tardaría en recibirlas; así obtendría la prueba que necesitaba y podría librarse definitivamente de Lorenzo. Que volviera a la cárcel, que era donde le correspondía estar. Dieciocho meses por un asesinato… ¡Y luego se sorprendían de que en la reserva hubiera un índice de criminalidad tan alto!

Al siguiente sorbo, le sorprendió ver la vaga silueta de un hombre recortada por el sol poniente en el camino que llevaba a la misión. La miró fijamente, entrecerrando los párpados.

Era Lorenzo.

Por su manera de tambalearse vio que estaba borracho. Cruzó los brazos y esperó, mientras la perspectiva de una discusión hacía que su corazón latiera más deprisa. No estaba dispuesto a pasarlo por alto. Esta vez no.

Al llegar a la verja, Lorenzo se apoyó un momento en el poste. Luego entró. —Lorenzo…

El navajo volvió despacio la cabeza. Sus ojos estaban inyectados en sangre, sus ridículas trenzas medio deshechas y el pañuelo de la cabeza torcido. Ofrecía un aspecto horrible, con el cuerpo encorvado, como si llevara todo el peso del mundo en los hombros.

—Ven, por favor, quiero hablar contigo. Se limitó a mirarle.

—¿Me has oído, Lorenzo? Volviéndose, arrastró los pies hacia el montón de ropa. Con una gran rapidez de movimientos, Eddy le cerró el cami-no. El indio se paró, levantó la cabeza y le miró. Eddy recibió de lleno una vaharada que olía a bourbon rancio.

—Lorenzo, sabes perfectamente que si tomas bebidas alcohólicas infringes la libertad condicional. Este se limitó a mirarle. —Además, te has ido sin acabar el trabajo. Mi obligación es certificar a tu supervisor que cumples, pero no pienso decirle una mentira. No señor. Así que prescindo de ti.

Lorenzo bajó la cabeza. Al principio Eddy pensó que era un gesto de arrepentimiento, pero después oyó que carraspeaba. El indio echó un escupitajo en la arena, a los pies de Eddy, tan asqueroso como una ostra cruda.

Eddy notó que los latidos de su corazón se aceleraban. Estaba furibundo.

—¡A mí no me escupas cuando te hablo! —dijo con voz aguda.

Lorenzo intentó dar un paso de lado, para esquivarle, pero el pastor se interpuso por segunda vez, rápidamente.

—¿Me oyes o estás demasiado borracho?

El indio no hizo nada.

—¿De dónde has sacado el dinero para la bebida?

Lorenzo levantó una mano y la dejó caer pesadamente.

—Te he hecho una pregunta.

—Un tipo que me debía… —Su voz era ronca.

—¿Ah, sí? ¿Quién?

—No sé cómo se llama.

—No sabes cómo se llama —repitió Eddy.

Lorenzo hizo otra tímida tentativa de pasar de largo. Cuando se interpuso, Eddy notó que le temblaban las manos.

—Resulta que sé de dónde sacas el dinero. Lo has robado. Del cepillo.

—No es cierto.

—Sí lo es. Lo has robado. Más de cincuenta dólares. —Y una mierda.

—Delante de mí no digas palabrotas, Lorenzo. He visto cómo lo cogías.

La mentira le salió sin darse cuenta, pero daba igual; podría haberle visto, ya que Lorenzo llevaba la culpabilidad escrita en la cara. Lorenzo no dijo nada.

—La misión necesita desesperadamente esos cincuenta dólares: pero lo peor no es que se los hayas robado a la misión, o a mí, es que se los has robado al Señor.

No hubo respuesta.

—¿Cómo crees que se lo tomará el Señor? ¿Lo has tenido en cuenta al coger el dinero, Lorenzo? Si tu mano derecha peca, córtatela y arrójala lejos de ti; es mejor que pierdas uno de tus miembros a que todo tu cuerpo vaya al infierno.

Lorenzo se volvió de golpe y tomó la dirección contraria, la del pueblo. Eddy fue tras él y le cogió por el hombro de la camisa. Lorenzo se soltó y siguió caminando. Bruscamente, cambió de dirección y se dirigió hacia la caravana.

—¿Adonde vas? —gritó Eddy—. ¡No te atrevas a entrar!

Lorenzo desapareció en el interior. Eddy le persiguió hasta la puerta.

—¡Sal! —Temía entrar, por miedo a que le agrediera—. ¡Eres un ladrón! —vociferó—. Eso es lo que eres, un vulgar ladrón. ¡Sal ahora mismo de mi casa! ¡Voy a llamar a la policía!

Se oyó un ruido en la cocina: un cajón de cubiertos arrojado al suelo.

—¡Pagarás los destrozos! ¡Hasta el último céntimo!

Otro golpe, y más cubiertos por el suelo. Eddy quería desesperadamente entrar, pero tenía miedo. Al menos el indio borracho estaba en la cocina, no en el dormitorio del fondo, con el ordenador.

—¡Sal, borracho! ¡Desperdicio humano! ¡Eres polvo en los ojos de Jesús! ¡Se lo diré a tu supervisor y volverás a la cárcel! ¡Te lo aseguro!

De repente, Lorenzo apareció en la entrada con un gran cuchillo de pan.

Eddy retrocedió y bajó los escalones.

—No, Lorenzo.

Lorenzo se quedó en la entrada sin saber qué hacer, moviendo el cuchillo, mientras la puesta de sol le hacía parpadear. No avanzó. —Suelta el cuchillo, Lorenzo. Suéltalo. Bajó la mano.

—Suéltalo ahora mismo. —Eddy vio que se le relajaban los nudillos, blancos de tanto apretar el cuchillo—. Si no lo sueltas, Jesús te castigará.

De repente en la garganta de Lorenzo se formó un grito de rabia.

—¡A tu Jesús le doy por el culo así!

Dio una cuchillada tan violenta al aire, que estuvo a punto de Perder el equilibrio.

Eddy se tambaleó hacia atrás. Las palabras del indio habían tenido el mismo efecto que una patada en el estómago.

¿Como… te atreves… a blasfemar contra nuestro Salvador? ¡Eres un enfermo! ¡Una mala persona! ¡Arderás en el infierno, Satanás! ¡Eres un…!

Su voz aguda se atragantó de histeria. De la boca de Lorenzo salió una risa ronca y carrasposa. Agitó el cuchillo con una mueca sonriente, como si disfrutara con la in dignación de Eddy.

—Así, por el culo.

—¡Arderás en el infierno! —bramó Eddy, en un acceso de valor—. Suplicarás a Jesús que te moje los labios agrietados, pero el no te escuchará. Porque eres bazofia. ¡Bazofia humana!

Lorenzo volvió a escupir.

—Eso, sigue adelante.

—¡Ya verás! ¡Dios dará buena cuenta de ti! ¡Te hará sufrir y te maldecirá, blasfemo! ¡Le has robado, sucio indio ladrón!

Lorenzo se lanzó hacia Eddy, pero el predicador era bajo y veloz, y, apartándose justo en el momento en el que el cuchillo dibujaba un arco amplio e ineficaz, se echó a un lado y asió con las dos manos el antebrazo de Lorenzo. El navajo se resistía, intentando orientar el cuchillo hacia Eddy, pero este se aferraba a su brazo como un terrier, sacudiéndolo para que lo soltase.

Lorenzo gruñía y forcejeaba, pero la borrachera le restaba energía, y de repente dejó el brazo fofo. Eddy todavía se lo sujetaba.

—Suelta el cuchillo.

Lorenzo no sabía qué hacer. Viendo una oportunidad, Eddy le clavó un hombro en el pecho, le hizo girar y le cogió el cuchillo. En ese momento perdió el equilibrio y se cayó de espaldas, pero ya tenía el cuchillo agarrado por el mango. Lorenzo se derrumbó sobre él, clavándose toda la hoja en el corazón. Al sentir un chorro de sangre caliente en las manos, Eddy soltó el mango y salió de debajo del navajo. El cuchillo estaba hundido en el pecho de Lorenzo, justo encima del corazón.

—¡No!

Increíblemente, Lorenzo se levantó con el cuchillo clavado en el pecho, y en un último esfuerzo, tropezando, rodeó el mango con las manos. Se quedó un momento en la misma posición, aferrado a la empuñadura y tratando de extraerla con unas fuerzas que se le iban por momentos, con el rostro inexpresivo y los ojos vidriosos. Des pues se cayó hacia delante con todo su peso; la fuerza del impacto en la arena hizo que por su espalda sobresaliera la punta del cuchillo.

Eddy miraba fijamente, moviendo la boca. Vio un charco de sangre bajo el cuerpo del indio; la sangre corría por el suelo se diento, dejando grumos como de mermelada por la superficie.

Lo primero que Eddy pensó fue: «No volveré a ser una víctima»

Cuando Eddy terminó el agujero, ya hacía mucho rato que se había puesto el sol, y empezaba a hacer fresco. La arena era blanda y seca. Había cavado muy, muy hondo.

Hizo una pausa; sudaba y tiritaba a la vez. Al cabo de un rato salió del agujero, sacó la escalerilla, apoyó un pie en el cadáver y lo hizo rodar. Este cayó al fondo con un golpe húmedo.

Después, con gran cuidado, echó toda la arena ensangrentada a paletadas en el agujero, sin dejar ni un solo grano. A continuación se quitó la ropa y la tiró dentro. Luego echó el cubo de agua ensangrentada con la que se había lavado las manos, y finalmente la toalla con la que se había secado.

Se quedó temblando al borde del oscuro agujero, totalmente desnudo. ¿Rezaría? No, ese blasfemo no merecía ninguna oración. Además, ¿de qué servía rezar por alguien que ya se estaría retorciendo y desgañitando en las calderas del infierno? Eddy había dicho que Dios daría buena cuenta de él, y eso había hecho exactamente Dios ni quince segundos después. Dios había guiado la mano del blasfemo contra sí mismo; y Eddy había sido testigo, testigo del milagro.

Rellenó el agujero sin vestirse, paletada a paletada, trabajando duro para entrar en calor. Acabó a medianoche. Después borró las huellas con el rastrillo, guardó las herramientas y entró en la caravana.

De noche, en la cama, mientras rezaba con un fervor inusitado, el pastor Eddy oyó cómo se levantaba el viento nocturno, al igual que tantas veces; gemía y sacudía la vieja caravana, haciendo silbar la arena en las ventanas. Pensó que por la mañana el viento habría limpiado el patio, dejando una superficie lisa de arena virgen de donde se habría borrado cualquier rastro del incidente, «El señor está limpiando el suelo para mí, de la misma manera que me perdona y limpia mi alma de todo pecado.»

Eddy temblaba victorioso en la oscuridad.

12

Aquella noche, cuando Booker Crawley siguió al maitre en la penumbra del steak house de McLean, Virginia, vio que el reverendo Don T. Spates ya estaba instalado en una mesa del fondo, mirando la carta, encuadernada en piel y que debía de pesar un par de kilos.

—Me alegro mucho de volver a verle, reverendo Spates.

Le dio la mano.

—Es un placer, señor Crawley.

Crawley se sentó, dio una sacudida a la servilleta, doblada formando una elegante trenza de tela y se la puso en el regazo.

Un camarero acudió enseguida.

—¿Les apetece algo de beber?

—Whisky con Seven Up —dijo el reverendo.

Crawley se estremeció, feliz de haber elegido un restaurante donde nadie pudiera reconocerle. El reverendo olía a Oíd Spic, y llevaba las patillas un centímetro demasiado largas. En persona aparentaba veinte años más que por televisión. Tenía manchas de vejez en la cara, y la piel áspera que suele delatar al bebedor. Las luces indirectas hacían brillar su pelo anaranjado. Un hombre que dominaba tanto las técnicas de la comunicación, ¿cómo consentía llevar un peinado tan chabacano?

—¿Y usted, señor?

—Un dry martini de Bombay Sapphire, muy seco y corto. —Ahora mismo se lo traigo.

Other books

Watchlist by Bryan Hurt
Patricia Rice by Wayward Angel
Sky Ghost by Maloney, Mack
Unstoppable by Scott Hildreth
The Storm at the Door by Stefan Merrill Block
Swans and Klons by Nora Olsen
Paul Bacon by Bad Cop: New York's Least Likely Police Officer Tells All
The Bear in the Cable-Knit Sweater by Robert T. Jeschonek