Reconoció al hombre que le sujetaba: el mismo pastor Eddy que había iniciado el tiroteo disparando contra Doerfler. Estaba salpicado de sangre, sangre ajena.
—¿Quién eres? —preguntó Eddy.
—¿Yo? Nadie… el informático.
Eddy le miró sin dureza.
—¿Estás de nuestro lado? —preguntó en voz baja—. ¿Aceptas a Jesucristo como tu salvador?
Wolf abrió la boca, pero solo le salió un graznido.
—Pastor —dijo una voz—, no tenemos mucho tiempo.
—Siempre hay tiempo para salvar un alma. —La mirada de Eddy era insistente y sus ojos se veían muy oscuros—. Repito: ¿aceptas a Jesucristo como tu salvador? Ha llegado el momento de elegir un bando. Ha llegado el día del Juicio.
Finalmente, Wolf logró asentir con la cabeza.
—De rodillas, hermano. Vamos a rezar.
Wolf casi no sabía qué hacía. Parecía una escena de la Edad Media, una conversión forzosa. Intentó arrodillarse, con las piernas temblando, pero no fue bastante rápido y alguien le tiró al suelo. Perdió el equilibrio, y al caerse se le abrió la camisa.
—Recemos —dijo Eddy, dejándose caer de rodillas junto a Wolf. Le cogió las manos e inclinó la frente hasta tocarlas—. Padre que estás en los cielos, ¿aceptas a este pecador en este momento de necesidad? Y tú, pecador, ¿aceptas la Palabra Verdadera, para poder renacer?
—¿Que si… qué?
Wolf intentó concentrarse.
—Repito: ¿aceptas a Jesús como tu salvador?
Se estaba mareando.
—Sí —dijo rápidamente—. Sí… Sí, le acepto.
—¡Alabado sea Dios! Recemos.
Inclinó la cabeza y cerró con fuerza los ojos. «¿Qué rayos estoy haciendo?»
La voz de Eddy penetró en su oído.
—Recemos en voz alta. Pídele a Jesús que entre en tu corazón. Si lo haces libre y sinceramente, verás el Reino de los Cielos. Es así de fácil.
El pastor juntó las manos y empezó a rezar en voz alta. Wolf le acompañó con un murmullo, hasta que se le obturó la garganta.
—Tienes que rezar conmigo —dijo Eddy.
—Es que… no —dijo Wolf.
—Para recibir a Jesús tienes que rezar. Tienes que pedirle… —No. No quiero.
—Amigo mío, queridísimo amigo, es tu última oportunidad. Se avecina el Juicio Final. Ha llegado el Arrobamiento. No te hablo como enemigo, sino como alguien que te quiere.
—Te queremos —dijeron voces en la multitud—. Te queremos.
—Supongo que también queríais a los soldados que habéis asesinado —dijo Wolf.
Le horrorizaba lo que estaba haciendo. ¿De dónde salía aquel valor tan repentino como insensato?
Sintió que le ponían el cañón de una pistola en la sien.
—Es tu última oportunidad —dijo afablemente la voz de Eddy.
Wolf se dio cuenta del pulso firme con el que sujetaba el arma.
Cerró los ojos y no dijo nada. Sintió el leve temblor de la mano al cerrarse, y del dedo al apretar el gatillo. Una explosión desgarradora… y luego nada.
Ya estaban encendidas todas las pantallas de la sala de crisis, en modo de videoconferencia (y en algunos casos, divididas en dos) con: la Junta de Jefes del Estado Mayor y los directores del Departamento de Seguridad Interna, el FBI, la Agencia de Seguridad Nacional, el Departamento de Inteligencia Central y el de Energía. A las tres de la madrugada había llegado el vicepresidente. Ahora eran las tres y veinte, y en los últimos veinte minutos, desde la noticia del incendio en el aeródromo de Red Mesa, habían ocurrido muchas cosas.
Stanton Lockwood tenía la sensación de estar en una especie de programa de televisión y no poder salir. Parecía imposible que en Estados Unidos pasaran aquellas cosas. Era como haberse despertado en otro país.
—No sabemos nada de la Unidad de Rescate de Rehenes desde la explosión del helicóptero —dijo el director del FBI, pálido, arrugando inconscientemente en una mano el pañuelo con el que se secaba la cara sin cesar—. Ha sido un ataque numéricamente avasallador. No es chusma. Están organizados y saben lo que hacen.
—¿Les han tomado de rehenes? —preguntó el presidente.
—Temo que la mayoría estén incapacitados… o muertos.
Alguien le pasó un papel fuera de pantalla. Lo leyó.
—Acabo de recibir un informe… —Su mano tembló un poco—. Han conseguido cortar una de las tres líneas eléctricas principales del
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, lo que ha desencadenado un fallo de la red.
Hay apagones por todo el norte de Arizona, y en zonas de Colorado y Nuevo México.
—¿Y mis tropas de la Guardia Nacional? —dijo el presidente, volviéndose hacia los jefes del Estado Mayor—. ¿Dónde demonios están?
—Ahora mismo reciben instrucciones, señor presidente. To-davía estamos a tiempo para la operación de las cuatro de la ma-drugada.
—¿Aún están en tierra?
—Sí, señor.
—¡Pues que despeguen! ¡Que les den las instrucciones en pleno vuelo!
—Con la falta de equipo, y ahora los apagones…
—Que vuelen con lo que haya.
—Señor presidente, nuestros últimos datos de inteligencia indican que en Red Mesa hay entre mil y dos mil personas armadas. Creen que ha llegado el Armagedón, el Segundo Advenimiento, y la consecuencia es que no respetan en absoluto la vida humana. No podemos poner en esa situación a hombres poco equipados o mal informados. Han llegado noticias de una gran explosión en lo alto de Red Mesa. Todavía hay cientos de personas que están evitando los bloqueos de carretera y llegan a campo traviesa, muchos de ellos en todoterrenos. El aeródromo ha quedado inservible para aparatos de ala fija. Hay un Predator teledirigido que debería sobrevolar la zona y hacer fotos en… menos de veinte minutos. O implementamos un asalto estratégico y bien organizado a la mesa o seguiremos desperdiciando vidas.
—Sí, ya lo entiendo, pero también hay una máquina de cuarenta mil millones de dólares, once agentes del FBI y una docena de científicos cuyas vidas corren peligro.
—Disculpe, señor presidente… —Era el director del Departamento de Energía—. El
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todavía funciona a la máxima potencia, pero se está desestabilizando. Según nuestro sistema de seguimiento a distancia, los haces de protones-antiprotones se han descolimado, y…
—Hable en cristiano, por Dios.
—Si no se desconecta el
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, podría romperse el tubo donde están los haces, lo cual provocaría una explosión.
—¿Cómo de grande?
Un titubeo.
—No soy físico, pero me han dicho que si se cruzan los haces destiempo, la convergencia podría crear una singularidad instantánea cuya detonación tendría la potencia de una pequeña bomba nuclear, del orden de medio kilotón.
—¿Cuándo?
—En cualquier momento. El siguiente en hablar fue el jefe de gabinete. —Lamento tener que cambiar de tema, pero hay una crisis in-formativa, y tenemos que gestionarla ahora mismo.
—Despejen el espacio aéreo en un radio de ciento cincuenta kilómetros alrededor de Red Mesa —ordenó el presidente—. Declaren el estado de emergencia en la reserva. Y la ley marcial. Prohibida la prensa de cualquier tipo. —Considérelo hecho.
—Aparte de las tropas de la Guardia Nacional, quiero un refuerzo militar abrumador. Cuando amanezca, quiero que el ejército de Estados Unidos controle Red Mesa y los alrededores. No quiero excusas sobre falta de efectivos o de transporte. También quiero que desplacen tropas. Que los soldados vayan a campo traviesa. Aquello es un desierto. La potencia que se ejerza debe ser abrumadora. ¿Está claro?
—Señor presidente, ya he ordenado movilizar todos los efectivos militares en el sudoeste.
—¿Hasta las cinco menos cuarto no puede hacer nada más?
—En efecto, señor presidente.
—Unos terroristas armados se están apoderando de bienes públicos y asesinando a soldados del ejército nacional. Sus crímenes contra el Estado no tienen nada que ver con la religión. Son terroristas y punto. ¿Me explico?
—Completamente, señor.
—Para empezar, quiero que el telepredicador, Spates, sea detenido y acusado de terrorismo, con esposas, grilletes y toda la parafernalia. Quiero que reciba toda la publicidad posible, para dar ejemplo. Si hay algún otro predicador, telepredicador o funda-mentalista que azuze a aquella gente, que también le detengan. No hay ninguna diferencia con al-Qaeda y los talibanes.
Nelson Begay estaba tumbado boca abajo en un promontorio sobre Nakai Valley, al lado de Willy Becenti. Era el punto más alto de toda la mesa; desde allí la visión abarcaba trescientos sesenta grados del desierto.
El mayor atasco de la historia había colapsado la Dugway en su confluencia con Red Mesa. Cientos, o miles, de coches habían aparcado a la buena de Dios en una enorme explanada contigua a la carretera. Muchos se habían quedado con las luces encendidas y las puertas abiertas. Por la Dugway subía gente a pie, que había dejado el coche más abajo. Toda la carretera del proyecto
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estaba abarrotada de gente. Se saltaban el desvío hacia Nakai Valley en busca de donde estaba la acción, al borde de la mesa.
Siguió la carretera con los prismáticos. Los hangares se estaban quemando, así como los restos del helicóptero en el que habían llegado los soldados; las llamas medían más de treinta metros. Se veían cadáveres desperdigados, víctimas del sangriento tiroteo al que Begay había asistido pocos minutos antes. Casi toda la gente se había ido después de prender fuego al helicóptero, menos algunos que ayudaban a abrir zanjas con una excavadora en la pista de aterrizaje.
Siguió con la vista el río humano, hasta alcanzar la zona vallada del borde de la mesa. Era un auténtico hormiguero. Calculó que había al menos mil personas, parte de las cuales trepaban por una de las enormes torres de alta tensión. Solo les faltaba una cuarta parte para coronarla. Otros habían erigido una cruz tosca sobre un edificio alto, situado al borde de la mesa, y ahora estaban talando el bosque de torres de comunicación. Bajó despacio los prismáticos.
—¿Tienes idea de qué cojones pasa? —preguntó Becenti.
Begay sacudió la cabeza.
—¿Alguna reunión del Ku Klux Klan? ¿De las Naciones Arias?
—También hay blancos e hispanos. Incluso algunos indios.
—Déjame ver.
Mientras Becenti escudriñaba la punta este de la mesa, Begay asimiló lo que había visto. Al principio le había parecido alguna estrafalaria concentración evangélica (un espectáculo habitual en la reserva), pero la explosión del helicóptero le había convencido de que se trataba de algo muy distinto, tal vez relacionado con el telepredicador de quien había oído hablar, el del sermón contra el proyecto
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.
Becenti gruñó sin apartar la vista.
—Mira cuánta gente han matado en la pista de aterrizaje.
—Sí —dijo Begay—, y apuesto lo que quieras a que habrá alguna respuesta. Los federales no se quedarán cruzados de brazos. Mejor que no nos encuentren aquí cuando empiecen los fuegos artificiales.
—Podríamos quedarnos un poco más, a ver qué pasa. No se tienen cada día asientos de primera fila para ver cómo se matan los
bilagaana
.. Siempre hemos sabido que los blancos acabarían así ¿no es cierto? ¿Te acuerdas de la profecía?
—Déjalo, Willy. Tenemos que reunir a los demás y salir pitando de la mesa.
Se levantaron y bajaron al valle.
Randy Doke estaba de pie sobre el capó del Humvee, dominando la refriega con un brazo musculoso sobre el otro. Aquel observatorio le permitía ver mejor la torre de alta tensión. Los primeros escaladores ya estaban llegando a la cima. Los cables zumbaban y chisporroteaban.
Nunca había sentido tanta energía, él, que había caído en la heroína, la cocaína y el alcohol. En el mismo momento en el que tocaba fondo (borracho y entre sus propios excrementos, tirado en una zanja de riego de las afueras de Belén, Nuevo México), había vuelto a su memoria algo que rezaba de niño, algo que le había enseñado su madre antes de que el desgraciado con quien vivía le pegara un tiro, y después se lo pegase a sí mismo. Rimas que habían empezado a resonar en su cabeza: «Jesusito de mi vida, eres niño como yo…» .Y ahí mismo, en aquella fétida zanja de Belén, Jesús se había dignado salvar a un despojo humano. Ahora estaba en deuda con El, y haría cualquier cosa.
Cogió unos prismáticos. Un escalador había llegado justo debajo de los aislantes. Vio que se afirmaba en la escalera, rodeando una viga con las piernas, y que una vez en equilibrio sacaba una escopeta de corredera, metía una bala en la recámara y se la apoyaba en el hombro.
«Esto va a ser bueno.»
Vio que apuntaba cuidadosamente. Los que trepaban más abajo se pararon a mirar. Hubo un fogonazo de luz. Poco después, llegó a los oídos de Doke la detonación de la escopeta. Una lluvia de chispas bajó en cascada por la línea eléctrica, mientras temblaba el cable. Se oyeron gritos y aplausos.
El escalador se afianzó en la torre y deslizó el guardamanos de la escopeta. Hubo otro fogonazo, con su correspondiente detonación. El cable despidió miles de chispas y la línea se enroscó como una serpiente de cascabel que recibe un puñado de sal. Otra ovación.
Tercer disparo. Esta vez lo que brotó en la oscuridad fue una gran llamarada. La línea se partió con una profunda vibración que pareció extenderse al aire. El extremo cortado cayó como un látigo a cámara lenta, goteando fuego, hasta lanzarse en espiral contra la gente. El impacto, acompañado de explosiones, chispazos y nubes de humo, hizo que todos se apartasen de golpe, entre chillidos, Provocando una estampida.
Impresionante.
Doke volvió a fijarse en la torre. El escalador había cargado la escopeta y apuntaba de nuevo, pero ahora la gente de la torre le gritaba algo. ¿Qué? ¿Que parase? «No, tío, dale», pensó Doke.
Otra detonación. Esta vez cayó un trozo de aislante entre un estallido de fuegos artificiales, a la vez que se partía otro cable, retrocediendo hacia la torre. Fue como si una mano invisible la sacudiera: de repente, empezó a caer gente de la escalera. Rebotaban en las vigas más bajas, salían despedidos y se estrellaban en el suelo con impactos sordos.
El cable suelto dio un latigazo y cambió de dirección, acercándose a Doke con un sonido parecido al acople de una guitarra eléctrica gigante. Doke saltó del Humvee justo cuando lo azotaba el cable, crepitando y levantando una fuente de chispas. Corrió hacia la gente, muerta de miedo, y se abrió camino a manotazos sobre personas caídas, intentando alejarse a cualquier precio. El Humvee se incendió. Al cabo de un momento, Doke sintió el calor de la explosión del depósito de gasolina, la onda expansiva y un brusco fogonazo de luz.