—¿De qué? ¿De que yo fuera tan imbécil?
—No me di cuenta… de que habría complicaciones.
Kate tiró de las riendas y le miró fijamente.
—¿Complicaciones? ¿Qué quieres decir?
A Ford le ardía la cara. ¿Por qué de repente la vida era tan incomprensible? ¿Qué podía contestar?
Kate se echó el pelo hacia atrás, y se frotó ásperamente una mejilla con el guante.
—Aún estás en la CIA, ¿verdad?
—No, me fui hace tres años, cuando mi mujer… mi mujer… Fue incapaz de decirlo.
—Sí, sí, claro… Y bien, ¿les has contado nuestro secreto?
—No.
—Mentira. Pues claro que se lo has contado. Y yo que confiaba en ti… Llegué a sincerarme. Ahora estamos todos jodidos.
—No se lo he contado.
—Me gustaría creerte.
Kate espoleó al caballo, que se alejó al trote. —Kate, por favor, escucha…
También Ballew salió al trote. Ford saltaba en la silla, aferrándose a ella con una mano.
Kate espoleó otra vez a su caballo, que salió a medio galope. —Déjame en paz.
Ballew hizo lo mismo sin que se lo pidieran. Ford se agarró a la silla, dando brincos como una muñeca de trapo.
Kate, por favor… No vayas tan deprisa, tenemos que hablar…
Kate se fue al galope, seguida por un Ballew desbocado. Los dos caballos corrían por la mesa, amartillando el suelo con sus cascos. Ford se sujetó con todas sus fuerzas, aterrorizado.
—¡Kate! —gritó.
Perdió una rienda. Justo cuando se inclinaba para recuperarla Ballew la pisó y frenó de golpe. Ford salió disparado de la silla y aterrizó en una alfombra de hierba de San Nicolás.
Cuando recuperó la conciencia, miraba el cielo sin saber dónde estaba.
El rostro de Kate invadió su campo visual. Ya no llevaba el sombrero. Estaba despeinada, con cara de angustia y de preocupación.
—¡Wyman! ¡Dios mío! ¿Estás bien?
Ford tosió, a medida que volvía el aire a sus pulmones. Intentó sentarse.
—No, no, túmbate.
Al echarse otra vez, notó el sombrero de Kate debajo de su cabeza y comprendió que se lo había puesto ella a modo de almohada. Esperó a que su vista se despejara; empezó a recuperar la memoria.
—Dios mío, Wyman… Por un momento creía que habías muerto.
Ford no lograba concentrarse. Respiró un par de veces, llenando sus pulmones.
Kate se había quitado el guante. Le acarició la cara con una mano fresca.
—¿Te has roto algo? ¿Te duele? ¡Estás sangrando!
Se quitó el pañuelo de la cabeza y se lo pasó por la frente.
A Ford se le empezó a despejar la cabeza.
—Deja que me siente.
—No, no, quédate quieto. —Kate apretó el pañuelo—. Te has dado un golpe en la cabeza. Podrías tener una conmoción.
—No creo. —Ford gimió—. ¡Qué estúpido debo de parecerte por caer del caballo como un saco de patatas!
—Bueno, supongo que no sabes montar. Ha sido culpa mía. He hecho mal yéndome así. Pero, a veces me pones tan furiosa…
Se le empezó a pasar el dolor de cabeza.
—No le he contado a nadie tu secreto. Ni se lo contaré.
Kate le miró.
—¿Por qué? ¿No te contrataron para eso?
—A la mierda el contrato.
Le limpió el corte con el pañuelo.
—Tienes que descansar un poco más.
Ford se quedó quieto.
—¿No debería volver a montar?
—Ballew ya se ha ido al establo. No te avergüences, todo el mundo se cae alguna vez.
La mano de Kate seguía en la mejilla de Ford; al cabo de un mo-mento, él se incorporó despacio.
—Lo siento.
Kate tardó un poco en hablar.
—Has dicho algo de tu mujer. No sabía que estuvieras casado. —Ya no.
—Debe de ser duro estar casada con alguien de la CIA.
La respuesta fue rápida.
—No se trata de eso. Es que murió.
Kate se tapó la boca.
—Oh… Lo siento. Qué tontería he dicho…
—No pasa nada. Éramos compañeros en la CIA. La mataron en Camboya. Una bomba en el coche.
—Dios mío, Wyman. Cuánto lo siento…
Ford no había creído que fuera capaz de contárselo, pero las palabras salían con extrema facilidad.
—Entonces dejé la CIA y fui a un monasterio. Buscaba algo. Yo creía que era Dios, pero no lo encontré. No tenía madera de monje. Así que volví a irme, y como tenía que ganarme la vida, me hice investigador privado; luego me encargaron este trabajo. Que no debería haber aceptado. Final de la historia.
—¿Para quién trabajas? ¿Para Lockwood?
Asintió con la cabeza.
—Sabe que escondéis algo, y me ha pedido que averigüe qué es. Dice que pronto darán carpetazo al proyecto
Isabella
.
—Madre mía…
Kate volvió a apoyar su mano fresca en la cara de Ford.
—Siento haberte mentido. De haber sabido en qué me metía, nunca habría aceptado el trabajo. No contaba con…
—¿Qué?
Ford no contestó.
—¿No contabas con qué?
Kate se inclinó hacia él, haciendo que su sombra le cubriese la cara y que su olor llegara a su nariz.
—Con volver a enamorarme de ti —confesó Ford. Lejos, en el crepúsculo, ululó un búho. —¿Lo dices en serio? —preguntó ella después de un rato. Él asintió con la cabeza.
Kate acercó despacio su cara a la de él. No le dio un beso. Solo le miró. Estupefacta.
—Cuando salíamos juntos nunca me lo dijiste. —¿Ah, no? Sacudió la cabeza.
—La palabra «enamorarse» no estaba en tu vocabulario. ¿Por qué crees que rompimos?
Ford parpadeó. ¿Fue por eso?
—¿Y lo de que entrase en la CIA?
—Podría haberlo aceptado.
—¿Quieres… volver a intentarlo? —preguntó.
Kate le miró, bañada en luz dorada. Nunca había estado tan guapa.
—Sí.
Le besó despacio, suave y deliciosamente. Ford se incorporo para devolverle el beso, pero ella le puso dulcemente una mano en el pecho.
—Casi es de noche. Aún nos falta mucho para llegar, y… —¿Y qué?
Siguió mirándole con una sonrisa.
—Nada, nada —dijo, a la vez que se agachaba para darle otro beso, y luego otro, y apoyaba en él sus blandos pechos.
Movió la mano hacia la camisa de Ford y empezó a desabrochársela, un botón tras otro. Después se la abrió y empezó a desabrocharle el cinturón; los besos se volvían más profundos y suaves, como si sus bocas se estuvieran fundiendo. Mientras, las sombras del anochecer se alargaban por el suelo del desierto.
El pastor Russ Eddy abandonó la carretera de la mesa y condujo hacia un saliente de arenisca tras el que podía esconder la camioneta. Era una noche clara, con luna llena y estrellas tachonando el firmamento. La camioneta daba tumbos por la roca desnuda. Con cada salto, el guardabarros se soltaba un poco más. Como no pidiera prestado el soldador que tenían en la gasolinera de Blue Gap, pronto se le caería el guardabarros, pero le daba tanta vergüenza pasarse la vida pidiendo prestadas herramientas a los navajos, y mendigando gasolina… Siempre tenía que recordarse que él les ofrecía a ellos el máximo regalo: la salvación. Lástima que no lo aceptasen.
Llevaba todo el día pensando en Hazelius. Cuanto más recordaba sus palabras, más versículos de la Primera Epístola de san Juan le venían a la mente: «Habéis oído que iba a venir un Anticristo… Ese es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo… y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios; ese es el del Anticristo».
De pronto cruzó sus pensamientos el recuerdo de Lorenzo en el suelo, y de los coágulos de sangre que se resistían a ser absorbidos por la arena. Se estremeció. ¿Por qué volvía constantemente aquella imagen abominable? Gimió en voz alta al expulsarla de sus pensamientos.
Aparcó la camioneta detrás del saliente de arenisca, para que no se viese desde la carretera. El motor traqueteó al apagarse. Puso el freno de mano y bloqueó las ruedas con pedruscos. Después se metió las llaves en el bolsillo, respiró hondo y echó a caminar por la carretera. La luna brillaba lo suficiente para poder orientarse sin linterna.
Estaba más decidido que nunca. Dios le había llamado, y él había respondido. Todo lo sucedido anteriormente, todos los problemas de su vida, eran un simple preludio. Dios le había puesto a prueba, y él había salido airoso. La última había sido Lorenzo. Era la señal que le hacía Dios de que le estaba preparando para algo grande, muy grande.
Era el Señor el que, esa misma tarde, le había llevado hasta Piñón. Primero logró un depósito de gasolina gratis. Después un turista que buscaba Flagstaff le agradeció su ayuda con un billete de diez dólares. Y después, se enteró por el empleado de la gasolinera de que Bia investigaba la muerte del científico como si fuera un asesinato, no un suicidio. ¡Un asesinato!
Un coyote aulló a lo lejos, y otro, desde todavía más lejos, le respondió. Parecían los gritos solitarios y perdidos de los condenados. Al llegar al borde del precipicio, Eddy bajó con ayuda de pies y manos por el camino de Nakai Valley. A su derecha se elevaba la masa oscura de Nakai Rock, como un demonio jorobado. Más abajo, se veían las luces dispersas del pueblo. Las ventanas del antiguo almacén proyectaban rectángulos de luz en la oscuridad.
Fue hacia el almacén sin apartarse de las rocas y de los enebros. No sabía qué buscaba, ni cómo encontrarlo. Su único plan era esperar una señal de Dios. Dios le mostraría el camino.
El aire nocturno del desierto llevó hasta él las notas de un piano. Ya en el fondo del valle, Eddy atravesó las sombras de los álamos y corrió por la hierba hasta la pared trasera del almacén. Por los viejos troncos, salpicados de yeso, se filtraba un rumor de conversaciones. Se acercó con muchísimo cuidado a una ventana y miró. Había unos cuantos científicos sentados alrededor de una mesita. Hablaban con énfasis, como si discutieran. Hazelius tocaba el piano.
Al ver a quien podía ser el Anticristo, Russ sintió miedo y rabia. Escuchó, agazapado tras la ventana, pero Hazelius tocaba tan fuerte que no se entendía nada. De repente, por encima del sonido del piano, atravesando en el aire frío de otoño y el doble cristal, sonó una palabra pronunciada por uno de los científicos: «Dios».
Y por segunda vez, otra voz dijo: «Dios».
La mosquitera se cerró con un portazo. Los oídos de Eddy captaron dos voces a la vuelta de la esquina, una de ellas aguda y tensa, y la otra lenta y comedida.
Se deslizó sigilosamente por la oscuridad, con el pulso acelerado. Se paró casi en la esquina, conteniendo la respiración, y prestó atención.
—… quería pedirte una cosa, Tony; algo confidencial, como quien dice…
El hombre bajó la voz. Eddy no entendió el resto, pero era demasiado peligroso acercarse más.
—… los dos únicos de aquí que no somos científicos…
Se alejaron por la oscuridad. Eddy retrocedió. Las voces se fundieron en un murmullo indiferenciado. Vio que por la carretera se movían dos siluetas oscuras. Tras una breve espera, corrió hacia los árboles, al otro lado de la carretera, y se escondió detrás del tronco nudoso de un álamo.
Sintió cómo el aire azotaba su cara. Quizá era el Espíritu Santo, que, transformado en brisa, llevaba hasta él las voces de las siluetas.
—… lo de la responsabilidad penal, pero yo no tengo nada que ver con el funcionamiento del
Isabella
.
Respondió la voz más grave.
—No te hagas ilusiones. Insisto en que te meterían en el mismo saco que a los demás.
—Pero yo solo soy el psicólogo… —Pero también formas parte del engaño. ¿Engaño? Eddy se movió un poco por la oscuridad.
¿… cómo diablos nos hemos metido en este lío del copón? —preguntó la voz aguda.
La respuesta no fue lo bastante fuerte para que Eddy la oyese.
—No puedo creer que el ordenador se presente como Dios… Parece salido de una película de ciencia ficción.
Otra respuesta en voz baja. Eddy contenía la respiración intentando escuchar.
Los dos hombres llegaron a la zona de luces dispersas que señalaban las viviendas. Eddy avanzó sigilosamente, mientras las frases iban y venían con la brisa.
—… Deus ex machina… que desquició a Volkonski…
Otra vez la voz aguda.
—… perder el tiempo con teorías —fue la respuesta, malhumorada.
La conversación prosiguió en voz baja. Eddy creía que si no lograba oírla se volvería loco. Se arriesgó a acercarse un poco más. Los dos hombres se habían parado al final del camino que llevaba a una de las casas, bajo una luz débil y amarilla. El más alto parecía impaciente, como si quisiera despedirse del hombre nervioso. Las voces se distinguían mejor que antes.
—… diciendo cosas que no diría ningún Dios. Sandeces supersticiosas. «La existencia soy yo pensando.» ¡Por favor! Y va Edelstein y se lo cree. Claro que es matemático, y los matemáticos son raros por definición. Porque no me dirás que tener serpientes de cascabel en casa…
La voz aguda se hizo más fuerte, como si así la voz pudiera evitar que el más alto de los dos se fuese.
El alto cambió de postura, lo que permitió a Eddy verle la cara. Era el encargado de seguridad.
Su voz grave dijo algo acerca de «dar una vuelta antes de meterme en el sobre». Después de un apretón de manos, el más bajo se fue a su casa por el camino, mientras el de seguridad miraba fijamente en ambas direcciones de la carretera, y luego hacia los álamos, como si echase un vistazo para decidir por dónde empezaba la ronda.
«Por favor, Dios, por favor…» A Eddy le latía con tal fuerza el corazón que lo notaba en sus oídos. Al final, el encargado de seguridad se fue por el otro lado de la carretera. Con enorme cautela, para no pisar ninguna rama seca, Eddy cruzó despacio la alameda y salió del valle yendo a tientas por el sendero oscuro.
No se permitió gritar de euforia hasta que estuvo otra vez en la Dugway, al volante de la camioneta. Tenía exactamente lo que necesitaba el reverendo Spates. En Virginia era de noche, pero seguro que a Spates no le importaría que le despertara. Seguro que no.
El viernes, al alba, Nelson Begay se apoyó en el marco de la puerta de la casa del Centro Comunitario para ver llegar los primeros remolques de caballos. Los jinetes fueron descargando los caballos, que formaban nubes doradas de polvo al pisar el suelo, y los ensillaron con un tintineo de espuelas y un palmeo de cuero. El de Begay, Winter, ya estaba ensillado y listo para salir. Comía de un morral, atado a la sombra del único pino piñonero vivo que había a la vista. A Begay le habría gustado poder echar la culpa de los pinos muertos a los
bilagaana
., pero que él supiera tenían razón las noticias de la televisión: los barrenillos y la sequía habían sido los causantes.