Blackhorse aún parecía más tétrico que en la primera visita de Ford, la del lunes. Se veía un solitario grupo de caravanas polvorientas, acurrucadas entre los flancos de Red Mesa y algunas colinas amarillas. El aire olía a hierba de San Nicolás. En el terreno donde la última vez jugaban niños, un columpio vacío se mecía al viento. Ford se preguntó dónde estaba el colegio. Probablemente en Blue Gap, a cincuenta kilómetros.
Menudo lugar para crecer… Aunque los poblados navajos tenían cierta vacuidad monástica que para Ford no carecía de atractivo. Los navajos no acumulaban propiedades, como el resto de la humanidad. Hasta sus viviendas eran austeras.
Cuando iban hacia los corrales, Ford vio a Nelson Begay herrando un caballo alazán atado a un poste de cedro. Daba golpes certeros a una herradura sobre un yunque, golpes que reverberaban por toda la mesa.
Begay dejó ruidosamente el martillo y la herradura, y se irguió para verles llegar.
Ford y Kate pararon, desmontaron y ataron los caballos a una valla de corral. Ford saludó con la mano. Begay les hizo señas de que se acercaran.
—Le presento a la doctora Kate Mercer, subdirectora del proyecto
Isabella
.
Levantó el ala del sombrero para saludar a Kate, que se acercó y le dio la mano.
—¿Es física? —preguntó él, con una mirada escéptica.
—Sí.
Sus cejas se arquearon un poco. Se volvió muy despacio, arrimó el hombro al flanco del caballo, le levantó la pata trasera y empezó a encajar la herradura en el casco. Después la colocó en el yunque y le dio otro par de martillazos.
Mientras Ford reflexionaba sobre la sensibilidad cultural navajo, Kate se dirigió a los cuadros azules de la espalda de Begay:
—Esperábamos poder hablar con usted.
—Pues hablen.
—Prefiero no hablar con una espalda.
Begay soltó la pata del caballo y se irguió.
—Mire, señorita, yo no les he pedido que vinieran, y resulta que ahora mismo tengo trabajo.
—No me llame señorita, tengo un doctorado.
Begay tosió, dejó las herramientas y miró a Kate inexpresivamente.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿Nos quedamos aquí plantados bajo el sol o nos invita a pasar y tomamos un café?
La cara de Begay reflejó una mezcla de exasperación y diversión. —Bueno, vale, pasen.
Ford se encontró de nuevo en la sala de estar desnuda que ya conocía, la que tenía fotos de militares en las paredes. Mientras Begay servía el café, Ford y Kate se sentaron en el sofá marrón. Una vez llenas las tazas, Begay se instaló en el sillón roto.
—¿Todas las mujeres científicas son como usted?
—¿O sea?
Como mi abuela. ¿Verdad que no admite un no por respuesta? Hasta podría ser diñé. De hecho… —Se inclinó para escrutar el rostro de Kate—. ¿No será… ?
—Soy medio japonesa.
—Ah, ya. —Se apoyó en el respaldo—. Bien, pues aquí estamos. Ford esperó a que hablara Kate. Siempre había tenido don de gentes, como estaba demostrando con Begay. Tuvo curiosidad por ver cómo lo manejaba.
—Me gustaría saber una cosa —dijo Kate—. ¿Qué es exactamente un chamán?
—Soy una especie de médico.
—¿En qué sentido?
—Hago ceremonias. Curo a la gente.
—¿Ceremonias de qué tipo?
Begay no contestó.
—Perdone si le parezco curiosa —dijo Kate, con su sonrisa deslumbrante—. Es por culpa de mi profesión.
—No, la pregunta no me molesta, siempre que no sea curiosidad gratuita. Realizo varias ceremonias: la de la Bendición, la del Enemigo y la de la Estrella Fugaz.
—¿Para qué sirven?
Begay gruñó, tomó un sorbo de café y volvió a recostarse en el sillón.
—La de la Bendición devuelve el equilibrio y la belleza a la vida de las personas que han tenido problemas con las drogas o el alcohol, o que han estado en la cárcel. La del Enemigo es para los soldados que vuelven de la guerra; es una ceremonia que borra la mancha de haber matado, porque cuando matas se te pega una pequeña parte de esa maldad, aunque sea en una guerra y tuvieras derecho a hacerlo. Si no te sometes a la ceremonia del Enemigo, el mal acaba consumiéndote.
—Nuestros médicos lo llaman trastorno por estrés postraumático— dijo Kate.
—Sí —coincidió Begay—, como mi sobrino Lorenzo, que estuvo en Irak. No volverá a ser como antes.
—¿La ceremonia del Enemigo cura el TEPT?
—La mayoría de las veces, sí.
—Qué interesante. ¿Y la de la Estrella Fugaz?
—Es una ceremonia de la que no hablamos —dijo lacónicamente Begay.
—¿Se plantearía la posibilidad de hacer una ceremonia para alguien que no fuera navajo?
—¿Por qué? ¿Necesita alguna? Kate se rió.
—No me iría nada mal la de la Bendición. Begay pareció ofendido.
—No son cosas que puedan hacerse a la ligera. Se necesita mucha preparación, y hay que creer en ello para que funcione. A muchos
bilagaana
. les cuesta creer en lo que no pueden ver con sus ojos; menos los de la nueva era, pero a esos no les gustan los preparativos difíciles: los baños de vapor, el ayuno, la abstinencia sexual… De todos modos, yo no le negaría la ceremonia a un
bilagaana
solo porque fuera blanco.
—No se lo tome como una falta de respeto —insistió ella—. Es que… hace mucho tiempo que me pregunto qué sentido tiene todo esto, y qué hacemos aquí.
—Bienvenida al club.
Tras un largo silencio, Kate dijo:
—Gracias por explicárnoslo.
Begay se echó hacia atrás, con las manos apoyadas en los pantalones vaqueros.
—En la cultura diné, creemos en el intercambio de información. Yo ya le he explicado algo de mi trabajo. Ahora me gustaría oír algo del suyo. El señor Ford dice que con el proyecto
Isabella
están investigando algo que se llama el Big Bang.
—Exactamente.
—He estado pensando en ello. Si el universo se creó tras una gran explosión, ¿qué había antes?
—Nadie lo sabe. Muchos físicos creen que nada. De hecho, m siquiera hubo un «antes». La propia existencia empezó con el Big Bang.
Begay silbó.
—¿Y qué causó el Big Bang?
—Es difícil explicárselo a alguien que no es físico.
—Inténtelo.
—Según la teoría de la mecánica cuántica, las cosas pueden «suceder» sin causa.
Es decir, que no conocen la causa. —No, lo que quiero decir es que no hay una causa. Es posible que la creación repentina del universo a partir de la nada no infrinja ninguna ley, ni sea antinatural o acientífica en ningún sentido. Antes no había absolutamente nada, ni espacio, ni tiempo, ni existencia. Y de repente sucedió. Así de sencillo. La existencia cobró ser.
Begay se la quedó mirando. Después sacudió la cabeza.
—Habla como mi sobrino Lorenzo. Es muy inteligente; le dieron una beca en Columbia y estudió matemáticas. Pero eso acabó con él. El mundo
bilagaana
. le trastornó la cabeza. Dejó los estudios, se fue a Irak y volvió sin creer en nada. Quiero decir en nada en absoluto. Ahora se gana la vida barriendo una iglesia. Al menos es lo que hacía hasta que se escapó.
—¿Y usted cree que la culpa la tiene la ciencia? —preguntó Kate.
Begay sacudió la cabeza.
—No, no, yo no culpo a la ciencia; lo que ocurre es que cuando he oído cómo explicaba que el mundo apareció de la nada, me ha sonado a las tonterías que dice él. ¿Cómo quiere que la creación pasara porque si?
—Intentaré explicárselo. Stephen Hawking propuso la idea de que antes del Big Bang no existía el tiempo. Sin tiempo no puede haber ningún tipo de existencia definible. Hawking logró demostrar matemáticamente que la no existencia tiene cierto potencial espacial, y que en determinadas condiciones, muy particulares, el espacio puede convertirse en tiempo, y viceversa. Demostró que si una parte minúscula de espacio se convirtiera en tiempo, la aparición del tiempo desencadenaría el Big Bang, porque de repente podría haber movimiento, podría haber causa y efecto, podría haber espacio de verdad, y energía de verdad. Todo eso lo posibilita el tiempo. A nosotros el Big Bang nos parece una explosión de espacio, tiempo y materia desde un solo punto, pero lo raro es lo siguiente: si se fija en esa minúscula fracción de segundo inicial, vera que no hubo principio. Parece que siempre ha existido el tiempo. Es decir, que tenemos una teoría del Big Bang que parece afirmar dos cosas contradictorias: en primer lugar, que el tiempo no ha existido siempre, y en segundo lugar, que el tiempo carece de principio. Lo cual significa que el tiempo es eterno. Ambas cosas son ciertas. Bien pensado, cuando no existía el tiempo no podía haber ninguna diferencia entre la eternidad y un segundo. Por lo tanto, una vez que el tiempo adquirió existencia, es como si siempre hubiera existido. Nunca ha habido un tiempo en el que no existiera el tiempo.
Begay sacudió la cabeza.
—Es una locura.
Un silencio incómodo se apoderó de la humilde sala de estar.
—¿Los navajos tienen una historia de la creación? —preguntó Kate.
—Sí. La llamamos Diné Bahané. No está escrita. Hay que memorizarla. Se tarda nueve noches en recitarla. Es la ceremonia de la Bendición que le decía, un cántico que narra la historia de la creación del mundo. Se entona en presencia de un enfermo, y la historia le cura.
—¿Usted se la sabe de memoria?
—¡Por supuesto! Me la enseñó mi tío. Tardó cinco años.
—Más o menos lo mismo que mi doctorado —dijo Kate.
La comparación pareció ser del agrado de Begay.
—¿Me recitaría unos versos?
—La ceremonia de la Bendición no puede cantarse a la ligera —dijo Begay.
—No estoy tan segura de que estemos hablando a la ligera. La miró fijamente. —Es posible.
Cerró los ojos. Cuando abrió la boca, salió de ella una voz temblorosa y aguda, con la que cantó en una extraña escala de cinco tonos. Los armónicos no occidentales, y el sonido de las palabras navajo (de las que solo algunas, pocas, le sonaban), llenó a Ford de añoranza por algo que no sabía nombrar.
Begay paró después de cinco minutos. Tenía los ojos empañados.
Empieza así —dijo en voz baja—. Es el poema más bonito que se ha escrito, al menos en mi opinión.
—¿Nos lo podría traducir? —preguntó Kate.
—Esperaba que no me lo pidiese, pero está bien.
Begay respiró hondo.
En eso está pensando, está pensando.
Mucho antes de ello, está pensando.
En cómo aparecerá la oscuridad, está pensando.
En cómo aparecerá la Tierra, está pensando.
En cómo aparecerá el cielo azul, está pensando.
En cómo aparecerá el alba amarilla, está pensando.
En cómo aparecerá el crepúsculo, está pensando.
En rocío en el musgo está pensando, en caballos está pensando.
En orden está pensando, en belleza está pensando.
En cómo todo aumentará sin disminuir, está pensando.
Paró.
—En otra lengua no suena bien, pero puede hacerse una idea.
—¿Quién es el sujeto de «está pensando»? —preguntó Kate.
—El Creador.
Kate sonrió.
—Dígame una cosa, señor Begay: ¿quién creó al Creador?
El se encogió de hombros.
—Eso no lo cuentan las historias.
—¿Qué había antes de él?
—Vaya usted a saber.
—Parece que nuestras dos historias de la creación tienen problemas con los orígenes —dijo Kate.
Una gota de agua rompió el silencio al caer en el fregadero de la cocina, seguida de otra, y de otra. Al final Begay se levantó y, cojeando, fue a cerrar el grifo.
—Ha sido una conversación muy interesante —dijo al volver—, pero fuera hay un mundo real, y en ese mundo hay un caballo que necesita nuevas herraduras.
Salieron al sol, que brillaba con fuerza. Mientras volvían hacia los corrales, Ford se dirigió al chamán:
—Una de las cosas que queríamos decirle, señor Begay, es que mañana haremos una prueba con el
Isabella
. Estarán todos bajo tierra. Cuando lleguen usted y los jinetes, solo estaré yo para recibirles. —No es ninguna reunión social.
—Solo lo digo para que no se lo tomen como una falta de respeto.
Begay dio unas palmadas al caballo, y le acarició el flanco.
—Señor Ford, nosotros tenemos nuestros propios planes. Montaremos un temascal, realizaremos algunas ceremonias y hablaremos con la tierra. Seremos pacíficos. Cuando llegue la policía para detenernos, nos iremos sin armar ningún escándalo.
—La policía no irá —dijo Ford.
Begay pareció decepcionado.
—¿No?
—¿Quiere que la avisemos? —preguntó irónicamente Ford. Begay sonrió.
—Supongo que tenía la fantasía de que me arrestasen por la causa. —Les dio la espalda y empezó a herrar la pata del caballo con una mano, mientras cogía la legra con la otra—. Tranquilo —murmuró al empezar a raspar.
Ford miró a Kate. Se lo diría durante el camino de vuelta.
Cuando Ford y Kate llegaron a la cima de la mesa, el sol estaba tan bajo que parecía temblar en el horizonte. Mientras cruzaban en silencio las extensiones de hierba de San Nicolás en flor, Ford hizo el enésimo esfuerzo de formular lo que quería decir. Si no se decidía, llegarían al
Isabella
y habría perdido la oportunidad de hablar.
—Kate… —dijo montando a su lado.
Ella se volvió.
—Te he pedido que me acompañaras por otra razón aparte de ir a ver a Begay.
Ella le miró con unos ojos que delataban la sospecha, mientras el sol hacía brillar su pelo como oro negro.
—¿Por qué intuyo que no me gustará?
—Estoy aquí en parte como antropólogo, y en parte por otra razón.
—Debería habérmelo imaginado. Y dime, ¿cuál es la misión, señor agente secreto?
—Me… me han enviado a investigar el proyecto
Isabella
. —En otras palabras, que eres un espía. Ford respiró hondo. —Sí.
—¿Lo sabe Hazelius?
—No lo sabe nadie.
—Ya… Y has estado simpático conmigo porque yo era un atajo hacia la información que necesitabas.
—Kate…
—¡Calla, calla o lo empeorarás! Te contrataron porque estaban al corriente de nuestra relación y tenían la esperanza de que reavivaras las brasas y me sonsacaras la información.
Como siempre, Kate lo adivinaba todo antes de que Ford pudiera terminar.
—Kate, cuando accedí a este encargo no me di cuenta…